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domingo, 10 de abril de 2011


Meditaciones para Cuaresma por Fray Luis de Granada De la resurrección de Lázaro •La resurrección de Lázaro aumenta la fe y el amor de María Magdalena en el Salvador Conviene declarar primero la grandeza de la caridad con que esta bienaventurada mujer amaba al Salvador, de la cual hallamos grandes argumentos y motivos en el santo Evangelio. El primero de los cuales es el testimonio que dio el mismo Salvador defendiéndola del fariseo que la acusaba por pecadora, declarando la grandeza de su caridad, la cual no solo impedían los pecados pasados, mas antes ocasionalmente la habían acrecentado. […] Y no menos crecía esta misma caridad con la vista de tantas maravillas y señales como a cada paso veía obrar a aquel Señor, alumbrando los ciegos, sanando los cojos, lanzando demonios, limpiando leprosos, abriendo la boca de los mudos, y curando con su palabra todas las enfermedades del mundo. Porque cada milagro de estos, como era nueva confirmación de la fe, así era nuevo incentivo de la caridad, que es forma y vida de esa fe. Pero mucho más creció con la resurrección de Lázaro, su hermano, de cuatro días muerto, el cual además de ser grandísimo milagro, fue también grandísimo beneficio; porque para fue restituirle un hermano muy amado. Porque si con la resurrección de este muerto resucitó la fe y la caridad de muchos que presentes estaban, que convencidos de este milagro creyeron en Cristo, ¿qué haría la fe y la caridad de aquella ánima santa con tan extraño milagro y con tan grande beneficio? Creo cierto que quedó con la vista de esta maravilla tan atónita, tan traspasada, y tan absorta en el amor y reverenica y estima de aquel Señor, cuanto ninguna lengua del mundo podría declarar. Pero cada uno por sí mismo podrá barruntar algo de esto si se pusiera a pensar lo que sintiera si presente se hallara y viera a un hombre mortal mandar a un muerto puesto en un sepulcro que saliese fuera y lo vises salir vivo, y andar entre los hombres, con la virtud de sola esta palabra. Fr. Luis de Granada O.P. •Comentario Una de las apariciones objeto de reflexión por parte del granadino es la que tiene por sujeto a María Magdalena. El motivo de fondo que llevó a Cristo a hacerse presente a este personaje fue la caridad que siempre mostró a lo largo de su vida la de Magdala42. En efecto, así lo recuerda nuestro autor cuando al inicio de su discurso acerca de cómo el salvador apareció a María Magdalena dice: "Mas para entender y gustar esta sagrada historia, conviene declarar primero la grandeza de la caridad con que esta bienaventurada mujer amaba al Salvador, de la cual hallamos grandes argumentos y motivos en el santo evangelio" (Obras, V11I/214). Frente a la acusación de pecadora imputada por un fariseo a la Magdalena, Jesús sale en su defensa resaltando en ella su gran caridad, que le llevó a lavarle los pies a Cristo con lágrimas y enjugarlos con sus cabellos, así como ungirlos con preciosísimos ungüentos. Este servicio hecho por esta mujer "da bien a entender cuán extraordinara era el amor de donde procedía, pues por los efectos se juzgan las causas, y por las obras el corazón" (Ibid., 215). Cristo se conmueve del amor mostrado por María y le perdona los pecados. Un amor que fue creciendo progresivamente en la medida que ella iba tratando al Señor. En este sentido, no deja de ser curioso cómo en este caso de la Magdalena, fray Luis señala este progreso en el amor por la familiaridad con Cristo, identificando a esta mujer con María la hermana de su amigo Lázaro: "Cresció aún más este amor con la familiaridad de Cristo, que después de este perdón se siguió: donde oyendo tantas veces su doctrina, siguiendo sus pasos, contemplando sus virtudes, y hospedádolo en su propia casa, con cada cosa de éstas se encendía de cada vez más en su santo corazón la llama de este divino amor. Y así leemos que entrando el Salvador una vez en su casa, y andando Marta su hermana muy solícita en aderezar lo necesario para tal huésped y tal compañía, ella ni tenía manos ni corazón para entender en nada sino asentada a los pies del Salvador, estaba tan colgada de sus divinas palabras y tan transportada en él, que olvidaba de todas las cosas [...]" (Ibid., 215-216). María estaba "colgada de sus divinas palabras y tan transportada en él, porque había descubierto en Jesús una realidad nueva que fundamentaba realmente una alternativa al viejo mundo que le había condenado y no le daba posibilidades de crecer. Ella sabía que Jesús, aún siendo un hombre, era alguien especial, tal como lo vislumbró a través de la doctrina predicada por él, y que tantas veces oyó, así como por todo lo que iba realizando en todos los momentos o pasos de su vida con los demás. Las obras que realizó Cristo en favor de los otros encerraban los misterios que estaban reservados para los sencillos y no para los sabios y entendidos. Todas estas obras las hizo por amor; porque él es el amor, revelando por ello de quién se trataba. Desde esta perspectiva, no cabe duda que viendo María actuar a Jesús pudo crecer en el amor: "Y no menos cresció esta misma caridad con la vista de tantas maravillas y señales como a cada paso veía obras a aquel Señor; alumbrando los ciegos, sanando los cojos, lanzando los demonios, limpiando los leprosos, abriendo las bocas de los mudos, y curando con su palabra todas las enfermedades del mundo. Porque cada milagro de éstos, como era nueva confirmación de la fe, así era nuevo incentivo de la caridad, que es forma y vida de esa fe" (Ibid., 216). En estas palabras de fray Luis se recuerdan los signos por los cuales se había de reconocer la presencia de los tiempos nuevos, en los que el mesías había de irrumpir en la historia de los hombres trayéndoles la salvación. Jesús es ese mesías esperado por muchas generaciones y María lo había reconocido así en sus palabras y obras. De hecho, ella fue perdonada de sus pecados por ese perdón que alcanza a todos los hombres, por muy pecadores que sean éstos, y que procede de Dios. Cristo le perdona y así muestra hasta dónde llega el Dios que predica. Igualmente, María Magdalena creció en el amor —motivo de la aparición del resucitado— ante el hecho del milagro de Lázaro: "Pero mucho más cresció con la resurrección de Lázaro su hermano, de cuatro días muerto y hediendo f...]. Creo cierto que quedó con la vista de esta maravilla tan atónita, tan traspasada y tan absorta en el amor y reverencia y estima de aquel Señor, cuanto ninguna lengua del mundo podría declarar" (Ibid.). Ante tanta maravilla María reacciona ungiendo a Jesús, declarando así su amor incontenible: '[...1 Y deseando declarar con alguna obra exterior la grandeza del amor y devoción que ardía en sus entrañas, quebró el bote de alabastro, y derramole encima de la cabeza del Salvador en presencia de todos los convidados" (Ibid., 217). La misma caridad llevó a esta mujer a seguir los pasos de la pasión de Jesús. Fr. Nicasio Martín Ramos O.P., "Cristo, sacramento de Dios en Fray Luis de Granada", Salamanca 2005. •Jesús se prepara para la predicación •De la Transfiguración del Señor •De la Samaritana •De la ceguedad del mundo •De la resurrección de Lázaro

Meditaciones - Espiritualidad - Orden de Predicadores

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Ser fraile dominico

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Cuaresma. Quinto Domingo

UN CLAMOR DE JUSTICIA

— Anhelo de justicia y de mayor paz en el mundo. Vivir las exigencias de la justicia en nuestra vida personal y en el ámbito donde se desarrolla nuestra vida.

— Cumplimiento de los deberes profesionales y sociales.

— Santificar la sociedad desde dentro. Virtudes que amplían y perfeccionan el campo de la justicia.

I. Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa... Tú eres mi Dios y protector1, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa.

En gran parte de la humanidad se oye un fuerte clamor por una mayor justicia, por «una paz mejor asegurada en un ambiente de respeto mutuo entre los hombres y entre los pueblos»2. Este deseo de construir un mundo más justo en el que se respete más al hombre, que fue creado por Dios a su imagen y semejanza, es parte muy fundamental del hambre y sed de justicia3 que debe existir en el corazón cristiano.

Toda la predicación de Jesús es una llamada a la justicia (en su plenitud, sin reduccionismos) y a la misericordia. El mismo Señor condena a los fariseos que devoran las casas de las viudas mientras fingen largas oraciones4. Y es el Apóstol Santiago quien dirige este severo reproche a quienes se enriquecen mediante el fraude y la injusticia: vuestra riqueza está podrida (...). El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a oídos del Señor de los ejércitos5.

La Iglesia, fiel a la enseñanza de la Sagrada Escritura, nos urge a que nos unamos a este clamor del mundo y lo convirtamos en una oración que llegue hasta nuestro Padre Dios. A la vez, nos impulsa y nos urge a vivir las exigencias de la justicia en nuestra vida personal, profesional y social, y a salir en defensa de quienes –por ser más débiles– no pueden hacer valer sus derechos. No son propias del cristiano las lamentaciones estériles. El Señor, en lugar de quejas inútiles, quiere que desagraviemos por las injusticias que cada día se cometen en el mundo, y que tratemos de remediar todas las que podamos, empezando por las que están a nuestro alcance, en el ámbito en el que se desarrolla nuestra vida: la madre de familia, en su hogar y con quienes se relaciona; el empresario, en la empresa; el catedrático, en la Universidad...

La solución última para instaurar y promover la justicia a todos los niveles está en el corazón de cada hombre, donde se fraguan todas las injusticias existentes, y donde está la posibilidad de volver rectas todas las relaciones humanas. «El hombre, negando e intentando negar a Dios, su Principio y Fin, altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y también el de la creación visible.

»La Escritura considera en conexión con el pecado el conjunto de calamidades que oprimen al hombre en su ser individual y social»6. Por eso no podemos olvidar los cristianos que cuando, mediante nuestro apostolado personal, acercamos a los hombres a Dios, estamos haciendo un mundo más humano y más justo. Además, nuestra fe nos urge a no eludir jamás el compromiso personal en defensa de la justicia, de modo particular en aquellas manifestaciones más relacionadas con los derechos fundamentales de la persona: el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la buena fama... «Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad»7.

En nuestro ámbito personal, debemos preguntarnos si hacemos con perfección el trabajo por el que cobramos, si pagamos lo debido a las personas que nos prestan un servicio, si ejercitamos responsablemente los derechos y deberes que pueden influir en el modo de configurarse las instituciones en las que nos encontramos, si trabajamos aprovechando el tiempo, si defendemos la buena fama de los demás, si salimos en justa defensa de los más débiles, si acallamos las críticas difamatorias que pueden surgir a nuestro alrededor... Así amamos la justicia.

II. Los deberes profesionales son un lugar excepcional para vivir la virtud de la justicia. El dar a cada uno lo suyo, propio de esta virtud, significa en este caso cumplir lo estipulado. El patrono, el ama de casa con el servicio, el jefe, se obligan a dar la justa retribución a las personas que trabajan a sus órdenes de acuerdo con las leyes civiles justas y con lo que dicta la recta conciencia, que irá en ocasiones más allá de las propias leyes. Por otra parte, los obreros y empleados tienen el deber grave de trabajar responsablemente, con profesionalidad, aprovechando el tiempo. La laboriosidad se presenta así como una manifestación práctica de la justicia. «No creo en la justicia de los holgazanes –decía San Josemaría Escrivá–, porque (...) faltan, y a veces de modo grave, al más fundamental de los principios de la equidad: el del trabajo»8.

El mismo principio se puede aplicar a los estudiantes. Tienen un deber grave de estudiar –es su trabajo– y han contraído una obligación de justicia con la familia y con la sociedad, que les sostiene económicamente, para que se preparen y puedan rendir unos servicios eficaces.

Los deberes profesionales son, por otra parte, el cauce más oportuno con el que ordinariamente contamos para colaborar en la resolución de los problemas sociales y para intervenir en la construcción de un mundo más justo.

El cristiano, en su anhelo de construir este mundo, ha de ser ejemplar en el cumplimiento de las legítimas leyes civiles, porque si son justas son queridas por Dios y constituyen el fundamento de la misma convivencia humana. Como ciudadanos corrientes que son, han de ser ejemplares en el pago de los impuestos justos, necesarios para que la sociedad pueda llegar a donde el individuo personalmente sería ineficaz.

Dad a cada uno lo debido: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor9. Y lo hacen –dice el mismo Apóstol–, no solo por temor, sino también a causa de la conciencia10. Así vivieron los cristianos desde el comienzo sus obligaciones sociales, aun en medio de las persecuciones y del paganismo de los poderes públicos. «Como hemos aprendido de Él (Cristo) –escribía San Justino Mártir, a mediados del siglo ii–, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones, íntegros y con rapidez, a vuestros encargados»11.

Entre los deberes sociales del cristiano, el Concilio Vaticano II recuerda «el derecho y al mismo tiempo el deber (...) de votar para promover el bien común»12. Desentenderse de manifestar la propia opinión en los distintos niveles en los que debemos ejercer estos derechos sociales y cívicos sería una falta contra la justicia, en algunas ocasiones grave, si ese abstencionismo favoreciera candidaturas (ya sea en la configuración de los parlamentos, en la junta de padres de un colegio, en la directiva de un colegio profesional, en los representantes de la empresa...) cuyo ideario es opuesto a los principios de la doctrina cristiana. Con mayor razón, sería una irresponsabilidad, y quizá una grave falta contra la justicia, apoyar organizaciones o personas –del modo que sea– que no respeten en su actuación los fundamentos de la ley natural y de la dignidad humana (aborto, divorcio, libertad de enseñanza, respeto a la familia...).

III. «El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen –radicalmente o en puntos sustanciales– a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como esa ideología entiende la libertad individual de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva. Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales, y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social»13.

Hoy nos unimos a ese deseo de una mayor justicia, que es una de las principales características de nuestro tiempo14. Pedimos al Señor una mayor justicia y una mayor paz, pedimos por los gobernantes, como siempre se hizo en la Iglesia15, para que sean promotores de justicia, de paz, de un mayor respeto por la dignidad de la persona. Nosotros, en lo que está de nuestra parte, hacemos el propósito de llevar las exigencias del Evangelio a nuestra propia vida personal, a la familia, al mundo en el que cada día nos movemos y del que participamos.

Junto a lo que pertenece en sentido estricto a la virtud de la justicia, cuidaremos aquellas otras manifestaciones de virtudes naturales y sobrenaturales que la complementan y la enriquecen: la lealtad, la afabilidad, la alegría... Y, sobre todo, la fe, que nos da a conocer el verdadero valor de la persona, y la caridad, que nos lleva a comportarnos con los demás más allá de lo que pediría la estricta justicia, porque vemos en los demás hijos de Dios, al mismo Cristo que nos dice: lo que hicisteis por uno de estos mis hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis16.

1 Sal 42, 1. — 2 Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens, 14-V-1971. — 3 Cfr. Mt 5, 6. — 4 Mc 12, 40. — 5 Sant 5, 2-4. — 6 S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Sobre libertad cristiana y liberación, 22-III-1986, n. 38. — 7 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 171. — 8 Ibídem, 169. — 9 Rom 13, 7. — 10 Cfr. Rom 13, 5. — 11 San Justino, Apología, 1, 7. — 12 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 75. — 13 Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens, 14-V-1971. — 14 Cfr. S. C. para la Doctrina de la Fe, loc. cit., 1. — 15 Cfr. 1 Tim 2, 1-2. — 16 Cfr. Mt 25, 40.

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

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jueves, 7 de abril de 2011

Radio Seibo: en buena onda Temporada 2011 - RTVE.es

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Cuaresma. 4ª semana. Viernes

RECONOCER A CRISTO EN LOS ENFERMOS Y EN LA ENFERMEDAD

— Jesús se hace presente en los enfermos.

— Santificar la enfermedad. Aceptación. Aprender a ser buenos enfermos.

— El sacramento de la Unción de los Enfermos. Frutos de este sacramento en el alma. Preparar a los enfermos para recibirlo es una especial muestra de caridad y, a veces, de justicia.

I. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de cualquier mal se los traían; y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba1.

Los enfermos eran tan numerosos, que estaba toda la ciudad agolpada junto a la puerta2. Traen los enfermos puesto ya el sol3. ¿Por qué no antes? Seguramente porque aquel día era sábado. Después de la puesta del sol comenzaba un nuevo día, en el que cesaba la obligación del descanso sabático, que con tanta fidelidad cumplían los judíos piadosos.

El Evangelio de San Lucas nos ha dejado constancia de este detalle entrañable de Cristo: los curó imponiendo sus manos sobre cada uno. Jesús se fija atentamente en cada uno de los enfermos y les dedica toda su atención, porque cada persona, y de modo especial la persona que sufre, es muy importante para Él. Cada hombre es siempre bien recibido por Jesús, que tiene un corazón compasivo y misericordioso para con todos, singularmente para aquellos que andan más necesitados.

La presencia de Jesús entre nosotros se caracteriza por anunciar el evangelio del reino y curar toda enfermedad y toda dolencia4; por eso se admiraba la muchedumbre viendo que hablaban los mudos, los mancos sanaban, los cojos andaban y veían los ciegos. Y todos glorificaban al Dios de Israel5.

«En su actividad mesiánica en medio de Israel –nos recuerda Juan Pablo II–, Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. Pasó haciendo el bien (Hech 10, 38), y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal»6.

Nosotros, que queremos ser fieles discípulos de Cristo, debemos aprender de Él a tratar y a amar a los enfermos. Hemos de acercarnos a ellos con gran respeto, cariño y misericordia, alegrándonos cuando podemos prestarles algún servicio, visitándolos, haciéndoles compañía, facilitándoles que puedan recibir oportunamente los sacramentos. En ellos, de modo especial, vemos a Cristo. «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúsculas?

»Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»7.

En nuestra vida habrá momentos en que quizá estemos enfermos, o lo estén las personas que nos rodean. Eso es un tesoro de Dios que hemos de cuidar. El Señor se pone junto a nosotros para que amemos más y sepamos también encontrarle a Él. En el trato con los que padecen y sufren enfermedades se hacen realidad las palabras del Señor: lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis8.

II. La enfermedad, llevada por amor de Dios, es un medio de santificación, de apostolado; es un modo excelente de participar en la Cruz redentora del Señor.

El dolor físico, que tantas veces acompaña la vida del hombre, puede ser un medio del que Dios se vale para purificar las culpas e imperfecciones, para ejercitar y fortalecer las virtudes, y una oportunidad especial para poder unirnos a los padecimientos de Cristo que, siendo inocente, llevó sobre sí el castigo que merecían nuestros pecados9.

Especialmente en la enfermedad hemos de estar cerca de Cristo. «Dime, amigo –preguntó el Amado–, ¿tendrás paciencia si te doblo tus dolencias? Sí –respondió el amigo–, con tal que dobles mis amores»10. Cuanto más dolorosa sea la enfermedad más amor necesitaremos tener. Más gracias de Dios también recibiremos. Las enfermedades son ocasiones muy singulares que el Señor permite para corredimir con Él y para purificarnos de las huellas que dejaron en el alma nuestros pecados.

Si llega la enfermedad, debemos aprender a ser buenos enfermos. En primer lugar, aceptando la enfermedad. «Es necesario sufrir con paciencia no solo el estar enfermos, sino el estarlo de la enfermedad que Dios quiere, entre las personas que quiere y con las incomodidades que quiere, y lo mismo digo de las demás tribulaciones»11.

Hemos de pedir ayuda al Señor para llevar la enfermedad también con garbo humano, procurando no quejarse, obedeciendo al médico. Pues «mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende... El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor. Por lo tanto, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora»12.

El que sufre en unión con el Señor, completa con su sufrimiento lo que falta a los padecimientos de Cristo13. «El sufrimiento de Cristo ha creado el bien de la redención del mundo. Este bien es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre14.

Con Cristo tienen sentido pleno el dolor y la enfermedad. Haz, Señor, que tus fieles participen en tu Pasión mediante los sufrimientos de su vida, para que se manifiesten en ellos los frutos de tu Salvación15.

III. Entre las misiones confiadas a los Apóstoles sobresale el encargo de predicar y de curar a los enfermos. Habiendo convocado a los Doce, les dio poder sobre todos los demonios y de curar enfermedades. Ellos partieron y recorrieron las aldeas anunciando el Evangelio y curando en todas partes16. En la misión confiada a sus discípulos después de la Resurrección se contiene esta promesa: quienes crean en Él pondrán las manos sobre los enfermos, y estos sanarán17.

Este encargo lo cumplieron los discípulos, siguiendo el ejemplo del Maestro. Los Hechos de los Apóstoles y las Cartas del Nuevo Testamento describen y ponderan el desvelo por los enfermos entre los primeros cristianos. El sacramento de la Unción de los Enfermos, instituido por Jesucristo y proclamado por el Apóstol Santiago en su Carta18, hace presente de modo eficaz la solicitud del Señor por todos los que padecían alguna enfermedad grave. «La presencia del presbítero junto al enfermo es signo de la presencia de Cristo, no solo porque es ministro de la Unción, de la Penitencia y la Eucaristía, sino porque es especial servidor de la paz y del consuelo de Cristo»19.

La enfermedad, que entró en el mundo a causa del pecado, es también vencida por Cristo en cuanto se puede convertir en un bien mucho mayor que la misma salud física. Con la Unción de los Enfermos se reciben innumerables bienes, que el Señor ha dispuesto para santificar la enfermedad grave. El primer efecto de este sacramento es aumentar la gracia santificante en el alma; por esto, antes de recibirlo es conveniente confesarse. Sin embargo, si no se estuviera en gracia y fuera imposible confesarse (por ejemplo, una persona que ha sufrido un accidente y está inconsciente), esta santa Unción borra también el pecado mortal: basta con que el enfermo haga o haya hecho antes un acto de contrición, aunque sea imperfecta.

Además de aumentar la gracia, limpia las huellas del pecado en el alma, da una gracia especial para vencer las tentaciones que se pueden presentar en esa situación, y otorga la salud del cuerpo si conviene para la salvación20. Así se prepara el alma para entrar en el Cielo. Muchas veces produce en el enfermo una gran paz y una serena alegría, al considerar que ya está muy cerca de su Padre Dios.

Nuestra Madre la Iglesia recomienda que los enfermos y las personas de edad avanzada reciban este sacramento en el momento oportuno, sin retrasar su administración por falsas razones de misericordia, compasión, etcétera, en las fases terminales de la vida aquí en la tierra. Sería una pena que personas que podrían haber recibido la Unción, mueran sin ella por ignorancia, descuido o un cariño mal entendido de parientes y amigos. Preparar a los enfermos para recibirlo es una especial muestra de cariño y, a veces, de justicia.

Nuestra Madre Santa María está muy cerca siempre. «La presencia de María y su ayuda maternal en esos momentos (de enfermedad grave) no debe ser pensada como cosa marginal y simplemente paralela al sacramento de la Unción. Es, más bien, una presencia y una ayuda que se actualiza y se transmite por medio de la Unción misma»21.

Estamos en Cuaresma. Abramos, de modo especial en este tiempo litúrgico, nuestros ojos al dolor que nos rodea. Cristo quiere hacerse presente en su Pasión, en ese dolor, en la enfermedad propia o ajena, y darle un valor redentor.

1 Lc 4, 40. — 2 Mc 1, 33. — 3 Mt 1, 32. — 4 Mt 9, 35. — 5 Mt 15, 31. — 6 Juan Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16. — 7 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 419. — 8 Mt 25, 40. — 9 Cfr. 1 Jn 4, 10. — 10 R. Llul, Libro del Amigo y del Amado, 8. — 11 San Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, III, 3. — 12 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 124. — 13 Cfr. Col 1, 24. — 14 Juan Pablo II, loc. cit., 24. — 15 Liturgia de las Horas. Preces de Vísperas. Viernes de la 4ª Semana de Cuaresma. — 16 Lc 9, 1-6. — 17 Mc 16, 18. — 18 Sant 5, 14-15. — 19 Ritual de la Unción de los enfermos, 6. — 20 Cfr. Conc. de Trento, Dz 909; Ritual de la Unción de los enfermos, 6. — 21 A. Bandera, La Virgen María y los Sacramentos, Rialp, Madrid 1978, p. 184.

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

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rezandovoy

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Salvifici Doloris-  Juan Pablo II

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Ejercicios espirituales personalizados - Espiritualidad - Orden de Predicadores

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Lecturas y comentario
Hoy es San Juan Bautista la Salle I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro del Éxodo 32, 7-14
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: - «Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: "Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto."» Y el Señor añadió a Moisés: - «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, dgame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.» Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: - «¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? ¿Tendrán que decir los egipcios: "Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra"? Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: "Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre. Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Sal 105 R. Acuérdate de mí, Señor, por amor a tu pueblo.
En Horeb se hicieron un becerro,
adoraron un ídolo de fundición;
cambiaron su gloria por la imagen
de un toro que come hierba. R.

Se olvidaron de Dios, su salvador,
que había hecho prodigios en Egipto,
maravillas en el país de Cam,
portentos junto al mar Rojo. R.

Dios hablaba ya de aniquilarlos;
pero Moisés, su elegido,
se puso en la brecha frente a él,
para apartar su cólera del exterminio. R.
Lectura del santo evangelio según san Juan 5, 31-47
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: - «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis. Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ése si lo recibiréis. ¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?»
II. Oramos con la Palabra
CRISTO, me resulta extremadamente duro lo que dices a los judíos: “No queréis venir a mí para tener vida”. Y lo dices “para que vosotros os salvéis”. Yo te pido que no dejes de decirme la verdad, corregirme y guiarme, para que vaya a ti, jamás te deje, y tenga vida eterna a tu lado. Tú me amas y yo quiero ser tu amigo.

Esta oración está incluida en el libro: Evangelio 2011 publicado por EDIBESA.

III. Compartimos la Palabra
Al bajar moisés del Sinaí, después de hablar con Dios, encuentra a su pueblo adorando “un becerro”, una estatua de metal, un ídolo.

Diez siglos más tarde, Jesús “vio” lo mismo que Moisés. Los ídolos habían cambiado, la adoración no. Y veinte siglos después, si Moisés “bajara del monte” o Jesús volviera a nosotros, cambiando la decoración propia del tiempo, comprobarían que la relación del pueblo con Dios se mantiene en parámetros parecidos. A esto obedecen las palabras de Jesús hoy en el Evangelio.

•Validada la misión de Jesús
Ante la incredulidad de los judíos contemporáneos de Jesús, éste trata de justificar y autentificar su misión. Y lo hace dándose cuenta de que “las obras de su Padre”, que son las que él realiza y testifican su misión, son precisamente las que, no solamente no admiten, sino que van a servir para condenarle. Incluso así, Jesús defiende su misión, sirviéndose, sobre todo, del testimonio de su Padre, porque “si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido; pero hay otro que da testimonio de mí y su testimonio es verdadero”. Porque “las obras que el Padre me ha concedido realizar dan testimonio de que el Padre me ha enviado”. Las obras son las que hablan; los signos son los que testifican.

Incluso les llega a decir que las mismas Escrituras, de las que presumen, están dando testimonio de él. Pero, ni las leen ni las interpretan correctamente y, por eso, no le creen ni quieren ir a él para tener la vida que les falta. Jesús, ante tanta obstinación, tiene que acabar diciéndoles: “Os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros”.

• ¿Validamos nosotros la misión de Jesús?
La conducta del pueblo en la falda del monte Sinaí y los reproches de Jesús a los judíos nos interpelan hoy a nosotros sobre nuestras relaciones con Dios, personal y comunitariamente.
Es una obviedad decir que hoy “el pueblo”, o sea nosotros, también nos hemos construido fetiches, amuletos y “divinidades” a quienes “adoramos” y colocamos en lugar de la Buena Noticia de Jesús y del rostro del Padre que él nos mostró. A nivel de gente y pueblo, parece un hecho que no nos creemos la misión de Jesús, y menos todavía que ésta sea la solución para humanizar y solucionar los interrogantes más profundos de nuestra vida.

Pero este pueblo y esta gente sí tiene derecho a preguntarnos a los seguidores de Jesús por él, por su misión y por la veracidad de cuanto dijo e hizo. Para nosotros es la pregunta: ¿Y nosotros, qué? ¿Validan nuestras obras su misión? ¿Testifica nuestra vida lo que decimos creer y seguir? La respuesta que deseamos es que se vea que un milagro de paz, de generosidad y de compromiso, no se explica a no ser porque Jesucristo, en quien creemos y a quien seguimos, sigue vivo y, a través de nosotros, sigue “enseñando, proclamando y curando las enfermedades y dolencias del pueblo”.

Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
La Virgen del Camino

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Cuaresma. 4ª semana. Jueves

LA SANTA MISA Y LA ENTREGA PERSONAL

— El Sacrificio de Jesucristo en el Calvario. Se ofreció a Sí mismo por todos los hombres. Nuestra entrega personal.

— La Santa Misa, renovación del sacrificio de la Cruz.

— Valor infinito de la Santa Misa. Nuestra participación en el Sacrificio. La Santa Misa, centro de la vida de la Iglesia y de cada cristiano.

I. La Primera lectura de la Misa relata la intercesión de Moisés ante Yahvé para que no castigue la infidelidad de su pueblo. Aduce argumentos conmovedores: el buen nombre del Señor ante los gentiles, la fidelidad a la Alianza hecha con Abraham y sus descendientes... A pesar de las infidelidades y los desvaríos del Pueblo elegido, el Señor perdona otra vez. Es más, el amor de Dios por su Pueblo y, por medio de él, hacia todo el género humano alcanzará la manifestación suprema: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna1.

La entrega plena de Cristo por nosotros, que culmina en el Calvario, constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor por cada uno de nosotros. En la Cruz, Jesús consumó la entrega plena a la voluntad del Padre y el amor por todos los hombres, por cada uno: me amó y se entregó por mí2. Ante ese misterio insondable de Amor, debería preguntarme: ¿qué hago yo por Él?, ¿cómo correspondo a su Amor?

En el Calvario, Nuestro Señor, Sacerdote y Víctima, se ofrece a su Padre celestial, derramando su Sangre, que quedó entonces separada de su Cuerpo. Cumplió así, hasta el final, la voluntad del Padre.

El deseo del Padre fue que la Redención se realizara de este modo; Jesús lo acepta con amor y máxima sumisión. Este ofrecimiento interno de Sí mismo es la esencia de Su sacrificio. Es la entrega amorosa, sin límites, a la voluntad del Padre.

En todo verdadero sacrificio se dan cuatro elementos esenciales, y todos ellos se encuentran presentes en el sacrificio de la Cruz: sacerdote, víctima, ofrecimiento interior y manifestación externa del sacrificio. La manifestación externa debe ser expresión de la actitud interior. Jesús muere en la Cruz, manifestando exteriormente –a través de sus palabras y obras– su amorosa entrega interior. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu3: la misión que me encomendaste ha terminado, he cumplido tu voluntad. Él es, entonces y ahora, el Sacerdote y la Víctima: Teniendo, pues, un Sumo Pontífice, grande, que penetró en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme la fe que profesamos. No tenemos un Sumo Pontífice que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes bien, fue probado en todo, a semejanza nuestra, fuera del pecado4.

Esta ofrenda interior de Jesús da significado pleno a todos los elementos externos de su sacrificio voluntario: la crucifixión, el expolio, los insultos...

El Sacrificio de la Cruz es único. Sacerdote y Víctima son una sola y la misma divina persona: el Hijo de Dios encarnado. Jesús no fue ofrecido al Padre por Pilato o por Caifás, o por la multitud congregada a sus pies. Él fue quien se entregó a Sí mismo. En todo momento de su vida terrena, Jesús vivió en una perfecta identificación con la voluntad del Padre, pero es en el Calvario donde la entrega del Hijo alcanza su expresión suprema.

Nosotros, que queremos imitar a Jesús, que solo deseamos que nuestra vida sea reflejo de la suya, debemos preguntarnos en nuestra oración de hoy si sabemos unirnos al ofrecimiento de Jesús al Padre, con la aceptación de la voluntad de Dios, en cada momento, en las alegrías y en las contrariedades, en las cosas que ocupan cada día nuestro, en los momentos más difíciles, como puede ser el fracaso, el dolor o la enfermedad, y en los momentos fáciles en que sentimos al alma llena de gozo.

«Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios»5.

II. Para meditar hoy sobre la unidad que existe entre el Sacrificio de la Cruz y la Santa Misa, fijemos nuestra atención en la oblación interior que Cristo hace de Sí mismo, con una total entrega y sumisión amorosa a su Padre. La Santa Misa y el Sacrificio de la Cruz son el mismo y único sacrificio, aunque estén separados en el tiempo; se vuelve a hacer presente, no las circunstancias dolorosas y cruentas del Calvario, sino la total sumisión amorosa de Nuestro Señor a la voluntad del Padre. Ese ofrecimiento interno de Sí mismo es idéntico en el Calvario y en la Misa: es la oblación de Cristo. Es el mismo Sacerdote, la misma Víctima, la misma oblación y sumisión a la voluntad de Dios Padre; cambia la manifestación externa de esta misma entrega: en el Calvario, a través de la Pasión y Muerte de Jesús; en la Misa, por la separación sacramental, no cruenta, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo mediante la transustanciación del pan y del vino.

El sacerdote en la Misa es únicamente el instrumento de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Cristo se ofrece a Sí mismo en cada una de las Misas del mismo modo que lo hizo en el Calvario, aunque ahora lo hace a través de un sacerdote, que actúa in persona Christi. Por eso «toda Misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrificio que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz»6.

El mismo Cristo, en cada Misa, se ofrece manifestando la amorosa entrega a su Padre celestial, expresada ahora por la Consagración del pan y, separadamente, la Consagración del vino. Este es el momento culminante –la esencia, el núcleo– de la Santa Misa.

Nuestra oración de hoy es buen momento para examinar cómo asistimos y participamos en la Santa Misa. «¿Estáis allí con las mismas disposiciones con que la Virgen Santísima estaba en el Calvario, tratándose de la presencia de un mismo Dios y de la consumación de igual sacrificio?»7. Amor, identificación plena con la voluntad de Dios, ofrecimiento de sí mismo, afán corredentor.

III. El Sacrificio de la Misa, al ser esencialmente idéntico al Sacrificio de la Cruz, tiene un valor infinito. En cada Misa se ofrece a Dios Padre una adoración, acción de gracias y reparación infinitas, independientemente de las disposiciones concretas de quienes asisten y del celebrante, porque Cristo es el Oferente principal y la Víctima que se ofrece. Resulta, por tanto, que no existe un modo más perfecto de adorar a Dios que el ofrecimiento de la Misa, en la cual su Hijo Jesucristo es ofrecido como Víctima, actuando Él mismo como Sumo Sacerdote.

No hay tampoco un modo más perfecto de dar gracias a Dios por todo lo que es y por sus continuas misericordias para con nosotros: nada en la tierra puede resultar más grato a Dios que el Sacrificio del altar. Cada vez que se celebra la Santa Misa, a causa de la infinita dignidad del Sacerdote y de la Víctima, se repara por todos los pecados del mundo: se trata de la única perfecta y adecuada reparación, a la que debemos unir nuestros actos de desagravio. Es el único sacrificio adecuado que podemos ofrecer los hombres, y a través de él pueden cobrar un valor infinito nuestro quehacer diario, nuestro dolor y nuestras alegrías. La Santa Misa «es realmente el corazón y el centro del mundo cristiano»8. En este Santo Sacrificio «está grabado lo que de más profundo tiene la vida de cada uno de los hombres: la vida del padre, de la madre, del niño, del anciano, del muchacho y de la muchacha, del profesor y del estudiante, del hombre culto y del hombre sencillo, de la religiosa y del sacerdote. De cada uno sin excepción. He aquí que la vida del hombre se inserta, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente»9.

Los frutos de cada Misa son infinitos, pero en nosotros se encuentran condicionados por nuestras personales disposiciones y, por ello, limitados.

Nuestra Madre la Iglesia nos invita a participar en el acto más sublime que cada día ocurre, de una forma consciente, activa y piadosa10. De un modo particular hemos de procurar estar atentos y recogidos en el momento de la Consagración; en estos instantes procuraremos penetrar en el alma de quien es a la vez Sacerdote y Víctima, en su amorosa oblación a Dios Padre, como ocurrió en el Calvario. Este Sacrificio será entonces el punto central de nuestra vida diaria, como lo es de toda la liturgia y de la vida de la Iglesia. Nuestra unión con Cristo en el momento de la Consagración será más plena cuanto más lo sea nuestra identificación con la voluntad de Dios, cuanto mayores sean nuestras disposiciones de entrega. En unión con el Hijo ofrecemos al Padre la Santa Misa, y al propio tiempo nos ofrecemos nosotros mismos por Él, con Él y en Él. Este acto de unión debe ser tan profundo y verdadero que penetre todo nuestro día e influya decisivamente en nuestro trabajo, en nuestras relaciones con los demás, en nuestras alegrías y fracasos, en todo.

Si cuando llegue la Comunión Jesús nos encuentra con estas disposiciones de entrega, de identificación amorosa con la voluntad de Dios Padre, ¿qué otra cosa hará sino derramar en nosotros el Espíritu Santo, con todos sus dones y gracias? Tenemos muchas ayudas para vivir bien la Santa Misa. Entre otras, la de los ángeles, que «siempre están allí presentes en gran número para honrar este santo misterio. Juntándonos a ellos y con la misma intención, forzosamente hemos de recibir muchas influencias favorables de esta compañía. Los coros de la Iglesia militante se unen y se juntan con Nuestro Señor, en este divino acto, para cautivar en Él, con Él y por Él, el corazón de Dios Padre, y para hacer eternamente nuestra su misericordia»11. Acudamos a ellos para evitar las distracciones, y esforcémonos en cuidar con más amor ese rato único en el que estamos participando del Sacrificio de la Cruz.

1 Jn 3, 16. — 2 Gal 2, 20. — 3 Lc 23, 46. — 4 Heb 4, 14-15. — 5 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IV, 1. — 6 Pablo VI, Enc. Mysterium Fidei, 3-IX-1965, n. 4. — 7 Santo Cura de Ars, Sermón sobre el pecado. — 8 Juan Pablo II, Homilía en el Seminario de Venegono, 21-V-1983. — 9 ídem, Homilía en la clausura del XX Congreso Eucarístico Nac. de Italia, 22-V-1983. — 10 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48 y 11. — 11 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, Barcelona 1960, p. 97.

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

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miércoles, 6 de abril de 2011

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Ciudad Redonda - Presentaciones

Ciudad Redonda - Presentaciones
Lectura del libro de Isaías (49,8-15):

Así dice el Señor: «En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: "Salid", a los que están en tinieblas: "Venid a la luz." Aun por los caminos pastarán, tendrán praderas en todas las dunas; no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el bochorno ni el sol; porque los conduce el compasivo y los guía a manantiales de agua. Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán. Miradlos venir de lejos; miradlos, del norte y del poniente, y los otros del país de Sin. Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados. Sión decía: "Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado." ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.»

Palabra de Dios
Salmo
Sal 144,8-9.13cd-14.17-18

R/. El Señor es clemente y misericordioso

El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R/.

El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan. R/.

El Señor es Justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones;
cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente. R/.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan (5,17-30):

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo.»
Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo abolía el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo: «Os lo aseguro: El Hijo no puede hacer por su cuenta nada que no vea hacer al Padre. Lo que hace éste, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que ésta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. No os sorprenda, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.»

Palabra del Señor
Queridos amigos y amigas:

Dios ha respondido y perdonado a su pueblo; lo invita a salir del exilio y le promete un regreso feliz, pues es un Dios que cumple su promesa ya que su fidelidad es eterna. La Palabra insiste en este tiempo de Cuaresma en que nuestro Dios es fiel en su relación con nosotros, a pesar de nuestra infidelidad con él. Una y otra vez este mensaje llega a nosotros pero no sé si acaba por calar nuestro corazón. “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.” Is 49, 15. ¿Cuándo aprenderemos a ser fieles? ¿A corresponder a tanto amor? ¿Qué acontecimiento desestabilizador necesitamos en nuestra vida para que esto ocurra? ¿Tocar fondo en nuestro ser limitado y finito? ¿Ver las orejas al lobo del mal cuando nos alejamos de Dios?

La ley fue uno de los grandes temas de discusión en el contexto social de Jesús. ¿Dónde está la revelación de Dios en la ley o en la palabra de Jesús? Entre la ley y creer en Jesús no puede haber contradicción, pues quien cumple la voluntad de Dios, creyendo en Jesús, está cumpliendo la Ley. El Padre habla en el Hijo. El Hijo no anula la Ley, va más allá de ella para darle plenitud, sentido total.

Para muchos jóvenes hoy este dilema de los primeros seguidores cristianos –si Ley o palabra de Jesús- se reproduce en su sentido de pertenencia eclesial, creer en la Iglesia y creer en Jesús. Dicho en otras palabras, si la Iglesia fundada por Jesús, es el “lugar” donde el Hijo se sigue revelando y actuando. Indudablemente en nuestra Iglesia subsiste la Iglesia de Jesucristo, pero quizá es la Iglesia -que somos todos- la que debe hacer más transparente esta realidad, purgando todo aquello, como en la antigua Ley, que obstaculizaba y perdía el camino de la búsqueda de Dios. El Dios Padre-Madre también actúa a través nuestra. “Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo” Jn 5, 17. Somos espejo de Dios para los demás, nuestra vida debe ser un reflejo de su voluntad. Es nuestra misión. En Cuaresma y en todo tiempo.

Vuestro amigo en la fe.
Juan Lozano Belmonte, cmf.

Ciudad Redonda - Música Religiosa

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Cuaresma. 4ª semana. Miércoles

UNIDAD DE VIDA

— Los cristianos, luz del mundo y sal de la tierra.

— Consecuencias en el mundo del pecado original. La Redención. Reconducir a Cristo todas las realidades terrenas.

— La vida de piedad y el trabajo. La santidad en medio del mundo.

I. Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él1. Vino al mundo para que los hombres tuvieran luz y dejaran de debatirse en las tinieblas2, y, al tener luz, pudieran hacer del mundo un lugar donde todas las cosas sirvieran para dar gloria a Dios y ayudaran al hombre a conseguir su último fin. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron3. Son palabras actuales para una buena parte del mundo, que sigue en la oscuridad más completa, pues fuera de Cristo los hombres no alcanzarán jamás la paz, ni la felicidad, ni la salvación. Fuera de Cristo solo existen las tinieblas y el pecado. Quien rechaza a Cristo se queda sin luz y ya no sabe por dónde va el camino. Queda desorientado en lo más íntimo de su ser.

Durante siglos, muchos hombres separaron su vida (trabajo, estudio, negocios, investigaciones, aficiones...) de la fe; y, como consecuencia de esa separación, las realidades temporales quedaron desvirtuadas, como al margen de la luz de la Revelación. Al faltar esta luz, muchos han llegado a considerar el mundo como fin de sí mismo, sin ninguna referencia a Dios, para lo cual han tergiversado incluso las verdades más elementales y básicas. De modo particular, en los países occidentales es preciso corregir esa separación, «porque son muchas las generaciones que se están perdiendo para Cristo y para la Iglesia en estos años, y porque desgraciadamente desde estos lugares se envía al mundo entero la cizaña de un nuevo paganismo. Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido. Habéis contemplado esa pasmosa realidad de que muchos quizá comenzaron por poner a Dios entre paréntesis, en algunos detalles de su vida personal, familiar y profesional; pero, como Dios exige, ama, pide, terminan por arrojarle –como a un intruso– de las leyes civiles y de la vida de los pueblos. Con una soberbia ridícula y presuntuosa, quieren alzar en su puesto a la pobre criatura, perdida su dignidad sobrenatural y su dignidad humana, y reducida –no es exageración: está a la vista en todas partes– al vientre, al sexo, al dinero»4.

El mundo se queda en tinieblas si los cristianos, por falta de unidad de vida, no iluminan y dan sentido a las realidades concretas de la vida. Sabemos que la actitud ante el mundo de los verdaderos discípulos de Cristo, y de modo específico de los seglares, no es de separación, sino la de estar metidos en sus entrañas, como la levadura dentro de la masa, para transformarlo. El cristiano coherente con su fe es sal que da sabor y preserva de corrupción. Y para esto cuenta, sobre todo, con su testimonio en medio de las tareas ordinarias, realizadas ejemplarmente. «Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! —Medítalo»5. ¿Vivo la unidad de vida en cada momento de mi existencia: trabajo, descanso...?

II. Todas las criaturas fueron puestas al servicio del hombre, dentro del orden establecido por el Creador. Adán, con su soberbia, introdujo el pecado en el mundo, rompiendo la armonía de todo lo creado y del mismo hombre. En adelante, la inteligencia quedó oscurecida y con posibilidad de caer en el error; la voluntad, debilitada; enferma –no corrompida– la libertad para amar el bien con prontitud. El hombre quedó profundamente herido, con dificultad para saber y conseguir su bien verdadero. «Rompió la Alianza con Dios, sacando como consecuencia de ello por una parte la desintegración interior y, por otra, la incapacidad de construir la comunión con los otros»6. El desorden introducido por el pecado llegó más allá del hombre, afectando también a la naturaleza. El mundo es bueno, pues fue hecho por Dios para contribuir a que el hombre alcanzara su último fin. Pero después del pecado original, las cosas materiales, el talento, la técnica, las leyes..., pueden ser desviadas de su ordenación recta y convertirse en males para el hombre, oscureciéndose su fin último, separándole de Dios en vez de acercarle a Él. Nacen así muchos desequilibrios, injusticias, opresiones, que tienen su origen en el pecado. «El pecado del hombre, es decir, su ruptura con Dios, es la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para comprender esto, muchos de nuestros contemporáneos deben descubrir nuevamente el sentido del pecado»7.

Dios, en su misericordia infinita, se compadeció de este estado en el que había caído la criatura y nos redimió en Jesucristo: nos ha vuelto a su amistad, y lo que es más, nos ha reconciliado con Él hasta el extremo de podernos llamar hijos de Dios y que lo seamos8; nos ha destinado a la vida eterna, a morar con Él para siempre en el Cielo.

Nos toca a los cristianos, principalmente a través de nuestro trabajo convertido en oración, hacer que todas las realidades terrestres se vuelvan medio de salvación, porque solo así servirán verdaderamente al hombre. «Hemos de impregnar de espíritu cristiano todos los ambientes de la sociedad. No os quedéis solamente en el deseo: cada una, cada uno, allá donde trabaje, ha de dar contenido de Dios a su tarea, y ha de preocuparse –con su oración, con su mortificación, con su trabajo profesional bien acabado– de formarse y de formar a otras almas en la Verdad de Cristo, para que sea proclamado Señor de todos los quehaceres terrenos»9. ¿Estoy haciendo todo lo que puedo para llevar esto a la práctica? ¿Me doy cuenta de que para esto necesito tener cada vez más una honda unidad de vida?

III. La misión que el Señor nos ha encomendado es la de infundir un sentido cristiano a la sociedad, porque solo entonces las estructuras, las instituciones, las leyes, el descanso, tendrán un espíritu cristiano y estarán verdaderamente al servicio del hombre. «Los discípulos de Jesucristo hemos de ser sembradores de fraternidad en todo momento y en todas las circunstancias de la vida. Cuando un hombre o una mujer viven intensamente el espíritu cristiano, todas sus actividades y relaciones reflejan y comunican la caridad de Dios y los bienes del Reino. Es preciso que los cristianos sepamos poner en nuestras relaciones cotidianas de familia, amistad, vecindad, trabajo y esparcimiento, el sello del amor cristiano, que es sencillez, veracidad, fidelidad, mansedumbre, generosidad, solidaridad y alegría»10.

Las prácticas personales de piedad no han de estar aisladas del resto de nuestros quehaceres, sino que deben ser momentos en los que la referencia continua a Dios se hace más intensa y profunda, de modo que después sea más alto el tono de las actividades diarias. Es claro que buscar la santidad en medio del mundo no consiste simplemente en hacer o en multiplicar las devociones o las prácticas de piedad, sino en la unidad efectiva con el Señor que esos actos promueven y a que están ordenados. Y cuando hay una unión efectiva con el Señor eso influye en toda la actuación de una persona. «Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla (...)»11.

Procuremos vivir así, con Cristo y en Cristo, todos y cada uno de los instantes de nuestra existencia: en el trabajo, en la familia, en la calle, con los amigos... Eso es la unidad de vida. Entonces, la piedad personal se orienta a la acción, dándole impulso y contenido, hasta convertir al quehacer en un acto más de amor a Dios. Y, a su vez, el trabajo y las tareas de cada día facilitan el trato con Dios y son el campo donde se ejercitan todas las virtudes. Si procuramos trabajar bien y poner en nuestros quehaceres la dimensión trascendente que da el amor de Dios, nuestras tareas servirán para la salvación de los hombres, y haremos un mundo más humano, pues no es posible que se respete al hombre –y mucho menos que se le ame– si se niega a Dios o se le combate, pues el hombre solo es hombre cuando es verdaderamente imagen de Dios. Por el contrario, «la presencia de Satanás en la historia de la humanidad aumenta en la misma medida en que el hombre y la sociedad se alejan de Dios»12.

En esta tarea de santificar las realidades terrenas, los cristianos no estamos solos. Restablecer el orden querido por Dios y conducir a su plenitud el mundo entero es principalmente fruto de la acción del Espíritu Santo, verdadero Señor de la historia: «Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios (Is 59, 1): no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena»13.

Le pedimos al Espíritu Santo que remueva las almas de muchas personas –hombres y mujeres, mayores y jóvenes, sanos y enfermos...– para que sean sal y luz en las realidades terrenas.

1 Antífona de comunión. Jn 3, 17. — 2 Cfr. Jn 8, 12. — 3 Jn 1, 5. — 4 A. del Portillo, Carta Pastoral, 25-XII-1985, n. 4. — San Josemaría Escrivá, Surco, n. 945. — 6 Juan Pablo II, Audiencia general, 6-VIII-1983. — 7 S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis contientiae, 22-III-1986, 37. — 8 Cfr. 1 Jn 3, 1. — 9 A. del Portillo, loc. cit., n. 10. — 10 Conferencia Episcopal Española, Instr. pastoral Los católicos en la vida pública, 22-lV-1986, III. — 11 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 149. — 12 Juan Pablo II, Audiencia general, 20-VIII-1986. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 130.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
Cuaresma. 4ª semana. Martes

LUCHA PACIENTE CONTRA LOS DEFECTOS

— El paralítico de Betzatá. Constancia en la lucha y en los deseos de mejorar.

— Ser pacientes en la lucha interior. Volver al Señor cuantas veces sea necesario.

— Pacientes también con los demás. Contar con sus defectos. Pacientes y constantes en el apostolado.

I. El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta a un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo, y que espera su curación milagrosa de las aguas de la piscina de Betzatá1. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano? El enfermo le habló con toda sencillez: Señor –le dice–, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado. Jesús le dice: levántate, toma tu camilla y echa a andar. El paralítico obedeció: Y al momento el hombre quedó sanado, tomó su camilla y echó a andar.

El Señor está siempre dispuesto a escucharnos y a darnos en cada situación aquello que necesitamos. Su bondad supera siempre nuestros cálculos; pero quiere nuestra correspondencia personal, nuestro deseo de salir de aquella situación, que no pactemos con los defectos o los errores, y que pongamos esfuerzo para superarlos. No podemos «conformarnos» nunca con deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados positivos.

La Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en nuestras disposiciones interiores mediante la conversión del corazón a Dios y las obras de penitencia, que preparan nuestra alma para recibir las gracias que el Señor quiere darnos.

Jesús nos pide perseverancia para luchar y recomenzar cuantas veces sea necesario, sabiendo que en la lucha está el amor. «No le pregunta el Señor al paralítico para saber –era superfluo–, sino para poner de manifiesto la paciencia de aquel hombre que, durante treinta y ocho años, sin cejar, insistió, esperando verse libre de su enfermedad»2.

Nuestro amor a Cristo se manifestará en la decisión y en el esfuerzo por arrancar lo antes posible el defecto dominante o por alcanzar aquella virtud que se presenta difícil de conseguir. Pero también se manifiesta en la paciencia que hemos de tener en la lucha interior: es posible que nos pida el Señor un período largo de lucha, quizá treinta y ocho años, para crecer en determinada virtud o para superar aquel aspecto negativo de nuestra vida anterior.

Un conocido autor espiritual señalaba la importancia de saber tener paciencia con los propios defectos: tener el arte de aprovechar nuestras faltas3. No debemos sorprendernos –ni desconcertarnos– cuando, habiendo puesto todos los medios que razonablemente están a nuestro alcance, no terminamos de superar esa meta espiritual que nos habíamos propuesto. No debemos «acostumbrarnos», pero podemos aprovechar las faltas para crecer en humildad verdadera, en experiencia, en madurez de juicio...

Este hombre que nos presenta el Evangelio de la Misa fue constante durante treinta y ocho años, y podemos suponer que lo hubiera sido hasta el final de sus días. El premio a su constancia fue, ante todo, el encuentro con Jesús.

II. Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los preciosos frutos de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías4.

Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. «Hay que sufrir con paciencia –decía San Francisco de Sales– los retrasos en nuestra perfección, haciendo siempre lo que podamos por adelantar y con buen ánimo. Esperemos con paciencia, y en vez de inquietarnos por haber hecho tan poco en el pasado, procuremos con diligencia hacer más en lo porvenir»5.

Además, la adquisición de una virtud no se logra, de ordinario, con violentos esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad de la lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la gracia. «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos (...) con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso»6.

El alma de la constancia es el amor; solo por amor se puede ser paciente7 y luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable y sin remedio. No podemos ser como aquellos cristianos que, después de muchas batallas y peleas, «acabóseles el esfuerzo, faltóles el ánimo» cuando estaban ya «a dos pasos de la fuente del agua viva»8.

Ser paciente con uno mismo al desarraigar las malas tendencias y los defectos del carácter, significa a la vez huir del conformismo y aceptar el presentarse muchas veces delante del Señor como aquel siervo que no tenía con qué pagar9, con humildad, pidiendo nuevas gracias. En nuestro caminar hacia el Señor, sufriremos abundantes derrotas; muchas de ellas no tendrán importancia; otras sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía más a Dios. Este dolor y arrepentimiento por nuestros pecados y deficiencias no son tristes, porque son dolor y lágrimas de amor. Es el pesar de no estar devolviendo tanto amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo mal por bien a quien tanto nos quiere.

III. Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de ejercitar esta virtud con quienes tratamos con mayor frecuencia, sobre todo si tenemos más obligación de ayudarles en su formación, en una enfermedad, etcétera. Hemos de contar con los defectos de quienes nos rodean. La comprensión y la fortaleza nos ayudarán a tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento más indicado. El esperar un poco de tiempo para corregir, dar una buena contestación, sonreír..., puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, que de otra forma permanecería cerrado, y les podremos ayudar mucho más, con mayor eficacia.

La impaciencia hace difícil la convivencia y también vuelve ineficaz la posible ayuda y la corrección. «Sigue sacando las mismas exhortaciones –nos recomienda San Juan Crisóstomo–, y nunca con pereza; actúa siempre con amabilidad y gracia. ¿No ves con qué cuidado los pintores unas veces borran sus trazos, otras los retocan, cuando tratan de reproducir un bello rostro? No te dejes ganar por los pintores. Porque si tanto cuidado ponen ellos en la pintura de una imagen corporal, con mayor razón nosotros, que tratamos de formar la imagen de un alma, no dejaremos piedra por mover a fin de sacarla perfecta»10.

Debemos ser particularmente constantes y pacientes en el apostolado. Las personas necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo momento da su gracia, perdona y anima a seguir adelante. Con nosotros tuvo y tiene esta paciencia sin límites, y nosotros debemos tenerla con los amigos que queremos llevar hasta el Señor, aunque en ocasiones parezca que no escuchan, que no se interesan por las cosas de Dios. No les abandonemos por eso. En estas ocasiones será necesario intensificar la oración y la mortificación, y también nuestra caridad y nuestra amistad sincera.

Ninguno de nuestros amigos, en ningún momento de su vida, debería dar al Señor la contestación de este hombre paralítico: «no tengo a nadie que me ayude». Porque «esto podrían asegurar, ¡desdichadamente!, muchos enfermos y paralíticos del espíritu, que pueden servir... y deben servir.

»Señor: que nunca me quede indiferente ante las almas»11, le pedimos nosotros.

Examinemos hoy en nuestra oración si nos preocupan las personas que nos acompañan en el camino de la vida; si nos preocupa su formación, o si, por el contrario, nos hemos ido acostumbrando a sus defectos como si fueran algo irremediable, y al mismo tiempo si somos pacientes.

Además, en esta Cuaresma nos viene bien recordar que con la mortificación podemos expiar también por los pecados de los demás y merecer de algún modo, para ellos, la gracia de la fe, de la conversión, de una mayor entrega a Dios.

En Jesucristo está el remedio de todos los males que aquejan a la humanidad. En Él todos pueden encontrar la salud y la vida. Es la fuente de las aguas que todo lo vivifican. Así nos lo dice el profeta Ezequiel en la lectura de la Misa: Estas aguas corren a la comarca de Levante, bajarán hasta el Arabá y desembocarán en el mar, el de las aguas pútridas, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida, y habrá peces en abundancia; al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente12. Cristo convierte en vida lo que antes era muerte, y en virtud, la deficiencia y el error.

1 Jn 5, 1-6. — 2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 36. — 3 J. Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra, Madrid 1976, 6ª ed. — 4 Sant 5-7. — 5 J. Tissot, loc. cit., p. 32. — 6 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 219. — 7 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 136, a. 3. — 8 Cfr. Santa Teresa, Camino de perfección, 19, 2. — 9 Cfr. Mt 18, 23 ss. — 10 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 30. — 11 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 212. — 12 Ez 47, 8-9.

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Cómo escuchar/descargar las oraciones

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Concierto por la vida de Yoko Suzuki

Concierto por la vida de Yoko Suzuki

Clausura del Año Sacerdotal, celebración presidida por el Santo Padre Benedicto XVI

domingo, 3 de abril de 2011





Domingo, 3 de abril
“El Señor me untó los ojos, fui, me lavé y empecé a ver y a creer en Dios” (Jn 9,11).

Métete tú en esta historia apasionante que va de la oscuridad a la luz.

Mira lo que hace Jesús con el ciego y pídele que también te lo haga a ti. Que ponga barro en tus ojos y haga de ti una creación nueva. Que te unte los ojos y haga de ti un ungido/a, un/a hijo/a de Dios. Contrasta la actitud de Jesús con la de la gente y de los fariseos. Estos son más amigos de la ley que de la vida, más amigos del curioseo que de la alegría del ciego. Jesús se alegra de poder levantar la vida, no abandona a los que quieren vivir de verdad, ofrece su casa a los que se han quedado sin morada. Muéstrale a Jesús tu fe y tu amor. Coge la luz que Él te da, bebe el agua que te ofrece. No eres dueño de la fuente, pero puedes cantarla y saciarte con su frescor.

Jesús, tú eres mi luz, tú eres mi vida. Jesús, tú eres mi verdad, tú eres mi salvación. Jesús, tú eres mi alegría. Creo en ti. Me postro y te adoro, Señor de mi vida. Me abro a tu amor. Quiero seguirte.

Lunes, 4 de abril
“El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino” (Jn 4,50).

Donde Jesús está, rebrota la vida, aunque ésta estuviera a punto de perderse. Preséntale a Jesús con sencillez y confianza una necesidad vital. Jesús pronuncia su palabra de vida y libera sin alarde de fuerza ni ostentación de poder. Cree en la palabra de vida de Jesús y ponte en camino.

Señor, haz fuerte mi fe, capaz de confiar en tu Palabra de vida.

Martes, 5 de abril
“Y dijo que era Jesús quien lo había sanado” (Jn 5,15).

Era un inválido y no sabía ni hablar. Con el paso de los años le había invadido una dañina tristeza y un hondo pesimismo. No tenía palabra. Muy cerquita de donde él estaba, se celebraba un culto muy pomposo, aunque muy alejado de los enfermos. Y pasó Jesús junto a él. Su cariño le infundió ánimo. Su apoyo le ayudó a ponerse de pie. Su confianza le invitó a tirar lejos las muletas. Y el inválido se hizo misionero y habló, dando un testimonio limpio de Jesús.

Ayúdame a estrenar la vida con la mirada puesta en ti, con el corazón lleno de tus sentimientos.

Miércoles, 6 de abril
“Mi padre sigue actuando y yo también actúo” (Jn 5,17).

Dios sostiene con su amor la vida. El es la fuente de toda novedad. Por muy mal que vayan las cosas, alegra saber que el Espíritu sigue dibujando un horizonte de vida para la humanidad. Únete tú también a la actuación de la Trinidad, para que la bondad de Dios llegue a todos los rincones. Ora. Las cosas bellas empiezan naciendo en el corazón.

Señor, Tú estás presente. Tú eres presente. Tú eres mi Presente.

Jueves, 7 de abril
“Las obras que el Padre me ha concedido realizar dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36).

¿Cómo continuar el camino cuando se asoma la prueba, cuando parece que hasta los amigos desconfían de ti? ¿En quién apoyarse cuando las cosas están confusas y surge la confrontación? A Jesús le acorralan, intentan despojarle de lo que vive. ¿Cómo probar la validez de su causa? Jesús, como testimonio, deja que hablen silenciosamente las obras, todo lo que ha hecho a favor del ser humano. Cuando las cosas se ponen mal, puede seguir hablando el lenguaje callado del amor. Y en ese lenguaje se percibe el misterio de Dios, porque Dios hace cosas grandes en los que le aman.

Orar es muchas veces callar y obrar.

Viernes, 8 de abril
“Yo no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz” (Jn 7,28).

A Jesús le aflora en la noche la experiencia honda de saberse amado por el Padre. Le da fuerza saber que su Padre, que es veraz, está siempre con Él. La experiencia que tienes de Dios es fundamental para no caer en la tentación en las horas de prueba. Oras cuando te fías de Dios y “dejas tu cuidado entre las azucenas olvidado”.

Ayúdame a vivir consciente de esta realidad: En ti soy, me muevo y existo. Tú eres mi verdad.

Sábado, 9 de abril
“Jamás ha hablado nadie así” (Jn 7,46).

Mira el rostro de Jesús, rebosante de luz y de palabras de vida. La gente sencilla lo tiene claro: nadie ha hablado como El. La palabra de Jesús no está encadenada. Junto a Él, tu vida cristiana se fortalece. Él te descubre tu dignidad. Junto a Él puedes tomar las más fuertes decisiones. Cuando oras, la fe en ti se hace viva y los miedos se alejan.

Que tu Espíritu ponga al descubierto mis miedos, mis heridas, mis cansancios, mis desconfianzas, y me cure.

Cipecar - 4ª Semana de Cuaresma - 4ª Semana de Cuaresma - Centro de iniciativas de pastoral de espiritualidad

Cipecar - 4ª Semana de Cuaresma - 4ª Semana de Cuaresma - Centro de iniciativas de pastoral de espiritualidad
I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro de Isaías 65,17-21
Así dice el Señor: "Mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años, y el que no los alcance se tendrá por maldito. Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos."
Salmo Responsorial 29: "Te ensalzaré, Señor, porque me has librado."
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R.

Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo. R.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. R.
Lectura del santo evangelio según san Juan 4,43-54
En aquel tiempo, salió Jesús de Samaría para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación: "Un profeta no es estimado en su propia patria." Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: "Como no veáis signos y prodigios, no creéis." El funcionario insiste: "Señor, baja antes de que se muera mi niño." Jesús le contesta: "Anda, tu hijo está curado." El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo estaba curado. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: "Hoy a la una lo dejó la fiebre." El padre cayó en la cuenta de que ésa era la hora cuando Jesús le había dicho: "Tu hijo está curado." Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.
II. Oramos con la Palabra
CRISTO, aquel muchacho ciego de nacimiento no te pidió nada, y tú le diste lo que más necesitaba, la vista. Te vio con los ojos de la cara y te conoció y admiró con los ojos del alma. Poco le importaba la opinión de los fariseos, y la discusión sobre el porqué de su ceguera. ¡«Creo, Señor», que tú eres la luz del mundo y que todo lo haces bien, incluso cuando permites el dolor, la enfermedad, el sufrimiento! Como el ciego de nacimiento, quiero ser tu testigo en el mundo.

Esta oración está incluida en el libro: Evangelio 2011 publicado por EDIBESA.

III. Compartimos la Palabra
Bellísima primera lectura del profeta Isaías de este lunes. El profeta nos da unas pinceladas de aquello que viviremos al final de nuestra vida. No habrá llanto, sino alegría. Es un pasaje lleno de esperanza, de fuerza, de coraje… Un pasaje que parece levantar al caído, al abatido… Este pasaje lo escuchaban los judíos cuando se encontraban en medio de una situación muy difícil: el destierro en Babilonia. No tenían Templo, no podían ofrecer sacrificios ni celebrar las fiestas mayores; se encontraban fuera de su patria, fuera de Jerusalén… Muchos trabajan como esclavos de los babilonios, otros a merced de la suerte… La humillación era el pan nuestro de cada día. Pero, el sábado en la sinagoga sus corazones se abrían, sus lágrimas eran escuchadas, su sudor veía fruto… al escuchar lecturas como la que escuchamos hoy: “Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos” Los gritos de los israelitas no eran eco, sino plegaria recibida.

Esa misma Palabra capaz de secar las lágrimas de los Israelitas, toma un color especial en el Evangelio. Jesús, por medio de su palabra, resucita al hijo del funcionario real. Ahora son los paganos: un funcionario, es decir, alguien pertenecía al poder romano. Jesús La Palabra de Dios, Jesús, traspasa fronteras y tiempos. Es universal, no es exclusiva de los judíos. Todo, sin excepción alguna, el que escucha la Palabra de Dios con respeto, con reverencia, como ha hecho el funcionario real, y cree en lo que dice esa Palabra, adquiere la sanación, la Felicidad.

Es bello también percibir en el pasaje, que el sufrimiento del padre es porque sufre su hijo. El Padre sufre con quien sufre. La Felicidad del hijo es la felicidad del padre. Jesús acoge las lágrimas, el llanto del padre y lo transforma en Vida. Este es el incienso que sube a Dios, este es el grito que escucha Dios: el grito del abatido. Por ello, el abatido, el vacío, el pobre… es capaz de escuchar la Palabra de Dios con toda la fuerza porque no tiene nada. Y de la misma manera, el pobre es el que se dirige de nuevo a Dios para dar gracias, como el funcionario real y toda su familia, que creyeron en que Dios había escuchado su oración.

Fray José Rafael Reyes González
Casa Santissima Trinità degli Spagnoli-Roma

Orden de Predicadores

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