Pío XII, papa de 1939 a 1958
Encíclica «Fulgens radiatur», 21•3•1947
En un tiempo bárbaro y turbulento en el que la cultura de los campos, el trabajo manual y noble, el estudio de las ciencias sagradas y profanas eran menospreciadas y abandonadas casi por todos; en los monasterios benedictinos, por el contrario, aumentaba sin cesar una multitud innumerable de agricultores, artesanos y sabios. Cada uno según sus talentos, estos monjes conseguían, no sólo conservar intactos lo que había producido la antigua sabiduría sino pacificar, unir y ocupar activamente a los pueblos, jóvenes y viejos, a menudo en guerra entre ellos. Consiguieron hacerlos salir de la barbarie que renacía, de los odios devastadores y de las rapiñas y llegar a costumbres de suavidad humana y cristiana...
Pero eso no es todo: porque en la organización de la vida monástica benedictina, lo esencial para todos... es tender a la unión continúa con Cristo y arder con su perfecta caridad. En efecto, los bienes de este mundo, hasta en su conjunto, no pueden saciar al alma humana que Dios ha creado para llegar a él mismo... Por eso la Regla de San Benito dice que es indispensable que «nada sea antepuesto al amor de Cristo», «que a ninguna cosa se dé un valor más alto que a Cristo», «que absolutamente nada sea preferido a Cristo que nos conduce a la vida eterna».
Y a este amor ardiente por Cristo debe corresponder el amor al prójimo, y debemos considerar a todos hermanos y ayudar de todas las maneras posibles. Por esto, para hacer frente a los odios y rivalidades que levantan a unos hombres contra otros, a la violencia y a los innumerables males y miserias que son las consecuencias de esta agitación de los pueblos y de las cosas, Benito prescribe a los suyos estas tres reglas santas: «Que se pongan los más diligentes cuidados en la hospitalidad, especialmente hacia los pobres y peregrinos, porque en ellos es, principalmente a Cristo a quien se acoge». «Que todos los huéspedes que lleguen sean acogidos como a Cristo, porque es él quien un día nos dirá: Fui un extranjero, y me habéis acogido» (Mt, 25,35). «Ante todo y por encima de todo, que se tenga sumo cuidado con los enfermos y servirles como al mismo Cristo, porque él dijo: Estuve enfermo y me visitasteis» (v, 36).
viernes 11 Julio 2008 San Benito Abad Libro de Oseas 14,2-10.
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«Seréis odiados de todos por causa de mi nombre»
Hoy, el Evangelio remarca las dificultades y las contradicciones que el cristiano habrá de sufrir por causa de Cristo y de su Evangelio, y como deberá resistir y perseverar hasta el final. Jesús nos prometió: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20); pero no ha prometido a los suyos un camino fácil, todo lo contrario, les dijo: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Mt 10,22).
La Iglesia y el mundo son dos realidades de “difícil” convivencia. El mundo, que la Iglesia ha de convertir a Jesucristo, no es una realidad neutra, como si fuera cera virgen que sólo espera el sello que le dé forma. Esto habría sido así solamente si no hubiese habido una historia de pecado entre la creación del hombre y su redención. El mundo, como estructura apartada de Dios, obedece a otro señor, que el Evangelio de san Juan denomina como “el señor de este mundo”, el enemigo del alma, al cual el cristiano ha hecho juramento —en el día de su bautismo— de desobediencia, de plantarle cara, para pertenecer sólo al Señor y a la Madre Iglesia que le ha engendrado en Jesucristo.
Pero el bautizado continúa viviendo en este mundo y no en otro, no renuncia a la ciudadanía de este mundo ni le niega su honesta aportación para sostenerlo y para mejorarlo; los deberes de ciudadanía cívica son también deberes cristianos; pagar los impuestos es un deber de justicia para el cristiano. Jesús dijo que sus seguidores estamos en el mundo, pero no somos del mundo (cf. Jn 17,14-15). No pertenecemos al mundo incondicionalmente, sólo pertenecemos del todo a Jesucristo y a la Iglesia, verdadera patria espiritual, que está aquí en la tierra y que traspasa la barrera del espacio y del tiempo para desembarcarnos en la patria definitiva del cielo.
Esta doble ciudadanía choca indefectiblemente con las fuerzas del pecado y del dominio que mueven los mecanismos mundanos. Repasando la historia de la Iglesia, Newman decía que «la persecución es la marca de la Iglesia y quizá la más duradera de todas».Comentario: P. Josep de Calasanç Laplana OSB (Monje de Montserrat, Cataluña-España)
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