jueves, 21 de mayo de 2009

Carta para la Jornada de la Infancia ...



Carta para la Jornada de la Infancia Misionera - 27 de enero de
2008




Por Mons. Francisco Pérez González


Arzobispo de Pamplona y Obispo de
Tudela




 



 


 Un año más
queremos resaltar la importancia de la Infancia Misionera.  Para ello hemos
pensado hacer realidad aquello de “manos a la obra”. No podemos pararnos. Es
necesario remangarse y ponernos a trabajar con los niños y para los niños.
Dentro de poco les tocará construir un mundo más en consonancia con los valores
del Evangelio. Para eso conviene trabajar desde estos momentos sin miedos y con
valentía. Hemos de presentarles con ilusión y realismo todo lo que han de
aprender para formarse como hombres y mujeres del futuro. La confusión que hoy
se cierne en la sociedad y que se ha ido fraguando con el paso del tiempo, hemos
de desenmascararla sin titubeos y con firmeza. La causa de la misma hunde sus
raíces en el relativismo. ¡Cuánto daño se puede hacer, y de hecho se está
haciendo, a los que  llevarán sobre sus hombros los destinos de la sociedad
dentro de pocos años! Por ello conviene movilizarse y preparar con audacia a los
niños que, como planta tierna, reciben todo y lo asumen con sencillez y
asombro.


 


No todo es
válido,  como  enseñan las filosofías relativistas, ni todo es bueno, como
enseñan los maestros del “vacío existencial”. Una sociedad que no se forme en el
principio moral de “aceptar el bien y rechazar el mal” se convierte en enemiga
de sí misma. La niñez es como una esponja que absorbe todo lo que se le pone por
delante, y marca para toda la vida. Tanto lo bueno como lo malo  puede
convertirse o en una vida sana, con actitudes moralmente bien orientadas, o en
una bomba de relojería que el día menos pensado explota con formas de actuar que
contradicen la dignidad humana. Libertad no es “hacer lo que a uno le apetece”;
es algo sagrado que ayuda a crecer a la persona en un estilo de vida auténtico y
que tiene como norma “hacer el bien y buscar lo bueno”.


 


Para ello,
los medios de comunicación social, que son el “púlpito” desde donde se debe
enseñar a vivir y orientar la vida en la verdad, deben echar una mano.
Desgraciadamente son frecuentes las veces que nos hallamos ante informaciones o
programas interesados que contradicen y amenazan a la persona con modos de vida
rastreros; son la “basura” que nada tiene que ver con la identidad de la
naturaleza humana, llamada a la armonía y a la belleza. En este campo hay que
ponerse “manos a la obra”. Y son las familias, apoyadas por las parroquias, el
colegio y los diversos ámbitos de Iglesia, quienes deben llegar a los niños para
presentarles el seguimiento de Jesús como lo más hermoso que hay en la vida.
Quien va tras las huellas de Cristo hace de su vida un camino. Los diez
mandamientos son el mejor programa de vida cristiana, más aún, de experiencia
humana. Tanto los tres primeros, que hacen referencia a Dios, como los siete
restantes, que hacen referencia al prójimo, nos muestran el modo de hacer el
bien y rechazar el mal.


 


Desde las
Obras Misionales Pontificias deseamos que la Infancia Misionera sea un aliciente
para todos los niños españoles y que, con su ejemplo, sean muchos los que se
sumen a esta forma nueva de vida que será una alegría para el futuro. Cuando
tenía once años, al ver cómo vivían otros niños, quedé impresionado. Aprendí a
rezar con ellos y sentía un gran gozo dentro de mí. Pero lo que me dejaba
atónito era el testimonio de los santos; mucho me ayudaron San Francisco Javier,
San Francisco de Asís, San Pío X… Y todos venían a decirme lo mismo: hay que
hacerse amigos de Jesús. Así comencé una aventura nueva que aún dura después de
tanto tiempo. Conviene volver a presentar –con viñetas– la vida de los santos
para que los niños descubran la grandeza de aquellos que supieron amar a Dios y
entregarse a los demás.  


 


Desde Obras
Misionales Pontificias se está preparando todo un material catequético, muy
bueno, para niños. Invito a las parroquias, escuelas, colegios y familias a
utilizarlo con ellos, ya que ellos son los que más necesitan orientaciones
claras y firmes. Pongámonos todos “manos a la obra” para proclamar clara y
gozosamente que ser cristiano hoy es la aventura más hermosa que vivirse pueda.
Es este un momento importante para ayudar a comprender lo que significa la
infancia en la Iglesia. Desde Infancia Misionera queremos mostrar el rostro
amable de los niños que son los “pequeños misioneros” y que han de llevar a los
demás el mensaje de Jesús.


 


Además
Infancia Misionera se compromete a ayudar a otros niños que están faltos de
amor. Se solidariza con ellos para que puedan tener un hospital o una escuela o
una capilla o un ambiente más digno. Los niños con toda facilidad se ponen
“manos a la obra” compartiendo sus ahorros para la consecución de dichos fines.
No les cuesta, e incluso piden a los mayores que les ayudemos. España es una de
las naciones más generosas. Hagamos de esta Jornada de la Infancia Misionera un
espacio de verdadera formación para nuestros niños a fin de que, siendo amigos
de Jesús, se pongan “manos a la obra” y miren a otros que, como ellos, son
también hijos de Dios y merecen lo mejor de nosotros.


 


Mons. Francisco Pérez
González,


Arzobispo de Pamplona y
Obispo de Tudela


Director Nacional de
Obras Misionales Pontificias



Carta para el 13 de enero de 2008. El Bautismo del
Señor




Por Mons. Francisco Pérez González


Arzobispo de Pamplona y Obispo de
Tudela




         
 


 La atracción y el contagio de la
fe


 


Ver en euskera


 


         Es muy necesario
manifestar que la fe es lo más bello que puede existir en el corazón de la
humanidad y su esplendor está sostenido por aquél que vive para siempre en medio
de nosotros: Jesucristo nuestro Señor. El Papa Juan Pablo II en unos de sus
escritos afirma que los cristianos estamos llamados a ‘proclamar’ a Jesús y la
fe en Él en todas las circunstancias; a ‘atraer’ a otros a la fe, poniendo en
práctica formas de vida personal, familiar, profesional y comunitaria que
reflejen el Evangelio. La atracción de la fe vivida hace posible que otros se
sientan involucrados y hasta fascinados. La manifestación de la fe ha de ser
amable y sincera. Si nuestros rostros están oscuros y serios no serán capaces de
transmitir la fe, pues ésta se ‘irradia’ con alegría, con amor y con esperanza
para que muchos, “viendo vuestras buenas obras, den gloria al Padre que está en
los cielos” (Mt 5, 16).


 


         La fe ‘contagia’ y para
ello no es necesario hacer grandes discursos pues nada hay que convenza más que
el testimonio; lo más elocuente no son las palabras sino los gestos que hacen
valer la formulación del discurso. La fe ‘conquista’, como le ocurrió a San
Agustín que, viendo el modo de proceder de unos buenos cristianos, llegó a
afirmar que si ellos lo hacían por qué él no lo podía hacer. Tantos nos hemos
visto envueltos al constatar el testimonio de personas buenas y con gran
experiencia de fe, que ha calado dentro de nuestro corazón y ha hecho posible
que nosotros ahora seamos también testigos de esta fe que sigue arrastrando y
motivando a aquellos que nos ven.


 


          Por eso, la vida
cristiana ha de transformar, como el ‘fermento’ dentro de la masa, a la sociedad
actual: ha de involucrarse el creyente en todo lo que toca lo humano para
mostrar la Luz que Cristo nos ha dado. La fe no puede ocultarse sino que ha de
ponerse en lo alto para que los demás vean. Quien pretenda limitar  la fe al
ámbito de lo privado y encerrarla en lo oculto de los templos priva de un
derecho fundamental a la persona humana, que tiene el deber de proponer –no
imponer- aquello en lo que cree. La propuesta de la fe ha de hacerse claramente
con el testimonio, con los gestos, con el discernimiento, con la palabra, con la
denuncia y con la misericordia; cuanto más atractiva la hagamos más
resplandecerá y será luz para muchos que viven desamparados y envueltos en
tinieblas.


 


   Ese modo de pensar se ha inoculado, como si de un virus se
tratara, en el pensamiento de muchos de nuestros contemporáneos, incluso
creyentes. Se oye decir: “soy cristiano pero no practico, lo importante es ser
buena persona”, o “para qué confesarme si no tengo pecados...”. De hecho ha
bajado la cuota y el valor en sí del sacramento de la confesión y una de las
razones puede ser ésta. El pecado es algo que no tiene nada que ver con la vida
de los que dicen vivir como
modernos. Sin
embargo, lo moderno no debe contradecir la fidelidad a Jesucristo. Lo moderno es
vivir en gracia de Dios, porque lo auténticamente moderno es el amor de Dios en
nuestras vidas y en nuestra sociedad. Lo moderno es poner el alma y la vida a
punto para que si, en cualquier momento Dios nos llama, tengamos nuestras
cuentas en positivo y no en números rojos. Y lo moderno es vivir la libertad
responsable sabiendo que el bien se ha de aceptar y al mal se ha de
rechazar.


 


   ¡Cuánta soberbia encubierta y solapada, bajo la cual está la
hipocresía, la mentira y el engaño, de los que piensan que la vida es posible
aunque se traicione a Dios y se desprecie al hombre! Sólo quien mira cara a cara
al rostro de Dios y pone como indicadores de su camino los mandamientos, podrá
desenmascarar a esta soberbia encubierta, y entonces vivirá la lealtad y
fidelidad humana y cristiana con gallardía y con heroica alegría. La soberbia es
la ceguera espiritual que no deja ver con nitidez y claridad aquello que nos
hace mirar lo más auténtico de nuestra vida. El corazón siempre está inquieto
hasta que no descanse en Dios. La humildad es la puerta abierta para
encontrarnos con Cristo que ha venido a curar nuestro egoísmo y a llenarnos de
su gracia. Os deseo un feliz año 2008 y que la búsqueda de la santidad sea
nuestra única meta.




Carta para el 3 de enero de 2008




Por Mons. Francisco Pérez González


Arzobispo de Pamplona y Obispo de
Tudela




         
 


Vanidad de vanidades 


Hay muchos momentos en la vida que
parece se desvanece todo lo que uno ha construido y se resienten todos los
aparentes cimientos que creíamos eran seguros e infranqueables. Los desengaños,
las enfermedades, los fracasos y las inseguridades nos dejan desconcertados y
perplejos. Nos preguntamos el sin sentido de esto y de mucho más. Parece que
todo se cae como si de un "castillo de naipes" se tratara. Son pruebas
existenciales que nadie puede explicar y menos comprender a la luz de la sola y
única razón. La vida tiene sentido por sí misma no por lo que la acontece; estos
momentos son la prueba evidente de lo que siempre nos ha recordado la Sagrada
Escritura: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad" (Ecl 1,2). En el mismo libro
se nos va describiendo la vanidad de la ciencia, de los placeres y de los bienes
materiales. Todo desaparece y sólo Dios permanece. Lo creado es finito, el amor
de Dios es eterno.


 


El fundamento de nuestra vida y los
cimientos de nuestro existir sólo tienen consistencia en Dios. De ahí que nos lo
recuerde la viva Tradición de la Iglesia que tiene como fuente la Palabra de
Dios. Es engañoso y mentiroso vivir  a expensas de lo que nos toca ahora, en
cambio es cierto y auténtico quien se sustente en lo que ha de venir. El necio
se para en las cosas que acaban, el sabio en la luces de la razón y el santo en
lo que no tiene fin. “Miré todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes
que al hacerlo tuve, y ví que todo era vanidad y apacentarse de viento” (id.
2,11).


 


 Podemos tener todo y sin embargo un
día, a la vuelta de la esquina de la vida, en el lugar que menos pensabas te
surge esta pregunta: “¿Qué provecho saca el hombre de todo y de todos sus afanes
bajo el sol?" (id. 1,3). No hay seguridades absolutas más que las que Jesucristo
nos ha mostrado en el Evangelio. De ahí que nunca, en él, nos sentiremos
engañados, al contrario nos veremos bien acompañados puesto que nos manifiesta
con claridad meridiana la Verdad, el Camino y la Vida.


 


 La vida es bella y hermosa cuando se
sustenta en esta experiencia de fe. Las realidades de la muerte, el juicio de
Dios ante la vida eterna en su doble alternativa de muerte o vida (de infierno o
cielo), de desamor o amor son para pensárselo bien y no dejarnos manipular por
las vanidades o el orgullo del que piensa y cree que todo lo tiene solucionado y
resuelto. La felicidad tiene su fuente en Dios y en él sólo podemos gozar. Que
las cosas no nos esclavicen, que sean medios y no fines, que usemos la vida para
"bien-gastarla" y que confiemos en la fuerza revitalizadora del
Evangelio.

Derecho a la salud en la madre / Osasun Eskubidea Amarengan

El lema que ha escogido Manos Unidas para la campaña de este año 2008 es muy importante y muy sugerente: ‘Madres sanas, derecho y esperanza’. Por una parte conviene recordar que la misión que ejerce la madre dentro de la familia y en medio de la sociedad es de un valor incalculable y por otra el derecho a ser considerada y ayudada en todos los ámbitos de su vida es un deber que compete a las Instituciones y en definitiva a toda sociedad. Ante tantas agresiones que puedan darse, respecto a la mujer, la Iglesia agradece a las madres su labor y su tiempo de gestación como un momento muy importante en el ámbito familiar y social. Juan Pablo II afirmó que “la maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer” (cfr. Mulieris Dignitatem, nº 18) y por ello conviene estar atentos para cuidar lo mejor posible la salud de aquella que tiene como vocación específica, fruto de la unión del esposo y la esposa, el cuidado de la futura criatura.

 

Si bien es cierto que se debe atender con primor la salud de la madre otro de los motivos que impulsan a ello es que “la madre admira este misterio y con intuición singular ‘comprende’ lo que lleva en su interior” (ibidem, nº 18). Y es por ello que se ha de atender como primario y más importante la atención a la que como templo sagrado contiene una vida en proceso que es persona que ya forma parte de la familia y de la comunidad humana.  La madre acepta y ama al hijo que lleva en su seno como una persona más. Este reconocimiento hace posible que el ser humano crezca en la dignidad propia a la que está llamado.

 

Cuando las relaciones humanas crecen y progresan no se ha de olvidar la grandeza a la que estamos llamados y es que somos hijos de Dios que nos ha creado por amor y al amor nos llama. El amor verdadero se ejerce con la fuerza propia de si mismo por eso la madre en el contacto con el nuevo ser humano que va tejiéndose en su interior crea en ella una nueva actitud no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el ser humano en general y esto es lo que caracteriza “profundamente toda la personalidad de la mujer” (ibidem, nº 18).

 

Creo que el lema de Manos Unidas puede, además de sugerente, ser una manifestación de sentido humano para profundizar y advertir que la madre necesita todos los cuidados para que su salud sea garantizada y esto es muy obvio puesto que en la madre la humanidad se lo juega todo. Por ello se ha de tener presente que ‘madres sanas es un derecho y una esperanza’.


miércoles, 20 de mayo de 2009

La unidad es fuente de conversión

La unidad es fuente de
conversión
 

  por Mons.Francisco Pérez  González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

El domingo
pasado comenzábamos la Semana de oración por la Unidad de los Cristianos y el
día 25 se concluye este tiempo de plegaria y ofertas espirituales para rogar a
Dios que nos conceda cuánto antes la comunión total. Sabemos que no es fácil y
que los condicionantes históricos pesan mucho. No obstante, a pesar de nuestras
debilidades y dificultades, se ha de trabajar para que llegue este deseo de
Jesucristo: “Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en
nosotros. De este modo el mundo creerá que tú me has enviado” (Jn 17, 21). La
conversión a Cristo, que es el signo visible de la unidad con el Padre en el
Espíritu, pasa por la unidad entre nosotros como él nos pide. Aún más, él mismo
nos advierte de que si no estamos unidos entre nosotros la fe se debilitará y
muchos dejarán de creer. La fe por tanto exige, como en una tierra esponjosa,
dejar que caiga la semilla del amor y de la unidad que producirá frutos de
conversión. Creer en Cristo exige unidad entre todos y así el mundo volverá a la
fe.

Nos
lamentamos de que las situaciones sociales son difíciles y que incluso se ha
perdido socialmente la fe. ¿No será que una de las causas de tal pérdida es la
falta de unidad entre los cristianos? Ya nos advertía el Concilio Vaticano II
que muchos permanecen en la nebulosidad del ateismo por la falta de testimonio
de los creyentes. Cuando el gran poeta místico R. Tagore, de procedencia india,
vino a Europa para conocer la experiencia de los cristianos puesto que el
Evangelio le había fascinado se sintió defraudado al observar que los creyentes
se adaptaban a la mentalidad del mundo y fallaban en su arrojo evangélico; no
dio el paso a la conversión por la falta de testimonios auténticos. Esto nos
debe interpelar permanentemente. En las primeras comunidades cristianas tanto el
amor, la unidad y la fraternidad hacían milagros pues muchos paganos se
convertían a la fe en Cristo y la razón que daban era: “Mirad cómo se
aman”.


La
conversión tiene como una de las fuentes a la unidad, que es la expresión del
amor entre hermanos. La unidad no contradice la diversidad sino que la hermosea,
así como un cuadro se hace bello si en él confluyen muchos colores armonizados.
La riqueza de la unidad son los matices que en ella se expresan y que nunca la
restan, al contrario, la hacen más auténtica. Ya es tradicional en la
espiritualidad cristiana reflejar que en las cosas necesarias siempre ha de
haber unidad, en las discutibles que cada uno se exprese libremente y que en
todo momento exista la caridad. Estamos en unos tiempos donde se ha de procurar
llevar este espíritu de unidad y no podemos caer en la tentación de vivir a
expensas de ideologías que rompen tal comunión. La unidad auténtica es la forma
mejor de predicar que Dios ama y nos ama.Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

Los niños de Asia te necesitan

  por Mons.Francisco Pérez  González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

Me alegra
que este año nos fijemos en Asia y la razón fundamental es porque este
Continente tiene la tierra bien abonada para que la semilla del Evangelio crezca
en el futuro con mucha fuerza. Aún recuerdo con mucho afecto las palabras que el
Papa Juan Pablo II nos dijo, en una ocasión, a un buen grupo de Obispos de todo
el mundo: “Asia es el Continente que debemos cuidar, en estos momentos, porque
la Palabra de Dios crecerá mucho en el corazón de los asiáticos. No debemos de
perder de vista a China. Ayudemos a China y trabajemos para ser solidarios con
ellos”. La gran pena de este gran Papa fue que no pudo ir a China por
dificultades de forma y de fondo del Gobierno chino. Murió con esta pena.


Por ello el
tema que hemos escogido este año me fascina y me ilusiona. Los niños asiáticos
son muchos millones y a ellos hemos de mirar con la fuerza de saber que el
futuro dependerá de lo que ahora se les enseñe. El Papa Juan Pablo II hablando
de Asia decía que es el continente más vasto de la tierra y está habitado por
cerca de dos tercios de la población mundial, mientras China e India juntas
constituyen casi la mitad de la población total del globo. Lo que más impresiona
del continente es la variedad de sus poblaciones herederas de antiguas culturas,
religiones y tradiciones. No podemos por menos de quedar asombrados por la
enorme cantidad de la población asiática y por el variado mosaico de sus
numerosas culturas, lenguas, creencias y tradiciones, que abarcan una parte
realmente notable de la historia y del patrimonio de la familia
humana.


Los pueblos
asiáticos se sienten orgullosos de sus valores religiosos y culturales típicos.
El amor al silencio y a la contemplación por ejemplo. Hubo un tiempo que desde
Europa se miraba a Asia como lugar de pacificación interior y muchos jóvenes
peregrinaban para encontrar la solución para ser felices en sus vidas. Estaban
cansados de la droga y del materialismo que se respiraba en sus propios
ambientes. El yoga y otras técnicas asiáticas se han impuesto como forma de
encuentro personal y realización de la personalidad. Hay terreno abonado para
que la semilla del Evangelio crezca en el alma de los asiáticos. Pensemos en
Corea donde la vida cristiana está creciendo a pasos de gigante. Son momentos de
gracia especial que Dios quiere manifestar a este continente tan rico en
tradiciones y culturas nobles.


Otros
valores como la sencillez, la armonía y el no apego muestra la profundidad de un
pueblo que quiere caminar asido a la fuerza que nace de un sentido humano
profundo. El espíritu de duro trabajo, de disciplina y de vida frugal hace mirar
a Asia como un continente de futuro. Un pueblo que no se supera en la
contradicción y en el sufrimiento es un pueblo caduco. De ahí que la semilla
está ya depositada y crecerá y dará muchos frutos. Hay una gran sed de
conocimiento e investigación filosófica. Respetan la vida, la compasión por todo
ser vivo, la cercanía a la naturaleza, el respeto filial a los padres, a los
ancianos y tienen un sentido de comunidad muy desarrollado. De modo particular,
consideran la familia como una fuente vital de fuerza, como una comunidad muy
integrada, que posee un fuerte sentido de la solidaridad.


Estas
reflexiones fueron propiciadas por el Sínodo que se hizo sobre Asia y que
después vino confirmado por el Papa Juan Pablo II en la Exhortación apostólica
“Ecclesia in Asia”. Se observa que los mismos padres sinodales estaban mostrando
un rostro fidedigno de lo que es Asia. Eran conscientes de las grandes
dificultades que provoca la violencia o las guerras y sin negar estas tensiones
y violentos conflictos, se puede decir que Asia ha mostrado una notable
capacidad de adaptación y una apertura natural al enriquecimiento recíproco de
los pueblos, en la pluralidad de religiones y culturas. Y en este marco tan rico
y tan divergente la Iglesia puede comunicar el Evangelio de modo tal que pueda
elevar y favorecer los valores más íntimos que existen en el alma
asiática.


Lo que ha
hecho y sigue haciendo la Iglesia está sustentado por la esperanza. El mismo
Juan Pablo II dijo que en Asia se está abriendo una “nueva primavera de vida
cristiana”. Hay incremento de vocaciones sacerdotales y religiosas, catequistas
aumentan no sólo en número sino también en formación seria. No conviene olvidar
que hay comunidades cristianas que sufren intensas pruebas en la práctica de la
fe: China, Vietnam, Corea del norte… Pero, a pesar de esto, crecen los
cristianos y saben sacar bienes de las persecuciones y de los encarcelamientos.
Lo viven con tal intensidad y hondura que más allá de ser probados en la fe
confían intensamente en el amor a Jesucristo. Lo transmiten a los niños y
jóvenes que viven precariamente en lo material pero ricos en lo
espiritual.


 La Iglesia
quiere ofrecer la vida nueva que ha encontrado en Jesucristo a todos los pueblos
de Asia, “que buscan la plenitud de la vida. Esta es la fe en Jesucristo que
inspira la actividad evangelizadora de la Iglesia en Asia, a menudo realizada en
circunstancias difíciles, e incluso peligrosas”  (Juan Pablo II). No son otras
las razones que ofrece la Iglesia a los asiáticos sino la de conocer y reconocer
que Cristo libera y salva.


Me
impresiona cuando veo a los niños asiáticos y, sobre todo, cuando en la
diversidad  coexisten y son tolerantes. Queda mucho por conseguir pero se está
abriendo un nuevo mundo que se irá realizando al unísono y aportando al resto de
la sociedad unos valores que en occidente se han difuminado en la oscura noche
cultural. Por tanto los necesitamos para que nos muestren esa sabiduría moral y
la intuición espiritual innata que es típica del alma asiática. Para ellos
también podemos ser don y regalo, más allá de la técnica avanzada, por el
intercambio de experiencias místicas de fe testificada en nuestros santos. Lo
que el materialismo ha propiciado en occidente no tiene nada que ver con las
experiencias de aquellos que han restaurado una sociedad con su ejemplo. Si nos
necesitamos mutuamente, auguro que en la Jornada de Infancia Misionera crezca el
deseo y la práctica de anunciar juntos que Jesucristo es quien puede cambiar los
corazones de todos y de esta manera su Reino de paz, amor y fraternidad  será
visible.

     ¡Cuándo
llegará esta unidad tan ansiada por Cristo! Roguemos durante este tiempo para
que se haga palpable la unidad y pongamos, cada uno, nuestro “granito de arena”
a fin de que sea cumplido el deseo de Cristo.  Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

El Don de la Indulgencia
Plenaria

  por Mons. Francisco Pérez González Arzobispo de Pamplona-Tudela

El próximo
25 de enero celebraremos la fiesta de la Conversión del apóstol San Pablo, en el
corazón de este Año santo dedicado a los dos mil años de su nacimiento. Ese día,
todos los fieles que asistan a la eucaristía en cualquier iglesia de Navarra
podrán obtener el don de la indulgencia jubilar. Muchos se preguntarán qué es la
indulgencia plenaria y qué aporta a nuestras vidas.


San Pablo
nos presenta la vida del cristiano como un continuo combate, en el
constantemente experimentamos nuestra fragilidad. El apóstol lo define así:
“Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago
el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7, 18-19). Sabemos
lo que está bien, pero hacemos lo contrario. Por eso, los hombres necesitamos
ser salvados de nuestras contradicciones y de todas las secuelas que el pecado
deja en nuestras vidas. Jesucristo es nuestro Salvador. Él vino para “dar la
libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,
22).


Jesús no se
cansa en repetir a lo largo de todo el evangelio que ha venido a curar, a salvar
lo que estaba perdido, a dar su vida en rescate por nosotros, por el perdón de
los pecados. Con quienes Jesús no tiene nada que hacer es con quienes se tienen
a sí mismos por justos: los que creen que no han de arrepentirse de nada y que
no necesitan de nadie que les perdone y les salve. A quienes así piensan, Dios
les sobra.


El perdón de
los pecados lo recibimos en el bautismo, pero el nuevo nacimiento en la fuente
bautismal no suprime nuestra fragilidad y debilidad. La vida nueva en Cristo la
llevamos en unos “vasos de barro”, que somos nosotros mismos y puede ser
debilitada e incluso rota. Por eso necesitamos de un nuevo sacramento que la
restaure. Para eso, Cristo, el único que tiene “poder para perdonar los pecados”
en nombre de Dios (Mc 2, 7), transmitió a su Iglesia el poder de perdonar de
nuevo los pecados a quienes cayeran tras el bautismo: “Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados: a quienes se los
retengáis les quedan retenidos” (Jn 20,23). Este perdón nos llega siempre de
forma personal, pues cada persona es irrepetible, única, con sus necesidades
específicas, con sus dolencias propias, que Dios quiere sanar y
curar.


Sin embargo,
los pecados, aun después de perdonados, dejan en nosotros unos restos, en forma
de recuerdos y sentimientos que nos pueden atraer de nuevo hacia el mal y
dificultan la concentración de nuestra vida en el camino del bien, del amor a
Dios y al prójimo. No desaparecen de repente, sino que requieren un tiempo de
purificación, con el penoso esfuerzo para mantenerse y avanzar en el camino del
bien. Así lo vivió San Pablo en primera persona (2 Cor 12,7). Esto es lo que
llamamos pena temporal, cuya purificación se hace en esta vida y, si no se ha
terminado de hacer, se tendrá que hacer después de la muerte, antes de entrar
plenamente en el gozo de la vida eterna, en ese estado transitorio de
purificación que llamamos Purgatorio.


La
indulgencia es un don maravilloso y totalmente necesario para nuestra
santificación, pues mediante ella quedan canceladas todas las penas debidas por
los pecados perdonados. Juan Pablo II, cuando convocó el gran Jubileo del año
2000, definió la indulgencia como un “don total de la misericordia de Dios”,
pues “nos ayuda a purificar las consecuencias que quedan en nuestro corazón de
los pecados ya perdonados”. Ello acontece gracias a la intercesión de los santos
y la mediación de la Iglesia, que se aplican a nuestro favor. Las indulgencias
suponen un maravilloso intercambio: Nosotros recibimos la ayuda de los santos, y
también nosotros, con nuestro amor y nuestras obras buenas, podemos ayudar a
otros hermanos a purificarse interiormente. Este es el admirable “tesoro
espiritual”, que la Iglesia nos ofrece en cada año santo. Aprovechemos esta
gracia extraordinaria para purificar nuestro corazón, romper las dependencias
que nos atan a los pecados del pasado, y caminar, como San Pablo, con gozo por
el camino de la santidad, para alcanzar el premio al que Dios nos llama en
Cristo Jesús.


               que se irá realizando al unísono y aportando al resto de
la sociedad unos valores que en occidente se han difuminado en la oscura noche
cultural. Por tanto los necesitamos para que nos muestren esa sabiduría moral y
la intuición espiritual innata que es típica del alma asiática. Para ellos
también podemos ser don y regalo, más allá de la técnica avanzada, por el
intercambio de experiencias místicas de fe testificada en nuestros santos. Lo
que el materialismo ha propiciado en occidente no tiene nada que ver con las
experiencias de aquellos que han restaurado una sociedad con su ejemplo. Si nos
necesitamos mutuamente, auguro que en la Jornada de Infancia Misionera crezca el
deseo y la práctica de anunciar juntos que Jesucristo es quien puede cambiar los
corazones de todos y de esta manera su Reino de paz, amor y fraternidad  será
visible. Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 
RECLAMOS Y TESTIGOS DEL AMOR DE DIOS
        por Mons. Francisco Pérez González Arzobispo de Pamplona-Tudela    
 1 de Febrero 2009                                                                                                                                                  
Siempre me ha impresionado la gran labor que, durante siglos, han realizado los consagrados. De pequeño recuerdo que en mi familia siempre estaba rodeado de las Hijas de la Caridad, dado que mi padre, de las tres hermanas de sangre que tuvo, las tres fueron Hijas de la Caridad y, posteriormente, una de mis hermanas se hizo de la misma sociedad apostólica y ahora ejerce como visitadora. El Señor bendijo a mi familia con la gracia del carisma de San Vicente de Paul. Sólo faltaba yo; pero el Señor tuvo otros designios sobre mí, no obstante en mi corazón conservo este amor vicenciano. La alegría y la caridad que rezumaban en su vida eran de una plenitud tan grande que atraían y ensanchaban el corazón. Las veía al lado de los más pobres de la ciudad tanto en Toledo, en Madrid o en la villa de Huici (Navarra); en mis tías veía un algo especial que siempre me evocaba a Dios. Después poco a poco he ido comprendiendo que los consagrados están llamados a ser “reclamos y testigos del amor de Dios” y esto lo pude comprobar desde muy pequeño. Este estilo de vida me atraía y me fascinaba.
En esta Jornada dedicada a todos los Consagrados no puedo por menos que reconocer y agradecer su vocación tan enraizada en la vida en Cristo y en el testimonio de su amor. Si por una fatalidad desaparecieran, algo inimaginable, la sociedad se sentiría huérfana y las tinieblas se cernerían sobre la misma; ellos, con su vida, nos muestran la cercanía de la paternidad amorosa de Dios. Cuando nos acercamos a las Residencias de Ancianos, a sus Casas de educación o de acogida tan diversa… El corazón se nos ensancha y salta de alegría. Si acudimos a un Monasterio el silencio y el canto acompasado de la Comunidad Monástica nos hace tocar algo sobrenatural que nos encandila el corazón. Sólo quien se enamora de Dios puede hacernos ver que él existe. Los Consagrados son la viva imagen del amor que está en Dios y por ello son espejo.
El año que estamos celebrando y que se enmarca en el Jubileo Paulino nos sentimos identificados puesto que el apóstol de los gentiles puso todo su empeño en anunciar a Jesucristo. Y por ello hemos de seguir luchando para favorecer a una humanidad que está sedienta de Dios. Y esta sed no tiene otras fuentes donde saciarse si no es en el amor de Cristo que sigue corriendo por las venas de nuestras vidas y de la sociedad; para ello deben existir reclamos y testigos de este gran amor. Esta es la labor de los Consagrados y el reto que se les presenta para el futuro. Estoy seguro que muchos jóvenes se están  Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 
Combatir el hambre, proyecto de todos
   por Mons. Francisco Pérez González Arzobispo de Pamplona-Tudela  
Todos
conocemos la gran labor que realiza la institución de “Manos Unidas” en la
Iglesia y en toda la sociedad; su finalidad es la de erradicar el hambre en el
mundo y llevar no sólo el pan material sino también la propuesta de la justicia
ante las diversas situaciones que no cooperan a favor de la dignidad de la
persona. De ahí que este año se tenga como lema: “Combatir el hambre, proyecto
de todos”. El hambre de tantos millones de personas que, por no tener
posibilidades de comer, mueren en la soledad más absoluta. El hambre de tantos
millones de personas a las que, por la abundancia de unos pocos, no se les da
cabida en la mesa para que puedan reparar sus fuerzas. Estamos preocupados
porque hay crisis económica a nivel mundial y todo propiciado por una exagerada
avaricia que al final “rompe el saco”, pero no estamos preocupados por aquellos
que la sufren mucho más porque no tienen recursos necesarios para
subsistir.

La
organización eclesial de “Manos Unidas” lleva décadas trabajando para
concienciar a la sociedad del grave problema que la misma sociedad tiene y por
ello lucha incansablemente en esta labor de mentalizar a la gente para que
miremos de frente y pensemos que muchos seres humanos mueren de hambre. Han
conseguido mucho durante este tiempo y hemos de apoyar tales iniciativas como la
de sustentar proyectos de promoción humana desde el punto de vista sanitario,
alimenticio y educativo.


Recuerdo aún
la experiencia misionera que tuve en África, hace pocos años, visitando a
misioneros. No había lugar por donde pasara que no se recordara la generosidad y
solidaridad de “Manos Unidas”. Pude comprobar su labor a través de la promoción
en muchos lugares: la tabulación de animales, las plantaciones de maíz, las
cosechas de verduras, las escuelas educativas para niños, las pequeñas empresas…
Todo me reconfortaba y me ayudaba a mirar el futuro con esperanza. La caridad
que proclama el Evangelio se hace viva y servicio a los más pobres.


La finalidad de “Manos Unidas” es
la de hacer realidad la propuesta de Jesucristo: “Tuve hambre y me disteis de
comer”. Invito a todos los diocesanos a que ayudemos generosamente las
iniciativas y proyectos que la institución nos propone para que las manos
tendidas de los pobres no se sientan defraudadas porque aquellos que tenemos más
pa
samos de largo ante ellos.


               , con alegría y entrega, seguir este camino hermoso. Junto a los carismas históricos también se ven despuntar carismas nuevos donde jóvenes generaciones viven con ilusión este estilo de consagración para ser reflejo del amor de Dios. Oremos en esta Jornada Mundial de la Vida Consagrada por ellos y para que surjan vocaciones que sigan siendo testigos del amor de Dios en el mundo.

 

 

PETICIONES COMUNIÓN 24.05.09 "NUESTRA SEÑORA MADRE DE LA IGLESIA"

Hermanos, acudamos con confianza a Jesucristo el Señor, que subió al cielo y allí vive cerca del Padre, para orar por nosotros.


  •   Por la  Santa Iglesia de Dios: para que alcance la unidad que quiso para ella su fundador y, fiel a su misión, anuncie el Evangelio a  toda criatura.

 Roguemos al Señor.


  •   Por el pueblo de Israel y por todos los pueblos del universo: para que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo, nuestro Dios y Señor.

 Roguemos al Señor.


  •  Por todos los enfermos: para que el Padre que glorificó el cuerpo de su Divino Hijo, cure también los dolores de  nuestro cuerpo y alma.

 Roguemos  al Señor.


  •  Por nuestra comunidad: para que esperemos sin desfallecer  la venida del reino y vivamos  siempre en el amor y la unidad de la Iglesia.

 Roguemos  al Señor.


lunes, 18 de mayo de 2009

                       

          No tengamos miedo de anunciar a
Jesucristo

 Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

La Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado
recientemente (14 de diciembre 2007) una “Nota doctrinal acerca de algunos
aspectos de la Evangelización”. Se puede consultar en L’Osservatore Romano del
15-XII-2007, y está accesible en el lugar correspondiente de la página web de la
Santa Sede (http://www.vatican.va).


 El texto ofrece un gran interés para todos, especialmente porque
toca de cerca la vocación misionera y el anuncio del Evangelio. No se trata de
reiterar ahora el contenido y la argumentación de la Nota. Sólo quiero señalar
algunos aspectos que me parecen verdaderamente esenciales para la
evangelización. Las claves del texto podrían ser las siguientes palabras:
“anuncio, conversión, libertad, Reino, Iglesia”. Es un documento dirigido, por
tanto, a iluminar la tarea misionera en la que estamos todos implicados. Os
animo a su lectura detenida.


 Como es habitual, estos breves textos salen al paso de problemas
que tienen una real incidencia práctica. En este caso, la preocupación central
de la Nota es –según sus palabras- la “confusión creciente que induce a muchos a
desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19)”
(n. 3).


 La afirmación resulta grave. La tarea evangelizadora gracias a Dios
es enormemente fecunda en numerosos lugares, como bien sabe la Congregación.
Pero el problema que la Congregación constata también es real y afecta –se dice-
a no pocos agentes evangelizadores. En realidad, lo decisivo es que semejante
“confusión” tiene, por así decir, una enorme relevancia cualitativa, ya que
hiere hondamente en el corazón mismo de la existencia y misión cristianas.


 No es fácil comprender, desde la lógica de la fe, ese fenómeno.
Bastaría recordar con san Pablo que la evangelización “es más bien un deber que
me incumbe. Y ¡hay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9, 16). Por su
parte, el Concilio Vaticano II invitó con gran énfasis a la Iglesia entera a
tomar conciencia de su misión evangelizadora. Se trata, en consecuencia, de una
situación totalmente contraria al sentir y al decir del Concilio, y sus causas
habrá que buscarlas en otro lugar.


 Hay dos circunstancias -señala la Nota- que han llevado en
bastantes casos a esa confusión. Primeramente, existe una equívoca
interpretación del respeto debido a la conciencia personal. Para algunos,
presentar el Evangelio y la oferta cristiana -y la eventual conversión al Señor-
parecería lesionar la libertad de los individuos. Ciertamente, a nadie se le
oculta que ese riesgo ha sido más que evidente a lo largo de la historia. Sin
embargo, con mayor evidencia debe reconocerse honestamente que hoy los creyentes
estamos persuadidos de que toda verdadera evangelización presupone la libertad
de las conciencias. Nada hay más contradictorio con el Evangelio que acompañar
el anuncio cristiano con presiones indebidas de cualquier tipo. Esto es tan
claro que no hace falta insistir en ello.


 Ahora bien, respetar la conciencia de los no creyentes es a todas
luces algo bien diverso de guardar un extraño silencio sobre la propia fe. En
realidad, esa actitud sólo aparentemente mostraría respeto. De entrada, supone
una imagen muy pobre de las personas y de su conciencia pensar que el anuncio
sencillo del Evangelio coarta su libertad. Por lo demás, la mejor expresión de
respeto a las personas es precisamente darles la posibilidad de conocer y vivir
según el designio de Dios. Cabría dar la vuelta al argumento y preguntarse:
¿quién soy yo para negar a otros el Evangelio? Tiene aquí plena vigencia aquella
fuerte advertencia de Juan Pablo II: “Toda persona tiene derecho a escuchar la
‘Buena Nueva’ de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud
la propia vocación” (cf. Redemptoris missio, n. 46).


 No tengamos falsos temores. El anuncio del Evangelio amplía la
libertad del hombre, aun cuando solo fuera –que no es poco- porque con esa
oferta cada persona tiene la oportunidad de discernir el plan de Dios y
descubrir su existencia de manera totalmente nueva. Justamente la Nota dedica
buena parte del texto (nn. 4-9) a las “implicaciones antropológicas” que tiene
para los hombres la plenitud de la vocación humana revelada en Cristo; la
plenitud de lo bueno y de lo verdadero que permite iluminar el sentido auténtico
de la vida y destino del hombre. Son unas consideraciones dignas de meditar
atentamente, de modo especial las que hacen referencia a la recta búsqueda de la
verdad religiosa (nn. 4-5).


 La Nota señala a continuación un segundo motivo que también ha
influido en “dejar inoperante el mandato misionero”. Se refiere la Congregación
a quienes afirman que no se debe anunciar explícitamente el Evangelio ni
favorecer la conversión a Cristo y la adhesión a la Iglesia con el argumento de
que todos los caminos humanos, religiosos o no, son caminos de salvación, sobre
todo en la medida en que se promueva la justicia, la paz, la libertad, la
solidaridad (n. 3).


 Es probable que esta segunda idea –expuesta muchas veces de manera
precipitada y acrítica en folletos, libros, conferencias pastorales, etc.- haya
influido de hecho más negativamente que la anterior. Estamos ciertamente
persuadidos de que la verdad “no se impone de otra manera, sino por la fuerza
de  la misma verdad” (Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 1). No
hay otro camino para la misión que la aceptación libre y auténtica del
Evangelio. Por eso, habría que interrogarse si la desatención al anuncio
explícito del Evangelio por un presunto respeto a las conciencias no está, en
realidad, mayormente motivada por una debilidad de nuestras convicciones sobre
la verdad y la bondad del Evangelio y de la existencia cristiana.


 Si es ese el caso, ¿no cabría hablar de
una dolorosa crisis de fe personal? No deberíamos extrañarnos. El actual
ambiente relativista propicia perplejidades letales para el creyente: ¿es Cristo
realmente el Camino, la Verdad y la Vida? ¿son todas las religiones y
experiencias humanas al menos parcialmente verdaderas e igualmente válidas?
¿acaso no resulta hoy presuntuoso presentarse como portador de la verdad y
sustituir el “anuncio” cristiano por el “diálogo”? ¿qué sentido tiene decir que
la Iglesia es necesaria para la salvación? Estos interrogantes, y otros
similares, “han ido creando –dice la Nota- una situación en la cual, para muchos
fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización. Hasta se llega a
afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la
revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la
paz” (n. 10).


 A nadie se le escapa la trascendencia
de estas cuestiones -os decía al principio- para el sentido mismo de la
evangelización. Se comprende que ante esa confusión de que habla la Nota
aparezcan las dudas y la parálisis en el anuncio misionero, o bien se busquen
otros significados para la misión, que siempre serán necesariamente parciales:
porque “si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades
técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco” (Benedicto XVI, cit. en n.
2). Tampoco puede contentarnos el solo testimonio porque “incluso el testimonio
más hermoso se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado
–lo que Pedro llamada dar ‘razón de vuestra esperanza’ (1 Pe 3, 15)-,
explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús” (Pablo VI, Exh.
Apost. Evangelii nuntiandi, n. 22).


 El contenido de la Nota recoge otros
aspectos que no podemos mencionar ahora. Estoy convencido de que su
consideración será muy iluminadora para la reflexión personal. El alcance de las
cuestiones planteadas requerirá, además, el estudio de los muchos y buenos
materiales que ya existen en relación con ellas. Os recomiendo, por ejemplo,
releer la Decl. Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe
(16-VI-2000). Con esas y otras reflexiones podremos alcanzar, con la luz del
Espíritu, convicciones sólidamente fundadas que pacifiquen la inteligencia y nos
confirmen en el entusiasmo gozoso por la misión.  


 La Nota concluye con una significativa
evocación del gran número de cristianos que movidos por el amor a Jesús han
emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y obras de todo tipo para
anunciar el Evangelio a todo el mundo. “El anuncio y el testimonio del Evangelio
son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todos el
género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se
manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo” (Benedicto XVI,
cit. en n. 13). Ese es también nuestro auténtico deseo, que justifica todos los
afanes y desvelos que la misión requiere. Como Pablo, quiera el Señor que
también nosotros podamos sentir y decir: “La caridad de Cristo nos urge” (2 Co
5, 14).


 Espero que esta reflexión nos haga actuar convencidos del don de la
fe que hemos recibido y que la presentemos gozosamente sin prevenciones de que
el interlocutor se pueda sentir acosado, al revés, sentirá que la nobleza del
corazón del creyente no se doblega y m
enos se oculta de
manifestar en lo que cree. Dar el regalo que hemos recibido de la fe es a la
postre no sólo muy bien aceptado sino hasta agradecido. Los complejos provocan
desconfianza y animan a la cobardía.

 La Iglesia es mi Madre y la amo con
locura

 Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

A veces se ha puesto de moda hablar de la Iglesia con cierto
desprecio y con ferocidad, yo diría, irracional. Y esto a uno le duele más
cuando viene de los propios hermanos que están dentro de la Iglesia; ha quedado
una especie de mancha oscura que será difícil de quitar y fue aquello que dijo
alguien que ¡Ojalá no lo hubiera dicho nunca!-: “Cristo, sí; Iglesia,
no”
.


 Creer en Cristo y rechazar a la Iglesia es creer en un Cristo que
no ha existido nunca, pues la Iglesia pende de Cristo y Cristo es por y para la
Iglesia [ella es el sacramento de la salvación por la que Cristo sigue
manifestándose, a través de la historia, a los hombres]. Quien piensa en un
Cristo sin la Iglesia, piensa en alguien imaginario que nunca existió”. Ella es
el “Cuerpo Místico” de Jesucristo como dirá S. Pablo a los Colosenses (Col 1,
24-29) y que de forma magistral expondrá Pío XII en la Encíclica “Mystici
Corporis”. Posteriormente el Concilio Vaticano II, hará toda una reflexión en
profundidad al respecto en la Constitución Lumen Gentium.


 Dios, la religión y la moral ‘confesional’, han sido vistas y se
ven con frecuencia como antagonistas del hombre, de su libertad y de su
felicidad. Se ha pretendido edificar la sociedad desde un humanismo
antropocéntrico e intramundano, se ha creído que eliminando a Dios del horizonte
del hombre todo estaba solucionado. Se ha pretendido eliminar a Dios y se ha
dejado al hombre solo. Y su carencia produce un vacío que se pretende llenar con
una cultura –o más bien- una pseudocultura centrada en el consumismo
desenfrenado, en el afán de poseer y gozar y que no ofrece más ideal que la
lucha por los propios intereses o el goce narcisistas... no se trata de adoptar
ahora, precisamente por no corresponder a la fe cristiana, posturas numantinas
ni reaccionarias, de cerrazón, y mucho menos de condena; tampoco se trata de
nostalgias. Lo que se nos exige hoy es que vivamos de lleno la fe.


 Que mostremos, gozosos, la fuerza renovadora y humanizadora de la
fe y del evangelio. Es necesario que volvamos a Dios. Es apremiante e
inaplazable por servicio a nuestra sociedad quebrada en su humanidad que los
cristianos nos convirtamos más honda y enteramente. Recordar todo esto nos hace
afirmar a los creyentes que si hay algo de más valor  en la Iglesia, en su
totalidad como pueblo de Dios, y en aquellos que deben apacentarla en el puesto
de Jesucristo, ese algo es la presencia de Cristo mismo en la totalidad de la
Iglesia y en sus ministros.


 Hay
muchas razones por las que amo a la Iglesia, pero cinco son las
fundamentales:
 


1.    
Amo
a la Iglesia porque salió del costado de Jesucristo. 


¿Cómo podría no amar
yo aquellos por lo que Jesús murió? ¿Y cómo podría amar a Jesucristo sin amar,
al mismo tiempo, aquellas cosas por las que él dio la vida? La Iglesia, buena,
mala, mediocre, santa y pecadora fue y sigue siendo la Esposa de Jesucristo.
¿Puede amar el Esposo, despreciándola? Esta Iglesia sale a la luz el día de
Pentecostés:
“La Iglesia, que, ya concebida, nació del mismo costado del
segundo Adán, como dormido en la cruz, apareció a la luz del mundo de una manera
espléndida por vez primera del día de Pentecostés”
(León XIII, Divinum
illud: AAS 29).
“Y ahora se edifica, ahora se forma, ahora... se figura, y
ahora se crea..., ahora se levanta la casa espiritual para constituir el
sacerdocio más santo”
(San Ambrosio). 


Pero me dirá alguien:
¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces al evangelio, a
alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó que fuera? ¿Es que no
sientes, al menos, “nostalgia” de la Iglesia primitiva? Sí, claro, siento
nostalgia de aquellos tiempos en los que –como decía San Ir
eneo- “La sangre de
Cristo estaba todavía caliente”
y en los que la fe ardía con toda viveza en
el alma de los creyentes. Pero ¿es qué hubiera justificado un menor amor la
nostalgia de mi madre joven que yo podía sentir cuando era mayor? ¿Hubiera yo
podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?


A veces oigo en
algunos púlpitos o tribunas periodísticas demagogias que no tienen ni siquiera
el mérito de ser nuevas. Las que, por ejemplo, hablan de que la Iglesia es ahora
una Esposa prostituida.
 


Y recuerdo aquel
disparatado texto que Saint-Cyran escribía a San Vicente de Paúl y que es, como
ciertas críticas de hoy, un monumento al orgullo:
“Sí, yo lo reconozco: Dios
me ha dado grandes luces. Él me ha hecho comprender que ya no hay Iglesia. Dios
me ha hecho comprender que hace cinco o seis siglos que ya no existe la Iglesia.
Antes de esto la Iglesia era un gran río que llevaba sus aguas transparentes,
pero en el presente lo que nos parece ser la Iglesia ya no es más que cieno. La
Iglesia era su Esposa, pero actualmente es una adúltera y una prostituta. Por
eso la ha repudiado y quiero que la sustituya otra que le sea fiel”
. Me
quedo con San Vicente de Paúl, que, en lugar de soñar pasadas y futuras utopías,
se dedicó a construir su santidad, y con ella, la de la Iglesia; un río de cieno
hay que purificarlo, no limitarse a condenarlo. Cristo no ha presentado ese
supuesto libelo de repudio a su Esposa, más bien se ha esposado dando la
vida. 


2.   Amo a
la Iglesia porque ella y sólo ella me ha dado a Jesucristo y cuanto sé de
él.


Ella no es
Jesucristo, ya lo sé. Él es el absoluto, el fin; ella, sólo el medio. El centro
final de mi amor es Jesucristo, pero
“ella es la cámara del tesoro donde los
apóstoles han depositado la verdad, que es Jesucristo”
(San Ir
eneo). “Ella es la
sala donde el Padre de familia celebra los desposorios de su Hijo”
(San
Cipriano).
“Ella es la casa de oración adornada de visibles edificios, el
templo donde habita tu gloria, la sede inconmutable de la verdad, el santuario
de la eterna caridad, el arca que nos salva del diluvio y nos conduce al puerto
de la salvación, la querida y única esposa que Jesucristo conquistó con su
sangre y en cuyo seno renacemos para tu gloria, con cuya leche nos amamantamos,
cuyo pan de vida nos fortalece, la fuente de la misericordia con la que nos
sustentamos”
(San Agustín). 


¿Cómo no podría no
amar yo a quien me transmite todos los legados de Jesucristo: la Eucaristía, la
Palabra, la Comunidad de mis hermanos, la Luz de la esperanza, la entrañable
Misericordia?

Pero su
historia es triste, está llena de sangres derramadas, de intolerancias
impuestas, de legalismos empequeñecedores, de maridajes con los poderes de este
mundo, de jerarcas mediocres y vendidos... Sí, sí, es cierto. Pero también está
llena de santos. 


3.    
Amo
a la Iglesia porque está llena de santos 


Siempre que me monto
en un tren sé que la historia del ferrocarril está llena de accidentes. Pero por
eso no dejo de usarlo para desplazarme.
“La Iglesia -decía Bernanos-
es como una compañía de transportes que, desde hace dos mil años, traslada a los
hombres desde la tierra al cielo. En dos mil años ha tenido que contar con
muchos descarrilamientos, con una infinidad de horas de retraso. Pero hay que
decir que gracias a sus santos la compañía no ha quebrado”
. Es cierto, los
santos son la Iglesia, son los que justifican su existencia, son los que no nos
hacen perder la confianza en ella. 


Ya sé que la historia
de la Iglesia no ha sido un idilio. Pero, a fin de cuentas, a la hora de medir a
la Iglesia a mí me pesan mucho más los sacramentos que las cruzadas, los santos
que los Estados Pontificios, la Gracia que la Inquisición... ¿Estoy diciendo con
esto que amo a la Iglesia invisible y no a la visible? No, desde luego. Pienso
que tenía razón Bernanos al escribir:
“La Iglesia visible es lo que nosotros
podemos ver de la invisible”
y que como nosotros tenemos enfermos los ojos
sólo vemos las zonas enfermas de la Iglesia. 


Nos resulta más
cómodo. Si viéramos a los santos, tendríamos la obligación de ser como ellos.
Nos resulta más rentable “tranquilizarnos” viendo sólo sus zonas oscuras, con lo
que sentimos, al mismo tiempo, el placer de criticarles y la tranquilidad de
saber que todos son tan mediocres como nosotros. 


4.  Amo
también a la Iglesia porque es imperfecta. 


No es que me gusten
las imperfecciones de la Iglesia, es que pienso que son ellas hace tiempo que me
habrían tenido que expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es
mediocre porque está formada por gentes, como tú y como yo.
“Oh –decía
Bernanos-
si el mundo fuera la obra maestra de un arquitecto obsesionado por
la simetría o por un profesor de lógica, de un Dios deista, la santidad sería el
primer privilegio de los que mandan; cada grado de la jerarquía correspondería a
un grado superior de santidad, hasta llegar al más santo de todos, el Papa, por
supuesto. ¡Vamos! ¿Y os gustaría una Iglesia así? ¿Os sentiríais a gusto en
ella? Dejadme que me ría. Lejos de sentirnos a gusto, os quedaríais en esta
congregación de superhombres dándole vueltas entre las manos a vuestra boina, lo
mismo que un mendigo a la puerta del hotel Ritz. Por fortuna, la Iglesia es una
casa de familia donde existe el desorden que hay en todas las casas familiares,
siempre hay sillas a las que falta una pata, las mesas están manchadas de tinta,
los tarros de confite se vacían misteriosamente en las alacenas, todos los
conocemos bien por experiencia”


En rigor todas estas
críticas que proyectamos contra la Iglesia deberíamos volcarlas contra cada uno
de nosotros mismos.
“Non in se, sed in nobis vulneratur Ecclesia. Caveamus
igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesiae fiat”
[No en ella misma, sino en
nosotros, es herida la Iglesia, tengamos, pues, cuidado, no sea que nuestros
fallos se conviertan en heridas de la Iglesia]. 


5.    
Amo
a la Iglesia porque es mi Madre 


Ella me engendró,
ella me sigue amamantando. San Atanasio se
“asía a la Iglesia como un árbol
se agarra al suelo”
. Orígenes decía que “La Iglesia ha arrebatado mi
corazón; ella es mi patria espiritual, ella es mi madre y mis
hermanos”. 


“Amo a la Iglesia,
estoy con tus torpezas,


con sus tiernas y
hermosas colecciones de tontos,


con su túnica llena
de pecados y manchas.


Amo a sus santos y
también a sus necios.


Amo a la Iglesia,
quiero estar con ella.


Oh, madre de manos
sucias y vestidos raídos,


cansada de
amamantarnos siempre,


un poquito arrugada
de parir sin descanso.


No temas nunca,
madre, que tus ojos de vieja


nos lleven a otros
puertos.


Sabemos bien que no
fue tu belleza quien nos hizo hijos


tuyos, sino tu sangre
derramada al traernos.


Pero eso cada arruga
de tu frente nos enamora


y el brillo cansado
de tus ojos nos arrastra a tu seno.


Y hoy, al llegar
cansados, y sucios, y con hambre,


no esperamos
palacios, ni banquetes, sino esta


casa, esta madre,
esta piedra donde poder sentarnos”. 


(José Luis Martín
Descalzo)


 15 de enero de 2008 Mons. Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela  16 de diciembre de 2007 


«Todo lo que he visto hacer a mi Padre, os lo he dado a conocer

Lunes de la Sexta semana
de Pascua
                                                                                                                                                                                                                                                                          Hoy la Iglesia celebra : San Juan I,San Félix de Cantalicio San Cirilo de Alejandría : «También vosotros daréis testimonio»

Evangelio según San Juan
15,26-27.16,1-4.

Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde
el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de
mí. Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio.
Les he dicho esto para que no se escandalicen. Serán echados de las sinagogas,
más aún, llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que
tributan culto a Dios. Y los tratarán así porque no han conocido ni al Padre ni
a mí. Les he advertido esto para que cuando llegue esa hora, recuerden que ya lo
había dicho. No les dije estas cosas desde el principio, porque yo estaba con
ustedes.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.

San Cirilo de
Alejandría (380-444), obispo y doctor de la Iglesia
Comentario al evangelio
de Juan, 10
«También vosotros daréis testimonio
     Todo lo
que Cristo debía hacer en la tierra se había ya cumplido; pero convenía que
nosotros «llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina» del Verbo (2P
1,4), esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y
conformarla a un nuevo estilo de vida y santidad... Pues mientras Cristo vivía
personalmente entre los creyentes, se les mostraba como el dispensador de todos
sus bienes; pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial, continuó
presente entre sus fieles mediante su Espíritu, y «habitando por la fe en
nuestros corazones» (Ef 3,17).
     Este mismo Espíritu transforma y
traslada a una nueva condición de vida a los fieles en que habita y tiene su
morada. Esto puede ponerse fácilmente de manifiesto con testimonios tanto del
antiguo como del nuevo Testamento. Así el piadoso Samuel dice a  Saúl: «Te
invadirá el Espíritu del Señor, y te convertirás en otro hombre» (1S 10,6). Y
san Pablo: «Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la
gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor
creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2C 3,18).
    
No es difícil percibir como transforma el Espíritu la imagen de aquello en los
que habita: del amor a las cosas terrenas, el Espíritu nos conduce a las
esperanza de las cosas del cielo; y de la cobardía y la timidez, a la valentía y
generosa intrepidez de espíritu. Sin duda es así como encontramos a los
discípulos, animados y fortalecidos por el Espíritu, de tal modo que no se
dejaron vencer en absoluto por los ataques de los perseguidores, sino que se
adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo. Se trata exactamente de lo
que había dicho el Salvador: «Os conviene que yo me vaya al cielo» (Jn 16,7). En
este tiempo, en efecto, descendería el Espíritu.

Comentario: Rev. D. Jordi Pou i Sabaté (Sant Jordi
Desvalls-Girona, España)


«Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad, Él
dará testimonio de mí»



Hoy, el
Evangelio es casi tan actual como en los años finales del evangelista san Juan.
Ser cristiano entonces no estaba de moda (más bien era bastante peligroso), como
tampoco no lo está ahora. Si alguno quiere ser bien considerado por nuestra
sociedad, mejor que no sea cristiano —porque en muchas cosas— tal como los
primeros cristianos judíos, le «expulsarán de las sinagogas» (Jn
16,2).


Sabemos que ser cristiano es vivir a contracorriente: lo ha
sido siempre. Incluso en épocas en que “todo el mundo” era cristiano: los que
querían serlo de verdad no eran demasiado bien vistos por algunos. El cristiano
es, si vive según Jesucristo, un testimonio de lo que Cristo tenía previsto para
todos los hombres; es un testigo de que es posible imitar a Jesucristo y vivir
con toda dignidad como hombre. Esto no gustará a muchos, como Jesús mismo no
gustó a muchos y fue llevado a la muerte. Los motivos del rechazo serán
variados, pero hemos de tener presente que en ocasiones nuestro testimonio será
tomado como una acusación.


No se puede decir que san Juan, por sus escritos, fuera
pesimista: nos hace una descripción victoriosa de la Iglesia y del triunfo de
Cristo. Tampoco se puede decir que él no hubiese tenido que sufrir las mismas
cosas que describe. No esconde la realidad de las cosas ni la substancia de la
vida cristiana: la lucha.


Una lucha que es para todos, porque no hemos de vencer con
nuestras fuerzas. El Espíritu Santo lucha con nosotros. Es Él quien nos da las
fuerzas. Es Él, el Protector, quien nos libra de los peligros. Con Él al lado
nada hemos de temer.


Juan confió plenamente en Jesús, le hizo entrega de su vida.
Así no le costó después confiar en Aquel que fue enviado por Él: el Espíritu
Santo.Hoy la Iglesia celebra : San Pascual Bailón

San Ignacio de Antioquia : « Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos
»


« Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos
»
     Voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les
encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no
me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia
inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible
alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las
fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo...
     De nada me
servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en
Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi
voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya
el momento de mi nacimiento a la vida nueva... Dejad que pueda contemplar la luz
pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi
Dios...  
     Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de
los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de un agua viva (Jn
4,10;7, 38) que murmura y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya el deleite en
el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de
Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de
su sangre, que es la caridad incorruptible... Rogad por mí para que llegue a la
meta.Día litúrgico: Domingo VI (B) de
Pascua


Texto del Evangelio (Jn 15,9-17):   En
aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Como el Padre me amó, yo
también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de
mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en
vosotros, y vuestro gozo sea colmado.


»Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los
otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me
habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo
que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es
que os améis los unos a los otros».


Comentario: Rev. D. Francesc Catarineu i Vilageliu
(Sabadell-Barcelona, España)


«A vosotros os he llamado amigos»



Hoy
celebramos el último domingo antes de las solemnidades de la Ascensión y
Pentecostés, que cierran la Pascua. Si a lo largo de estos domingos Jesús
resucitado se nos ha manifestado como el Buen Pastor y la vid a quien hay que
estar unido como los sarmientos, hoy nos abre de par en par su Corazón.


Naturalmente, en su Corazón sólo encontramos amor. Aquello
que constituye el misterio más profundo de Dios es que es Amor. Todo lo que ha
hecho desde la creación hasta la redención es por amor. Todo lo que espera de
nosotros como respuesta a su acción es amor. Por esto, sus palabras resuenan
hoy: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). El amor pide reciprocidad, es
como un diálogo que nos hace corresponder con un amor creciente a su amor
primero.


Un fruto del amor es la alegría: «Os he dicho esto, para que
mi gozo esté en vosotros» (Jn 15,11). Si nuestra vida no refleja la
alegría de creer, si nos dejamos ahogar por las contrariedades sin ver que el
Señor también está ahí presente y nos consuela, es porque no hemos conocido
suficientemente a Jesús.


Dios siempre tiene la iniciativa. Nos lo dice expresamente
al afirmar que «yo os he elegido» (Jn 15,16). Nosotros sentimos la
tentación de pensar que hemos escogido, pero no hemos hecho nada más que
responder a una llamada. Nos ha escogido gratuitamente para ser amigos: «No os
llamo ya siervos (...); a vosotros os he llamado amigos» (Jn 15,15).


En los comienzos, Dios habla con Adán como un amigo habla
con su amigo. Cristo, nuevo Adán, nos ha recuperado no solamente la amistad de
antes, sino la intimidad con Dios, ya que Dios es Amor.


Todo se resume en esta palabra: “amar”. Nos lo recuerda san
Agustín: «El Maestro bueno nos recomienda tan frecuentemente la caridad como el
único mandamiento posible. Sin la caridad todas las otras buenas cualidades no
sirven de nada. La caridad, en efecto, conduce al hombre necesariamente a todas
las otras virtudes que lo hacen bueno».                                                                               Ferran Jarabo i Carbonell
(Agullana-Girona, España)


«Todo esto os lo harán por causa de mi nombre, porque no
conocen al que me ha enviado»



Hoy, el
Evangelio contrapone el mundo con los seguidores de Cristo. El mundo representa
todo aquello de pecado que encontramos en nuestra vida. Una de las
características del seguidor de Jesús es, pues, la lucha contra el mal y el
pecado que se encuentra en el interior de cada hombre y en el mundo. Por esto,
Jesús resucitado es luz, luz que ilumina las tinieblas del mundo. Karol Wojtyla
nos exhortaba a «que esta luz nos haga fuertes y capaces de aceptar y amar la
entera Verdad de Cristo, de amarla más cuanto más la contradice el mundo».


Ni el cristiano, ni la Iglesia pueden seguir las modas o los
criterios del mundo. El criterio único, definitivo e ineludible es Cristo. No es
Jesús quien se ha de adaptar al mundo en el que vivimos; somos nosotros quienes
hemos de transformar nuestras vidas en Jesús. «Cristo es el mismo ayer, hoy y
siempre». Esto nos ha de hacer pensar. Cuando nuestra sociedad secularizada pide
ciertos cambios o licencias a los cristianos y a la Iglesia, simplemente nos
está pidiendo que nos alejemos de Dios. El cristiano tiene que mantenerse fiel a
Cristo y a su mensaje. Dice san Ireneo: «Dios no tiene necesidad de nada; pero
el hombre tiene necesidad de estar en comunión con Dios. Y la gloria del hombre
está en perseverar y mantenerse en el servicio de Dios».


Esta fidelidad puede traer muchas veces la persecución: «Si
a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). No
hemos de tener miedo de la persecución; más bien hemos de temer no buscar con
suficiente deseo cumplir la voluntad del Señor. ¡Seamos valientes y proclamemos
sin miedo a Cristo resucitado, luz y alegría de los cristianos! ¡Dejemos que el
Espíritu Santo nos transforme para ser capaces de comunicar esto al mundo!Tertuliano (155?- 220?) 

Tratado sobre la prescripción de los herejes, 20-21

«Todo lo que he visto hacer a mi Padre, os lo he dado a
conocer
     Cristo Jesús, escogió de entre sus discípulos
a los doce para que estuvieran junto a él y los que había destinado como
maestros de las naciones. Después de la defección de uno de ellos, cuando estaba
para volver al Padre, después de su resurrección, mandó a los otros once que
fueran por el mundo a adoctrinar a los hombres y bautizarlos en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
     Los apóstoles –palabra que
significa «enviados»-, después de haber elegido a Matías, echándolo a suertes,
para sustituir a Judas y completar así el número de los doce (apoyados para esto
en la autoridad de una profecía contenida en un salmo de David), y después de
haber obtenido la fuerza del Espíritu Santo para hablar y realizar milagros,
como lo había prometido el Señor, dieron en Judea testimonio de la fe en
Jesucristo e instituyeron allí Iglesias, después fueron por el mundo para
proclamar a las naciones la misma doctrina y la misma fe...
     ¿Cuál fue la
predicación de los apóstoles? ¿Cuál es la revelación que Cristo les hizo? El
único medio seguro de saber qué es lo que predicaron los apóstoles, es decir,
qué es lo que Cristo les reveló, es el recurso a las Iglesias fundadas por los
mismos apóstoles, las que ellos adoctrinaron de viva voz y, más tarde, por
carta. Si esto es verdad, es incontestable que toda doctrina que esté de acuerdo
con la de las Iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, debe ser
considerada como verdadera porque contiene lo que las Iglesias han recibido de
los apóstoles, los apóstoles de Cristo, y Cristo de Dios.                                                                                                                                                                                            Comentario: Rev. D. Josep Vall i Mundó (Barcelona,
España)

«Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y
vuestro gozo sea colmado»



Hoy, la
Iglesia recuerda el día en el que los Apóstoles escogieron a aquel discípulo de
Jesús que tenía que substituir a Judas Iscariote. Como nos dice acertadamente
san Juan Crisóstomo en una de sus homilías, a la hora de elegir personas que
gozarán de una cierta responsabilidad se pueden dar ciertas rivalidades o
discusiones. Por esto, san Pedro «se desentiende de la envidia que habría podido
surgir», lo deja a la suerte, a la inspiración divina y evita así tal
posibilidad. Continúa diciendo este Padre de la Iglesia: «Y es que las
decisiones importantes muchas veces suelen engendrar disgustos».


En el Evangelio del día, el Señor habla a los Apóstoles
acerca de la alegría que han de tener: «Que mi gozo esté en vosotros, y vuestro
gozo sea colmado» (Jn 15,11). En efecto, el cristiano, como Matías,
vivirá feliz y con una serena alegría si asume los diversos acontecimientos de
la vida desde la gracia de la filiación divina. De otro modo, acabaría dejándose
llevar por falsos disgustos, por necias envidias o por prejuicios de cualquier
tipo. La alegría y la paz son siempre frutos de la exuberancia de la entrega
apostólica y de la lucha para llegar a ser santos. Es el resultado lógico y
sobrenatural del amor a Dios y del espíritu de servicio al prójimo.


Romano Guardini escribía: «La fuente de la alegría se
encuentra en lo más profundo del interior de la persona (...). Ahí reside Dios.
Entonces, la alegría se dilata y nos hace luminosos. Y todo aquello que es bello
es percibido con todo su resplandor». Cuando no estemos contentos hemos de saber
rezar como santo Tomás Moro: «Dios mío, concédeme el sentido del humor para que
saboree felicidad en la vida y pueda transmitirla a los otros». No olvidemos
aquello que santa Teresa de Jesús también pedía: «Dios, líbrame de los santos
con cara triste, ya que un santo triste es un triste santo».