Concilio Vaticano II
Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lumen Gentium», 21
En la persona, pues, de los obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles. Porque sentado a la diestra del Padre, no está ausente de la congregación de sus pontífices, sino que, principalmente a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su solicitud paternal va congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad...
Para realizar estas cargas tan altas, los apóstoles fueron enriquecidos por Cristo, con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (Hch 1,8; 2,4; Jn 20,22). Y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (1Tm 4,14; 2Tm 1,6), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal. Enseña pues, el santo concilio, que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio. Pues según la Tradición..., es cosa clara que por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo.
jueves 10 Julio 2008 Santa Verónica Giuliane Libro de Oseas 11,1.3-4.8-9.
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«No os procuréis oro, ni plata... para el camino»
Hoy, hasta lo imprevisto queremos tenerlo previsto. Hoy triunfan los servicios a domicilio. Y si hoy hablamos tanto de paz, quizá es porque estamos muy necesitados de ella. El Hoy del Evangelio toca de lleno estos distintos "hoy". Vayamos por partes.
Queremos prever hasta lo imprevisible: pronto haremos un seguro por si el seguro nos falla. O cuando uno compra unos pantalones, ¡el dependiente nos ofrece el modelo con manchas o descoloridos incluidos! El Evangelio de hoy, con la invitación a ir desprovistos de equipaje («No os procuréis oro ni plata...»), nos invita a la confianza, a la disponibilidad. Pero alerta, ¡esto no es dejadez! Tampoco improvisación. Vivir esta realidad sólo es posible cuando nuestra vida está enraizada en lo fundamental: en la persona de Cristo. Como decía el Papa Juan Pablo II, «es necesario respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia (...). No se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos hacer nada’ (cf. Jn 15,5)».
También es cierto que proliferan los servicios a domicilio: nada de catering; ahora te hacen la tortilla de patatas en casa. Sirve de icono de una sociedad donde las personas tendemos fácilmente a ir a la nuestra, a organizarnos la vida prescindiendo de los demás. Hoy Jesús nos dice «id»; salid. Esto es, tened en cuenta aquellos que tenéis a vuestro lado. Tengámoslos, pues, realmente en cuenta, abiertos a sus necesidades.
¡Vacaciones, un paisaje tranquilo..., ¿son sinónimos de paz? Parece que tenemos motivos serios para dudar de ello. Quizá muchas veces son un letargo de las zozobras interiores; éstas, más adelante, volverán a despertar. Los cristianos sabemos que somos portadores de paz, es más, que esta paz impregna todo nuestro ser -también cuando a nuestro alrededor encontramos un ambiente hostil- en la medida que seguimos de cerca de Jesús.
¡Dejémonos tocar, pues, por la fuerza del Hoy de Cristo! Y..., «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo» (Juan Pablo II).Comentario: Rev. D. David Compte i Verdaguer (Manlleu-Barcelona, España)
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