lunes, 18 de mayo de 2009

                       

          No tengamos miedo de anunciar a
Jesucristo

 Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

La Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado
recientemente (14 de diciembre 2007) una “Nota doctrinal acerca de algunos
aspectos de la Evangelización”. Se puede consultar en L’Osservatore Romano del
15-XII-2007, y está accesible en el lugar correspondiente de la página web de la
Santa Sede (http://www.vatican.va).


 El texto ofrece un gran interés para todos, especialmente porque
toca de cerca la vocación misionera y el anuncio del Evangelio. No se trata de
reiterar ahora el contenido y la argumentación de la Nota. Sólo quiero señalar
algunos aspectos que me parecen verdaderamente esenciales para la
evangelización. Las claves del texto podrían ser las siguientes palabras:
“anuncio, conversión, libertad, Reino, Iglesia”. Es un documento dirigido, por
tanto, a iluminar la tarea misionera en la que estamos todos implicados. Os
animo a su lectura detenida.


 Como es habitual, estos breves textos salen al paso de problemas
que tienen una real incidencia práctica. En este caso, la preocupación central
de la Nota es –según sus palabras- la “confusión creciente que induce a muchos a
desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19)”
(n. 3).


 La afirmación resulta grave. La tarea evangelizadora gracias a Dios
es enormemente fecunda en numerosos lugares, como bien sabe la Congregación.
Pero el problema que la Congregación constata también es real y afecta –se dice-
a no pocos agentes evangelizadores. En realidad, lo decisivo es que semejante
“confusión” tiene, por así decir, una enorme relevancia cualitativa, ya que
hiere hondamente en el corazón mismo de la existencia y misión cristianas.


 No es fácil comprender, desde la lógica de la fe, ese fenómeno.
Bastaría recordar con san Pablo que la evangelización “es más bien un deber que
me incumbe. Y ¡hay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9, 16). Por su
parte, el Concilio Vaticano II invitó con gran énfasis a la Iglesia entera a
tomar conciencia de su misión evangelizadora. Se trata, en consecuencia, de una
situación totalmente contraria al sentir y al decir del Concilio, y sus causas
habrá que buscarlas en otro lugar.


 Hay dos circunstancias -señala la Nota- que han llevado en
bastantes casos a esa confusión. Primeramente, existe una equívoca
interpretación del respeto debido a la conciencia personal. Para algunos,
presentar el Evangelio y la oferta cristiana -y la eventual conversión al Señor-
parecería lesionar la libertad de los individuos. Ciertamente, a nadie se le
oculta que ese riesgo ha sido más que evidente a lo largo de la historia. Sin
embargo, con mayor evidencia debe reconocerse honestamente que hoy los creyentes
estamos persuadidos de que toda verdadera evangelización presupone la libertad
de las conciencias. Nada hay más contradictorio con el Evangelio que acompañar
el anuncio cristiano con presiones indebidas de cualquier tipo. Esto es tan
claro que no hace falta insistir en ello.


 Ahora bien, respetar la conciencia de los no creyentes es a todas
luces algo bien diverso de guardar un extraño silencio sobre la propia fe. En
realidad, esa actitud sólo aparentemente mostraría respeto. De entrada, supone
una imagen muy pobre de las personas y de su conciencia pensar que el anuncio
sencillo del Evangelio coarta su libertad. Por lo demás, la mejor expresión de
respeto a las personas es precisamente darles la posibilidad de conocer y vivir
según el designio de Dios. Cabría dar la vuelta al argumento y preguntarse:
¿quién soy yo para negar a otros el Evangelio? Tiene aquí plena vigencia aquella
fuerte advertencia de Juan Pablo II: “Toda persona tiene derecho a escuchar la
‘Buena Nueva’ de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud
la propia vocación” (cf. Redemptoris missio, n. 46).


 No tengamos falsos temores. El anuncio del Evangelio amplía la
libertad del hombre, aun cuando solo fuera –que no es poco- porque con esa
oferta cada persona tiene la oportunidad de discernir el plan de Dios y
descubrir su existencia de manera totalmente nueva. Justamente la Nota dedica
buena parte del texto (nn. 4-9) a las “implicaciones antropológicas” que tiene
para los hombres la plenitud de la vocación humana revelada en Cristo; la
plenitud de lo bueno y de lo verdadero que permite iluminar el sentido auténtico
de la vida y destino del hombre. Son unas consideraciones dignas de meditar
atentamente, de modo especial las que hacen referencia a la recta búsqueda de la
verdad religiosa (nn. 4-5).


 La Nota señala a continuación un segundo motivo que también ha
influido en “dejar inoperante el mandato misionero”. Se refiere la Congregación
a quienes afirman que no se debe anunciar explícitamente el Evangelio ni
favorecer la conversión a Cristo y la adhesión a la Iglesia con el argumento de
que todos los caminos humanos, religiosos o no, son caminos de salvación, sobre
todo en la medida en que se promueva la justicia, la paz, la libertad, la
solidaridad (n. 3).


 Es probable que esta segunda idea –expuesta muchas veces de manera
precipitada y acrítica en folletos, libros, conferencias pastorales, etc.- haya
influido de hecho más negativamente que la anterior. Estamos ciertamente
persuadidos de que la verdad “no se impone de otra manera, sino por la fuerza
de  la misma verdad” (Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 1). No
hay otro camino para la misión que la aceptación libre y auténtica del
Evangelio. Por eso, habría que interrogarse si la desatención al anuncio
explícito del Evangelio por un presunto respeto a las conciencias no está, en
realidad, mayormente motivada por una debilidad de nuestras convicciones sobre
la verdad y la bondad del Evangelio y de la existencia cristiana.


 Si es ese el caso, ¿no cabría hablar de
una dolorosa crisis de fe personal? No deberíamos extrañarnos. El actual
ambiente relativista propicia perplejidades letales para el creyente: ¿es Cristo
realmente el Camino, la Verdad y la Vida? ¿son todas las religiones y
experiencias humanas al menos parcialmente verdaderas e igualmente válidas?
¿acaso no resulta hoy presuntuoso presentarse como portador de la verdad y
sustituir el “anuncio” cristiano por el “diálogo”? ¿qué sentido tiene decir que
la Iglesia es necesaria para la salvación? Estos interrogantes, y otros
similares, “han ido creando –dice la Nota- una situación en la cual, para muchos
fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización. Hasta se llega a
afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la
revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la
paz” (n. 10).


 A nadie se le escapa la trascendencia
de estas cuestiones -os decía al principio- para el sentido mismo de la
evangelización. Se comprende que ante esa confusión de que habla la Nota
aparezcan las dudas y la parálisis en el anuncio misionero, o bien se busquen
otros significados para la misión, que siempre serán necesariamente parciales:
porque “si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades
técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco” (Benedicto XVI, cit. en n.
2). Tampoco puede contentarnos el solo testimonio porque “incluso el testimonio
más hermoso se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado
–lo que Pedro llamada dar ‘razón de vuestra esperanza’ (1 Pe 3, 15)-,
explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús” (Pablo VI, Exh.
Apost. Evangelii nuntiandi, n. 22).


 El contenido de la Nota recoge otros
aspectos que no podemos mencionar ahora. Estoy convencido de que su
consideración será muy iluminadora para la reflexión personal. El alcance de las
cuestiones planteadas requerirá, además, el estudio de los muchos y buenos
materiales que ya existen en relación con ellas. Os recomiendo, por ejemplo,
releer la Decl. Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe
(16-VI-2000). Con esas y otras reflexiones podremos alcanzar, con la luz del
Espíritu, convicciones sólidamente fundadas que pacifiquen la inteligencia y nos
confirmen en el entusiasmo gozoso por la misión.  


 La Nota concluye con una significativa
evocación del gran número de cristianos que movidos por el amor a Jesús han
emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y obras de todo tipo para
anunciar el Evangelio a todo el mundo. “El anuncio y el testimonio del Evangelio
son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todos el
género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se
manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo” (Benedicto XVI,
cit. en n. 13). Ese es también nuestro auténtico deseo, que justifica todos los
afanes y desvelos que la misión requiere. Como Pablo, quiera el Señor que
también nosotros podamos sentir y decir: “La caridad de Cristo nos urge” (2 Co
5, 14).


 Espero que esta reflexión nos haga actuar convencidos del don de la
fe que hemos recibido y que la presentemos gozosamente sin prevenciones de que
el interlocutor se pueda sentir acosado, al revés, sentirá que la nobleza del
corazón del creyente no se doblega y m
enos se oculta de
manifestar en lo que cree. Dar el regalo que hemos recibido de la fe es a la
postre no sólo muy bien aceptado sino hasta agradecido. Los complejos provocan
desconfianza y animan a la cobardía.

 La Iglesia es mi Madre y la amo con
locura

 Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela 

A veces se ha puesto de moda hablar de la Iglesia con cierto
desprecio y con ferocidad, yo diría, irracional. Y esto a uno le duele más
cuando viene de los propios hermanos que están dentro de la Iglesia; ha quedado
una especie de mancha oscura que será difícil de quitar y fue aquello que dijo
alguien que ¡Ojalá no lo hubiera dicho nunca!-: “Cristo, sí; Iglesia,
no”
.


 Creer en Cristo y rechazar a la Iglesia es creer en un Cristo que
no ha existido nunca, pues la Iglesia pende de Cristo y Cristo es por y para la
Iglesia [ella es el sacramento de la salvación por la que Cristo sigue
manifestándose, a través de la historia, a los hombres]. Quien piensa en un
Cristo sin la Iglesia, piensa en alguien imaginario que nunca existió”. Ella es
el “Cuerpo Místico” de Jesucristo como dirá S. Pablo a los Colosenses (Col 1,
24-29) y que de forma magistral expondrá Pío XII en la Encíclica “Mystici
Corporis”. Posteriormente el Concilio Vaticano II, hará toda una reflexión en
profundidad al respecto en la Constitución Lumen Gentium.


 Dios, la religión y la moral ‘confesional’, han sido vistas y se
ven con frecuencia como antagonistas del hombre, de su libertad y de su
felicidad. Se ha pretendido edificar la sociedad desde un humanismo
antropocéntrico e intramundano, se ha creído que eliminando a Dios del horizonte
del hombre todo estaba solucionado. Se ha pretendido eliminar a Dios y se ha
dejado al hombre solo. Y su carencia produce un vacío que se pretende llenar con
una cultura –o más bien- una pseudocultura centrada en el consumismo
desenfrenado, en el afán de poseer y gozar y que no ofrece más ideal que la
lucha por los propios intereses o el goce narcisistas... no se trata de adoptar
ahora, precisamente por no corresponder a la fe cristiana, posturas numantinas
ni reaccionarias, de cerrazón, y mucho menos de condena; tampoco se trata de
nostalgias. Lo que se nos exige hoy es que vivamos de lleno la fe.


 Que mostremos, gozosos, la fuerza renovadora y humanizadora de la
fe y del evangelio. Es necesario que volvamos a Dios. Es apremiante e
inaplazable por servicio a nuestra sociedad quebrada en su humanidad que los
cristianos nos convirtamos más honda y enteramente. Recordar todo esto nos hace
afirmar a los creyentes que si hay algo de más valor  en la Iglesia, en su
totalidad como pueblo de Dios, y en aquellos que deben apacentarla en el puesto
de Jesucristo, ese algo es la presencia de Cristo mismo en la totalidad de la
Iglesia y en sus ministros.


 Hay
muchas razones por las que amo a la Iglesia, pero cinco son las
fundamentales:
 


1.    
Amo
a la Iglesia porque salió del costado de Jesucristo. 


¿Cómo podría no amar
yo aquellos por lo que Jesús murió? ¿Y cómo podría amar a Jesucristo sin amar,
al mismo tiempo, aquellas cosas por las que él dio la vida? La Iglesia, buena,
mala, mediocre, santa y pecadora fue y sigue siendo la Esposa de Jesucristo.
¿Puede amar el Esposo, despreciándola? Esta Iglesia sale a la luz el día de
Pentecostés:
“La Iglesia, que, ya concebida, nació del mismo costado del
segundo Adán, como dormido en la cruz, apareció a la luz del mundo de una manera
espléndida por vez primera del día de Pentecostés”
(León XIII, Divinum
illud: AAS 29).
“Y ahora se edifica, ahora se forma, ahora... se figura, y
ahora se crea..., ahora se levanta la casa espiritual para constituir el
sacerdocio más santo”
(San Ambrosio). 


Pero me dirá alguien:
¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces al evangelio, a
alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó que fuera? ¿Es que no
sientes, al menos, “nostalgia” de la Iglesia primitiva? Sí, claro, siento
nostalgia de aquellos tiempos en los que –como decía San Ir
eneo- “La sangre de
Cristo estaba todavía caliente”
y en los que la fe ardía con toda viveza en
el alma de los creyentes. Pero ¿es qué hubiera justificado un menor amor la
nostalgia de mi madre joven que yo podía sentir cuando era mayor? ¿Hubiera yo
podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?


A veces oigo en
algunos púlpitos o tribunas periodísticas demagogias que no tienen ni siquiera
el mérito de ser nuevas. Las que, por ejemplo, hablan de que la Iglesia es ahora
una Esposa prostituida.
 


Y recuerdo aquel
disparatado texto que Saint-Cyran escribía a San Vicente de Paúl y que es, como
ciertas críticas de hoy, un monumento al orgullo:
“Sí, yo lo reconozco: Dios
me ha dado grandes luces. Él me ha hecho comprender que ya no hay Iglesia. Dios
me ha hecho comprender que hace cinco o seis siglos que ya no existe la Iglesia.
Antes de esto la Iglesia era un gran río que llevaba sus aguas transparentes,
pero en el presente lo que nos parece ser la Iglesia ya no es más que cieno. La
Iglesia era su Esposa, pero actualmente es una adúltera y una prostituta. Por
eso la ha repudiado y quiero que la sustituya otra que le sea fiel”
. Me
quedo con San Vicente de Paúl, que, en lugar de soñar pasadas y futuras utopías,
se dedicó a construir su santidad, y con ella, la de la Iglesia; un río de cieno
hay que purificarlo, no limitarse a condenarlo. Cristo no ha presentado ese
supuesto libelo de repudio a su Esposa, más bien se ha esposado dando la
vida. 


2.   Amo a
la Iglesia porque ella y sólo ella me ha dado a Jesucristo y cuanto sé de
él.


Ella no es
Jesucristo, ya lo sé. Él es el absoluto, el fin; ella, sólo el medio. El centro
final de mi amor es Jesucristo, pero
“ella es la cámara del tesoro donde los
apóstoles han depositado la verdad, que es Jesucristo”
(San Ir
eneo). “Ella es la
sala donde el Padre de familia celebra los desposorios de su Hijo”
(San
Cipriano).
“Ella es la casa de oración adornada de visibles edificios, el
templo donde habita tu gloria, la sede inconmutable de la verdad, el santuario
de la eterna caridad, el arca que nos salva del diluvio y nos conduce al puerto
de la salvación, la querida y única esposa que Jesucristo conquistó con su
sangre y en cuyo seno renacemos para tu gloria, con cuya leche nos amamantamos,
cuyo pan de vida nos fortalece, la fuente de la misericordia con la que nos
sustentamos”
(San Agustín). 


¿Cómo no podría no
amar yo a quien me transmite todos los legados de Jesucristo: la Eucaristía, la
Palabra, la Comunidad de mis hermanos, la Luz de la esperanza, la entrañable
Misericordia?

Pero su
historia es triste, está llena de sangres derramadas, de intolerancias
impuestas, de legalismos empequeñecedores, de maridajes con los poderes de este
mundo, de jerarcas mediocres y vendidos... Sí, sí, es cierto. Pero también está
llena de santos. 


3.    
Amo
a la Iglesia porque está llena de santos 


Siempre que me monto
en un tren sé que la historia del ferrocarril está llena de accidentes. Pero por
eso no dejo de usarlo para desplazarme.
“La Iglesia -decía Bernanos-
es como una compañía de transportes que, desde hace dos mil años, traslada a los
hombres desde la tierra al cielo. En dos mil años ha tenido que contar con
muchos descarrilamientos, con una infinidad de horas de retraso. Pero hay que
decir que gracias a sus santos la compañía no ha quebrado”
. Es cierto, los
santos son la Iglesia, son los que justifican su existencia, son los que no nos
hacen perder la confianza en ella. 


Ya sé que la historia
de la Iglesia no ha sido un idilio. Pero, a fin de cuentas, a la hora de medir a
la Iglesia a mí me pesan mucho más los sacramentos que las cruzadas, los santos
que los Estados Pontificios, la Gracia que la Inquisición... ¿Estoy diciendo con
esto que amo a la Iglesia invisible y no a la visible? No, desde luego. Pienso
que tenía razón Bernanos al escribir:
“La Iglesia visible es lo que nosotros
podemos ver de la invisible”
y que como nosotros tenemos enfermos los ojos
sólo vemos las zonas enfermas de la Iglesia. 


Nos resulta más
cómodo. Si viéramos a los santos, tendríamos la obligación de ser como ellos.
Nos resulta más rentable “tranquilizarnos” viendo sólo sus zonas oscuras, con lo
que sentimos, al mismo tiempo, el placer de criticarles y la tranquilidad de
saber que todos son tan mediocres como nosotros. 


4.  Amo
también a la Iglesia porque es imperfecta. 


No es que me gusten
las imperfecciones de la Iglesia, es que pienso que son ellas hace tiempo que me
habrían tenido que expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es
mediocre porque está formada por gentes, como tú y como yo.
“Oh –decía
Bernanos-
si el mundo fuera la obra maestra de un arquitecto obsesionado por
la simetría o por un profesor de lógica, de un Dios deista, la santidad sería el
primer privilegio de los que mandan; cada grado de la jerarquía correspondería a
un grado superior de santidad, hasta llegar al más santo de todos, el Papa, por
supuesto. ¡Vamos! ¿Y os gustaría una Iglesia así? ¿Os sentiríais a gusto en
ella? Dejadme que me ría. Lejos de sentirnos a gusto, os quedaríais en esta
congregación de superhombres dándole vueltas entre las manos a vuestra boina, lo
mismo que un mendigo a la puerta del hotel Ritz. Por fortuna, la Iglesia es una
casa de familia donde existe el desorden que hay en todas las casas familiares,
siempre hay sillas a las que falta una pata, las mesas están manchadas de tinta,
los tarros de confite se vacían misteriosamente en las alacenas, todos los
conocemos bien por experiencia”


En rigor todas estas
críticas que proyectamos contra la Iglesia deberíamos volcarlas contra cada uno
de nosotros mismos.
“Non in se, sed in nobis vulneratur Ecclesia. Caveamus
igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesiae fiat”
[No en ella misma, sino en
nosotros, es herida la Iglesia, tengamos, pues, cuidado, no sea que nuestros
fallos se conviertan en heridas de la Iglesia]. 


5.    
Amo
a la Iglesia porque es mi Madre 


Ella me engendró,
ella me sigue amamantando. San Atanasio se
“asía a la Iglesia como un árbol
se agarra al suelo”
. Orígenes decía que “La Iglesia ha arrebatado mi
corazón; ella es mi patria espiritual, ella es mi madre y mis
hermanos”. 


“Amo a la Iglesia,
estoy con tus torpezas,


con sus tiernas y
hermosas colecciones de tontos,


con su túnica llena
de pecados y manchas.


Amo a sus santos y
también a sus necios.


Amo a la Iglesia,
quiero estar con ella.


Oh, madre de manos
sucias y vestidos raídos,


cansada de
amamantarnos siempre,


un poquito arrugada
de parir sin descanso.


No temas nunca,
madre, que tus ojos de vieja


nos lleven a otros
puertos.


Sabemos bien que no
fue tu belleza quien nos hizo hijos


tuyos, sino tu sangre
derramada al traernos.


Pero eso cada arruga
de tu frente nos enamora


y el brillo cansado
de tus ojos nos arrastra a tu seno.


Y hoy, al llegar
cansados, y sucios, y con hambre,


no esperamos
palacios, ni banquetes, sino esta


casa, esta madre,
esta piedra donde poder sentarnos”. 


(José Luis Martín
Descalzo)


 15 de enero de 2008 Mons. Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela  16 de diciembre de 2007 


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