El tiempo de Navidad celebra los primeros misterios salvadores de la
vida del Señor, misterios que son anuncio y comienzo de nuestra redención,
que culmina en el Misterio de la Pascua. En este sentido las Normas
Universales del Año litúrgico y del Calendario en el número 32 señalan:
"después de la anual evocación del misterio pascual la Iglesia no tiene
nada más santo que la celebración del nacimiento del Señor y de sus
principales manifestaciones"; marcando, no sólo la importancia en sí de la
celebración de los misterios de la Navidad, sino también resaltando su
vinculación con la Pascua. El Verbo de Dios se hace hombre por nosotros
y por nuestra salvación, es decir, nace para morir y resucitar. No es de
extrañar que en los antiguos calendarios litúrgicos romanos figuran la
siguiente expresión en el día 25 de diciembre: Nacimiento del Señor en la
carne: Pascua.
La liturgia de la Navidad y de la Epifanía celebra la alabanza y la acción
de gracias al Señor de la gloria que se manifiesta como salvador uniéndose
a la humildad de nuestra carne, para que en un maravilloso intercambio,
nosotros nos hagamos partícipes de su naturaleza divina. En el nacimiento
del Verbo, la luz, que estaba junto al Padre, se nos manifiesta con
un nuevo resplandor, un resplandor de plenitud del día, pues Cristo sin
dejar la gloria del Padre aparece en nuestro mundo, se nos manifiesta y
revela (Cf. Prefacios de Navidad).
El tiempo de la Navidad, es la alabanza
de la Iglesia por el esplendor de la gloria de la palabra encarnada, dando
gracias por el comienzo del tiempo de la plenitud de la revelación. Todo en
Navidad hace referencia a la manifestación del Verbo de Dios: a los
pastores, a los Magos, a Simeón y Ana; en la vida de familia en Nazaret;
en la sabiduría niño Jesús entre los doctores y su crecimiento en santidad
y gracia; para concluir con los grandes signos que inauguran el ministerio
público del Mesías: el bautismo de Jesús y las bodas de Caná.
Al mismo tiempo, expresa en el memorial de la celebración, que la revelación de Cristo se cumple en la Iglesia, prolongación de la humanidad del Verbo en
la historia. Así, las fiestas de los Santos Inocentes y de San Esteban,
primeros mártires de Cristo, como también la fiesta y la lectura continuada
de la primera carta de San Juan muestran los signos de cómo el misterio
Pascual, anunciado en la Encarnación del Verbo, se realiza, eficazmente,
en la Iglesia.
Por supuesto, la preocupación litúrgica no es cronológica sino
mistagógica, es decir, no es evocar acontecimientos pasados, sino entrar
en comunión con el Señor vivo en la celebración de sus misterios. Es
Cristo el que en el tiempo de Navidad otorga a su Iglesia la posibilidad de
celebrar el don que le ha otorgado al hacerse hombre y habitar entre los
hombres. Navidad es el misterio de los desposorios de Dios con la humanidad, porque a través de la humanidad de Cristo, Dios se ha unido a todo hombre, dando el auténtico sentido a la vida humana, iluminándola con la luz de la verdad, de la paz y del amor de Dios, entregado en la vida de
Cristo y manifestado en la Eucaristía, memorial perpetuo del sacrificio de
Cristo en la Cruz, de su Resurrección gloriosa y del envío del Espíritu
Santo.
Así todos los acontecimientos celebrados en este tiempo, y de
manera explícita en la revelación del anciano Simeón y la persecución de
Herodes, nos anuncian la futura entrega de Cristo por amor a nosotros
y a Dios, así como nuestra necesidad de entregarnos en comunión con
él, con su cuerpo, para tener la vida eterna. Una comunión en su muerte,
que se hará sacramentalmente efectiva en nuestro bautismo, en
donde Dios nos hará hijos en el Unigénito amado, haciéndonos partícipes
de su Resurrección.
Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí. Y en seguida entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan; y el Angel de la alianza que ustedes desean ya viene, dice el Señor de los ejércitos.
¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién permanecerá de pie cuando aparezca? Porque él es como el fuego del fundidor y como la lejía de los lavanderos.
El se sentará para fundir y purificar: purificará a los hijos de Leví y los depurará como al oro y la plata; y ellos serán para el Señor los que presentan la ofrenda conforme a la justicia.
La ofrenda de Judá y de Jerusalén será agradable al Señor, como en los tiempos pasados, como en los primeros años.
Yo les voy a enviar a Elías, el profeta, antes que llegue el Día del Señor, grande y terrible.
El hará volver el corazón de los padres hacia sus hijos y el corazón de los hijos hacia sus padres, para que yo no venga a castigar el país con el exterminio total.
Salmo 25(24),4-5.8-9.10.14.
Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos.
Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador, y yo espero en ti todo el día.
El Señor es bondadoso y recto: por eso muestra el camino a los extraviados;
él guía a los humildes para que obren rectamente y enseña su camino a los pobres.
Todos los senderos del Señor son amor y fidelidad, para los que observan los preceptos de su alianza.
El Señor da su amistad a los que lo temen y les hace conocer su alianza.
Evangelio según San Lucas 1,57-66.
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo.
Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre;
pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan".
Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre".
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran.
Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados.
Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea.
Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.
Contra la herejías III, 10,1
A propósito de Juan Bautista leemos en Lucas: «Será grande a los ojos del Señor, y convertirá mucho israelitas al Señor, su Dios. Irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto» (1,15-17). ¿Por qué, pues, ha preparado un pueblo, y delante qué Señor él ha sido grande? Sin ninguna duda que delante de Aquel que ha dicho que Juan era «más que un profeta» y que «no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista» (Mt 11,9.11). Porque él preparaba un pueblo anunciando por adelantado a sus compañeros de servidumbre la venida del Señor, y predicándoles la penitencia a fin de que, cuando el Señor se hiciera presente, todos se encontraran en estado de recibir su perdón y poder regresar a Aquel para quien se habían hecho extraños por sus pecados...
Sí, «en su misericordia» Dios «nos ha visitado, Sol que viene de lo alto; y ha brillado para los que estaban sentados en tinieblas y en sombras de muerte, y ha dirigido nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,78-79). Es en estos términos que Zacarías, liberado ya del mutismo en que había caído a causa de su incredulidad, y lleno de un Espíritu nuevo, bendecía a Dios de una nueva manera. Porque en adelante todo era nuevo, por el hecho de que el Verbo, por un proceso nuevo venía a cumplir el primer designio de su venida en la carne para que el hombre, que se había alejado de Dios, fuera por él reintegrado en la amistad con Dios .Y es por ello que este hombre aprendía a honorar a Dios de una manera nueva
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