martes, 19 de abril de 2011

EL BUEN PASTOR. AMOR AL PAPA

- Jesús es el buen Pastor y encarga a Pedro y a sus sucesores que continúen su misión aquí en la tierra en el gobierno de su Iglesia.

- El primado de Pedro. El amor a Pedro de los primeros cristianos.

- Obediencia fiel al Vicario de Cristo; dar a conocer sus enseñanzas. El “dulce Cristo en la tierra”.

I. Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas, y se dignó morir por su grey. Aleluya (1).

La figura del buen Pastor determina la liturgia de este domingo. El sacrificio del Pastor ha dado la vida a las ovejas y las ha devuelto al redil. Años más tarde, San Pedro afianzaba a los cristianos en la fe recordándoles en medio de la persecución lo que Cristo había hecho y sufrido por ellos: por sus heridas habéis sido curados. Porque erais como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas (2). Por eso la Iglesia entera se llena de gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo (3) y le pide a Dios Padre que el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor (4).

Los primeros cristianos manifestaron una entrañable predilección por la imagen del Buen Pastor, de la que nos han quedado innumerables testimonios en pinturas murales, relieves, dibujos que acompañan epitafios, mosaicos y esculturas, en las catacumbas y en los más venerables edificios de la antigüedad. La liturgia de este domingo nos invita a meditar en la misericordiosa ternura de nuestro Salvador, para que reconozcamos los derechos que con su muerte ha adquirido sobre cada uno de nosotros. También es una buena ocasión para llevar a nuestra oración personal nuestro amor a los buenos pastores que Él dejó en su nombre para guiarnos y guardarnos.

En el Antiguo Testamento se habla frecuentemente del Mesías como del buen Pastor que habría de alimentar, regir y gobernar al pueblo de Dios, frecuentemente abandonado y disperso. En Jesús se cumplen las profecías del Pastor esperado, con nuevas características. Él es el buen Pastor que da la vida por sus ovejas y establece pastores que continúen su misión. Frente a los ladrones, que buscan su interés y pierden el rebaño, Jesús es la puerta de salvación (5); quien pasa por ella encontrará pastos abundantes (6). Existe una tierna relación personal entre Jesús, buen Pastor, y sus ovejas: llama a cada una por su nombre; va delante de ellas; las ovejas le siguen porque conocen su voz... Es el pastor único que forma un solo rebaño (7) protegido por el amor del Padre (8). Es el pastor supremo (9).

En su última aparición, poco antes de la Ascensión, Cristo resucitado constituye a Pedro pastor de su rebaño (10), guía de la Iglesia. Se cumple entonces la promesa que le hiciera poco antes de la Pasión: pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (11). A continuación le profetiza que, como buen pastor, también morirá por su rebaño.

Cristo confía en Pedro, a pesar de las negaciones. Sólo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor no tiene inconveniente en confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con obras.

Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas.

La imagen del pastor que Jesús se había aplicado a sí mismo pasa a Pedro: él ha de continuar la misión del Señor, ser su representante en la tierra.

Las palabras de Jesús a Pedro -apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas- indican que la misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin excepción. Y “apacentar” equivale a dirigir y gobernar. Pedro queda constituido pastor y guía de la Iglesia entera. Como señala el Concilio Vaticano II, Jesucristo “puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión” (12).

Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.

II. Sobre el primado de Pedro -la roca- estará asentado, hasta el fin del mundo, el edificio de la Iglesia. La figura de Pedro se agranda de modo inconmensurable, porque realmente el fundamento de la Iglesia es Cristo (13), y, desde ahora, en su lugar estará Pedro. De aquí que el nombre posterior que reciban sus sucesores será el de Vicario de Cristo, es decir, el que hace las veces de Cristo.

Pedro es la firme seguridad de la Iglesia frente a todas las tempestades que ha sufrido y padecerá a lo largo de los siglos. El fundamento que le proporciona y la vigilancia que ejerce sobre ella como buen pastor son la garantía de que saldrá victoriosa a pesar de que estará sometida a pruebas y tentaciones. Pedro morirá unos años más tarde, pero su oficio de pastor supremo “es preciso que dure eternamente por obra del Señor, para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, que, fundada sobre roca, debe permanecer firme hasta la consumación de los siglos” (14).

El amor al Papa se remonta a los mismos comienzos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles (15) nos narran la conmovedora actitud de los primeros cristianos, cuando San Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, que espera darle muerte después de la fiesta de Pascua. Mientras tanto la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios. “Observad los sentimientos de los fieles hacia sus pastores -dice San Crisóstomo-. No recurren a disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio invencible. No dicen: como somos hombres sin poder alguno, es inútil que oremos por él. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante” (16).

Debemos rezar mucho por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de la Iglesia, y por sus intenciones. Quizá podemos hacerlo con las palabras de esta oración litúrgica: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius: Que el Señor le guarde, y le dé vida, y le haga feliz en la tierra, y no le entregue en poder de sus enemigos (17). Todos los días sube hacia Dios un clamor de la Iglesia entera rogando “con él y por él” en todas partes del mundo. No se celebra ninguna Misa sin que se mencione su nombre y pidamos por su persona y por sus intenciones. El Señor verá también con mucho agrado que nos acordemos a lo largo del día de ofrecer oraciones, horas de trabajo o de estudio, y alguna mortificación por su Vicario aquí en la tierra.

“Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón” (18): ojalá podamos decir esto cada día con más motivo. Este amor y veneración por el Romano Pontífice es uno de los grandes dones que el Señor nos ha dejado.

III. Junto a nuestra oración, nuestro amor y nuestro respeto para quien hace las veces de Cristo en la tierra. “El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo” (19). Por esto, “no cederemos a la tentación, demasiado fácil, de oponer un Papa a otro, para no otorgar nuestra confianza sino a aquel cuyos actos respondan mejor a nuestras inclinaciones personales. No seremos de aquellos que añoran al Papa de ayer o que esperan al de mañana para dispensarse de obedecer al jefe de hoy. Leed los textos del ceremonial de la coronación de los pontífices y notaréis que ninguno confiere al elegido por el cónclave los poderes de su dignidad. El sucesor de Pedro tiene esos poderes directamente de Cristo. Cuando hablemos del sumo Pontífice eliminemos de nuestro vocabulario, por consiguiente, las expresiones tomadas de las asambleas parlamentarias o de la polémica de los periódicos y no permitamos que hombres extraños a nuestra fe se cuiden de revelarnos el prestigio que tiene sobre el mundo el jefe de la Cristiandad” (20).

Y no habría respeto y amor verdadero al Papa si no hubiera una obediencia fiel, interna y externa, a sus enseñanzas y a su doctrina. Los buenos hijos escuchan con veneración aun los simples consejos del Padre común y procuran ponerlos sinceramente en práctica.

En el Papa debemos ver a quien está en lugar de Cristo en el mundo: al “dulce Cristo en la tierra”, como solía decir Santa Catalina de Siena; y amarle y escucharle, porque en su voz está la verdad. Haremos que sus palabras lleguen a todos los rincones del mundo, sin deformaciones, para que, lo mismo que cuando Cristo andaba sobre la tierra, muchos desorientados por la ignorancia y el error descubran la verdad y muchos afligidos recobren la esperanza. Dar a conocer sus enseñanzas es parte de la tarea apostólica del cristiano.

Al Papa pueden aplicarse aquellas mismas palabras de Jesús: Si alguno está unido a mí, ése lleva mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada (21). Sin esa unión todos los frutos serían aparentes y vacíos y, en muchos casos, amargos y dañosos para todo el Cuerpo Místico de Cristo. Por el contrario, si estamos muy unidos al Papa, no nos faltarán motivos, ante la tarea que nos espera, para el optimismo que reflejan estas palabras de Mons. Escrivá de Balaguer: “Gozosamente te bendigo, hijo, por esa fe en tu misión de apóstol que te llevó a escribir: "No cabe duda: el porvenir es seguro, quizá a pesar de nosotros. Pero es menester que seamos una sola cosa con la Cabeza -”ut omnes unum sint!”- por la oración y por el sacrificio"“ (22).

(1) Antífona de comunión.- (2) 1 Pdr 2, 25.- (3) Oración colecta de la Misa.- (4) Ibídem.- (5) Cfr. Jn 10, 10.- (6) Cfr. Jn 10, 9-10.- (7) Cfr. Jn 10, 16.- (8) Cfr. Jn 10, 29.- (9) 1 Pdr 5, 4.- (10) Cfr. Jn 21, 15-17.- (11) Lc 22, 32.- (12) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 18.- (13) 1 Cor 3, 11.- (14) CONC. VAT. I, Const. Pastor aeternus, cap. 2.- (15) Cfr. Hech 12, 1-12.- (16) SAN JUAN CRISOSTOMO, Hom. sobre los Hechos de los Apóstoles, 26.- (17) Enchiridium indulgentiarum, 1986, n. 39 Oración pro Pontifice.- (18) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 573.- (19) IDEM, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.- (20) G. CHEVROT, Simón Pedro, Rialp, Madrid 1967, pp. 126-127.- (21) Jn 15, 5.- (22) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 968.
LA TAREA SALVADORA DE LA IGLESIA
La oración por la Iglesia.
Por el Bautismo somos constituidos instrumentos de salvación en el propio ambiente.

II. Diariamente ha de ocupar un lugar de primer orden en nuestras oraciones la persona del Romano Pontífice, su tarea en servicio de la Iglesia universal, la ayuda que le prestan sus colaboradores más inmediatos: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius (9), nos enseña a pedir la liturgia. Es abrumador el peso que, con solicitud paterna, ha de llevar sobre sí el Vicario de Cristo: si consideramos en la presencia de Dios, si advertimos -no es difícil, al conocer comentarios de la prensa laicista, de otros medios de comunicación, etc.- la resistencia con que le combaten los enemigos de la fe; si conocemos la presión de los que abominan del afán apostólico de los cristianos y se oponen a la tarea evangelizadora que impulsa constantemente el Papa, pediremos fervientemente al Señor que conserve al Romano Pontífice, que lo vivifique con su aliento divino, que lo haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo. En el Evangelio de la Misa de hoy (10) el Señor advierte a sus discípulos que estén alerta y se guarden de una levadura: la de los fariseos y de Herodes. No se refiere aquí a la levadura buena que han de ser sus discípulos, sino a otra, capaz también de transformar la masa desde dentro, pero para mal. La hipocresía farisaica y la vida desordenada de Herodes, que sólo se movía por ambiciones personales, eran un mal fermento que contagiaba a la masa de Israel, corrompiéndola.

Tenemos el gratísimo deber de pedir cada día que todos los fieles cristianos seamos verdadera levadura en medio de un mundo alejado de Dios, que la Iglesia puede salvar. “Estos tiempos son tiempos de prueba y hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (Cfr. Is 58, 1), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles” (11). No podemos dejar a un lado este deber filial con nuestra Madre la Iglesia, misteriosamente necesitada de protección y de ayuda: “Ella es Madre... una madre debe ser amada” (12).

Es grande el daño que produce en las almas la mala levadura de la doctrina adulterada y de desdichados ejemplos, aumentados y aireados por gentes sectarias. Cuando nos encontremos ante la doctrina falsa, ante situaciones quizá escandalosas, debemos hacer examen y preguntarnos: ¿qué he hecho yo por sembrar buena doctrina?, ¿cómo es mi conducta en el cumplimiento de mis deberes profesionales?, ¿qué hago para que mis hijos, mis hermanos, mis amigos adquieran la doctrina de Jesucristo?, ¿cómo son mi oración y mi mortificación por la Iglesia? Hemos de pedir también -son muchas las personas que lo hacen a diario en la Santa Misa, en el rezo del Santo Rosario y en otras ocasiones- por los Pastores todos de la Iglesia de Dios: junto al Papa, los Obispos. Es antiquísima la oración con que los fieles encomendamos al Señor al Ordinario del lugar: Stet et pascat in fortitudine tua, Domine, in sublimitate nominis tui. Siempre es grande la necesidad del favor divino que los Pastores de la Iglesia requieren para llevar adelante su misión. Tenemos la responsabilidad de ayudarles, y para ello pedimos que el Señor les sostenga y les ayude a apacentar su grey con la fortaleza divina y con la suavidad y altísima sabiduría que viene del Cielo. Cada día, en la Santa Misa, con estas u otras palabras recogidas en las demás Plegarias Eucarísticas, reza el sacerdote: “A ti, pues, Padre misericordioso, te pedimos humildemente (...), ante todo, por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero, con tu servidor el Papa..., con nuestro obispo..., y todos aquellos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica” (13). Así podemos acordarnos de las intenciones del Papa, de los Obispos, de rezar por los sacerdotes, por los religiosos y por todo el Pueblo de Dios; también por quien más necesitado esté en el Cuerpo Místico de Cristo, viviendo con naturalidad el dogma de la Comunión de los Santos.

III. En una carta de San Juan Leonardi al Papa Pablo V, quien le pedía algunos consejos para revitalizar al Pueblo de Dios, decía el santo: “Por lo que mira a estos remedios, ya que han de ser comunes a toda la Iglesia (...), habría que fijar la atención primeramente en todos aquellos que están al frente de los demás, para que así la reforma comenzara por el punto desde donde debe extenderse a las otras partes del cuerpo. Habría que poner un gran empeño en que los cardenales, los patriarcas, los arzobispos, los obispos y los párrocos, a quienes se ha encomendado directamente la cura de almas, fuesen tales que se les pudiera confiar con toda seguridad el gobierno de la grey del Señor” (14). Nosotros no dejemos de pedir cada día por su santidad: que amen cada día más a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía, que recen con piedad cada vez mayor a la Santísima Virgen, que sean fuertes, caritativos, que tengan amor a los enfermos, que cuiden esmeradamente la enseñanza del Catecismo, que den un testimonio claro de desprendimiento, de sobriedad...

Pero la Iglesia somos todos los bautizados, y todos somos instrumentos de salvación para los demás cuando procuramos permanecer unidos a Cristo con el cumplimiento fiel de nuestros deberes religiosos: la Santa Misa, la oración, la presencia de Dios durante el día...; cuando estamos unidos a la persona y a las intenciones del Romano Pontífice y del Obispo de la diócesis; cuando somos ejemplares en el cumplimiento de nuestros deberes profesionales, familiares, cívicos; con un apostolado eficaz en el entramado de relaciones en el que discurre nuestra vida. Este apostolado se hace más urgente cuanta más cizaña encontramos en nuestro camino, cuando percibamos el efecto de esa mala levadura de la que habla el Señor.

Avivemos nuestra fe. El Pueblo de Dios -enseña el Concilio Vaticano II- ha de abarcar el mundo entero, reuniendo a todos los hombres dispersos, desorientados. Y para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que fuera Maestro, Sacerdote y Rey nuestro (15). Hoy podemos recordar el Salmo II, que proclama la realeza de Cristo, y pedimos a Dios Padre que sean muchas las almas en las que reine el Señor, muchos los pueblos que acojan la palabra de salvación que proclama la Iglesia, ya que también a Ella -como nos recuerda la Constitución Lumen gentium- le han sido dadas en heredad todas las naciones.

(9) Enchiridion Indulgentiarum, 1986. Aliae concessiones, n. 39.- (10) Mc 8, 14-21.- (11) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , p. 55.- (12) JUAN PABLO II, Homilía 7-XI-1982.- (13) MISAL ROMANO, Ordinario de la Misa. Canon Romano.- (14) SAN JUAN LEONARDI, Cartas al Papa Pablo V para la reforma de la Iglesia .- (15) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 13.- (16) Cfr. ibídem.

EL PAPA, FUNDAMENTO PERPETUO DE LA UNIDAD
Jesús promete a Pedro que será la roca sobre la que edificará su Iglesia.
Amor al Papa.

- Donde está Pedro, allí está la Iglesia, allí encontramos a Dios. Acoger la palabra del Papa y darla a conocer.

I. El Evangelio de la Misa (1) presenta a Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo. Habían llegado a aquella región después de dejar Betsaida y de emprender el camino del Norte por la ribera oriental del lago (2). Mientras caminan, Jesús pregunta a los Apóstoles: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y después que ellos le dijeran las diversas opiniones de las gentes, Jesús les interpela directamente: Pero vosotros, ¿quién decís que soy Yo? “Todos nosotros -comenta el Papa Juan Pablo II- conocemos ese momento en el que no basta hablar de Jesús repitiendo lo que otros han dicho..., no basta recoger una opinión, sino que es preciso dar testimonio, sentirse comprometido por el testimonio y después llegar hasta los extremos de las exigencias de ese compromiso. Los mejores amigos, seguidores, apóstoles de Cristo fueron siempre los que percibieron un día dentro de sí la pregunta definitiva, que no tiene vuelta de hoja, ante la cual todas las demás resultan secundarias y derivadas: "Para ti, ¿quién soy Yo?"“ (3). La vida y todo el futuro “depende de esa respuesta nítida y sincera, sin retórica ni subterfugios, que pueda darse a esa pregunta” (4).

La interpelación dirigida a todos aquellos que le siguen, encuentra un especial eco en el corazón de Pedro, quien, movido por una singular gracia, contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le llama bienaventurado por la respuesta llena de verdad, en la que confiesa abiertamente la divinidad de Aquel en cuya compañía llevan ya meses. Éste es el momento escogido por Cristo para comunicar a Pedro que sobre él recaerá el Primado de toda su Iglesia: Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos. Será la roca, el fundamento firme sobre el que Cristo construirá su Iglesia, de tal manera que ningún poder podrá derribarla. Y el mismo Señor ha querido que diariamente se sienta apoyado y protegido por la veneración, el amor y la oración de todos los cristianos. ¿Cómo es nuestra oración diaria por su persona y por sus intenciones? Es mucha su responsabilidad, y no podemos dejarlo solo. Si deseamos estar muy unidos a Cristo, lo hemos de estar en primer lugar con quien hace sus veces aquí en la tierra. “Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración” (5).

II. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos...

Las llaves indican poder: Colgaré de un hombro las llaves del palacio de David, se lee en la Primera lectura (6) a propósito de Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder prometido a Pedro, y que le será conferido después de la resurrección (7), es inmensamente superior. No se le dan las llaves de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, del Reino que no es de este mundo pero se incoa aquí y durará eternamente. Pedro tiene el poder de atar y desatar, es decir, de absolver o condenar, de acoger o de excluir. Es tan grande este poder que aquello que decida en la tierra será ratificado en el Cielo. Para ejercerlo, cuenta con una asistencia especial del Espíritu Santo.

Desde el primer día en que conoció a Jesús se llamará para siempre Petrus, piedra. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (8). Con este cambio de nombre quiso indicar el Señor la nueva misión que le será encomendada: la de ser el cimiento firme del nuevo edificio, la Iglesia. “Es como si el Señor le dijera -escribe San León Magno-: "Yo soy la piedra inquebrantable, Yo soy la piedra angular (...), el fundamento fuera del cual nadie puede edificar; pero también tú eres piedra, porque por mi virtud has adquirido tal firmeza, que tendrás juntamente conmigo, por participación, los poderes que Yo tengo en propiedad"“ (9).

Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos han venerado al Papa. El Príncipe de los Apóstoles es nombrado siempre en primer lugar (10) y hace frecuente uso de una especial autoridad ante los demás: propone la elección de un nuevo Apóstol que ocupe el lugar de Judas (11), toma la palabra en Pentecostés y convierte a los primeros cristianos (12), responde ante el Sanedrín en nombre de todos (13), castiga con plena autoridad a Ananías y Safira (14), admite en la Iglesia a Cornelio, el primer gentil (15), preside el Concilio de Jerusalén y rechaza las pretensiones de algunos cristianos provenientes del judaísmo acerca de la necesidad de la circuncisión, afirmando que la salvación sólo se obtiene en Jesucristo (16).

Estos poderes espirituales tan grandes son dados a Pedro para bien de la Iglesia, y, como ésta ha de durar hasta el fin de los tiempos, esos poderes se trasmitirán a quienes sucedan a Pedro a lo largo de la historia. El Magisterio de la Iglesia siempre ha subrayado esta verdad; la Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, afirma: “este santo Concilio, al seguir las huellas del Vaticano I, enseña y declara con él, que Jesucristo, Pastor eterno (...), puso en Pedro el principio visible y el perpetuo fundamento de la Unidad de la Fe y de la Comunión. Esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sagrado primado del Romano Pontífice, y de su magisterio infalible, este santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles” (17). El Romano Pontífice es el sucesor de Pedro; unidos a él estamos unidos a Cristo. Es su Vicario aquí en la tierra, el que hace sus veces.

Nuestro amor al Papa no es sólo un afecto humano, fundamentado en su santidad, en simpatía, etc. Cuando acudimos a ver al Papa, a escuchar su palabra, lo hacemos por ver, tocar y oír a Pedro, al Vicario de Cristo; es el “dulce Cristo en la tierra”, en expresión de Santa Catalina de Siena, sea quien sea. “Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa.

“Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre” (18).

III. Una antigua fórmula resume en muy pocas palabras el contenido de la doctrina acerca del Romano Pontífice: ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus (19). Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y allí también encontramos a Dios. “El Romano Pontífice -enseña el Concilio Vaticano II-, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles” (20). “Y ¿qué sería de esta unidad si no hubiera uno puesto al frente de toda la Iglesia, que la bendijese y la guardase, y que uniese a todos sus miembros en una sola profesión de fe y los juntase con un lazo de caridad y de unión?” (21). Quedaría rota la unión en mil pedazos y andaríamos como ovejas dispersas, sin una fe segura en que creer, sin un camino claro que andar.

Nosotros queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Cristo; y sin él no encontraremos a Dios. Y porque amamos a Cristo, amamos al Papa: con la misma caridad. Y como estamos pendientes de Jesús, de sus deseos, de sus gestos, de su vida toda, así nos sentimos unidos al Romano Pontífice hasta en los menores detalles: le amamos sobre todo por Aquel a quien representa y de quien es instrumento. “Ama, venera, reza, mortifícate -cada día con más cariño- por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro” (22).

En los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el amor y la devoción que los primeros cristianos sentían hacia Pedro: sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos (23). Se contentaban con que les llegara la sombra de Pedro. ¡Sabían bien que muy cerca de él estaba Cristo! Recibimos con su palabra una claridad meridiana en medio de las doctrinas confusas que proclaman -hoy, como en el pasado- tantos falsos profetas y tantos falsos doctores. Tengamos hambre de conocer las enseñanzas del Papa y de darlas a conocer en nuestro ambiente. Ahí está la luz que ilumina las conciencias; hagamos el propósito de recibir su palabra con docilidad y obediencia interna, con amor (24).

(1) Mt 16, 13-20.- (2) Cfr. Mc 8, 27; Lc 9, 18.- (3) JUAN PABLO II, Homilía de la Misa en Belo Horizonte, 1-VII-1980.- (4) Ibídem.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 136.- (6) Is 22, 19-23.- (7) Cfr. Jn 21, 15-18.- (8) Jn 1, 42.- (9) SAN LEON MAGNO, Homilía 4.- (10) Mt 10, 2 ss. ; Hech 1, 13.- (11) Hech 1, 15-22.- (12) Hech 2, 14-36.- (13) Hech 4, 8 ss.- (14) Hech 5, 1 ss.- (15) Hech 10, 1 ss.- (16) Hech 15, 7-10.- (17) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 18.- (18) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c., n. 135.- (19) SAN AMBROSIO, Comentario al Salmo XII, 40, 30.- (20) CONC. VAT. II, loc. cit., 23.- (21) GREGORIO XVI, Enc. Commissum divinitus, 15-VI-1835.- (22) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , n. 134.- (23) Hech 5, 15.- (24) Cfr. CONC. VAT. II, loc. cit., 25.
EL FUNDAMENTO DE LA UNIDAD

- El primado de Pedro se prolonga en la Iglesia a través de los siglos en la persona del Romano Pontífice.

- El Vicario de Cristo.

- El Primado, garantía de la unidad de los cristianos y cauce del verdadero ecumenismo. Amor y veneración por el Papa.

I. San Juan inicia la narración de la vida pública de Jesús contándonos cómo se encontraron con Él los primeros discípulos y cómo Andrés le presentó a su hermano Pedro. El Señor le dio la bienvenida con este saludo: Tú eres Simón, hijo de Juan, tú te llamarás Cefas, que quiere decir Pedro (1). Cefas es la transcripción griega de una palabra aramea que quiere decir piedra, roca, fundamento. Por eso el Evangelista, que escribe en griego, explica el significado del término empleado por Jesús. Cefas no era nombre propio, pero el Señor llama así al Apóstol para indicar la misión que el mismo Jesús le revelará más adelante. Poner el nombre equivalía a tomar posesión de lo nombrado. Así, por ejemplo, Dios constituye a Adán dueño de la creación y le manda poner nombre a todas las cosas (2), manifestando así su dominio. El nombre de Noé se le impone como signo de nueva esperanza después del diluvio (3). Dios cambió el nombre de Abram por Abrahán para designar que sería padre de muchas generaciones (4).

Los primeros cristianos consideraron tan significativo el nombre de Cefas que lo emplearon sin traducirlo (5); después se hizo corriente su traducción -Piedra, Pedro-, que motivó el olvido, en buena parte, de su primer nombre, Simón. El Señor le llamará con mucha frecuencia Simón Pedro, significando el nombre propio y la misión y el oficio que se le encomienda. Resultan aún más significativas estas palabras de Jesús al no ser Pedro -Cefas- nombre propio de persona en aquella época.

Desde el principio, Pedro ocupó un lugar singular entre los discípulos de Jesús y luego en la Iglesia. En las cuatro listas del Nuevo Testamento donde se enumeran los Doce, Simón Pedro ocupa el primer lugar. Jesús lo distingue entre los demás, a pesar de que Juan aparezca como su predilecto: se aloja en su casa (6), paga el tributo por los dos (7) y posiblemente se le aparece primero (8). En muchas ocasiones se le destaca de los demás. Así, las expresiones Pedro y sus compañeros (9), Pedro y los que le acompañaban (10)... El ángel dice a las mujeres: Id a decir a sus discípulos y a Pedro... (11). Otras muchas veces, Pedro es el portavoz de los Doce; y también es quien pide al Señor que les explique el sentido de las parábolas (12), etc.

Todos saben bien de esta preeminencia de Simón. Así, por ejemplo, los encargados de recaudar el tributo se dirigen a él para cobrar los dracmas del Maestro (13)... Esta superioridad no se debe a su personalidad, sino a la distinción de que es objeto por parte de Jesús, quien le otorgará de modo solemne este poder, fundamento de la unidad de la Iglesia, que se prolongará en sus sucesores hasta el fin de los tiempos: «El Romano Pontífice -enseña el Concilio Vaticano II- es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles» (14).

En estos días en que nuestra oración se dirige a obtener del Señor la unidad de todos los cristianos, hemos de pedir de modo muy particular por el Papa, en quien está vinculada toda unidad. Debemos pedir por sus intenciones, por su persona: Dominus conservet eum et vivificet eum... El Señor lo conserve, y lo vivifique, y le haga feliz en la tierra..., le pedimos a Dios, y lo podemos repetir a lo largo del día, seguros de que será una oración muy grata al Señor.

II. Estando en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los discípulos qué opinaba la gente de Él. Y ellos, con sencillez, le contaron lo que se decía sobre su Persona. Entonces Jesús les pidió a ellos su parecer, después de aquellos años de seguirle: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Pedro se adelantó a todos y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. El Señor le contestó con estas palabras tan trascendentales para la historia de la Iglesia y del mundo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la sangre ni la carne, sino mi Padre que está en los Cielos. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los Cielos, y todo lo que atares en la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos (15).

Este texto se encuentra en todos los códices antiguos y es citado ya por los primeros autores cristianos (16). El Señor funda la Iglesia sobre la misma persona de Simón: Tú eres Pedro y sobre esta piedra... Las palabras de Jesús van dirigidas a él personalmente: «Tú»..., y contienen una clara alusión al primer encuentro (17). El discípulo es el fundamento firme sobre el que se asienta este edificio en construcción que es la Iglesia. La prerrogativa propia de Cristo de ser la única piedra angular (18) se comunica a Pedro. De aquí el nombre posterior que recibirá el sucesor de Pedro: Vicario de Cristo, el que le suple y hace sus veces. De ahí también ese entrañable título que Santa Catalina de Siena daba al Papa: el dulce Cristo en la tierra (19). Viene el Señor a decir a Pedro: «aunque Yo soy el fundamento y fuera de Mí no puede haber otro, sin embargo también tú, Pedro, eres piedra, porque Yo mismo te constituyo en fundamento y porque las prerrogativas que son de mi propiedad Yo te las comunico y, por consiguiente, son comunes a los dos» (20).

En aquellos tiempos de ciudades amuralladas, entregar las llaves era símbolo de dar la autoridad y de confiar el cuidado de la ciudad. Cristo deposita en Pedro la responsabilidad de guardar y cuidar la Iglesia, es decir, le da la autoridad suprema sobre ella. Atar y desatar, en el lenguaje semita de la época, significa «prohibir y permitir». Pedro y sus sucesores serán, al mismo tiempo que el fundamento, los encargados de orientar, mandar, prohibir, dirigir... Y este poder, como tal, será ratificado en el Cielo. Además, el Vicario de Cristo será encargado, a pesar de su debilidad personal, de sostener a los demás Apóstoles y a todos los cristianos. En la Ultima Cena, Jesús le dirá: Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos (21). Ahora, en el momento en que recuerda las verdades supremas, cuando ha instituido la Eucaristía y su Muerte está próxima, Jesús renueva la promesa del Primado: la fe de Pedro no puede desfallecer porque se apoya en la eficacia de la oración de Cristo.

Por la oración de Jesús, Pedro no desfalleció en su fe, a pesar de su caída. Se levantó, confirmó a sus hermanos y fue la piedra angular de la Iglesia. «Donde está Pedro, allí está la Iglesia; donde está la Iglesia, no hay muerte, sino vida» (22), comenta San Ambrosio. Aquella oración de Jesús, a la que unimos hoy la nuestra, mantiene su eficacia a través de los siglos (23).

III. La promesa que Jesús hizo a Pedro en Cesarea de Filipo se cumple después de la Resurrección, junto al lago de Genesaret, después de una pesca milagrosa semejante a aquella primera en que Simón dejó las barcas y las redes y siguió definitivamente a Jesús (24).

Pedro fue proclamado por Cristo su continuador, su vicario, con esa misión pastoral que el mismo Jesús indicó como su misión más característica y preferida: Yo soy el Buen Pastor.

«El carisma de San Pedro pasó a sus Sucesores (25). Él moriría unos años más tarde, pero era preciso que su oficio de Pastor supremo durara eternamente, pues la Iglesia -fundada sobre roca firme- debe permanecer hasta la consumación de los siglos (26).

Este Primado es garantía de la unidad de los cristianos y cauce por el que debe desarrollarse el verdadero ecumenismo. El Papa hace las veces de Cristo en la tierra; hemos de amarle, escucharle, porque en su voz está la verdad. Y procuraremos por todos los medios que esta verdad llegue a los rincones más lejanos o más difíciles de la tierra, sin deformaciones, para que muchos desorientados vean la luz y muchos afligidos recobren la esperanza. Viviendo la Comunión de los Santos, rezaremos cada día por su persona, como uno de los más gratos deberes de nuestra caridad ordenada.

La devoción y el amor al Papa constituye para los católicos un distintivo único que comporta el testimonio de una fe vivida hasta sus últimas consecuencias. El Papa es para nosotros la tangible presencia de Jesús, «el dulce Cristo en la tierra»; y nos mueve a quererlo, y a oír esa voz del Maestro interior que habla en nosotros y nos dice: Éste es mi elegido, escuchadlo, pues el Papa «hace las veces de Cristo mismo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúa en su lugar» (27).

(1) Jn 1, 42.- (2) Gen 2, 20.- (3) Gen 5, 20.- (4) Gen 17, 5.- (5) Cfr. Gal 2, 9;11; 14.- (6) Lc 4, 38-41.- (7) Mt 17, 27.- (8) Lc 24, 34.- ( 9) Lc 9, 32.- (10) Lc 8, 45.- (11) Mc 16, 7.- (12) Lc 12, 41.- (13) Mt 17, 24.- (14) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 23.- (15) Mt 16, 16-20.- (16) Cfr. J. AUER, J. RATZINGER, Curso de Teología dogmática, Herder, Barcelona 1986, vol. VIII, La Iglesia, p. 267 ss.- (17) Jn 1, 42.- (18) Cfr. 1 Pdr 2, 6-8.- (19) SANTA CATALINA DE SIENA, Carta 207, ed. italiana de P. MISCIATELI, Siena 1913, vol. III, p. 270.- (20) SAN LEON MAGNO, Sermón 4 .- (21) Lc 22, 31-32.- (22) SAN AMBROSIO, Comentario sobre el Salmo 12 .- (23) Cfr. CONC. VAT. I, Const. Pastor aeternus, 3.- (24) Jn 21, 15-17.- (25) JUAN PABLO II, Alocución 30-XII-1980.- (26) CONC. VAT. I, loc. cit., 2.- (27) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 21.

LA CATEDRA DEL APOSTOL SAN PEDRO*
Sentido de la fiesta.
San Pedro en Roma.
Amor y veneración al Romano Pontífice.

I. El Señor dice a Simón Pedro: Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos (1). La voz cátedra significa materialmente la silla desde donde enseña el maestro, en este caso el Obispo, pero ya los Santos Padres la utilizaban como símbolo de la autoridad que tenían los Obispos, y especialmente la sede de Pedro, la de Roma. San Cipriano, en el siglo III, decía: «Se da a Pedro el primado para mostrar que es una la Iglesia de Cristo y una la Cátedra», es decir, el magisterio y el gobierno. Y para recalcar aún más la unidad, añadía: «Dios es uno, uno el Señor, una la Iglesia y una la Cátedra fundada por Cristo» (2).

Como símbolo de que Pedro había establecido su sede en Roma, el pueblo romano tenía un gran aprecio a una verdadera cátedra de madera, en la que, según una tradición inmemorial, se habría sentado el Príncipe de los Apóstoles. San Dámaso, en el siglo IV, la trasladó al baptisterio del Vaticano, construido por él. Durante muchos siglos estuvo bien visible y fue muy venerada por los peregrinos de toda la Cristiandad llegados a Roma. Al levantarse la actual Basílica de San Pedro, se creyó conveniente guardar como una reliquia la venerada cátedra. Al fondo del ábside se encuentra, a manera de imagen principal, la llamada «gloria de Bernini», un gran relicario en el que se conserva la silla del Apóstol cubierta de bronce y oro, sobre la que el Espíritu Santo irradia su asistencia.

Entre las fiestas que se encuentran en los calendarios anteriores al siglo IV, las primeras de la Iglesia, se cuenta la de hoy, con el título de Natale Petri de Cathedra, es decir, el día de la institución del Pontificado de Pedro. Con esta fiesta se quiso realzar y señalar el episcopado del Príncipe de los Apóstoles, su potestad jerárquica y magisterio en la urbe de Roma y en todo el orbe. Era costumbre antigua conmemorar la consagración de los Obispos y la toma de posesión de sus respectivas sedes. Pero estas conmemoraciones se extendían sólo a la propia diócesis. Sólo a la de Pedro se le dio el nombre de Cátedra, y fue la única que se celebró, desde los primeros siglos, en toda la Cristiandad. San Agustín, en un sermón para la fiesta del día, señala: «La festividad que hoy celebramos recibió de nuestros antepasados el nombre de Cátedra, con el que se recuerda que al primero de los Apóstoles le fue entregada hoy la Cátedra del episcopado» (3). A nosotros nos recuerda, una vez más, la obediencia y el amor al que hace las veces de Cristo en la tierra.

II. Sabemos por la tradición de la Iglesia (4) que Pedro residió durante algún tiempo en Antioquía, la ciudad donde los discípulos empezaron a llamarse cristianos (5). Allí predicó el Evangelio, y volvió después a Jerusalén, donde se desató una sangrienta persecución: el rey Herodes, después de haber hecho degollar a Santiago, viendo que esto complacía a los judíos, determinó también prender a Pedro (6). Liberado por el ministerio de un ángel, abandonó Palestina y se retiró a otro lugar (7). Los Hechos de los Apóstoles no nos dicen a dónde marchó, pero por la tradición sabemos que se dirigió a la Ciudad Eterna. San Jerónimo afirma que Pedro llegó a Roma en el año segundo del principado de Claudio -que corresponde al año 43 después de Cristo- y permaneció allí por espacio de veinticinco años, hasta su muerte (8). Algunos suponen un doble viaje a Roma: uno, después de marcharse de Jerusalén; habría regresado a Palestina hacia el año 49, fecha del Concilio de Jerusalén, y poco después habría vuelto, realizando luego algunos viajes misioneros.

San Pedro llegó a esta ciudad, centro del mundo en aquel tiempo, «para que la luz de la verdad, revelada para la salvación de todas las naciones, se derramase más eficazmente desde la misma cabeza por todo el cuerpo del mundo -afirma San León Magno-. Pues, ¿de qué raza no había entonces hombres en aquella ciudad? ¿O qué pueblos podían ignorar lo que Roma enseñase? Éste era el lugar apropiado para refutar las teorías de la falsa filosofía, para deshacer las necedades de la sabiduría terrena, para destruir la impiedad de los sacrificios; allí con suma diligencia se había ido reuniendo todo cuanto habían inventado los diferentes errores» (9).

El pescador de Galilea se convirtió así en fundamento y roca de la Iglesia, y estableció su sede en la Ciudad Eterna. Desde allí predicó a su Maestro, como lo había hecho en Judea y en Samaria, en Galilea y en Antioquía. Desde esta cátedra de Roma gobernó a toda la Iglesia, adoctrinó a todos los cristianos y derramó su sangre confirmando su predicación, a ejemplo de su Maestro. La tumba del Príncipe de los Apóstoles, situada debajo del altar de la Confesión de la Basílica vaticana -según afirma de manera unánime la tradición, ratificada por los hallazgos arqueológicos-, da a entender, también de un modo material y visible, que Simón Pedro es, por expresa voluntad divina, la roca fuerte, segura e inconmovible que soporta el edificio de la Iglesia entera a través de los siglos. En su magisterio y en el de sus sucesores resuena infalible la voz de Cristo y, por eso, está cimentada firmemente nuestra fe.

III. El Evangelio de la Misa recoge las palabras de Jesús en Cesarea de Filipo, en las que promete a Pedro y a sus sucesores el Primado de la Iglesia: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo (10). Y exclama San Agustín: «Bendito sea Dios, que ordenó exaltar al Apóstol Pedro sobre la Iglesia. Es digno honrar a este fundamento, por medio del cual es posible escalar el Cielo» (11). Desde Roma, unas veces a través de escritos, otras personalmente o por enviados suyos, consuela, reprende o fortalece en la fe a los cristianos que crecen ya por todas las regiones del Imperio Romano. En la Primera lectura de la Misa se dirige con cierta solemnidad a los pastores de diversas Iglesias locales del Asia Menor, exhortándolos a cuidar amorosamente de quienes les están encomendados: Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia (12). Estas exhortaciones nos recuerdan las de Jesús hablando del Buen Pastor (13) y las que le dirigió después de su Resurrección: Apacienta mis corderos... Apacienta mis ovejas (14).

Ésta es la misión encomendada por el Señor a Pedro y a sus sucesores: dirigir y cuidar de los demás pastores que rigen la grey del Señor, confirmar en la fe al Pueblo de Dios, velar por la pureza de la doctrina y de las costumbres, interpretar -con la asistencia del Espíritu Santo- las verdades contenidas en el depósito de la Revelación. Por lo cual -escribe en su segunda Carta- no cesaré jamás de recordaros estas cosas, por más que las sepáis y estéis firmes en la verdad que ya poseéis. Pues considero que es mi deber -mientras permanezca en esta tienda- estimularos con mis exhortaciones, pues sé que pronto tendré que abandonarla, según me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo. Y procuraré que aun después de mi partida podáis recordar estas cosas en todo momento (15).

La fiesta de hoy nos ofrece una oportunidad más para manifestar nuestra filial adhesión a las enseñanzas del Santo Padre, a su magisterio, y para examinar el interés que ponemos en conocerlas y llevarlas a la práctica.

El amor al Papa es señal de nuestro amor a Cristo. Y este amor y veneración se han de poner de manifiesto en la petición diaria por su persona y por sus intenciones: Dominus conservet eum et vivificet eum et beatum faciat eum in terra... El Señor lo conserve y lo vivifique y le haga feliz en la tierra, y no permita que caiga en manos de sus enemigos. Este amor se ha de señalar aún más en determinados momentos: cuando realiza un viaje apostólico, en la enfermedad, cuando arrecian los ataques de los enemigos de la Iglesia, cuando por cualquier circunstancia nos encontramos más próximos a su persona... «Católico, Apostólico, «Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu "romería", "videre Petrum", para ver a Pedro» (16).

(1) Antífona de entrada. Lc 22, 32.- (2) SAN CIPRIANO, Epístola 43, 5.- (3) SAN AGUSTIN, Sermón 15, sobre los santos.- (4) Cfr. SAN LEON MAGNO, En la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo. Homilía 82, 5.- (5) Hech 11, 26.- (6) Hech 12, 3.- (7) Hech 12, 17.- (8) SAN JERONIMO, De viris illustribus, 1.- (9) SAN LEON MAGNO, loc. cit., 3-4.- (10) Mt 16, 13-19.- (11) SAN AGUSTIN, loc. cit.- (12) 1 Pdr 5, 2.- (13) Jn 10, 1 ss.- (14) Jn 21, 15-17.- (15) 2 Pdr 1, 12-15.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 520.

*Se celebraba esta fiesta, ya antes del siglo IV, para señalar que Pedro había establecido su sede en Roma. Se encuentra en los calendarios más antiguos bajo el título de Natale Petri de Cathedra, y con la indicación de que se celebrara el 22 de febrero. Con la festividad de hoy se quiso expresar, desde los comienzos, la unidad de toda la Iglesia, que tiene su fundamento en Pedro y en sus sucesores en la sede romana.
SANTA CATALINA DE SIENA*

- Amor a la Iglesia y al Papa, «el dulce Cristo en la tierra».

I. Sin una instrucción particular (aprendió a escribir siendo ya muy mayor) y con una corta existencia, Santa Catalina pasó por la vida, llena de frutos, «como si tuviese prisa de llegar al eterno tabernáculo de la Santísima Trinidad» (1). Para nosotros es modelo de amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, a quien llamaba «el dulce Cristo en la tierra» (2), y de claridad y valentía para hacerse oír por todos.

Los Papas residían entonces en Avignon, con múltiples dificultades para la Iglesia universal, mientras que Roma, centro de la Cristiandad, se volvía poco a poco una gran ruina. El Señor hizo entender a la Santa la necesidad de que los Papas volvieran a la sede romana para iniciar la deseada y necesaria reforma. Incansablemente oró, hizo penitencia, escribió al Papa, a los Cardenales, a los príncipes cristianos...

A la vez, Santa Catalina proclamó por todas partes la obediencia y amor al Romano Pontífice, de quien escribe: «Quien no obedezca a Cristo en la tierra, el cual está en el lugar de Cristo en el Cielo, no participa del fruto de la Sangre del Hijo de Dios» (3).

Con enorme vigor dirigió apremiantes exhortaciones a Cardenales, Obispos y sacerdotes para la reforma de la Iglesia y la pureza de las costumbres, y no omitió graves reproches, aunque siempre con humildad y respeto a su dignidad, pues son «ministros de la sangre de Cristo» (4). Es principalmente a los pastores de la Iglesia a los que dirige una y otra vez llamadas fuertes, convencida de que de su conversión y ejemplaridad dependía la salud espiritual de su rebaño.

Nosotros pedimos hoy a la Santa de Siena alegrarnos con las alegrías de nuestra Madre la Iglesia, sufrir con sus dolores. Y podemos preguntarnos cómo es nuestra oración diaria por los pastores que la rigen, cómo ofrecemos, diariamente, alguna mortificación, horas de trabajo, contrariedades llevadas con serenidad..., que ayuden al Santo Padre en esa inmensa carga que Dios ha puesto sobre sus hombros. Pidamos también hoy a Santa Catalina que nunca le falten buenos colaboradores al «dulce Cristo en la tierra».

«Para tantos momentos de la historia, que el diablo se encarga de repetir, me parecía una consideración muy acertada aquella que me escribías sobre lealtad: "llevo todo el día en el corazón, en la cabeza y en los labios una jaculatoria: ¡Roma!"» (5). Esta sola palabra podrá ayudarnos a mantener la presencia de Dios durante el día y expresar nuestra unidad con el Romano Pontífice y nuestra petición por él. Quizá nos pueda servir hoy para aumentar nuestro amor a la Iglesia.

(1) JUAN PABLO II, Homilía en Siena, 14-X-1980.- (2) SANTA CATALINA DE SIENA, Cartas, III, Ed. italiana de P. MISCIATELI, Siena 1913, 211.- (3) IDEM, Carta 207, III, 270.- (4) Cfr. PABLO VI, Homilía en la proclamación de Santa Catalina como Doctora de la Iglesia, 4-X-1970.- (5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 344.

*Nació en Siena en el año 1347. Ingresó muy joven en la Tercera Orden de Santo Domingo, sobresaliendo por su espíritu de oración y de penitencia. Llevada de su amor a Dios, a la Iglesia y al Romano Pontífice, trabajó incansablemente por la paz y unidad en la Iglesia en los tiempos difíciles del destierro de Avignon. Se trasladó a esta ciudad y pidió al Papa Gregorio XI que regresara cuanto antes a Roma, donde el Vicario de Cristo en la tierra debía gobernar la Iglesia. «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia», declaró unos días antes de su muerte, ocurrida el 30 de abril de 1380.
SAN PIO X*

- Amor a la Iglesia y al Papa.

III. San Pío X amó y sirvió con suma fidelidad a la Iglesia. Desde el comienzo de su Pontificado acometió una serie de profundas reformas. De modo particular dedicó una especial atención a los sacerdotes, de quienes lo esperaba todo. De su santidad, dijo muchas veces y de modos distintos, dependía en gran medida la santidad del pueblo cristiano. En el Cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal dedicó a los sacerdotes una exhortación (11) que tenía como motivo: Sobre cómo deben ser los sacerdotes que la Iglesia necesita. Pedía, ante todo, sacerdotes santos, entregados por entero a su labor de almas.

Muchos de los problemas, necesidades y circunstancias de aquellos once años de Pontificado de San Pío X, siguen siendo actuales. Por eso, hoy puede ser una buena ocasión para que examinemos cómo es nuestro amor con obras a la Iglesia; si, en medio de los quehaceres temporales, cada uno de nosotros tiene «una viva conciencia de ser un miembro de la Iglesia, a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos» (12): dar buena doctrina, aprovechando toda ocasión oportuna, o creándola; ayudar a otros a que encuentren el camino de su reconciliación con Dios, mediante la Confesión sacramental: pedir cada día y ofrecer horas de trabajo bien acabado por la santidad de los sacerdotes; ayudar, con generosidad, al sostenimiento de la Iglesia y de obras buenas; contribuir a la difusión del Magisterio del Papa y de los Obispos, principalmente en asuntos que se refieren a la justicia social, a la moralidad pública, a la enseñanza, a la familia... ««Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!» (13). Un amor que se traduce cada día en obras concretas.

Examinemos también cómo es nuestro amor filial al Papa, que para todos los cristianos ha de ser «una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo» (14). Meditemos junto al Señor si pedimos todos los días por la persona del Romano Pontífice, para que el Señor lo custodie y lo vivifique y le haga dichoso en la tierra..., si estamos unidos a sus intenciones, si rezamos por ellas...

Dios poderoso y eterno -le rogamos con una oración de la Misa-, que para defender la fe católica e instaurar todas las cosas en Cristo, colmaste al Papa San Pío X de sabiduría divina y de fortaleza apostólica; concédenos que, dóciles a sus instrucciones y ejemplos, consigamos la recompensa eterna.

(11) SAN PIO X, Enc. Haerent animo, 4-VIII-1908.-(12) JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, cit., 28.-(13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 518.-(14) IDEM, Amar a la Iglesia, p. 32.
*San Pío X nació en la pequeña población de Riese, al Norte de Italia, el 2 de junio de 1835. De niño conoció las estrecheces de una familia sencilla de diez hijos; su padre era el alguacil del pueblo. Se distinguió por un continuo servicio a la Iglesia y a las almas como párroco, Patriarca Arzobispo de Venecia y Romano Pontífice. Mostró una energía santa en defender la pureza de la doctrina, revalorizó y dignificó la Sagrada Liturgia y extendió la práctica de la Comunión frecuente. Adoptó como lema de su pontificado: Instaurare omnia in Christo. Murió el 20 de agosto de 1914.
Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

Página web de Francisco Fernández Carvajal

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lunes, 18 de abril de 2011

Dios es Amor; Dios es el mismo AMOR











PRESENTACIONES EN POWER POINT

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El día del Señor - Domingo de Ramos desde Roma - RTVE.es

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El día del Señor - Parroquia del Beato Marcelo Spínola - RTVE.es

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SÓLO EL AMOR NOS HACE ESTAR BIEN ANCLADOS A DIOS.

DIOS TRANSITA EN EL SILENCIO.

DIOS HABLA EL LENGUAJE DEL SILENCIO;

EL SILENCIO NO ES AUSENCIA DE PALABRAS.

Cartel José Luis Martín Descalzo

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WEB  CATÓLICA  DE  FORMACIÓN  E  INFORMACIÓN

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José L. Caravias sj - BIBLIA, FE, VIDA - INTRODUCCIÓN A LA BIBLIA

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13 Tv. Creemos

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Estéreo Católica - La mejor música Católica en linea, Musica religiosa

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domingo, 10 de abril de 2011


Meditaciones para Cuaresma por Fray Luis de Granada De la resurrección de Lázaro •La resurrección de Lázaro aumenta la fe y el amor de María Magdalena en el Salvador Conviene declarar primero la grandeza de la caridad con que esta bienaventurada mujer amaba al Salvador, de la cual hallamos grandes argumentos y motivos en el santo Evangelio. El primero de los cuales es el testimonio que dio el mismo Salvador defendiéndola del fariseo que la acusaba por pecadora, declarando la grandeza de su caridad, la cual no solo impedían los pecados pasados, mas antes ocasionalmente la habían acrecentado. […] Y no menos crecía esta misma caridad con la vista de tantas maravillas y señales como a cada paso veía obrar a aquel Señor, alumbrando los ciegos, sanando los cojos, lanzando demonios, limpiando leprosos, abriendo la boca de los mudos, y curando con su palabra todas las enfermedades del mundo. Porque cada milagro de estos, como era nueva confirmación de la fe, así era nuevo incentivo de la caridad, que es forma y vida de esa fe. Pero mucho más creció con la resurrección de Lázaro, su hermano, de cuatro días muerto, el cual además de ser grandísimo milagro, fue también grandísimo beneficio; porque para fue restituirle un hermano muy amado. Porque si con la resurrección de este muerto resucitó la fe y la caridad de muchos que presentes estaban, que convencidos de este milagro creyeron en Cristo, ¿qué haría la fe y la caridad de aquella ánima santa con tan extraño milagro y con tan grande beneficio? Creo cierto que quedó con la vista de esta maravilla tan atónita, tan traspasada, y tan absorta en el amor y reverenica y estima de aquel Señor, cuanto ninguna lengua del mundo podría declarar. Pero cada uno por sí mismo podrá barruntar algo de esto si se pusiera a pensar lo que sintiera si presente se hallara y viera a un hombre mortal mandar a un muerto puesto en un sepulcro que saliese fuera y lo vises salir vivo, y andar entre los hombres, con la virtud de sola esta palabra. Fr. Luis de Granada O.P. •Comentario Una de las apariciones objeto de reflexión por parte del granadino es la que tiene por sujeto a María Magdalena. El motivo de fondo que llevó a Cristo a hacerse presente a este personaje fue la caridad que siempre mostró a lo largo de su vida la de Magdala42. En efecto, así lo recuerda nuestro autor cuando al inicio de su discurso acerca de cómo el salvador apareció a María Magdalena dice: "Mas para entender y gustar esta sagrada historia, conviene declarar primero la grandeza de la caridad con que esta bienaventurada mujer amaba al Salvador, de la cual hallamos grandes argumentos y motivos en el santo evangelio" (Obras, V11I/214). Frente a la acusación de pecadora imputada por un fariseo a la Magdalena, Jesús sale en su defensa resaltando en ella su gran caridad, que le llevó a lavarle los pies a Cristo con lágrimas y enjugarlos con sus cabellos, así como ungirlos con preciosísimos ungüentos. Este servicio hecho por esta mujer "da bien a entender cuán extraordinara era el amor de donde procedía, pues por los efectos se juzgan las causas, y por las obras el corazón" (Ibid., 215). Cristo se conmueve del amor mostrado por María y le perdona los pecados. Un amor que fue creciendo progresivamente en la medida que ella iba tratando al Señor. En este sentido, no deja de ser curioso cómo en este caso de la Magdalena, fray Luis señala este progreso en el amor por la familiaridad con Cristo, identificando a esta mujer con María la hermana de su amigo Lázaro: "Cresció aún más este amor con la familiaridad de Cristo, que después de este perdón se siguió: donde oyendo tantas veces su doctrina, siguiendo sus pasos, contemplando sus virtudes, y hospedádolo en su propia casa, con cada cosa de éstas se encendía de cada vez más en su santo corazón la llama de este divino amor. Y así leemos que entrando el Salvador una vez en su casa, y andando Marta su hermana muy solícita en aderezar lo necesario para tal huésped y tal compañía, ella ni tenía manos ni corazón para entender en nada sino asentada a los pies del Salvador, estaba tan colgada de sus divinas palabras y tan transportada en él, que olvidaba de todas las cosas [...]" (Ibid., 215-216). María estaba "colgada de sus divinas palabras y tan transportada en él, porque había descubierto en Jesús una realidad nueva que fundamentaba realmente una alternativa al viejo mundo que le había condenado y no le daba posibilidades de crecer. Ella sabía que Jesús, aún siendo un hombre, era alguien especial, tal como lo vislumbró a través de la doctrina predicada por él, y que tantas veces oyó, así como por todo lo que iba realizando en todos los momentos o pasos de su vida con los demás. Las obras que realizó Cristo en favor de los otros encerraban los misterios que estaban reservados para los sencillos y no para los sabios y entendidos. Todas estas obras las hizo por amor; porque él es el amor, revelando por ello de quién se trataba. Desde esta perspectiva, no cabe duda que viendo María actuar a Jesús pudo crecer en el amor: "Y no menos cresció esta misma caridad con la vista de tantas maravillas y señales como a cada paso veía obras a aquel Señor; alumbrando los ciegos, sanando los cojos, lanzando los demonios, limpiando los leprosos, abriendo las bocas de los mudos, y curando con su palabra todas las enfermedades del mundo. Porque cada milagro de éstos, como era nueva confirmación de la fe, así era nuevo incentivo de la caridad, que es forma y vida de esa fe" (Ibid., 216). En estas palabras de fray Luis se recuerdan los signos por los cuales se había de reconocer la presencia de los tiempos nuevos, en los que el mesías había de irrumpir en la historia de los hombres trayéndoles la salvación. Jesús es ese mesías esperado por muchas generaciones y María lo había reconocido así en sus palabras y obras. De hecho, ella fue perdonada de sus pecados por ese perdón que alcanza a todos los hombres, por muy pecadores que sean éstos, y que procede de Dios. Cristo le perdona y así muestra hasta dónde llega el Dios que predica. Igualmente, María Magdalena creció en el amor —motivo de la aparición del resucitado— ante el hecho del milagro de Lázaro: "Pero mucho más cresció con la resurrección de Lázaro su hermano, de cuatro días muerto y hediendo f...]. Creo cierto que quedó con la vista de esta maravilla tan atónita, tan traspasada y tan absorta en el amor y reverencia y estima de aquel Señor, cuanto ninguna lengua del mundo podría declarar" (Ibid.). Ante tanta maravilla María reacciona ungiendo a Jesús, declarando así su amor incontenible: '[...1 Y deseando declarar con alguna obra exterior la grandeza del amor y devoción que ardía en sus entrañas, quebró el bote de alabastro, y derramole encima de la cabeza del Salvador en presencia de todos los convidados" (Ibid., 217). La misma caridad llevó a esta mujer a seguir los pasos de la pasión de Jesús. Fr. Nicasio Martín Ramos O.P., "Cristo, sacramento de Dios en Fray Luis de Granada", Salamanca 2005. •Jesús se prepara para la predicación •De la Transfiguración del Señor •De la Samaritana •De la ceguedad del mundo •De la resurrección de Lázaro

Meditaciones - Espiritualidad - Orden de Predicadores

Meditaciones - Espiritualidad - Orden de Predicadores

Ser fraile dominico

Ser fraile dominico




Cuaresma. Quinto Domingo

UN CLAMOR DE JUSTICIA

— Anhelo de justicia y de mayor paz en el mundo. Vivir las exigencias de la justicia en nuestra vida personal y en el ámbito donde se desarrolla nuestra vida.

— Cumplimiento de los deberes profesionales y sociales.

— Santificar la sociedad desde dentro. Virtudes que amplían y perfeccionan el campo de la justicia.

I. Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa... Tú eres mi Dios y protector1, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa.

En gran parte de la humanidad se oye un fuerte clamor por una mayor justicia, por «una paz mejor asegurada en un ambiente de respeto mutuo entre los hombres y entre los pueblos»2. Este deseo de construir un mundo más justo en el que se respete más al hombre, que fue creado por Dios a su imagen y semejanza, es parte muy fundamental del hambre y sed de justicia3 que debe existir en el corazón cristiano.

Toda la predicación de Jesús es una llamada a la justicia (en su plenitud, sin reduccionismos) y a la misericordia. El mismo Señor condena a los fariseos que devoran las casas de las viudas mientras fingen largas oraciones4. Y es el Apóstol Santiago quien dirige este severo reproche a quienes se enriquecen mediante el fraude y la injusticia: vuestra riqueza está podrida (...). El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a oídos del Señor de los ejércitos5.

La Iglesia, fiel a la enseñanza de la Sagrada Escritura, nos urge a que nos unamos a este clamor del mundo y lo convirtamos en una oración que llegue hasta nuestro Padre Dios. A la vez, nos impulsa y nos urge a vivir las exigencias de la justicia en nuestra vida personal, profesional y social, y a salir en defensa de quienes –por ser más débiles– no pueden hacer valer sus derechos. No son propias del cristiano las lamentaciones estériles. El Señor, en lugar de quejas inútiles, quiere que desagraviemos por las injusticias que cada día se cometen en el mundo, y que tratemos de remediar todas las que podamos, empezando por las que están a nuestro alcance, en el ámbito en el que se desarrolla nuestra vida: la madre de familia, en su hogar y con quienes se relaciona; el empresario, en la empresa; el catedrático, en la Universidad...

La solución última para instaurar y promover la justicia a todos los niveles está en el corazón de cada hombre, donde se fraguan todas las injusticias existentes, y donde está la posibilidad de volver rectas todas las relaciones humanas. «El hombre, negando e intentando negar a Dios, su Principio y Fin, altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y también el de la creación visible.

»La Escritura considera en conexión con el pecado el conjunto de calamidades que oprimen al hombre en su ser individual y social»6. Por eso no podemos olvidar los cristianos que cuando, mediante nuestro apostolado personal, acercamos a los hombres a Dios, estamos haciendo un mundo más humano y más justo. Además, nuestra fe nos urge a no eludir jamás el compromiso personal en defensa de la justicia, de modo particular en aquellas manifestaciones más relacionadas con los derechos fundamentales de la persona: el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la buena fama... «Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad»7.

En nuestro ámbito personal, debemos preguntarnos si hacemos con perfección el trabajo por el que cobramos, si pagamos lo debido a las personas que nos prestan un servicio, si ejercitamos responsablemente los derechos y deberes que pueden influir en el modo de configurarse las instituciones en las que nos encontramos, si trabajamos aprovechando el tiempo, si defendemos la buena fama de los demás, si salimos en justa defensa de los más débiles, si acallamos las críticas difamatorias que pueden surgir a nuestro alrededor... Así amamos la justicia.

II. Los deberes profesionales son un lugar excepcional para vivir la virtud de la justicia. El dar a cada uno lo suyo, propio de esta virtud, significa en este caso cumplir lo estipulado. El patrono, el ama de casa con el servicio, el jefe, se obligan a dar la justa retribución a las personas que trabajan a sus órdenes de acuerdo con las leyes civiles justas y con lo que dicta la recta conciencia, que irá en ocasiones más allá de las propias leyes. Por otra parte, los obreros y empleados tienen el deber grave de trabajar responsablemente, con profesionalidad, aprovechando el tiempo. La laboriosidad se presenta así como una manifestación práctica de la justicia. «No creo en la justicia de los holgazanes –decía San Josemaría Escrivá–, porque (...) faltan, y a veces de modo grave, al más fundamental de los principios de la equidad: el del trabajo»8.

El mismo principio se puede aplicar a los estudiantes. Tienen un deber grave de estudiar –es su trabajo– y han contraído una obligación de justicia con la familia y con la sociedad, que les sostiene económicamente, para que se preparen y puedan rendir unos servicios eficaces.

Los deberes profesionales son, por otra parte, el cauce más oportuno con el que ordinariamente contamos para colaborar en la resolución de los problemas sociales y para intervenir en la construcción de un mundo más justo.

El cristiano, en su anhelo de construir este mundo, ha de ser ejemplar en el cumplimiento de las legítimas leyes civiles, porque si son justas son queridas por Dios y constituyen el fundamento de la misma convivencia humana. Como ciudadanos corrientes que son, han de ser ejemplares en el pago de los impuestos justos, necesarios para que la sociedad pueda llegar a donde el individuo personalmente sería ineficaz.

Dad a cada uno lo debido: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor9. Y lo hacen –dice el mismo Apóstol–, no solo por temor, sino también a causa de la conciencia10. Así vivieron los cristianos desde el comienzo sus obligaciones sociales, aun en medio de las persecuciones y del paganismo de los poderes públicos. «Como hemos aprendido de Él (Cristo) –escribía San Justino Mártir, a mediados del siglo ii–, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones, íntegros y con rapidez, a vuestros encargados»11.

Entre los deberes sociales del cristiano, el Concilio Vaticano II recuerda «el derecho y al mismo tiempo el deber (...) de votar para promover el bien común»12. Desentenderse de manifestar la propia opinión en los distintos niveles en los que debemos ejercer estos derechos sociales y cívicos sería una falta contra la justicia, en algunas ocasiones grave, si ese abstencionismo favoreciera candidaturas (ya sea en la configuración de los parlamentos, en la junta de padres de un colegio, en la directiva de un colegio profesional, en los representantes de la empresa...) cuyo ideario es opuesto a los principios de la doctrina cristiana. Con mayor razón, sería una irresponsabilidad, y quizá una grave falta contra la justicia, apoyar organizaciones o personas –del modo que sea– que no respeten en su actuación los fundamentos de la ley natural y de la dignidad humana (aborto, divorcio, libertad de enseñanza, respeto a la familia...).

III. «El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen –radicalmente o en puntos sustanciales– a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como esa ideología entiende la libertad individual de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva. Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales, y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social»13.

Hoy nos unimos a ese deseo de una mayor justicia, que es una de las principales características de nuestro tiempo14. Pedimos al Señor una mayor justicia y una mayor paz, pedimos por los gobernantes, como siempre se hizo en la Iglesia15, para que sean promotores de justicia, de paz, de un mayor respeto por la dignidad de la persona. Nosotros, en lo que está de nuestra parte, hacemos el propósito de llevar las exigencias del Evangelio a nuestra propia vida personal, a la familia, al mundo en el que cada día nos movemos y del que participamos.

Junto a lo que pertenece en sentido estricto a la virtud de la justicia, cuidaremos aquellas otras manifestaciones de virtudes naturales y sobrenaturales que la complementan y la enriquecen: la lealtad, la afabilidad, la alegría... Y, sobre todo, la fe, que nos da a conocer el verdadero valor de la persona, y la caridad, que nos lleva a comportarnos con los demás más allá de lo que pediría la estricta justicia, porque vemos en los demás hijos de Dios, al mismo Cristo que nos dice: lo que hicisteis por uno de estos mis hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis16.

1 Sal 42, 1. — 2 Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens, 14-V-1971. — 3 Cfr. Mt 5, 6. — 4 Mc 12, 40. — 5 Sant 5, 2-4. — 6 S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Sobre libertad cristiana y liberación, 22-III-1986, n. 38. — 7 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 171. — 8 Ibídem, 169. — 9 Rom 13, 7. — 10 Cfr. Rom 13, 5. — 11 San Justino, Apología, 1, 7. — 12 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 75. — 13 Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens, 14-V-1971. — 14 Cfr. S. C. para la Doctrina de la Fe, loc. cit., 1. — 15 Cfr. 1 Tim 2, 1-2. — 16 Cfr. Mt 25, 40.

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jueves, 7 de abril de 2011

Radio Seibo: en buena onda Temporada 2011 - RTVE.es

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Cuaresma. 4ª semana. Viernes

RECONOCER A CRISTO EN LOS ENFERMOS Y EN LA ENFERMEDAD

— Jesús se hace presente en los enfermos.

— Santificar la enfermedad. Aceptación. Aprender a ser buenos enfermos.

— El sacramento de la Unción de los Enfermos. Frutos de este sacramento en el alma. Preparar a los enfermos para recibirlo es una especial muestra de caridad y, a veces, de justicia.

I. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de cualquier mal se los traían; y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba1.

Los enfermos eran tan numerosos, que estaba toda la ciudad agolpada junto a la puerta2. Traen los enfermos puesto ya el sol3. ¿Por qué no antes? Seguramente porque aquel día era sábado. Después de la puesta del sol comenzaba un nuevo día, en el que cesaba la obligación del descanso sabático, que con tanta fidelidad cumplían los judíos piadosos.

El Evangelio de San Lucas nos ha dejado constancia de este detalle entrañable de Cristo: los curó imponiendo sus manos sobre cada uno. Jesús se fija atentamente en cada uno de los enfermos y les dedica toda su atención, porque cada persona, y de modo especial la persona que sufre, es muy importante para Él. Cada hombre es siempre bien recibido por Jesús, que tiene un corazón compasivo y misericordioso para con todos, singularmente para aquellos que andan más necesitados.

La presencia de Jesús entre nosotros se caracteriza por anunciar el evangelio del reino y curar toda enfermedad y toda dolencia4; por eso se admiraba la muchedumbre viendo que hablaban los mudos, los mancos sanaban, los cojos andaban y veían los ciegos. Y todos glorificaban al Dios de Israel5.

«En su actividad mesiánica en medio de Israel –nos recuerda Juan Pablo II–, Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. Pasó haciendo el bien (Hech 10, 38), y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal»6.

Nosotros, que queremos ser fieles discípulos de Cristo, debemos aprender de Él a tratar y a amar a los enfermos. Hemos de acercarnos a ellos con gran respeto, cariño y misericordia, alegrándonos cuando podemos prestarles algún servicio, visitándolos, haciéndoles compañía, facilitándoles que puedan recibir oportunamente los sacramentos. En ellos, de modo especial, vemos a Cristo. «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúsculas?

»Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»7.

En nuestra vida habrá momentos en que quizá estemos enfermos, o lo estén las personas que nos rodean. Eso es un tesoro de Dios que hemos de cuidar. El Señor se pone junto a nosotros para que amemos más y sepamos también encontrarle a Él. En el trato con los que padecen y sufren enfermedades se hacen realidad las palabras del Señor: lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis8.

II. La enfermedad, llevada por amor de Dios, es un medio de santificación, de apostolado; es un modo excelente de participar en la Cruz redentora del Señor.

El dolor físico, que tantas veces acompaña la vida del hombre, puede ser un medio del que Dios se vale para purificar las culpas e imperfecciones, para ejercitar y fortalecer las virtudes, y una oportunidad especial para poder unirnos a los padecimientos de Cristo que, siendo inocente, llevó sobre sí el castigo que merecían nuestros pecados9.

Especialmente en la enfermedad hemos de estar cerca de Cristo. «Dime, amigo –preguntó el Amado–, ¿tendrás paciencia si te doblo tus dolencias? Sí –respondió el amigo–, con tal que dobles mis amores»10. Cuanto más dolorosa sea la enfermedad más amor necesitaremos tener. Más gracias de Dios también recibiremos. Las enfermedades son ocasiones muy singulares que el Señor permite para corredimir con Él y para purificarnos de las huellas que dejaron en el alma nuestros pecados.

Si llega la enfermedad, debemos aprender a ser buenos enfermos. En primer lugar, aceptando la enfermedad. «Es necesario sufrir con paciencia no solo el estar enfermos, sino el estarlo de la enfermedad que Dios quiere, entre las personas que quiere y con las incomodidades que quiere, y lo mismo digo de las demás tribulaciones»11.

Hemos de pedir ayuda al Señor para llevar la enfermedad también con garbo humano, procurando no quejarse, obedeciendo al médico. Pues «mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende... El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor. Por lo tanto, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora»12.

El que sufre en unión con el Señor, completa con su sufrimiento lo que falta a los padecimientos de Cristo13. «El sufrimiento de Cristo ha creado el bien de la redención del mundo. Este bien es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre14.

Con Cristo tienen sentido pleno el dolor y la enfermedad. Haz, Señor, que tus fieles participen en tu Pasión mediante los sufrimientos de su vida, para que se manifiesten en ellos los frutos de tu Salvación15.

III. Entre las misiones confiadas a los Apóstoles sobresale el encargo de predicar y de curar a los enfermos. Habiendo convocado a los Doce, les dio poder sobre todos los demonios y de curar enfermedades. Ellos partieron y recorrieron las aldeas anunciando el Evangelio y curando en todas partes16. En la misión confiada a sus discípulos después de la Resurrección se contiene esta promesa: quienes crean en Él pondrán las manos sobre los enfermos, y estos sanarán17.

Este encargo lo cumplieron los discípulos, siguiendo el ejemplo del Maestro. Los Hechos de los Apóstoles y las Cartas del Nuevo Testamento describen y ponderan el desvelo por los enfermos entre los primeros cristianos. El sacramento de la Unción de los Enfermos, instituido por Jesucristo y proclamado por el Apóstol Santiago en su Carta18, hace presente de modo eficaz la solicitud del Señor por todos los que padecían alguna enfermedad grave. «La presencia del presbítero junto al enfermo es signo de la presencia de Cristo, no solo porque es ministro de la Unción, de la Penitencia y la Eucaristía, sino porque es especial servidor de la paz y del consuelo de Cristo»19.

La enfermedad, que entró en el mundo a causa del pecado, es también vencida por Cristo en cuanto se puede convertir en un bien mucho mayor que la misma salud física. Con la Unción de los Enfermos se reciben innumerables bienes, que el Señor ha dispuesto para santificar la enfermedad grave. El primer efecto de este sacramento es aumentar la gracia santificante en el alma; por esto, antes de recibirlo es conveniente confesarse. Sin embargo, si no se estuviera en gracia y fuera imposible confesarse (por ejemplo, una persona que ha sufrido un accidente y está inconsciente), esta santa Unción borra también el pecado mortal: basta con que el enfermo haga o haya hecho antes un acto de contrición, aunque sea imperfecta.

Además de aumentar la gracia, limpia las huellas del pecado en el alma, da una gracia especial para vencer las tentaciones que se pueden presentar en esa situación, y otorga la salud del cuerpo si conviene para la salvación20. Así se prepara el alma para entrar en el Cielo. Muchas veces produce en el enfermo una gran paz y una serena alegría, al considerar que ya está muy cerca de su Padre Dios.

Nuestra Madre la Iglesia recomienda que los enfermos y las personas de edad avanzada reciban este sacramento en el momento oportuno, sin retrasar su administración por falsas razones de misericordia, compasión, etcétera, en las fases terminales de la vida aquí en la tierra. Sería una pena que personas que podrían haber recibido la Unción, mueran sin ella por ignorancia, descuido o un cariño mal entendido de parientes y amigos. Preparar a los enfermos para recibirlo es una especial muestra de cariño y, a veces, de justicia.

Nuestra Madre Santa María está muy cerca siempre. «La presencia de María y su ayuda maternal en esos momentos (de enfermedad grave) no debe ser pensada como cosa marginal y simplemente paralela al sacramento de la Unción. Es, más bien, una presencia y una ayuda que se actualiza y se transmite por medio de la Unción misma»21.

Estamos en Cuaresma. Abramos, de modo especial en este tiempo litúrgico, nuestros ojos al dolor que nos rodea. Cristo quiere hacerse presente en su Pasión, en ese dolor, en la enfermedad propia o ajena, y darle un valor redentor.

1 Lc 4, 40. — 2 Mc 1, 33. — 3 Mt 1, 32. — 4 Mt 9, 35. — 5 Mt 15, 31. — 6 Juan Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16. — 7 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 419. — 8 Mt 25, 40. — 9 Cfr. 1 Jn 4, 10. — 10 R. Llul, Libro del Amigo y del Amado, 8. — 11 San Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, III, 3. — 12 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 124. — 13 Cfr. Col 1, 24. — 14 Juan Pablo II, loc. cit., 24. — 15 Liturgia de las Horas. Preces de Vísperas. Viernes de la 4ª Semana de Cuaresma. — 16 Lc 9, 1-6. — 17 Mc 16, 18. — 18 Sant 5, 14-15. — 19 Ritual de la Unción de los enfermos, 6. — 20 Cfr. Conc. de Trento, Dz 909; Ritual de la Unción de los enfermos, 6. — 21 A. Bandera, La Virgen María y los Sacramentos, Rialp, Madrid 1978, p. 184.

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

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rezandovoy

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Salvifici Doloris-  Juan Pablo II

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Ejercicios espirituales personalizados - Espiritualidad - Orden de Predicadores

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Lecturas y comentario
Hoy es San Juan Bautista la Salle I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro del Éxodo 32, 7-14
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: - «Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: "Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto."» Y el Señor añadió a Moisés: - «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, dgame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.» Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: - «¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? ¿Tendrán que decir los egipcios: "Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra"? Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: "Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre. Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Sal 105 R. Acuérdate de mí, Señor, por amor a tu pueblo.
En Horeb se hicieron un becerro,
adoraron un ídolo de fundición;
cambiaron su gloria por la imagen
de un toro que come hierba. R.

Se olvidaron de Dios, su salvador,
que había hecho prodigios en Egipto,
maravillas en el país de Cam,
portentos junto al mar Rojo. R.

Dios hablaba ya de aniquilarlos;
pero Moisés, su elegido,
se puso en la brecha frente a él,
para apartar su cólera del exterminio. R.
Lectura del santo evangelio según san Juan 5, 31-47
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: - «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis. Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ése si lo recibiréis. ¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?»
II. Oramos con la Palabra
CRISTO, me resulta extremadamente duro lo que dices a los judíos: “No queréis venir a mí para tener vida”. Y lo dices “para que vosotros os salvéis”. Yo te pido que no dejes de decirme la verdad, corregirme y guiarme, para que vaya a ti, jamás te deje, y tenga vida eterna a tu lado. Tú me amas y yo quiero ser tu amigo.

Esta oración está incluida en el libro: Evangelio 2011 publicado por EDIBESA.

III. Compartimos la Palabra
Al bajar moisés del Sinaí, después de hablar con Dios, encuentra a su pueblo adorando “un becerro”, una estatua de metal, un ídolo.

Diez siglos más tarde, Jesús “vio” lo mismo que Moisés. Los ídolos habían cambiado, la adoración no. Y veinte siglos después, si Moisés “bajara del monte” o Jesús volviera a nosotros, cambiando la decoración propia del tiempo, comprobarían que la relación del pueblo con Dios se mantiene en parámetros parecidos. A esto obedecen las palabras de Jesús hoy en el Evangelio.

•Validada la misión de Jesús
Ante la incredulidad de los judíos contemporáneos de Jesús, éste trata de justificar y autentificar su misión. Y lo hace dándose cuenta de que “las obras de su Padre”, que son las que él realiza y testifican su misión, son precisamente las que, no solamente no admiten, sino que van a servir para condenarle. Incluso así, Jesús defiende su misión, sirviéndose, sobre todo, del testimonio de su Padre, porque “si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido; pero hay otro que da testimonio de mí y su testimonio es verdadero”. Porque “las obras que el Padre me ha concedido realizar dan testimonio de que el Padre me ha enviado”. Las obras son las que hablan; los signos son los que testifican.

Incluso les llega a decir que las mismas Escrituras, de las que presumen, están dando testimonio de él. Pero, ni las leen ni las interpretan correctamente y, por eso, no le creen ni quieren ir a él para tener la vida que les falta. Jesús, ante tanta obstinación, tiene que acabar diciéndoles: “Os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros”.

• ¿Validamos nosotros la misión de Jesús?
La conducta del pueblo en la falda del monte Sinaí y los reproches de Jesús a los judíos nos interpelan hoy a nosotros sobre nuestras relaciones con Dios, personal y comunitariamente.
Es una obviedad decir que hoy “el pueblo”, o sea nosotros, también nos hemos construido fetiches, amuletos y “divinidades” a quienes “adoramos” y colocamos en lugar de la Buena Noticia de Jesús y del rostro del Padre que él nos mostró. A nivel de gente y pueblo, parece un hecho que no nos creemos la misión de Jesús, y menos todavía que ésta sea la solución para humanizar y solucionar los interrogantes más profundos de nuestra vida.

Pero este pueblo y esta gente sí tiene derecho a preguntarnos a los seguidores de Jesús por él, por su misión y por la veracidad de cuanto dijo e hizo. Para nosotros es la pregunta: ¿Y nosotros, qué? ¿Validan nuestras obras su misión? ¿Testifica nuestra vida lo que decimos creer y seguir? La respuesta que deseamos es que se vea que un milagro de paz, de generosidad y de compromiso, no se explica a no ser porque Jesucristo, en quien creemos y a quien seguimos, sigue vivo y, a través de nosotros, sigue “enseñando, proclamando y curando las enfermedades y dolencias del pueblo”.

Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
La Virgen del Camino

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