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domingo, 17 de mayo de 2009

Espíritu de la verdad, que procede del Padre

Lunes de la 6ª semana de Pascua  Primera Lectura: Lectura del libro de los Hechos de los
apóstoles 16, 11-15                       En aquellos días, zarpamos de Troas rumbo a
Samotracia; al día siguiente salimos para Neápolis y de allí para Filipos,
colonia romana, capital del distrito de Macedonia. Allí nos detuvimos unos
días.El sábado salimos de la ciudad y fuimos por la orilla del río a un
sitio donde pensábamos que se reunían para orar; nos sentamos y trabamos
conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba
Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, que adoraba al verdadero Dios,
estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía
Pablo. Se bautizó con toda su familia y nos invitó:- «Si estáis
convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa.»Y
nos obligó a aceptar. Palabra de Dios



Salmo:

 Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b
R. El
Señor ama a su pueblo

Cantad al Señor un cántico nuevo,
resuene su
alabanza en la asamblea de los fieles;
que se alegre Israel por su
Creador,
los hijos de Sión por su Rey. R.
Alabad su nombre con
danzas,
cantadle con tambores y cítaras;
porque el Señor ama a su
pueblo
y adorna con la victoria avios humildes. R.
Que los
fieles festejen su gloria
y canten jubilosos en filas,
con vítores a Dios
en la boca;
es un honor para todos sus fieles. R.


Evangelio:

 Lectura del santo evangelio según san Juan
15, 26-16, 4a

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-
«Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la
verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros
daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo.
Os he
hablado de esto, para que no tambaleéis. Os excomulgarán de la sinagoga; más
aún, llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a
Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí.
Os he
hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo
había dicho.»
Palabra del Señor
Querido amigo/a:
Sin el Espíritu Santo no hay vida de fe que valga. Sin
la presencia de este noble huésped, la fe queda reducida a una ideología o
conjunto de creencias, que residen en el intelecto pero que difícilmente mueven
el corazón. El Espíritu Santo hace posible que la fe sea el dinamismo que motive
nuestro ser y empuje nuestro obrar. Veamos esta verdad reflejada en la Palabra
de hoy: Pablo tiene un sueño, una visión, donde un macedonio le suplica que
venga. Lucas, en el libro de los Hechos, representa en este sueño al Espíritu
pidiendo la llegada de la Buena Nueva a Europa. Y es el Espíritu el que abre el
corazón de, la que muchos llaman la primera creyente europea: Lidia, para que
acogiera en su corazón el discurso de Pablo en la ciudad de Filipos.
En
el evangelio de Juan queda muy claro que el Espíritu de Jesús vendrá a defender
y proteger al cristiano del odio del mundo. Porque la persecución también viene
de los que se creen justos y buenos. Esta es la más difícil de encajar. Jesús lo
advierte para que cuando suceda sepamos que la incomprensión, el rechazo, la
burla y hasta las persecuciones más violentas forman parte del lote de ser
cristiano. De nuevo esto no sería soportable sin la fuerza del
Paráclito.
La liturgia de hoy propone la memoria de san Juan I,
un papa que por orden del rey Teodorico fue encarcelado y maltratado hasta la
muerte por no querer apoyar a los que negaban la divinidad de Jesucristo, los
arrianos. Lo vemos otra vez, ¿podría alguien obrar así sin la asistencia del
Espíritu?
Vuestro hermano en la fe:  
Abrir el día con los salmos (I)

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Ángel Aparicio Rodríguez, cmf. Profesor
de Sagrada Escritura. Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid. 

Nuestras comunidades se reúnen para entonar la alabanza
divina cuando despuntan las primeras luces del día y cuando cae la tarde. El
inicio y el final de nuestra jornada están reservados a la oración. La Iglesia
quiere, de este modo, que todo el afán de sus hijos discurra por el cauce de la
oración: oración con toda la Iglesia al comienzo del día; oración tam­bién al
finalizar el día, antes de entregarse al descanso nocturno.


La luz recién amanecida es mensajera de lo novedoso, aún
sin estrenar. Tal vez nos parezca un tiempo propicio para el optimismo, antes de
que crezca la luz ba­jo la inmensa mano divina. Bien sabe­mos, no obstante, que
no todos los ama­neceres son iguales. Existen alboradas lu­minosas y otras que
son opacas.
Toda una
gama de luz que va desde el gris oscuro al blanco radiante. Algo así puede ser
nues­tra jornada, e incluso el mismo comienzo del día. Los salmos propios de la
mañana reflejan los distintos matices de la luz. Será necesario que reparemos'
en ello. Los salmos matutinos, por otra parte, están entretejidos por la acción
de diver­sos sujetos. Uno es el "yo" orante, indi­viduo o comunidad; otro el
"tú" al que di­rigimos nuestra oración; y un tercero es la presencia de los
otros: de "ellos." Quiero articular este breve recorrido por los sal­mos
matinales sobre ese triple eje: las distintas situaciones en las que puede
encontrarse el que ora, la percepción que se tiene de Dios, a quien va dirigida
nuestra oración, y un conjunto de objetos o de personas, que o bien destacan el
conteni­do de la oración, o bien crean la atmósfe­ra de una determinada
petición.




Oh Dios, por ti madrugo


Emergemos del seno de la noche, no sólo porque hemos
permanecido durante horas arropados en las tinieblas, también porque hemos
soñado lo imposible: estar cerca de Dios, una vez superados los obstáculos y las
dificultades externas e internas. La intensidad del deseo se refle­ja en el
primer compás de este salmo: "Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madru­go / mi
vida tiene sed de ti, / mi carne desfallece por ti / en tierra seca, reseca, sin
agua " (Sal 63,2). El destinatario de esta ardiente súplica es Dios, cuya
pre­sencia-ausencia está inseparablemente unida a la presencia dramática del
cre­yente. Éste tiende hacia Dios, ya desde los comienzos del día, con toda la
vehe­mencia de su vida y con toda la indigen­cia de su existencia. Nuestra vida
trans­curre en tierra seca, reseca, sin agua. ¿Cómo no tener sed de
Dios? Estamos sedientos de Dios, del Dios vivo. ¿Cuán­do veremos su rostro?
Nuestra sed es ele­mental, similar al sordo clamor de la tie­rra en la que
moramos. La tierra seca, re­seca pide la lluvia, aunque nada
diga, y tan sólo presente su superficie agrietada; algo así sucede con el
salmista: clama ar­dorosamente por Dios.


La anhelante e impaciente espera noc­turna está al acecho
de las primeras luces del día para ponerse en marcha. Aún no se ha disipado
totalmente la oscuridad, y mi vida se pone en movimiento hacia Aquél que es el
centro de todo mi ser, ha­cia Dios, cuya presencia es sentida como el deseo "más
radical de mí mismo", es­cribía Maritain. Es una sed radical y pri­mordial de
Dios, cuya presencia puede ser alivio de mi existencia. Se explica así que mis
primeras palabras, acaso ni si­quiera formuladas, sean éstas: "Oh Dios, tú eres
mi Dios...". Tan vehemente plega­ria para comenzar permite entrever la in­tensa
trama de relaciones interpersonales que vinculan al creyente con Dios, como
rubrica el Cantar de los cantares: "Mi amado es mío y yo soy suya"
(Cant 2,16). ¿Por qué este anhelo, por qué este ímpetu del deseo, cuando asoman
las pri­meras claridades del alba?


Presencia y ausencia de Dios


Tal vez ha transcurrido un tiempo a lo largo del cual he
vivido no la presencia de un Dios ausente, sino la ausencia de un Dios lejano y
distante: "Mis lágrimas son mi pan día y noche, / mientras todo el día me
repiten: / ¿Dónde está tu Dios?" (Sal 42,4). En vez del agua que sacia to­da
sed, he bebido lágrimas a tragos, e in­cluso Dios mismo se ha tornado torrente
arrollador: "Tus oleadas y tus olas me han arrollado" (Sal 42,8). "Fui castigado
cada mañana" (Sal 73,14), confiesa un hombre piadoso que compara su vida con la
de los malvados. Para éstos "no hay sinsabores, / sano y orondo está su cuer­po"
(Sal 73,4).


El piadoso, sin embargo, que ha per­manecido firme en su
fidelidad, tiene la impresión de haber sido castigado por Dios mismo, como el
Job de todos los tiempos. Con la llegada del día podría es­perar que cesara el
castigo y que viniera el consuelo. No es así: cada mañana es castigado. Se une,
sin solución de conti­nuidad, la mañana con la tarde y con la noche: "Por la
tarde, por la mañana, al mediodía / gimo y suspiro. / Él escuchará mi voz " (Sal
55,18). Tres acciones verbales califican cada uno de los tiempos de la plegaria
oficial. La tristeza interior se manifiesta en el gemido; el suspiro se ele­va
hacia Dios; acaso Dios se digne escu­char la voz inarticulada del gemido y del
suspiro. ¿Será así? No siempre. Algún otro salmo anota el proceder divino en
momentos cruciales para la vida del oran­te. Es lo que experimenta el moribundo
que sabe que se muere: "Dios mío, de día te invoco, y no me respondes, / de
noche, y no hallo descanso" (Sal 22,3). La noche se da la mano con el día,
ininterrumpida­mente. La invocación, en tiempos de tan­ta estrechez, exigiría
una respuesta. Pero no hay lugar para el diálogo. Quien mue­re afronta el último
trance en el más ab­soluto silencio por parte de Dios. Es con­movedor, y también
consolador, que este salmo haya sido puesto en los labios del Crucificado. Pablo
se atreverá a decir que Jesús se hizo "por nosotros un maldito" (Gal 3,13). ¿Qué
hacer ante el silencio de Dios?


Cabe una primera postura: callar. Tal vez no sea muy
recomendable, al menos si nos atenemos a la experiencia de quien es consciente
de su propia culpa: "Mien­tras callé se quebraban mis huesos / gi­miendo todo el
día, / pues tu mano pesa­ba sobre mí; mi savia se secaba / con los calores
estivales" (Sal 32,3-4). Si se des­cubren los propios pecados, alguien se
encargará de cubrirlos, perdonándolos y perdonándonos. El silencio, por el
contra­rio, trae consigo el quebrantamiento de los huesos y el gemido a lo largo
del día. Más aún, la sequedad propia de los calo­res estivales y la esterilidad.
El silencio, pues, ante el Dios silente no es la postura adecuada. Sus oídos
oyen, aunque no se­pamos cómo, y sus palabras invitan al desahogo: "Invócame el
día de la angustia, / te libraré y tú me darás gloria", escu­chamos en la
requisitoria judicial del Sal 50,15. Dios "convoca" (Sal 50,1) y el cre­yente
"invoca". El creyente necesita in­vocar a Dios para verse liberado de la
es­trecha cárcel de su angustia. Consecuente con esta invitación divina, invoca
a Dios todo el día: "Todo el día te invoco, / ten­diendo las palmas hacia ti"
(Sal 88,10). El momento de la invocación se inició bien de mañana: "Con el alba
irá a tu en­cuentro mi súplica" (Sal 88,14b), y ya no ha cesado durante el día,
ni entrada la no­che: "Señor, Dios salvador mío, / día y noche clamo a ti" (Sal
88,2).


El creyente de este salmo, lleno de an­gustias cual
ningún otro, espera que Dios le sonría con la salida del sol, una vez vencidas
las tinieblas nocturnas. Aunque así no sea, o porque así no es, el creyente no
desiste en su oración; todo su cuerpo es un clamor. Las palmas de las manos
tensas y tendidas hacia Dios son una ex­presión plástica de la tensión del
espíritu, todo él dirigido hacia Dios. ¿No ha de llegar a la presencia divina el
clamor de los labios? ¿Sus ojos no verán el gesto del cuerpo y se dispondrá a
ponerse todo el ser divino en camino hacia el orante: "Llegue a tu presencia mi
súplica, / tien­de tu oído a mi clamor"? El gesto de la manos tendidas es
también expresión de la búsqueda incesante, como se dice en otro salmo: "En el
día de mi angustia te busco, Dueño mío" (Sal 77,3). Dios pue­de intervenir donde
la esperanza ya no puede sobrevivir. Dios no está contra la muerte sin más, sino
contra la muerte de la esperanza. Es el único capaz de sacarnos de la estrechez
de la angustia y de situarnos en un camino amplio. Ese camino se atisba ya por
la mañana.


El deseo anhelante


Incluso antes de que el día amanezca, quien desea y busca
a Dios con todo el anhelo ya se ha puesto en marcha. "Me adelanto a la aurora
pidiendo auxilio, / esperando tus palabras", leemos en el salmo dedicado a
celebrar el amor de Dios mostrado en la Ley (Sal 119,147). Después de una larga
espera nocturna, entregada a la oración, el orante está se­guro de que Dios
responderá, quién sabe si a través de un oráculo sacerdotal. Los ojos del fiel
vigilan. Ven cómo va disipándose la noche. Las primeras luces del día asoman
tímidamente por el hori­zonte. Es el tiempo propicio para esperar la palabra del
Señor, mientras los labios del creyente van susurrando la ley y su corazón vibra
de Esperanza. Quien así se sitúa ante Dios, sea cual sea la circuns­tancia en la
que vive, actúa como el cen­tinela, que espera la llegada de la aurora: "Mi vida
aguarda a mi Dueño, / más que el centinela la aurora; ¡más que el centi­nela la
aurora...!" (Sal 130,6). ¡Cuánto anhelo tras esta repetida exclamación! La
imagen es gráfica e intensa. Nos evo­ca el diálogo que leemos en Isaías:
"Cen­tinela, ¿qué queda de la noche? Centine­la, ¿qué queda de la noche?" -se le
pre­gunta al vigía-, y éste responde: "Viene la mañana" (Is 21,11-12). El orante
se ha constituido en centinela. Ha pasado la noche en vigilia, y acaso
confiando, por aquello que celebra el salmo del peregri­no en el templo: Quien
vive a la sombra del Omnipotente, "no temerá el espanto nocturno, / ni la flecha
que vuela a me­diodía" (Sal 91,5).


Sean cuales fueren los peligros noc­turnos o matutinos,
Dios protege y cuida al creyente. Éste se ha constituido en centinela que está
al acecho de la huida de las tinieblas y de la llegada de la luz. Tagore lo
expresaba bellamente en su ofrenda lírica: "Mi delicia es esperar y espiar al
borde del camino, por donde la luz sigue a la sombra... El aire se llena del
perfume de la promesa. Sé que lle­gará el momento feliz, y yo lo veré" (XLIV).
¡Yo lo veré...! ¿Qué verá el cen­tinela? ¿Qué contemplará el espía al bor­de del
camino, por el que viene la luz tras las tinieblas?


De momento recordemos que la maña­na es un buen momento
para expresar el deseo anhelante de Dios; un deseo incon­tenible y sustancial.
Aunque con el nuevo día sea posible todo tipo de esperanza, el dolor y la
angustia pueden abarcar tam­bién el amanecer y prolongarse a lo largo

del
día. No es tiempo de callar, sino de clamar; que todo el cuerpo se convierta en
oración. Habrá una mañana para quien espera al Señor. Dios responderá, mien­tras
la fragancia de la promesa divina se esparce por los caminos.


(continuará...)


Publicado
el Miércoles 18 de Octubre del 2006 - Espiritualidad Lozano, c



Abrir el día con los salmos (II)

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Ángel Aparicio Rodríguez, cmf. Profesor
de Sagrada Escritura. Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid.

 


El silencio de Dios corre a lo largo del día, de frontera
a frontera, del día a la noche, decía con anterioridad. En esos momentos se
tiene la impresión de que Dios se ha tornado adverso, porque su mano pesa sobre
el creyente. ¿Será ne­cesario que Dios despierte, como algo previo a su
intervención?


De día, Dios me
brinda
su amor


El Dios
de Israel no puede ser como el dios cananeo Baal, que se desentiende de sus
fieles, mientras se entrega al sueño. No, Dios no pude desatender al pueblo que
"guió durante el día con la nube" (Sal 78,14). Es necesario que Dios despierte,
primero para convocar un juicio, y, se­gundo, para entonarle la alabanza.
"Levántate, Señor, encolerizado, / álzate contra la furia de mis adversarios, /
des­pierta, Dios mío, y convoca un juicio" (Sal 7,7). Los malvados no han de
quedar impunes, ni los justos ser pisoteados. Dios no puede ser ajeno a una
situación de injusticia sobre la tierra. Que Dios des­pierte e imponga la
justicia en la tierra. También ha de despertar para que reciba la alabanza que
se eleva a él desde la tie­rra: "Despierta, Gloria mía, / despertad, cítara y
arpa; / despertaré a la aurora" (Sal 108,3). Los instrumentos musicales,
silenciosos durante la noche, deben estar dispuestos para la llegada del día;
que Dios, la Gloria de Israel, esté también preparado para escuchar la alabanza
que está a punto de entonarse en la tierra. To­do dispuesto, Dios escuchará la
voz de su fiel en cuanto se inicia el día: "A ti te su­plico, Señor, / por la
mañana escucha mi voz, / de mañana expondré mi causa. / ¡Estaré pendiente de
ti!" (Sal 5,4). Dios debe levantarse para juzgar. Ahora, tras la súplica que
presumiblemente ha de ser escuchada por la mañana, llega hasta el tribuna]
divino una causa. ¿Qué hará Dios como juez, una vez que se abra la audiencia,
llegada la mañana? El salmis­ta se queda a la expectativa. El tiempo dirá si
Dios actúa o no; si escucha o no, si interviene o no.


En las manos de Dios están el día y la noche: "Tuyo es el
día, tuya también la noche" (Sal 74,16). Ciertamente que son suyas en cuanto
creador de las mismas, como continúa diciendo el salmo: "Tú colocaste la luna y
el sol". Bajo el poder divino está cuanto sucede en el ámbito creacional del día
y de la noche. Todo está en su mano.


"Por la mañana sácianos de tu amor, / y toda nuestra vida
será alegría y júbilo" (Sal 90,14). La sed física de la tierra seca,
reseca, sin agua cede el paso a otro tipo de sed: la sed de Dios
como agua viva o, más directamente, la sed de su amor. Ne­cesitamos diariamente
el pan y el agua; mucho más necesario nos resulta el amor fiel de Dios. Sin amor
no podemos vivir. Sin el amor de Dios nuestra vida es más muerte que vida. Al
contrario, el amor de Dios nos llena de una alegría incontenible, que se expresa
en gritos de júbilo. Con la llegada del nuevo día, Dios nos brinda su amor: "De
día Dios nos brinda su amor, / de noche nos acompaña su canción: / la oración al
Dios de mi vida" (Sal 42,9). Dios y el hombre se encuentran en el es­pacio y en
el espíritu. La noche se une con el día. La oración continuada, convertida en
canción, es el vínculo que une las ti­nieblas con la luz; es el lugar de
encuentro entre Dios y el orante. Al llegar el nuevo día, Dios envía un
mensajero al orante: es el amor divino, un amor nuevamente fiel que no puede
olvidar a sus hijos, que atra­viesan las oscuridades nocturnas: "De día Dios nos
brinda su amor" (nos "brinda" o "nos envía"). ¿Se percatará el creyente de esta
presencia divina? Responde otro sal­mo, aunque sea en forma de súplica: "Por la
mañana hazme sentir tu amor / porque confío en ti" (Sal 143,8). La confianza es
un buen apoyo de la súplica. Sólo Dios es digno de una confianza total, que
incita al abandono absoluto en sus manos. Quien confía en Dios no quedará
defraudado. Es una buena base para la súplica, insisto, pe­ro la confianza misma
se sustenta en el amor de Dios: un amor que no retrocede ante la oscura noche de
la prueba: "hazme sentir tu amor". No es un mero conoci­miento de oídas. Ahora,
pasada la noche, quien se abandona en Dios, porque confía en él, tiene una
experiencia semejante a la de Job. Antes del dolor, Job conocía a Dios "de
oídas"; tras el dolor, "te han vis­to mis ojos" (Jb 42,7). Estamos cercanos al
cumplimiento de la palabra divina.


Todo procede de Dios


En uno de los salmos se lee: "Hará bri­llar tu justicia
como la aurora, / y tu dere­cho como el mediodía" (Sal 37,6). Lle­gará la aurora
de un nuevo día, y la justi­cia del hombre fiel resplandecerá radian­te como el
sol de la mañana, recién ama­necida, o con el ardor del sol meridiano. "Si
diriges tu corazón a Dios, / y extien­des las manos hacia él... tu vida surgirá
como un mediodía, / tus tinieblas serán una aurora", leemos en el libro de Job
(11,13.17). Acaso ha llegado la hora de la justicia, cuando Dios "convoca" y el
cre­yente "invoca" desde la angustia, como decía anteriormente. Dios interviene
en esa hora decisiva. Ha llegado el momento de la felicidad, con la luz de la
alborada. La justicia del justo tiene brillo propio, semejante al del sol. Es un
brillo que pro­cede de Dios, porque el creyente es justo no tanto por sus obras
de justicia, sino porque le envuelve la justicia divina co­mo un manto. En este
momento de gracia, qué poco importa vigilar o madrugar, co­mo afirma con
contundencia aquel otro salmo: "En vano os levantáis temprano / y retrasáis el
descanso /los que coméis el pan de los ídolos, / el Dios fiel da el éxito a su
amigo" (Sal 127,2). ¡Cuántos sudores por ganarse el pan de cada día! Con tal de
asegurar la subsistencia, el hombre es ca­paz de recurrir a cualquier medio o
inter­mediario. Si ha oído que existen otros dioses que aseguran el porvenir,
otros de quienes provienen las riquezas, el hombre no duda: recurre a ellos, con
tal de asegurarse bienestar y prosperidad. Empeño inútil. El pan, el vino y el
aceite proceden de Dios. El trabajo y el descanso, madru­gar o trasnochar, los
afanes con los que el hombre se afana bajo es sol son "vani­dad" y "vacuidad",
son "nada", si Dios no actúa. Todo procede de Dios. El creyente se abandona en
manos del Dios generoso y providente, olvidando todo el agobio por el futuro. Es
lo que recomienda Jesús: no inquietarse por el día de mañana. Dios da de comer a
los gorriones y viste los li­rios del campo, ¡cuánto más hará por sus hijos!
Dará el éxito a su amigo.


Sin duda que "el amigo" de Dios ha de pasar por las
inseguridades y estrecheces de este mundo, por las penalidades y el dolor común
a todos los mortales, por la angustia y el aprieto, como ya hemos vis­to. El
"amigo" de Dios se levanta cada día con el deseo vehemente de ver a Dios, porque
está sediento de Dios. Llegará la alborada definitiva. En ese momento, ya un
instante eterno, se realizará lo que ce­lebra anticipadamente un último salmo:
"Yo, con mi demanda, contemplaré tu rostro; / al despertar me saciaré de tu
semblante" (Sal 17,15). Ya es una inmen­sa dádiva divina que seamos admitidos a
presentar nuestra súplica ante Dios. No es bueno silenciar los dolores más
íntimos que corroen nuestra existencia. Es mejor invocar a Dios "el día de la
angustia" (Sal 50,15), suspirar y gemir ante él, sabiendo que un día nos
escuchará. Es ésta, sin embargo, una gracia inicial. El creyente acaricia el
mismo deseo que tenía Moisés, cuando dijo: "Permíteme ver tu rostro" (Ex 33,18).
Moisés no verá el ros­tro de Dios -nadie puede verlo sin mo­rir-, pero la
belleza divina pasa junto a Moisés. Dios ha reservado a su amigo contemplar el
rostro divino y saciarse de la belleza de Dios: "Al despertar me sa­ciaré de tu
semblante". Cuando llegue el día en el que ya no haya noche, en el que no se
necesite luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará sobre
no­sotros, veremos a Dios tal cual es (cf. Ap 22,4), y no como lo vemos ahora:
en un espejo; lo veremos "cara a cara" (2 Cor 13,12). Merece la pena esperar,
cla­mar, gemir, orar, gustar el amor divino ya ahora, porque esperamos el día
sin ocaso, la mañana sin tarde, la luz sin tinieblas. Despertaremos al amanecer
y seremos sa­ciados de la belleza divina.


En una palabra, todo don procede de Dios. Si en algún
momento da la impre­sión de no estar atento al clamor que se eleva desde la
tierra, si parece que está dormido, se impone una convicción más profunda: "No,
no duerme, ni dormita / el guardián de Israel" (Sal 121,4). Está pres­to para
juzgar, cuando llegue el momen­to; él hará brillar la justicia como la auro­ra.
Mientras unimos una mañana con otra, esperamos el momento en el que se­remos
saciados del semblante de Dios. Mientras esperamos, caminando entre los
consuelos de Dios y las tribulaciones del mundo, es tiempo de lucha.


Por la mañana
se hospeda el j
úbilo


Aunque no me haya referido explícita­mente a las
distintas tonalidades de luz matutina, el lector habrá podido compro­bar que,
junto al gris intenso del castigo -"fui castigado cada mañana" (Sal 73,14)-,
existen amaneceres radiantes, como éste: "Por la mañana proclamaré tu amor" (Sal
59,17). Oscura y opaca es el alba de este otro salmo: "Todo el día me impugnan y
me oprimen, / mis enemigos me pisotean todo el día" (Sal 56,2-3). La agresión no
conoce tregua ni pausa. El amplio espacio del día, colocado al prin­cipio y al
final del verso, se torna angos­to y reducido porque no hay lugar para el
respiro. Tras la guerra viene la opresión, y ésta va seguida de una acción
subyu­gante y humillante: "me pisotean", como si fuera un vil gusano o una
serpiente re­pelente (con este mismo verbo el libro del Génesis describe el
castigo de la serpien­te). Así todo el día, sin tregua ni pausa. Este mismo
salmo insiste en otra acción no menos vejatoria: "Todo el día tergiver­san mis
palabras, / sus planes contra mí son malignos" (Sal 56,6). Al dolor físico se
añade el psíquico o espiritual, y la he­rida es aún mayor. La palabra es
defor­mada y desfigurada, retorcida intenciona­damente para calumniarme o
desprestigiarme, y los planes de los malignos son adversos. Estamos ante un día
de angus­tia por todas partes: opresión física y an­gostura espiritual. Ha
llegado el momen­to del clamor, como oíamos antes: "Invócame el día de la
angustia" (Sal 50,10). ¿Durará mucho esta situación?


Santa Teresa de Jesús nos responde: "Espera, espera, que
pronto pasará". Una respuesta parecida es la que nos da el Sal 30,6: "Al
atardecer se hospeda el llanto / al amanecer, el júbilo". Es cuestión de una
sola noche; aunque transcurra en una "mala posada", enseguida se pasa. El llanto
es viajero y peregrino necesitado de hospedaje. La noche, aun siendo larga, pasa
enseguida. El llanto es tan efímero como la hierba, que "es cortada por la
mañana / y por la noche se marchita y se seca" (Sal 90,6). La luz del nuevo día,
y, sobre todo, la luz del rostro divino es tan poderosa que ahuyenta toda
sombra. Con la presencia de la luz divina puede conquistarse el país, mucho más
rápida y eficazmente que con la espada: "Conquista­ron el país... con la luz de
tu rostro, / por­que tú los amabas" (Sal 44,4). Es lo que esperamos con la
llegada del nuevo día: que el júbilo se albergue en la habitación donde, por la
noche, se había hospedado el llanto. El júbilo será el huésped eterno del
creyente.


Todo está dispuesto para entonar el úl­timo salmo
matutino. "Es bueno dar gra­cias al Señor / y tañer para tu nombre, oh Altísimo,
/ proclamar por la mañana tu amor / y de noche tu fidelidad, / con arpas de diez
cuerdas y laúdes, / con arpegios de cítaras" (Sal 92,2-4). Es bueno, bello,
dulce, agradable, justo, gozoso -esto y mucho más suena en el vocablo hebreo
correspondiente- dar gracias a Dios por todo: por la luz del nuevo día y por la
os­curidad de la noche, por la angustia y la amplitud, por el llanto y por el
gozo, por todo. Todo es obra del amor fiel de Dios. A lo largo del día nos puede
dar la impre­sión de que es un Dios somnoliento o si­lencioso; en realidad es el
guardián de Is­rael, que no duerme ni dormita, que ha actuado y actúa en la
historia a favor de sus amigos. Todos los capítulos de la his­toria personal y
comunitaria son obra del amor divino. Justo es que, llegada la mañana, abramos
los ojos y dejemos que la historia y nuestra historia relaten el amor de Dios.
Todo ha sucedido para el bien de sus "amigos", de sus "hijos." Ca­da actuación
divina está rubricada con es­te estribillo: "porque es eterno su amor" (Sal
136). La noche ya no es tal, es clara como el día, porque está iluminada por la
fidelidad divina. Todos los instrumentos musicales que suenan en el templo han
de unir sus sonidos para celebrar el amor fiel de Dios: "es eterno su amor".
Decidida­mente, por la mañana "se hospeda el júbilo", y éste será
ininterrumpido, porque "es eterno su amor...". Este final de nues­tro recorrido
por los salmos matutinos es un anticipo de la alabanza con la que se cierra todo
el salterio: "¡Todo cuanto res­pira alabe al Señor!".
La alabanza es la
palabra definitiva de la creación. "La alabanza no es un desa­hogo fácil de la
ingenuidad, ya que es la victoria de la fe. Se dirá que el solista, el hombre
que entona la alabanza, es el que realmente ha visto. Pero no que hay que
olvidar que, en los salmos, el solista es el mismo que hubo de pasar por pruebas
mortales" (Beauchamp). En efecto, hubo de pasar por la noche, soportar la
opre­sión y la angustia, vivir las distintas tona­lidades del alba, aguantar el
silencio de Dios, estimar incluso que Dios es adver­sario, etc., pero se ha
mantenido en la fe. Ha esperado la llegada de la mañana de luz, recién
amanecida. Desde que el Señor venciera las tinieblas de la noche para siempre,
hacemos nuestro este him­no litúrgico: "¡Qué mañana de luz, recién amanecida /
resucitó Jesús y nos dio nue­ va vida...!" Desde ese momento, los sal­mos
matutinos adquieren tal luminosi­dad, que aun las tonalidades grises y os­curas
de los mismos se suavizan y pueden ofrecer nuevas claridades. En esta hora de
luz diáfana, la alabanza divina suena para siempre en los nuevos cielos y en la
tierra nueva.


Publicado
el Lunes 23 de Octubre del 2006 - Espiritualidad .

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