sábado, 30 de mayo de 2009

Pentecostés

El Imparable Espíritu de Dios                                                                                                                                                                                                                                   Estamos celebrando la tercera gran fiesta del año litúrgico. La
tercera Pascua, el tercer momento en que Dios pasa cerca de su pueblo y recrea
la vida. La tercera y definitiva. De la encarnación (primera pascua) a la
resurrección de Jesús (segunda pascua) hay un camino que llega a su plenitud en
Pentecostés (tercera pascua). 

     
Pentecostés es el viento y el fuego del Espíritu que quema y destruye, que
calienta y transforma, que abre las ventanas y envía a los discípulos al mundo,
a predicar la buena nueva de que Dios no está contra nosotros sino a favor
nuestro, de nuestra vida, de nuestra esperanza. El viento del Espíritu crea la
Iglesia, guía a la Iglesia, da fuerza, sostiene, cura, reconcilia, da vida.
Llenos del Espíritu, aquellos primeros discípulos salieron de Jesús y, con el
tiempo, llegaron a las tierras más lejanas. Portaban un mensaje de esperanza:
Dios nos ha salvado en Cristo, su Hijo, su testigo, la encarnación de su amor.
En él nos ha manifestado su inmenso amor para con nosotros. Ese amor es tan
grande que es capaz de vencer la muerte. Hoy, aquí y ahora, hay que comenzar a
construir un reino de fraternidad donde nadie puede ni debe ser excluido. Esa es
la voluntad de Dios y no otra.
El
Espíritu ha creado la Iglesia

      El Espíritu fue suscitando
comunidades aquí y allá. Pequeños signos de esperanza en medio del mundo,
lugares de acogida para los que estaban cansados por el peso de la vida. Eran
comunidades locales, que hablaban el idioma de la gente de cada lugar, que se
adaptaban a su cultura, a sus necesidades, a sus preocupaciones. Esas
comunidades son las que están representadas en la primera lectura.
     
El milagro no es que los discípulos fueran capaces de hablar todas las lenguas
de repente. El milagro, recogido de alguna manera en la lectura, fue que los
discípulos fueron a todos esos lugares y supieron hablar el lenguaje de las
personas de allí, supieron “encarnar” el mensaje del Reino, de la buena nueva de
la salvación. Partos, medos, elamitas, cretenses y árabes, romanos y de todas
las partes escucharon el mensaje de Jesús en su propia lengua y sintieron que se
pegaba a sus carnes, que les resucitaba para una vida de esperanza. Y así nació
la Iglesia.
      El Espíritu animaba la vida de las comunidades. Les hacía
confesar que “Jesús es Señor” (nadie lo puede hacer sino es animado por el único
Espíritu de Dios). A pesar de las diferencias de idioma, de cultura, de
tradiciones, de costumbres, de forma de expresar la fe, a todas las comunidades
cristianas nos une esa confesión sencilla, básica, accesible a todos y en todas
las lenguas.
      Hoy somos muchos en todos los continentes los que
confesamos que “Jesús es Señor”. Más allá del hecho de que pertenezcamos a
diferentes tradiciones, a diferentes confesiones, a diferentes comunidades, de
que hablemos diferentes lenguas o tengamos diferentes formas de expresar nuestra
fe, todos confesamos que “Jesús es Señor” y que en su nombre se nos ha devuelto
la esperanza y la vida, la alegría y el gozo de vivir.
¿Quién puede apagar el Espíritu?
      El
Evangelio no está amenazado. Algunos parece que piensan que o la defienden ellos
o la fe va a desaparecer de la faz de la tierra. Algunos
se sienten los protectores del Espíritu, los portadores de la verdad, los
defensores de la fe. Piensan que sin ellos, sin su acción, vamos al desastre.
Amenazan con el infierno a los que no sigan sus indicaciones y normas. Parece
que tienen comunicación directa con el Espíritu y que éste les ha nombrado sus
alféreces y les ha puesto al frente de sus batallones. No es así. El Espíritu
con su viento y su fuego fue el que propagó por este mundo la buena nueva del
Reino, de la salvación. Él seguirá haciendo lo mismo. Nada que hagamos los
hombres podrá atemorizar al Espíritu de Dios.
      Dejar al Espíritu libre
(¿es que alguien le puede encerrar o poner cadenas al Espíritu?) es dejar que
brote en nuestros campos la esperanza, la paz, la reconciliación, la vida. Esos
son los frutos del Espíritu.
      ¿Quieren una sugerencia para terminar?
Sería bueno imprimir en pequeñas hojas la secuencia que se lee antes del
Evangelio y hacer que la comunidad la lea, todos juntos, como oración de acción
de gracias, en el momento posterior a la comunión. E invitar a todos a llevarse
la hoja a casa y seguirla usando durante la semana. Para que todos aprendamos de
memoria y de corazón cuáles son los verdaderos frutos del Espíritu. 
Fernando Torres Pérez cmf
¡Ven Espíritu, Vida!

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por Ciudad Redonda
3 de julio de 2005



Cuando pedimos la venida del Espíritu no queremos volar al cielo,
ni ser trasladados al mundo que vendrá, sólo Implica una afirmación de la
vida.


Lo mejor que nos puede suceder es vernos agraciados con el don y
la presencia del Espíritu Santo. No es un espíritu entre otros, buenos o malos;
es el Espíritu de Dios. Y donde está el Espíritu allí está Dios de una manera
especial. El Espíritu es mucho más que un don de Dios en medio de otros. El
Espíritu es la presencia de Dios sin ningún tipo de restricción.


Donde está presente el Espíritu se experimenta la vida en toda su
integridad, totalidad, fuerza; como vida sanada y redimida. Nuestros sentidos
quedan potenciados por su presencia. Sentimos, gustamos, tocamos y vemos nuestra
vida en Dios y a Dios en nuestra vida. Es la mejor experiencia de uno mismo.
¿Qué de extraño tiene que llamemos al Espíritu Consolador (Paráclito) o Fuente
de la Vida?


Cuando pedimos la venida del Espíritu (Veni Creator Spiritus) no
queremos volar al cielo, ni ser trasladados al mundo que vendrá suplicamos que
venga aquí, a la tierra, a nuestra historia. El Veni Creator implica una
afirmación fuerte de la vida, de esta vida. Y cuando Dios escucha nuestra
petición, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Joel 2,28; Hech 2,17ss). Se
trata de una metáfora pasmosa, sorprendente. Toda carne es ciertamente el ser
humano, pero también todos los seres vivientes, como plantas, árboles y animales
(cf. Gen 9,10ss). Carne significaba para el profeta Joel «el débil, la gente sin
poder y sin esperanza» (H.W. Wolff), el joven y el anciano. Nadie es demasiado
joven, ni demasiado viejo para recibir el Espíritu.


Cuando el Espíritu Santo es enviado, viene como una tempestad; se
derrama sobre todos los seres vivientes, como aguas de riada, invadiéndole todo.
Si el Espíritu es realmente el Espíritu de Dios, toda la realidad invadida por
el Espíritu, queda entonces deificada, divinizada. El Espíritu llega a nosotros
y asume diversas formas. Es como el agua que primero es fuente, luego río y
finalmente lago. Una misma es el agua, pero las formas de su flujo son
diferentes y graduales. El Espíritu es la Gracia por excelencia; después asume
las formas de los carismas o energías del Espíritu. Los carismas son como flujos
o emanaciones del Espíritu.


Pero, ¿de dónde nos viene el Espíritu? ¡Del semblante esplendoroso
de Dios! Cuando Dios hace brillar su rostro sobre nosotros, nos concede su
gracia, su bendición, su Espíritu. El rostro de Dios, resplandeciente de
alegría, es la fuente luminosa del Espíritu Santo (J. Moltmann).


Dios hizo brillar su rostro sobre Jesús; por eso los
acontecimientos de su vida estaban envueltos en el Espíritu que el Padre le
transmitía. (concepción, bautismo y resurrección).


Al irse Jesús de este mundo, rogó al Padre que nos concediera otro
Consolador (Jn 14,16). Irse de este mundo, es lo mismo que morir. Mientras Jesús
muere, el Espíritu está junto al Padre y Jesús le ruega que no nos deje
huérfanos, que nos envíe al Consolador. Pero Jesús también añade que también Él
mismo enviará al Consolador «desde el Padre», pues «es el Espíritu de la verdad
que procede del Padre» (Jn 14,26). Jesús muere para interceder por nosotros,
para pedirle al Abbá que nos envíe su Espíritu. Pero Jesús muere también para
enviarnos Él mismo el Espíritu que procede del Padre.


¿Cómo discernir dónde se encuentra el Espíritu Santo? El exorcismo
dice en negativo, lo que la eplíciesis dice en positivo. Allí donde puede ser
pronunciado de corazón el nombre de Jesús, allí está el Espíritu. Todo aquello
que pueda ser contemplado a través del rostro de Jesús crucificado es espíritu
de Dios. No puede ser pronunciado el nombre de Jesús para justificar la
violencia, el desamor, la envidia. No encaja con el rostro del Señor crucificado
la falta de amor, la venganza, la autojustificación, el autoritarismo.


La experiencia del Espíritu conlleva una experiencia
extraordinaria de uno mismo. El Espíritu invade su vida de tal manera que se
puede hablar de morir y renacer.


José Cristo Rey García

Nuevos carismas del Espíritu en la Iglesia


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por Carlos García Andrade cmf
12 de mayo de 2006



Aunque se hable tanto del "silencio de Dios" en nuestro tiempo,
los dones del Espíritu siguen actuando. Es posible que la invasión de
secularismo nos haya vuelto mas duros de oído y mas cegatos para captar Sus
iniciativas, o, simplemente, que el Espíritu, siempre creativo, haya elegido
cauces diversos a los habituales para fecundar el camino de la Iglesia. En todo
caso, no cabe duda de que el pulular de grupos, comunidades y movimientos que
desde la mitad del siglo XX se han multiplicado como setas en el seno de la
Iglesia, constituye un signo de los tiempos. Un signo inequívoco de vitalidad.
Mas, como suele suceder cuando se produce una explosión vital, los marcos, los
cauces, las estructuras que desde siglos se había convertido en el camino
trillado y ordenado del transcurrir de la vida cristiana se ven desbordados y
superados. No dan de sí ante las nuevas realidades. Y esto produce desconcierto
y cierto temor en la autoridad eclesial. Temor ante lo que podría entenderse
como la ceremonia de la confusión. No faltan motivos. La aparición de las
comunidades eclesíales de base que traen un modo alternativo de ser iglesia, no
necesariamente en contra de la estructura parroquial, pero muchas veces al
margen de ella. 0 la superación de las clásicas fronteras entre las vocaciones
eclesíales que se da en muchos movimientos de renovación: laicos que se entregan
a la directa evangelización itinerante; curas seculares, o laicos, o incluso
matrimonios que viven en comunidad; casados que aspiran vivir un tipo de
consagración adecuado a su estado; consagrados que se entregan a tareas
plenamente seculares; seglares dedicados a la contemplación; familias enteras
que se lanzan a la aventura de la missio ad gentes...


(JPG) Ya no
sólo hay laicos que se vinculan a familias religiosas para beber del espíritu de
los grandes Fundadores/as, también hay presbíteros diocesanos, religiosos o
incluso obispos que se adhieren a la espiritualidad de movimientos de origen
laical, hallando una luz para vivir su propia vocación. Hay agrupaciones
eclesíales que desbordan las fronteras de la Iglesia católica en que han nacido
y se difunden entre las Iglesias cristianas hermanas (o viceversa), pero también
llegan a alcanzar a miembros de otras religiones o incluso a personas sin fe
religiosa. Difusión que no exige como condición previa ni la conversión al
catolicismo o al cristianismo o a la fe en Dios. No es de extrañar que muchos,
en particular los canonistas, se sientan desbordados y que la integración de
estos nuevos carismas en la estructura eclesial esté resultando complicada. Se
arbitran fórmulas novedosas -prelaturas personales- o se buscan vínculos mínimos
para acoger realidades tan universales. Tampoco extraña que haya reacciones
restrictivas, como la problemática exclusión de los casados del ámbito de la
consagración realizada por el documento «Vita Consecrata».


¿NUEVOS CARISMAS?


¿Qué significa todo esto? ¿Se trata de genuinos carismas del
Espíritu que, esta vez, se ha volcado sobre todo con los laicos? ¿0 es más bien
la irrupción en el seno de la Iglesia de una especie de «democratismo», reflejo
de la sociedad civil?. ¿Aportan algo valioso en el plano teológico? ¿O son sólo
el eco eclesial del marasmo pluralista que crece exponencialmente en la sociedad
occidental y que genera la multiplicación de los particularismos, de los
«tribalis-mos». Pueden parecer preguntas contradictorias y, sin embargo, tienen
mucho que ver entre sí.


Aunque sean cansinas del Espíritu no tiene nada de extraño que
varias de sus coordenadas coincidan con dinamismos y problemáticas de la
actualidad. Es típico de los carismas del Espíritu el estar bien ubicados
cultural e históricamente. Son dones que buscan afrontar problemas eclesiales o
de la humanidad en un determinado contexto. ¿Quién puede dudar que Francisco y
Clara de Asís fueron la respuesta a la problemática sobre la pobreza que
desataron los grupos pauperistas de su tiempo? Se impone discernir y comprender.
Hay que discernir, porque puede haber ganga junto a la veta. En no pocos de
estos nuevos carismas, un poco por el radicalismo inicial y un mucho por la
bisoñez y falta de perspectiva, se peca por exceso: exceso de protagonismo, de
celo poco ordenado, de exclusivismo respecto del resto de la Iglesia. Se peca
por defecto: defecto de sentido eclesial, de universalidad, de formación, de una
teología que sepa unlversalizar su aportación carismática. Aunque tampoco es que
las añejas realidades eclesiales se estén comportando con la madurez que cabría
esperar de ellas respecto de estos nuevos retoños: actitudes arrogantes,
condenas precipitadas, hasta celotipias.


Hay que discernir porque, al venir muchos de los miembros de estos
nuevos grupos del mundo de la increencia, es posible que se hayan infiltrado
estilos o prácticas incompatibles, por exceso o por defecto, con la tradición y
vida eclesial. En alguno de estos grupos hay un control de las personas, sin
duda bienintencionado, pero incompatible con la libertad de conciencia que la
Iglesia atesora; o se proponen para todos los fieles estilos de conducta que no
son universalizabas sino para una minoría llamada a un radicalismo carismático.
Pero también hay que discernir, para evitar que la resistencia al cambio, que
toda institución multisecular arrastra consigo, llegue a bloquear los caminos
del Espíritu, por inercia o por miedo a perder el control. Y para evitar que el
talante dócil o crítico hacia la autoridad se convierta en criterio decisivo
para promover unos grupos y marginar otros. Este, aunque comprensible, es
criterio mundano, no evangélico. Y ya contamos con la lección de los profetas
del A.T.


COMPRENDER


No obstante, además de discernir es preciso comprender. Hay que
interpretar el significado de esta «movida» eclesial pues el Espíritu Santo no
suele hablar en vano. Y si los dones del Espíritu son como la cara visible,
perceptible de la Providencia y el Espíritu es el que lleva la historia hacia su
consumación, cabe colegir que tras este aluvión de carismas el Espíritu nos está
indicando un camino.


En mi opinión, como ya pasó en la historia de la Iglesia con otros
concilios, estos carismas están encarnando, dando cuerpo y vida a muchas de las
líneas teológicas que el Vaticano II supo vislumbrar y proponer a la Iglesia.
Hay muchos ejemplos. Probablemte, donde mejor se está gustando y palpando la
realidad de la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu sea en estas comunidades en que, más allá de la fe sociológica, se
experimenta el articularse de las vocaciones en reciprocidad; en que se sienten,
no sólo se saben, Cuerpo de Cristo, y hacen la experiencia concreta de la
presencia del Espíritu, no sólo la creen o la suponen. Lo mismo para la Palabra
de Dios. Uno de los mejores frutos del Concilio fue devolver a la Palabra el
puesto central que nunca debió perder en la fe o la teología. Pues quizá donde
mejor se estén explotando las posibilidades de la Palabra como fuente de vida
cristiana y de espiritualidad sea en estos grupos que han nacido desde el
principio en torno a la Palabra. Lo mismo para el ecumenismo, la promoción del
laicado, etc.


No obstante, en el esfuerzo por comprender, ¿habría alguna clave
común, capaz de aglutinar estas diversas realidades?, ¿algo de lo que extraer la
llamada del Espíritu que en ellas se manifiesta? Creo que sí. Es la comunión
eclesial. Y aquí hay que hilar fino porque aunque la Iglesia se autodefina de un
tiempo a esta parte como «Misterio de comunión», como repite el Magisterio, no
vale cualquier comunión.


El peor fruto de la marginación del Espíritu en la tradición
católica de este segundo milenio -lo que se ha dado en llamar el cristomonismo
católico- fue una especie de deformidad unidireccional a la hora de entender y
vivir la comunión eclesial. Durante siglos se vivió una comunión vertical,
estructural, que se reducía a obedecer a la autoridad jerárquica. La comunión
entre las diversas realidades eclesiales se reducía casi exclusivamente a su
conexión con la cabeza de la Iglesia, mientras que en el plano horizontal, de
las relaciones recíprocas, lo que reinaba era indiferencia y desconocimiento,
cuando no recelos, rencillas o verdaderas peleas. Este modelo clásico ya no goza
de credibilidad en una sociedad que se rige por modelos democráticos. No se
percibe ni como realidad salvada ni salvadora. Por eso subrayaba al comienzo esa
especie de ruptura de fronteras entre las vocaciones. Parece como si el Espíritu
quisiera lanzar a toda la Iglesia a vivir una dinámica de comunión modelada
según la reciprocidad trinitaria, perijorétíca. Comunión anunciada ya por el
Concilio pero lejos aún de ser vivida por la Iglesia. Por otro lado, desde el
punto de vista extraeclesíal, también la coordinadas sociales hacen del diálogo
y la comunión el reto del futuro ante la necesidad de articular la emergente
unidad de la sociedad planetaria, y su inevitable interdependencia, con el
respeto de lo particular en una pluralidad de difícil composición.


MEDIACIÓN HORIZONTAL


Pero ¿qué es lo que está en juego desde el punto de vista
teológico? Algo decisivo: recuperar una mediación del encuentro con Dios
especialmente adecuada para el hoy de la sociedad y de la iglesia que el
diluirse de la dimensión comunitaria en la tradición eclesial había dejado en la
penumbra. Una mediación horizontal, que no excluye la vertical (la jerárquica)
sino que la supone, pero que es distinta de ella y no depende directamente de
ella. La comunión vivida desde la reciprocidad del amor modelada trinitariamente
no es sólo la armonía, la fraternidad o la colaboración apostólica. Su fruto es
algo más, es Dios mismo. Es la presencia viva de Jesús en la comunidad por obra
del Espíritu (Mt 18,20). Una mediación más vinculada a la vida que a la
estructura, más expresión del principio mariano que del principio petrino, en la
que Dios emerge como fruto precioso de la comunión entre todos los creyentes:
clérigos, laicos, consagrados.


Ante la falta de credibilidad que sufren las vocaciones e
instituciones eclesiales por la avalancha de la secularización, al hacer que
dimensiones que antes eran signo inequívoco de Dios para una mayoría, hayan
perdido ese valor de significación; si las clásicas mediaciones de la gracia
(sacramentos, oración...) cada día son menos frecuentadas y comprendidas por una
sociedad que parece perder a toda velocidad el sentido de lo sobrenatural, es
posible que la comunión tal como la proponemos sea el único medio de ser signo
inequívoco de Dios ante el mundo secularizado. Se entiende el por qué el
Espíritu ha hecho florecer por toda la Iglesia un mar de comunidades. Es cierto
que en no pocos de estos nuevos grupos, aunque se viva una comunión intensa
hacía dentro, la comunión hacia fuera, con los otros ca-rismas, es aún un reto a
superar. No obstante, creo que la semilla está lanzada y no me parece utópico
pronosticar un futuro de progresiva comunión, no sólo entre comunidades, o entre
diócesis, sino entre Iglesias nacionales o continentales. Entre otras cosas,
porque el gran reto para el próximo siglo será pasar de un cristianismo
culturalmente dependiente de Occidente y geográficamente eurocéntrico a un
cristianismo pluricultural y pericéntrico, conforme se desarrollen las Iglesias
jóvenes. Transición que no debe dañar la unidad de fe y de estructura eclesial.
Eso sí que me parece una utopía si no se abre paso una comunión como la que
hemos querido esbozar y que el Espíritu parece tener prisa en desarrollar. El
futuro lo confirmará.


El espíritu vivifica nuestra
iglesia


Una conceptualización, por sencilla que sea, de lo que es o lo que
significa el Espíritu Santo en nuestras vidas, inciuso desde un prisma muy
personal y experiencial, es una de las tareas más difíciles para un cristiano
formado en nuestra tradición occidental, en la que el Espíritu (y es más que un
tópico) ha sido un tanto olvidado. De mi experiencia personal yo destacaría dos
notas en lo que a la presencia del Espíritu se refiere:


En primer lugar, como presencia sutil de Dios en la historia, en
la gran historia y en la pequeña historia de cada día (que, a fin de cuentas,
para cada uno, es más grande que la otra). En nuestra tradición carmelitana
hemos sentido siempre una especial devoción a ia figura del profeta Elias, al
que durante siglos consideramos nuestro «fundador». Cuando Elias en el Horeb
busca al Señor, sólo descubre la presencia de Dios en la brisa suave (1 Re 19,
12-13). Esa brisa sigue soplando hoy, muchas veces tenemos nuestra sensibilidad
algo atrofiada, pero la brisa sutil, tenue, vivificante y libre, sigue pasando
entre nuestros dedos, acariciando nuestros oídos, a veces despeinándonos y a
veces curando delicadamente nuestras heridas y secando con ternura nuestras
lágrimas. En segundo lugar el Espíritu vivifica nuestra Iglesia. Hace que las
estructuras no sean andamiajes oxidados; que nuestras celebraciones no sean
meros recuerdos de un lejano fundador (por muy bueno que fuese); hace que
creamos con gozo lo que es difícil de creer; hace que la ausencia sea presencia;
hace más que todas las campañas vocacionales juntas; nos conoce a cada uno con
nombres y apellidos, como si fuésemos únicos para él y tuviese todo el tiempo
del mundo para nosotros, pero a solas nos trata de forma familiar y cariñosa...
y, a veces con nosotros y a veces a pesar de nosotros, va construyendo
lentamente el Reino.


Fernando Millán Romera, O.Carm.,
es
profesor de teología en la Universidad Pontificia Comillas en Madrid.

 Origen de la fiesta tengoseddeti

Los judíos celebraban una fiesta para  dar gracias por las cosechas, 50 días después de la  pascua. De ahí viene el nombre de Pentecostés. Luego, el  sentido de la celebración cambió por el dar gracias por  la Ley entregada a Moisés.
En esta fiesta recordaban el día  en que Moisés subió al Monte Sinaí y recibió las  tablas de la Ley y le enseñó al pueblo de  Israel lo que Dios quería de ellos. Celebraban así, la  alianza del Antiguo Testamento que el pueblo estableció con Dios:  ellos se comprometieron a vivir según sus mandamientos y Dios  se comprometió a estar con ellos siempre.

La gente venía de  muchos lugares al Templo de Jerusalén, a celebrar la fiesta  de Pentecostés. En el marco de esta fiesta judía es
donde  surge nuestra fiesta cristiana de Pentecostés.

La Promesa
del  Espíritu Santo

Durante la Última Cena, Jesús les promete a
sus  apóstoles:
“Mi Padre os dará otro Abogado, que estará con  vosotros
para siempre: el espíritu de Verdad”
(San Juan 14,  16-17).
Más
adelante les dice:
“Les he dicho estas cosas mientras  estoy con ustedes;
pero el Abogado, El Espíritu Santo, que  el Padre enviará en mi nombre, ése les
enseñará todo  y traerá a la memoria todo lo que yo les  he dicho.”
(San
Juan 14, 25-26).
Al terminar la cena, les  vuelve a hacer la misma
promesa:
“Les conviene que yo  me vaya, pues al irme vendrá el Abogado,...
muchas cosas  tengo todavía que decirles, pero no se las diré ahora.  Cuando
venga Aquél, el Espíritu de Verdad, os guiará hasta  la verdad completa,... y os
comunicará las cosas que están  por venir”
(San Juan 16, 7-14).
En
el calendario del  Año Litúrgico, después de la fiesta de la Ascensión, a  los
cincuenta días de la Resurrección de Jesús, celebramos la  fiesta de
Pentecostés.
Explicación de la fiesta:
Después
de la Ascensión  de Jesús, se encontraban reunidos los apóstoles con la
Madre  de Jesús.  Era el día de la fiesta de  Pentecostés. Tenían miedo de salir
a predicar. Repentinamente, se escuchó  un fuerte viento y pequeñas lenguas de
fuego se posaron  sobre cada uno de ellos.
Quedaron llenos del Espíritu
Santo  y empezaron a hablar en lenguas desconocidas.
En esos días,
había  muchos extranjeros y visitantes en Jerusalén, que venían de todas  partes
del mundo a celebrar la fiesta de Pentecostés judía.  Cada uno oía hablar a los
apóstoles en su propio  idioma y entendían a la perfección lo que ellos
hablaban.
Todos  ellos, desde ese día, ya no tuvieron miedo y salieron  a
predicar a todo el mundo las enseñanzas de Jesús.  El Espíritu Santo les dio
fuerzas para la gran misión  que tenían que cumplir: Llevar la palabra de Jesús
a  todas las naciones, y bautizar a todos los hombres en  el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo.
Es  este día cuando comenzó a existir la
Iglesia como tal.  
¿Quién es el Espírtu
Santo?

El Espíritu Santo es Dios, es  la Tercera Persona de la
Santísima Trinidad. La Iglesia nos  enseña que el Espíritu Santo es el amor que
existe  entre el Padre y el Hijo. Este amor es tan  grande y tan perfecto que
forma una tercera persona.   El Espíritu Santo llena nuestras almas en el
Bautismo y  después, de manera perfecta, en la Confirmación. Con el amor  divino
de Dios dentro de nosotros, somos capaces de amar  a Dios y al prójimo. El
Espíritu Santo nos ayuda  a cumplir nuestro compromiso de vida con
Jesús.


Señales del
Espíritu  Santo:

El viento, el fuego, la paloma.
Estos
símbolos nos  revelan los poderes que el Espíritu Santo nos da: El  viento es
una fuerza invisible pero real. Así es el  Espíritu Santo. El fuego es un
elemento que limpia. Por  ejemplo, se prende fuego al terreno para quitarle las
malas  hierbas y poder sembrar buenas semillas. En los laboratorios
médicos  para purificar a los instrumentos se les prende fuego.
El
Espíritu  Santo es una fuerza invisible y poderosa que habita en  nosotros y nos
purifica de nuestro egoísmo para dejar paso  al amor.
Nombres
del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo ha recibido  varios
nombres a lo largo del nuevo Testamento: el Espíritu  de verdad, el Abogado, el
Paráclito, el Consolador, el Santificador.  
Misión del Espíritu
Santo:


  1. El Espíritu Santo es santificador: Para
    que  el Espíritu Santo logre cumplir con su función, necesitamos
    entregarnos  totalmente a Él y dejarnos conducir dócilmente por sus
    inspiraciones  para que pueda perfeccionarnos y crecer todos los días en  la
    santidad.

  2. El Espíritu Santo mora en nosotros: En San
    Juan  14, 16, encontramos la siguiente frase: “Yo rogaré al Padre  y les dará
    otro abogado que estará con ustedes para  siempre”.  También, en I Corintios 3.
    16 dice: “¿No  saben que son templo de Dios y que el Espíritu  Santo habita en
    ustedes?”.  Es por esta razón que  debemos respetar nuestro cuerpo y nuestra
    alma. Está en   nosotros para obrar porque es “dador de vida” y es  el amor.
    Esta aceptación está condicionada a nuestra aceptación y  libre colaboración. Si
    nos entregamos a su acción amorosa y  santificadora, hará maravillas en
    nosotros.

  3. El Espíritu Santo ora en
    nosotros:  Necesitamos de un gran silencio interior y de una profunda  pobreza
    espiritual para pedir que ore en nosotros el Espíritu  Santo. Dejar que Dios ore
    en nosotros siendo dóciles al  Espíritu. Dios interviene para bien de los que le
    aman.  

  4. El Espíritu Santo nos lleva a la verdad
    plena, nos  fortalece para que podamos ser testigos del Señor, nos muestra  la
    maravillosa riqueza del mensaje cristiano, nos llena de amor,  de paz, de gozo,
    de fe y de creciente esperanza.

El Espíritu Santo y
la Iglesia:

Desde la fundación de la  Iglesia el día de
Pentecostés, el Espíritu Santo es quien  la construye, anima y santifica, le da
vida y unidad  y la enriquece con sus dones.
El Espíritu Santo
sigue  trabajando en la Iglesia de muchas maneras distintas, inspirando,
motivando  e impulsando a los cristianos, en forma individual o como  Iglesia
entera, al proclamar la Buena Nueva de Jesús.
Por ejemplo,  puede inspirar al
Papa a dar un mensaje importante a  la humanidad; inspirar al obispo de una
diócesis para promover  un apostolado; etc.
El Espíritu Santo asiste
especialmente al representante de  Cristo en la Tierra, el Papa, para que guíe
rectamente  a la Iglesia y cumpla su labor de pastor del  rebaño de
Jesucristo.
El Espíritu Santo construye, santifica y da vida  y unidad a la
Iglesia.
El Espíritu Santo tiene el  poder de animarnos y santificarnos y
lograr en nosotros actos  que, por nosotros, no realizaríamos. Esto lo hace a
través  de sus siete dones.
Los siete dones del Espíritu  Santo:
Estos dones son regalos de Dios y sólo con  nuestro esfuerzo no
podemos hacer que crezcan o se desarrollen.  Necesitan de la acción directa del
Espíritu Santo para poder  actuar con ellos.


  1. SABIDURÍA: Nos permite entender, experimentar
    y saborear las  cosas divinas,  para poder juzgarlas
    rectamente.

  2. ENTENDIMIENTO: Por él, nuestra  inteligencia
    se hace apta para entender intuitivamente las verdades reveladas  y las
    naturales de acuerdo al fin sobrenatural que tienen.  Nos ayuda a entender el
    por qué de las cosas  que nos manda Dios.

  3. CIENCIA: Hace capaz a nuestra inteligencia
    de  juzgar rectamente las cosas creadas de acuerdo con su fin  sobrenatural. Nos
    ayuda a pensar bien y a entender con  fe las cosas del
    mundo.

  4. CONSEJO: Permite que el alma
    intuya  rectamente lo que debe de hacer en una circunstancia determinada.  Nos
    ayuda a ser buenos consejeros de los demás, guiándolos  por el camino del
    bien.

  5. FORTALEZA: Fortalece al alma para
    practicar  toda clase de virtudes heroicas con invencible confianza en
    superar  los mayores peligros o dificultades que puedan surgir. Nos ayuda  a no
    caer en las tentaciones que nos ponga el  demonio.

  6. PIEDAD: Es un regalo que le da Dios al
    alma  para ayudarle a amar a Dios como Padre y a  los hombres como hermanos,
    ayudándolos y respetándolos.

  7. TEMOR DE DIOS: Le  da al alma la docilidad
    para apartarse del pecado por  temor a disgustar a Dios que es su supremo
    bien.  Nos ayuda a respetar a Dios, a darle su lugar  como la persona más
    importante y buena del mundo, a  nunca decir nada contra Él.




Oración al Espíritu Santo
Ven  Espíritu Santo,
llena los corazones de tus fieles y enciende  en ellos el fuego de tu amor;
envía Señor tu  Espíritu Creador y se renovará la faz de la tierra.
OH  Dios,
que quisiste ilustrar los corazones de tus fieles con  la luz del Espíritu
Santo, concédenos que, guiados por este  mismo Espíritu, obremos rectamente y
gocemos de tu consuelo.
Por Jesucristo,  nuestro Señor
Amén.


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