Tres deseos
Acojamos el amor de Dios, porque es lo que nos mantendrá siempre en pie y capacitados para la entrega a los demás. Consideremos fundamental en nuestra vida creer en el amor de Dios; más allá de nuestras debilidades y miserias, por encima de circunstancias dolorosas que nos veamos obligados a afrontar, aceptando el cariño o desprecio que nos deparen los hombres. Dios es siempre paciente y misericordioso. Descubramos que sólo el amor es capaz de iluminar y transformar los corazones.
Y, cuando el corazón cambia, transforma todo a su alrededor. Anhelemos en nuestros corazones el milagro de la fraternidad que sólo la caridad de los unos para con los otros hará posible. Amor gozado y amor ofrecido. Si esto se hace realidad entre nosotros, no tenemos nada por lo que temer.
Revelemos la vida que brota de la Iglesia: viva, porque Cristo está vivo, porque ha resucitado verdaderamente. Él es nuestra seguridad, puesto que no nos ha dejado huérfanos. Él es también nuestra esperanza: ha vencido al odio con el amor. Además, es nuestro mejor apoyo, porque le pertenecemos. Y es nuestra mejor alegría, al llenar enteramente nuestro corazón.
Cristo es la Vida, porque la suya nunca acaba. Es la Verdad, porque nos ilumina toda la existencia.
11 de noviembre de 2007 + Francisco Pérez González,
Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
Apasionado por el bien
Si Navarra tiene algo que agradecer es la experiencia de luz que
nos han dado los santos. Celebramos la fiesta de San Francisco de Javier un
hombre apasionado por el bien y por realizar el bien a los demás. No cabe duda
que su espíritu, entre aventurero y heroico, supo dar lo mejor de si para buscar
en todo servir, amar y adorar a Dios. Su vida era una constante entrega que no
podía pararse. Sus viajes, en medio de las dificultades, eran un encuentro con
culturas diversas que él asumía como un regalo de Dios y a las que infundía la
Luz de la Verdad que viene dada en Cristo. La evangelización trata de buscar y
comprender las razones y sentimientos de los demás sin negarles los caminos del
bien y de la verdad.
La propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad
que salva y ese amor es el sello precioso –dirá Juan Pablo II- del Espíritu
Santo que, como protagonista de la evangelización, no cesa de mover los
corazones al anuncio del evangelio, abriéndolos para que lo reciban. Todo
corazón humano ansía, aspira y espera implícitamente encontrar a Jesucristo. En
muchos momentos nos encontramos sorprendidos por las reacciones positivas de
personas que muestran e irradian una bondad especial. Son ya signos de un
proceso interior que pide a gritos que alguien le hable de la buena noticia que
es Jesucristo.
San Francisco de Javier no se acomplejaba aun en medio de tantas
dificultades y hasta persecuciones. Estaba seguro que el mensaje evangelizador
que él vivía y llevaba a los demás no era una ideología sino el anuncio de una
Vida que salva y libera de la esclavitud del pecado. Su rostro estaba marcado
por el mismo rostro de Cristo. Si no hubiera dado a los demás esta experiencia,
que traspasaba su vida, se hubiera convertido en un predicador de mercadillo que
todo lo más hubiera conseguido en torno a sí un grupo de gente que admirada su
predicación. Su única pasión era llevar la libertad del Buen Dios que comprende
a todos y a todos quiere llevarles por el camino de la gracia.
Estoy seguro que la fiesta que celebramos seguirá dando esperanza a
los navarros. No debemos dejarnos llevar por el desánimo o la apatía, luchar y
trabajar por hacer el bien y eliminar el mal se convierte en un programa de
auténtica humanidad. Hoy necesitamos ardor en el corazón, fortaleza de espíritu,
arrojo armónico de buenas costumbres, ilusión en el quehacer diario y vigilantes
en la justa realización de los proyectos encomendados. La experiencia de los
santos que, para nada, se marginaron o se salieron de todo aquello que toca a lo
humano muestra la calidad de su vida. Su entrega tiene como finalidad sanar y
recrear a la humanidad desde una perspectiva de fe que hace posible su
realización.
30 de noviembre de 2007
Familia cristiana ¡sé
lo que eres!
Me dirijo a todas las familias de la Diócesis de Pamplona-Tudela para alentar y
animar vuestra vocación que nadie puede sustituir. Estamos en unos momentos muy
importantes en la sociedad, que requieren una reflexión especial. La familia es
lo más grande y más sagrado que existe en la humanidad, en todas las épocas y en
todos los tiempos. Por eso la hemos de defender desde todas las instancias
sociales y religiosas. Un cuerpo no tendría mucho futuro si sus células
estuvieran desintegradas; lo mismo sucede en la sociedad si la familia está
desintegrada y dispersa. La solución a este gran problema conviene atajarlo
cuanto antes, pues el tiempo corre en contra de nosotros.
La Navidad nos pone las claves fundamentales que ayudan a comprender la grandeza
de la familia. Basta mirar a José, María y Jesús que vivieron en una actitud de
respeto y amor. Cultivar en la familia la unidad y la ayuda mutua recrea la
fuerza del gozo y de la felicidad. Además, hay un factor importante que es el de
revitalizar el sentido del sacrificio. No hay un amor auténtico si no se hace
oblativo por quien se ama, es decir, si no está dispuesto a sacrificarse por la
persona amada. Tal vez se ha perdido este espíritu porque lo que cuesta y lo que
supone esfuerzo no se tiene en consideración. Se buscan ‘nuevas sensaciones’
aunque estén llenas de veneno antimoral o vayan contra toda
ética.
Conviene que la familia se despierte y tome las riendas de lo que es en sí
misma. Me cuesta creer que no hay solución ante tantas dificultades. La familia
ha de afianzarse en el gozo de ser coherentes con su fe y las familias
cristianas tienen la responsabilidad de manifestar que esta forma de vida es
posible. Será un bien que ayudará, y no tardando mucho, a la sociedad. Los
reclamos de una vida vacía y sin sentido lo único que pueden producir y a corto
plazo es una debacle existencial que provocará en la sociedad un desastre
incalculable.
Ruego al Niño-Dios que haga crecer en nosotros los mismos sentimientos que se
vivieron en Belén: la paz y el amor. Felicito a aquellos que luchan por una
familia ennoblecida por las virtudes y valores que nunca pasan, por las familias
que buscan juntos caminos de madurez y entrega mutua, por una familia que
apuesta por un futuro mejor, por una sociedad más audaz en sus planteamientos y
que solo pretende llevar la sana experiencia de una armonía que está implícita
en la misma naturaleza. ¡Feliz Navidad a todas las familias!
No tengamos miedo de anunciar a
Jesucristo
La Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado
recientemente (14 de diciembre 2007) una “Nota doctrinal acerca de algunos
aspectos de la Evangelización”. Se puede consultar en L’Osservatore Romano del
15-XII-2007, y está accesible en el lugar correspondiente de la página web de la
Santa Sede (http://www.vatican.va).
El texto ofrece un gran interés para todos, especialmente porque
toca de cerca la vocación misionera y el anuncio del Evangelio. No se trata de
reiterar ahora el contenido y la argumentación de la Nota. Sólo quiero señalar
algunos aspectos que me parecen verdaderamente esenciales para la
evangelización. Las claves del texto podrían ser las siguientes palabras:
“anuncio, conversión, libertad, Reino, Iglesia”. Es un documento dirigido, por
tanto, a iluminar la tarea misionera en la que estamos todos implicados. Os
animo a su lectura detenida.
Como es habitual, estos breves textos salen al paso de problemas
que tienen una real incidencia práctica. En este caso, la preocupación central
de la Nota es –según sus palabras- la “confusión creciente que induce a muchos a
desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19)”
(n. 3).
La afirmación resulta grave. La tarea evangelizadora gracias a Dios
es enormemente fecunda en numerosos lugares, como bien sabe la Congregación.
Pero el problema que la Congregación constata también es real y afecta –se dice-
a no pocos agentes evangelizadores. En realidad, lo decisivo es que semejante
“confusión” tiene, por así decir, una enorme relevancia cualitativa, ya que
hiere hondamente en el corazón mismo de la existencia y misión cristianas.
No es fácil comprender, desde la lógica de la fe, ese fenómeno.
Bastaría recordar con san Pablo que la evangelización “es más bien un deber que
me incumbe. Y ¡hay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9, 16). Por su
parte, el Concilio Vaticano II invitó con gran énfasis a la Iglesia entera a
tomar conciencia de su misión evangelizadora. Se trata, en consecuencia, de una
situación totalmente contraria al sentir y al decir del Concilio, y sus causas
habrá que buscarlas en otro lugar.
Hay dos circunstancias -señala la Nota- que han llevado en
bastantes casos a esa confusión. Primeramente, existe una equívoca
interpretación del respeto debido a la conciencia personal. Para algunos,
presentar el Evangelio y la oferta cristiana -y la eventual conversión al Señor-
parecería lesionar la libertad de los individuos. Ciertamente, a nadie se le
oculta que ese riesgo ha sido más que evidente a lo largo de la historia. Sin
embargo, con mayor evidencia debe reconocerse honestamente que hoy los creyentes
estamos persuadidos de que toda verdadera evangelización presupone la libertad
de las conciencias. Nada hay más contradictorio con el Evangelio que acompañar
el anuncio cristiano con presiones indebidas de cualquier tipo. Esto es tan
claro que no hace falta insistir en ello.
Ahora bien, respetar la conciencia de los no creyentes es a todas
luces algo bien diverso de guardar un extraño silencio sobre la propia fe. En
realidad, esa actitud sólo aparentemente mostraría respeto. De entrada, supone
una imagen muy pobre de las personas y de su conciencia pensar que el anuncio
sencillo del Evangelio coarta su libertad. Por lo demás, la mejor expresión de
respeto a las personas es precisamente darles la posibilidad de conocer y vivir
según el designio de Dios. Cabría dar la vuelta al argumento y preguntarse:
¿quién soy yo para negar a otros el Evangelio? Tiene aquí plena vigencia aquella
fuerte advertencia de Juan Pablo II: “Toda persona tiene derecho a escuchar la
‘Buena Nueva’ de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud
la propia vocación” (cf. Redemptoris missio, n. 46).
No tengamos falsos temores. El anuncio del Evangelio amplía la
libertad del hombre, aun cuando solo fuera –que no es poco- porque con esa
oferta cada persona tiene la oportunidad de discernir el plan de Dios y
descubrir su existencia de manera totalmente nueva. Justamente la Nota dedica
buena parte del texto (nn. 4-9) a las “implicaciones antropológicas” que tiene
para los hombres la plenitud de la vocación humana revelada en Cristo; la
plenitud de lo bueno y de lo verdadero que permite iluminar el sentido auténtico
de la vida y destino del hombre. Son unas consideraciones dignas de meditar
atentamente, de modo especial las que hacen referencia a la recta búsqueda de la
verdad religiosa (nn. 4-5).
La Nota señala a continuación un segundo motivo que también ha
influido en “dejar inoperante el mandato misionero”. Se refiere la Congregación
a quienes afirman que no se debe anunciar explícitamente el Evangelio ni
favorecer la conversión a Cristo y la adhesión a la Iglesia con el argumento de
que todos los caminos humanos, religiosos o no, son caminos de salvación, sobre
todo en la medida en que se promueva la justicia, la paz, la libertad, la
solidaridad (n. 3).
Es probable que esta segunda idea –expuesta muchas veces de manera
precipitada y acrítica en folletos, libros, conferencias pastorales, etc.- haya
influido de hecho más negativamente que la anterior. Estamos ciertamente
persuadidos de que la verdad “no se impone de otra manera, sino por la fuerza
de la misma verdad” (Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 1). No
hay otro camino para la misión que la aceptación libre y auténtica del
Evangelio. Por eso, habría que interrogarse si la desatención al anuncio
explícito del Evangelio por un presunto respeto a las conciencias no está, en
realidad, mayormente motivada por una debilidad de nuestras convicciones sobre
la verdad y la bondad del Evangelio y de la existencia cristiana.
Si es ese el caso, ¿no cabría hablar de
una dolorosa crisis de fe personal? No deberíamos extrañarnos. El actual
ambiente relativista propicia perplejidades letales para el creyente: ¿es Cristo
realmente el Camino, la Verdad y la Vida? ¿son todas las religiones y
experiencias humanas al menos parcialmente verdaderas e igualmente válidas?
¿acaso no resulta hoy presuntuoso presentarse como portador de la verdad y
sustituir el “anuncio” cristiano por el “diálogo”? ¿qué sentido tiene decir que
la Iglesia es necesaria para la salvación? Estos interrogantes, y otros
similares, “han ido creando –dice la Nota- una situación en la cual, para muchos
fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización. Hasta se llega a
afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la
revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la
paz” (n. 10).
A nadie se le escapa la trascendencia
de estas cuestiones -os decía al principio- para el sentido mismo de la
evangelización. Se comprende que ante esa confusión de que habla la Nota
aparezcan las dudas y la parálisis en el anuncio misionero, o bien se busquen
otros significados para la misión, que siempre serán necesariamente parciales:
porque “si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades
técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco” (Benedicto XVI, cit. en n.
2). Tampoco puede contentarnos el solo testimonio porque “incluso el testimonio
más hermoso se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado
–lo que Pedro llamada dar ‘razón de vuestra esperanza’ (1 Pe 3, 15)-,
explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús” (Pablo VI, Exh.
Apost. Evangelii nuntiandi, n. 22).
El contenido de la Nota recoge otros
aspectos que no podemos mencionar ahora. Estoy convencido de que su
consideración será muy iluminadora para la reflexión personal. El alcance de las
cuestiones planteadas requerirá, además, el estudio de los muchos y buenos
materiales que ya existen en relación con ellas. Os recomiendo, por ejemplo,
releer la Decl. Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe
(16-VI-2000). Con esas y otras reflexiones podremos alcanzar, con la luz del
Espíritu, convicciones sólidamente fundadas que pacifiquen la inteligencia y nos
confirmen en el entusiasmo gozoso por la misión.
La Nota concluye con una significativa
evocación del gran número de cristianos que movidos por el amor a Jesús han
emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y obras de todo tipo para
anunciar el Evangelio a todo el mundo. “El anuncio y el testimonio del Evangelio
son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todos el
género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se
manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo” (Benedicto XVI,
cit. en n. 13). Ese es también nuestro auténtico deseo, que justifica todos los
afanes y desvelos que la misión requiere. Como Pablo, quiera el Señor que
también nosotros podamos sentir y decir: “La caridad de Cristo nos urge” (2 Co
5, 14).
Espero que esta reflexión nos haga actuar convencidos del don de la
fe que hemos recibido y que la presentemos gozosamente sin prevenciones de que
el interlocutor se pueda sentir acosado, al revés, sentirá que la nobleza del
corazón del creyente no se doblega y menos se oculta de
manifestar en lo que cree. Dar el regalo que hemos recibido de la fe es a la
postre no sólo muy bien aceptado sino hasta agradecido. Los complejos provocan
desconfianza y animan a la cobardía.
Mensaje de Navidad del
Arzobispo
Queridos diocesanos:
La Navidad es un momento de profunda contemplación al Niño-Dios que
nace en Belén. Para contemplar a Dios se requiere tener actitud de adoración. No
hay realidad humana que se pueda sustentar si no se vive la humildad que solo se
adquiere en esa ejercitación de la adoración a Dios, porque sólo a Él hemos de
dar culto y alabar. Los ídolos del materialismo, del hedonismo y del erotismo
provocan únicamente malestar espiritual y falta de dignidad humana a quien los
adora. Estamos llamados a algo más alto y digno de aquello que nos ofrecen esas
realidades que llevan por el camino de la corrupción de las costumbres y de la
armonía de la vida.
Me uno a todas las familias navarras
que celebran este tiempo, que nos evoca la paz y el amor, propiciado por la
ternura de un Niño-Dios que nació en Belén y que hace posible vivirlo en alegría
y gozo. Me uno a todos los que sufren por razones físicas o morales, para que
encuentren alivio en estos días de gloria y alabanza al Enmanuel, al Dios con
nosotros. Ruego y pido por aquellos que se encuentran en la oscuridad de la fe,
para que la Estrella de Belén les conduzca por los caminos de la paz y el amor.
En el corazón de mi oración, ante el Belén, os tengo presente a todos.
¡Feliz Navidad y próspero Año 2008!
Vuestro Arzobispo.
de diciembre de 2007 a la Jornada del 30 de diciembre de 2007
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