sábado, 16 de mayo de 2009

Él nos Amó Primero

Domingo de la 6ª semana de Pascua.



Él nos Amó Primero 
      Después de tantos domingos celebrando la pascua, la resurrección del
Señor, llegamos a lo central de la vida cristiana: el amor. Hoy las tres
lecturas dan vueltas a lo mismo: la cuestión es amar. Ahí es donde se juega
nuestro seguimiento, nuestra fe en Dios. Ser cristiano no es cuestión de recitar el credo ni de
comprender perfectamente cada una de sus expresiones. Tampoco es cuestión de
participar en la liturgia de la Iglesia ni de cantar salmos todo el día ni de
hacer mucha penitencia y sacrificios. No es cuestión de entregar nuestra alma y
voluntad a Dios y hacernos esclavos suyos. No es cuestión de ser más o menos
pobres. Ni siquiera es cuestión de rezar muchas horas o de hacer los ejercicios
ignacianos.
      Todo eso puede estar bien. Puede ayudar. Pero no es lo
central. La clave, lo central, lo único importante está bien claro en la segunda
lectura: “Amémonos unos a otros ya que el amor es de Dios”. Y podríamos añadir,
citando también a Juan: “Porque Dios es amor”. Y no hay otra forma de conocer a
Dios, de vivir a Dios, de seguir a Jesús, que amando. Y amando como Dios, que
acoge a todos y no hace distinciones.

Lo nuestro es puro agradecimiento
      Hay
una cuestión que no hay que olvidar en esto del amor: es que él nos amó primero.
No hay que olvidarlo nunca. Lo nuestro es amor de respuesta, por así decir. No
tenemos más que volver los ojos a él para darnos cuenta. Lo nuestro no es más
que agradecimiento, acción de gracias. Si se quiere, lo mínimo que puede hacer
una persona educada ante el que le tiende la mano en la dificultad.
     
Dios es el que se ha acercado a nosotros. Se encarnó. Se hizo como
nosotros. Se hizo uno de nosotros. Compartió nuestros caminos y nuestro pan y
nuestro vino. El pez asado y el sudor del cansancio en el trabajo. El gozo de la
fraternidad y el desprecio de los que no quisieron escuchar su palabra cercana,
reconciliadora, sanadora, salvadora. Él es nuestra imagen de Dios, nuestra forma
de conocer a Dios. Su rostro es el rostro de Dios para nosotros. No hay otro
medio ni otro camino.

El mandamiento del
amor

      Es lo que nos dice el Evangelio de este domingo. Es un
texto que se abre con una afirmación en la que Jesús da testimonio de lo que ha
sido su vida: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” y que termina con
un mandato, el único mandato, la única orden, la regla de las reglas, la que
contiene todas y, sin embargo, nos abre a la mayor de las libertades: “Esto os
mando: que os améis unos a otros”. No hace falta más.
      Ahora podemos echar una mirada a nuestro alrededor. Salir a la calle
y contemplarnos a nosotros mismos en nuestras relaciones con los demás, con los
familiares y vecinos, con los amigos, con los compañeros de trabajo... Podemos
recordar nuestros comentarios sobre los políticos, sobre los personajes que
vemos en la televisión. Y mirar si nosotros somos capaces de “amar primero”.
Porque ahí está la jugada, la clave de nuestro ser cristiano. Seguir a Jesús no
es sólo “amar”. Es algo más. Es “amar primero”. Ahí es donde experimentaremos el
gozo y la alegría de ser como Jesús y, por tanto, como Dios.
      Así
comenzaremos a construir el Reino, ese espacio de fraternidad y gozo y paz que,
a veces, sólo algunas veces, somos capaces de experimentar en nuestra vida. En
ese esfuerzo estaremos contribuyendo a que este mundo sea mejor (no se trata de
pensar en el otro mundo sino en este, aquí y ahora). E iremos haciendo realidad
el sueño de Dios para nosotros, el sueño que nuestro Creador soñó para sus
creaturas y que se frustró en el Calvario y que, a trancas y barrancas, Dios
logró sacar adelante resucitando a Jesús de entre los muertos.

Fernando Torres Pérez, cmf


fernandotorresperez@earthlink.net


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Primera Lectura:

 Lectura del libro de los Hechos de los
Apóstoles (10,25-26.34-35.44-48):


Cuando iba a entrar Pedro, salió
Cornelio a su encuentro y se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo
alzó, diciendo: «Levántate, que soy un hombre como tú.»
Pedro tomó la palabra
y dijo: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y
practica la justicia, sea de la nación que sea.»
Todavía estaba hablando
Pedro, cuando cayó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban sus
palabras. Al oírlos hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios,
los creyentes circuncisos, que habían venido con Pedro, se sorprendieron de que
el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles.
Pedro
añadió: «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu
Santo igual que nosotros?»
Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Le
rogaron que se quedara unos días con ellos.   Palabra de Dios


Salmo:

 Sal 97,1.2-3ab.3cd-4

R. El Señor
revela a las naciones su salvación


Cantad al Señor un cántico
nuevo,
porque ha hecho maravillas;
su diestra le ha dado la
victoria,
su santo brazo. R.

El Señor da a conocer su
victoria,
revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia
y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. R.

Los confines
de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
Aclama al
Señor, tierra entera,
gritad, vitoread, tocad. R.


Segunda Lectura:

 Lectura de la primera carta del apóstol san
Juan (4,7-10):


Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el
amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no
ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que
Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por
medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por
nuestros pecados.   Palabra de Dios


Evangelio:

 Lectura del santo evangelio según san Juan
(15,9-17):


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el
Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que
mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi
mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más
grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis
lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace
su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os
lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien
os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto
dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando:
que os améis unos a otros.» Palabra de Dios.




Sábado de la Quinta semana de
Pascua


Libro de los Hechos de los Apóstoles
16,1-10.

Pablo llegó
luego a Derbe y más tarde a Listra, donde había un discípulo llamado Timoteo,
hijo de una judía convertida a la fe y de padre pagano.
Timoteo gozaba de
buena fama entre los hermanos de Listra y de Iconio.
Pablo quería llevarlo
consigo, y por eso lo hizo circuncidar en consideración a los judíos que había
allí, ya que todo el mundo sabía que su padre era pagano.
Por las ciudades
donde pasaban, transmitían las decisiones tomadas en Jerusalén por los Apóstoles
y los presbíteros, recomendando que las observaran.
Así, las Iglesias se
consolidaban en la fe, y su número crecía día tras día.
Como el Espíritu
Santo les había impedido anunciar la Palabra en la provincia de Asia,
atravesaron Frigia y la región de Galacia.
Cuando llegaron a los límites de
Misia, trataron de entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo
permitió.
Pasaron entonces por Misia y descendieron a Tróade.
Durante la
noche, Pablo tuvo una visión. Vio a un macedonio de pie, que le rogaba: "Ven
hasta Macedonia y ayúdanos".
Apenas tuvo esa visión, tratamos de partir para
Macedonia, convencidos de que Dios nos llamaba para que la evangelizáramos.


Salmo 100,2.3.5.
Sirvan al
Señor con alegría, lleguen hasta él con cantos jubilosos.
Reconozcan que el
Señor es Dios: él nos hizo y a él pertenecemos; somos su pueblo y ovejas de su
rebaño.
¡Qué bueno es el Señor! Su misericordia permanece para siempre, y su
fidelidad por todas las generaciones.

Evangelio según San Juan
15,18-21.

Si el mundo
los odia, sepan que antes me ha odiado a mí.
Si ustedes fueran del mundo, el
mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los
elegí y los saqué de él, el mundo los odia.
Acuérdense de lo que les dije:
el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los
perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la
de ustedes.
Pero los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al
que me envió. 


Sábado de la Quinta semana de Pascua : Jn 15,18-21Leer el
comentario del Evangelio por 

San Agustín (354-430), obispo de
Hipona (África del Norte) y doctor de la Iglesia  Sermón 334, para los santos
mártires, §1
« Vosotros no sois del mundo,
sino que yo os he escogida sacándoos del mundo»

Todos los fieles y buenos
cristianos, pero sobre todo los mártires gloriosos, pueden decir: «Si Dios está
con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8,31). Era contra ellos que se
amotinaban las naciones, los pueblos planeaban un fracaso y los príncipes
conspiraban (Sl 2,1); se inventaban nuevos tormentos e imaginaban increíbles
suplicios contra ellos. Se les llenaba de oprobios y acusaciones mentirosas, se
les encerraba en calabozos insoportables, labraban sus carnes con uñas de
hierro, se les mataba a golpes de espada, eran expuestos a las bestias, se les
quemaba vivos, y estos mártires exclamaban: «Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?»


     El mundo entero está contra vosotros y
aún decís: «¿Quién estará contra nosotros?» Pero los mártires nos responden:
«¿Qué es para nosotros este mundo entero siendo así que morimos por aquél por
quien el mundo ha sido hecho?» Que lo digan, pues, y lo repitan los mártires y
nosotros escuchemos y digamos con ellos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?» Pueden desencadenar su furia contra nosotros, pueden
injuriarnos, acusarnos injustamente, colmarnos de calumnias; pueden no sólo
matar sino incluso torturar. ¿Qué harán los mártires? Repetirán: «Dios es mi
auxilio, el Señor sostiene mi vida» (Sl 53,6)... Entonces, si el Señor sostiene
mi vida, ¿qué daño puede hacerme el mundo ?... Es él quien recuperará mi
cuerpo... «Todos mis cabellos están contados» (Lc 12,7)... Digamos, pues, con
fe, con esperanza, con un corazón ardiendo de caridad: «Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»

01. Habla por los profetas 01. Habla por los
profetas


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por Hna. Belén, carmelita descalza
3 de mayo de
2006



Contaba yo con 12 años cuando a raíz de la película Teresa de
Jesús le pregunté a una religiosa: «si usted hubiese sido carmelita, ¿qué
apellido se hubiera puesto?». A lo que ella me respondió: «y, si tu fueses
carmelita, ¿qué apellido te pondrías?». ¡Ahí pues mañana le contesto. Sin
pensarlo demasiado al día siguiente le dije: «del Espíritu Santo». Hacía poco
que yo había dicho esto cuando en la portería del colegio se me acerca un
sacerdote y me dice: «de aquí a unos años tú te habrás consagrado al Señor».
¿Primera profecía del Espíritu para mí? Sí, y no la última. Desde muy joven he
buscado a Dios de mil maneras. Muy pobremente y arrastrándome por el fango del
pecado, pero le he buscado. Y lo he hecho a través de todo porque «El Espíritu
del Señor llena la tierra» y el Señor dice al profeta que «Invoque al Espíritu
de los cuatro vientos» o sea, de todas partes. Una búsqueda suscitada en mi
corazón por el mismo Espíritu.


Me faltaba
medio año para cumplir la mayoría de edad. Y como siempre, buscaba el «qué
querría Dios de mí». Su voluntad, que es el camino por el que nos guía su
Espíritu Santo. Me encontré con el novio de una amiga mía y después de un rato
de paseo le pregunto: ¿cómo^ puedo saber yo qué quiere Dios de mí? Él me
respondió «no te preocupes, un día te levantarás por la mañana y verás tu camino
con claridad». Olvidada por completo de aquella respuesta tan Ingenua, al
incorporarme de la cama un lunes por la mañana vi con la luz del mediodía que
Dios me quería carmelita. ¿Otra profecía del Espíritu? Otra.


Siendo religiosa una vez tuvimos un cursillo impartido por una
señora que dejó mucho que desear. No entendiendo alguna cuestión bastante grave,
al tiempo que subía las escaleras hada el noviciado le dije al Espíritu Santo:
«Mira, tú lo iluminas todo, tu eres luz y verdad. Si quieres, dime si es cierto
o no lo que dice esta mujer». No habían pasado unos minutos cuando quedé inmóvil
en el pasillo y recibí una explicación que imprimió en mi como si fuera fuego la
verdad de lo que yo buscaba con rectitud y amor.


Mil detalles de mi vida me confirman su presencia a mi lado. De un
modo especial, a través de mi familia, los sacerdotes, mi comunidad y las
personas que se dicen no creyentes. Si estoy abierta a Él, es capaz de iluminar
mi mente y encender mi corazón con una simple volada de aire, en la lluvia de la
tarde, en la sonrisa o dolor de una hermana.


En otra ocasión le pregunté al padre de una amiga mía cómo
encontraría yo un director espiritual. Que me dijera lo que le saliera de dentro
sin pensarlo mucho. Él, respirando hondo me respondió lo que meses después serla
una realidad. Lástima que no supiera que lo que respiró fue al mismo Amor y
Conocimiento de Dios. Al Espíritu Santo.

02. Unción secreta

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por Nicolás Caballero, cmf.
3 de mayo de 2006



Soy un misionero-itinerante y escritor, con ganas de detenerme y
de callar. No estoy depresivo; estoy seducido. Me gusta referirlo así.


Mi experiencia del Espíritu es sencilla, sin vistosidad.


En la
sencillez del silencio cotidiano voy dejándome elaborar sin tratar de entender
una presencia y un proceso de unción secreta, que se me escapa. Vivo la
necesidad de ser un vaso perfecto, para un flor perfecta.


En cierta ocasión, una persona sobria y profunda, me dijo: «Usted
y el Espíritu Santo se llevan bien». Agradecido, creo que fue una respuesta
provisional a mis largas horas de silencio, en la penumbra de una capilla, en la
calma del atardecer, o en la quietud de la madrugada, o en mi habitación, con la
ventana entreabierta, «pidiendo el Espíritu Santo prometido».


Me gusta sentarme en silencio y en la realidad-metáfora de
sumergirme en la conciencia de mi propio respirar, estar despierto sobre la
sublime realidad de Dios, que también respira -Ruah es su Aire, es su Espíritu-,
y de que yo respiro dentro de Él (He 17,28). Si tuviera que titular esta actitud
permanente, costumbre ya, aunque siempre asombrosa, el título sería: «...y me
senté en silencio a respirar en Dios»’.


Mí anhelo más profundo es dejarme ungir por el Espíritu de Jesús.
Experimento con fuerza, casi con violencia, que hasta que el Espíritu no me
consagra en cuerpo y alma, y no penetre toda mi estructura muscular, nerviosa,
emocional y mental, no se habrán creado las bases humanas suficientes para ser
un sacramento del Espíritu y cristiano en cuerpo y alma. Siendo que en mi
itinerancia, modelo fundamental de mi realidad apostólica, por los caminos del
mundo, se me van simplificando más y más las palabras aunque se me va
radicalizando el corazón -va encontrando sus raíces, encontrando sus amores-.
Humilde y agradecido siento que el Espíritu me va madurando con la lentitud de
una entrega que, por mi parte, siempre va con retraso.


Esta operación de maduración se extiende al lenguaje. Yo empleo
las mismas palabras de siempre, tengo los mismos hábitos, pero en mí y para mí
solo, yo oigo esas mismas palabras y las penetro mejor; aprehendo sus armonías,
sus resonancias, sus raíces... Pero frecuentemente tengo ganas de callar
ya...


Y es que quizás lo que digo ya no sea lo importante; lo fue para
mí cuando estaba pendiente de mi. Lo realmente importante es esa realidad
misteriosa que siempre está detrás de las palabras y que la fe me permite soñar
y el corazón adelantar... Las palabras ya no saben decirme lo que quiero. Hablo
poco, pero gozo desvelando, creyendo como quien ve (Hb 11,17) la Palabra-Jesús.
Ella protagoniza mi vida secreta en este momento. En mi insuficiencia, vivo con
un gozo nuevo, aplicada a mi vida, la verdad: «No eres tú el que hablas; es el
Espíritu de tu Padre, quien habla en tí-«Y el espíritu de tu Madre», añado yo.
Ella es como mi denominación de origen. María es el lugar de mi experiencia del
Espíritu. Y estoy contento. Y asi mí voy haciendo mayor, en las ganas de
callarme, aunque también en el gozo y en la urgencia sentida de seguir abriendo
camino a la Palabra, o aunque sea un sencillo sendero. Si pudiera contagiar mí
pequeña experiencia del Espíritu,, diría a cada no: «Siéntate en silencio y
advierte que respiras dentro de Dios, que también respira».

03. Instante infinito

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por Pedro Reyero, O.P.
3 de mayo de 2006



Mi más fuerte experiencia del Espíritu comenzó con un hecho
concreto: una noche tuve la experiencia viva de mi muerte -en aquel momento creí
que física-. Y vi mí vida entera completamente vacía. Me presentaba ante Dios
con las manos vacías. No había nada que me justificara ante Él. Con enorme
violencia rechacé aquella imagen de mí mismo. Tantos años de vida religiosa, de
sufrimientos y cumplimientos, de formación y ascesis y hasta los primeros años
de sacerdocio vividos con mi mejor voluntad y esfuerzo y ¡no tenia nada!
Protesté por dentro.


A
partir de ese momento comenzó una fuerte depresión. Angustia. Impotencia. Días
eternos saboreando el sinsentído de todo. El túnel era cada vez más oscuro... y
Dios callaba. Algún autor, leído en mis años jóvenes, había escrito: «Y sin
embargo Dios no dijo absolutamente nada». En tal situación lo lógico era dejarlo
todo. Pero a veces sucede que tiene que llegarse al límite de lo que se vive
para que lo nuevo suceda. Y así me sucedió a mí. Era Domingo. Se celebraba la
Fiesta del Bautismo del Señor. A las tres de la tarde se repitió la experiencia
de años atrás. Venía el momento final donde estás tú soto ante tu propia muerte.
Yo sólo tenía pobreza. ¡Señor, no he entendido nada, acógeme en tu gran
misericordia! Eue un instante infinito. Breve, pero que lo cambió todo. La
respuesta de Dios a un pobre fue la misma que a su Hijo Jesús, el que se puso a
la cola de los pecadores: «Tú eres mi hijo amado».


Mi experiencia del Espíritu Santo es el amor con que Dios ama a
los pobres: «nos amó cuando éramos pecadores». De aquí nació una misión nueva y
un nuevo modo de evangelizar. Y la primera fotografía de Dios hecho hombre, que
nos enseñó a ser hombres ante Dios, iluminó toda la Escritura para mí: el nuevo
Adam, Cristo, es el hombre que no se oculta con apariencias ni ante Dios ni ante
los hombres porque sabe que es amado como es.

04. Habitado, no colonizado

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por Ángel Moreno de Buenafuente
5 de mayo de
2006



Cuando intento describir a quien creo que es el Espíritu, el Amor
divino, me encuentro incapaz de reducirlo a una imagen totalizadora. No sé
ponerle rostro. Lo percibo presencia permanente, colmando mi interior, causa de
mis relaciones anteriores. Tengo la sensación de estar habitado, no colonizado.
En esta conciencia, a veces, oigo la voz que, sin sonidos, me habla en las
entrañas y, haciéndose percepción inevitable, me muestra la atracción de aquello
a lo que me invita, no obstante mi resistencia primera. Es una voz obstinada y
suave que, de manera intermitente, en coyunturas determinadas, se hace
insoslayable hasta que acojo su insinuación. No es cómoda, siempre me lleva a
movimientos de salida, de ir hacia el Otro y los otros. Se convierte en causa de
mi relación creyente y de mi oración personal. Me conduce a decisiones
arriesgadas o a pequeños movimientos solidarios. No me permite estancia segura,
a resguardo. Me fuerza a superar las inercias de mis criterios y a valorar la
manera de ser y de pensar de los demás. Es una permanente intemperie. Quiebra
mis seguridades y me afianza en la comunión mayor.


(JPG) Hay
momentos en los que la certeza de ser acompañado se desborda en gozo; otras, en
calma. La aprecio especialmente cuando estoy solo y descubro que me da la
capacidad de permanecer relacionado internamente.


Creo que es el Espíritu el que me hace creyente, el que me permite
valorar la esencia más noble de cada persona y de cada útil, su belleza y
armonía, su verdad, quien me propone movimientos generosos y, hasta que no
acepto su propuesta, permanece paciente, prolongando su gemido.


Lo percibo en momentos de sosiego, como si fuera incompatible con
mis movimientos hacendosos, y en el encuentro con las personas cuando me abro a
ellas, receptivo. Y me desvela el tramo suficiente del camino que debo de
recorrer con paz. A veces es sólo un paso más o una estancia quieta en mi propio
interior. Me ayuda a interpretar la historia en clave trascendente y, así, sin
caer en visiones extrañas, los acontecimientos y las personas se convierten en
testigos y mediaciones que acojo como regalos del Espíritu y que me abren a la
posibilidad de seguir de manera concreta el Evangelio, la voluntad divina sobre
mí.
Reconozco que en mi vida ha habido algunos tramos oscuros, silenciosos,
sin percibir nada favorable. Y otros en los que la fuerza interior ha catalizado
toda mi persona y ha puesto al servicio de su iniciativa mi capacidad sin
sensación de cansancio o de agotamiento. Es increíble, sí no fuera demostrable
históricamente, el ánimo, el valor, la serenidad, la creatividad, el don que
significa y que es esta presencia indefinible, mas innegable.
Si describiera
cada una de las circunstancias, tanto íntimas como sociales, en las que me ha
tocado vivir, desde un análisis estrictamente psicológico pronunciaría
dictámenes preocupantes y, sin embargo, globalmente canto el salmo 125: Al ir,
iba llorando, al volver, entre cantares.


Hoy sé que es el Espíritu quien da luz a mis ojos y a mi
inteligencia y me ayuda a silenciar toda especulación desesperanzada sobre el
futuro. Despierta upa actitud de confianza al saber que Él conduce la historia y
a cada persona. Él ¡manta mi vida en el seguimiento evangélico. Él es, seguro,
la causa de haberme encontrado con Jesús y de invocar su nombre. A través de la
misericordia impide el éxodo decepcionado. Me sugiere a cada paso la dirección
del camino. Me presta la brújula del gozo y de la paz en los aciertos y de la
ansiedad y tristeza en mi egoísmo.


Clamo permanentemente: Ven, Espíritu Santo. Y agradezco a Dios
saberme conducido. Me atrevo a afirmar que, gracias al Espíritu, mi vida no
responde a un proyecto personal, sino que es una historia de providencia y de
salvación en la que el Amor de Dios ha tomado su protagonismo, aunque yo muchas
veces no lo haya interpretado del mismo modo.

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05. Rumor de Dios 05. Rumor de Dios

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por Domingo Martín Olmo
5 de mayo de 2006



Me atreveré a decir que del Espíritu sé, ante todo, por su
«ausencia», aunque inmediatamente tengo que añadir que esa ausencia es mía y no
de Él. Está en mí y vivo como si estuviera lejos. Ni sé adivinar su presencia ni
sé discernir su acción. «No os dejaré solos», dice Jesús (Jn 14,18). Y sin
embargo, una y otra vez, siento esa soledad que es al mismo tiempo deseo y
ausencia del Padre y de su Cristo, a los que el Espíritu revela en el corazón
del hombre. Es como sí me faltara ese Aliento, esa Fuerza que recrea y vivífica,
que libera de todos los miedos y hace testigos.


Dice San Agustín que el Espíritu Santo es «más íntimo a nosotros
que nuestra propia interioridad». Y me pregunto si no será esta la razón de mi
no sentir/no saber del Espíritu. Si ni siquiera he tocado mi propia
interioridad, ¿cómo voy a sentirme alcanzado por aquel que habita en lo más
íntimo de mí ser? Espero -en una esperanza activa- y pido que sea Él quien me
revele su presencia y al mismo tiempo, me revele mi propio yo. Él me dará la
experiencia más auténtica de mi mismo.


Por eso, hoy, mi relación con el Espíritu es ante todo de súplica
(¡Ven Espíritu divino!) y de búsqueda. Una búsqueda, lo confieso, constantemente
interrumpida por otros afanes y constantemente reiníciada. Estoy dominado por
flaquezas que hacen muy difícil el conocimiento y la experiencia del Espíritu...
Comprendo por qué no llega la transformación de mi vida, por qué me resulta
difícil amar, por qué camino y me entrego sólo a golpes del corazón.


Pero sé (así ¡o cree mi fe y ¡o canta mi corazón) que el Espíritu
no está lejos de mí en ninguna ocasión, ni siquiera en mí pecado. Sé que el
Espíritu trabaja calladamente mi espíritu y mi barro. ¡No han faltado horas en
que me he sentido recreado! Sé que gime en mí, por mí y conmigo anhelando mí
plena libertad... Por eso no me siento desgraciado, sino hijo y amado. Puedo
decir «Papá» y sentir el eco del Eterno en mis entrañas y el abrazo de este
Padre en mi propia carne. Tengo sed de Dios, sed de vida..., aunque con
frecuencia -¡tan torpe soy!- dedique más tiempo y pierda más vida en otros
deseos.


Sí, creedme, en alguna ocasión, al menos un instante, me he
sentido aviento en el Viento», «brasa en el Fuego», «agua en el Manantial»... Y,
si repaso mi vida, descubro que en los momentos de mayor oscuridad, debilidad o
abatimiento, he recibido una fuerza que bien sé yo que no era mía.


Vacía, tantas veces, el alma
como un cántaro vacío,
se
apagan la ilusión y las preguntas,
se rompe la esperanza...
Llegan
entonces, la noche y la tristeza
y dejan su huella en nuestra
carne:
rondan los miedos y las dudas...
Pero vienes Tú, Espíritu de
vida,
azul de Dios en nuestra alma oscura,
y enciendes con tu gracia
encantadora
el hogar del mundo...
La casa vuelve a estar caliente,
hay
rumor de Dios en cada pequeño espacio,
se reúnen los hermanos
y otra vez
los sueños encuentran su lugar
en el inquieto corazón del hombre.

El Espíritu Santo en la Iglesia

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por Severiano Blanco
15 de mayo de 2007



1. Introducción: Una terminología problemática
e imprecisa 2. Objeto y orden de esta exposición 3. Un testimonio inmediato:
Pablo y sus comunidades 4. El Espíritu acredita a Pablo y su ministerio 5. El
Espíritu, habitante interior de cada creyente, le capacita para la correcta vida
moral 6. El Espíritu es la fuerza vital de la Iglesia 7. ¿Conoce Pablo el gran
pentecostés que dio origen a la Iglesia? 8. Los Hechos: El Espíritu, fuerza de
Dios para la Iglesia 9. El Espíritu habilita para los servicios eclesiales 10.
El Espíritu destruye las barreras 11. La comunidad reunida: lugar preferido por
el Espíritu 12. Funciones del Espíritu según los escritos joánicos 12.1. El
Espíritu como impulsor de la misión 12.2. El Espíritu como abogado ante los
tribunales 12.3. El Espíritu como maestro de la Verdad 12.4. El Espíritu como
fuente de consuelo y confianza


1. Introducción: Una terminología problemática
e imprecisa


(PNG) El lenguaje
del dogma cristiano define al Espíritu como una de las personas del Dios Trino y
realiza permanentes equilibrios para evitar por igual el triteísmo y el
modalismo: el Espíritu es otra persona divina, pero no otro Dios ni simplemente
un "aspecto" del único Dios.


El descubrimiento del Espíritu como persona es lento. En el AT hay
389 menciones del espíritu (ruah, pnéuma), y cinco expresamente del "espíritu
santo" de Dios (Sal 5 1, 1; Is 63, 10.11; Sab 1,5; 9,17), pero ninguna de ellas
alcanza el nivel de la confesión trinitaría cristiana, sino que se refiere al
aliento de Yahvé, su poder, su presencia, etc., apuntando así en la dirección
que llevará a la pneumatología cristiana plena.


Tampoco el Nuevo Testamento es uniforme en el uso de la palabra
"espíritu" (gr.pnéuma). Del Bautista se afirma que irá con el espíritu y poder
de Elías; y Pablo habla del Espíritu de Dios que da testimonio a nuestro
espíritu (Rm 8,16) de que somos hijos de Dios. Cuando se nos dice que Jesús
conoce "en su espíritu" (tóipneúmati autou) lo que están pensando los escribas
(Me 2,8), seguramente que sólo se hace referencia a la interioridad de Jesús, no
a otra persona. Tampoco es probable que la expresión ’Espíritu Santo’ tenga el
mismo sentido en las referencias a la concepción de Jesús (Mt l;l8; Le 1,35) que
en el "pequeño pentecostés" de Jn 20,22; al menos la dogmática ortodoxa no
admite que el Espíritu sea padre de Jesús.


2. Objeto y orden de esta
exposición


En las páginas que siguen acotamos deliberadamente nuestro campo
de trabajo. Ante todo renunciamos, como hace el mismo Nuevo Testamento, a toda
especulación sobre el ser o naturaleza del Espíritu Santo, interesándonos sólo
por su actuar en la vida de la comunidad creyente. Renunciamos, igualmente, a
una reflexión directa (al estilo de la realizada por el tercer evangelista)
sobre lo que haya sido la actuación del Espíritu en el Jesús de la historia.


Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en buena medida los
evangelios son una cierta historia de la Iglesia en la que se redactaron, de
modo que algunas afirmaciones sobre Jesús son también, al menos indirectamente,
afirmaciones sobre la Iglesia misma; por lo que no siempre resulta fácil la
selección de textos.


Aun con el riesgo de dejar fuera algún elemento secundario,
dirigiremos la mirada a tres bloques del Nuevo Testamento, en los que los
autores se preocupan, expresa y directamente, de enseñar cuál es la acción del
Espíritu en los creyentes: las cartas de Pablo, la obra lucana -especialmente
Hechos- y los escritos joánicos. Y los veremos justamente en este orden, que es
con gran probabilidad el orden cronológico de la reflexión y última
redacción.


3. Un testimonio inmediato: Pablo y sus
comunidades


De todos es sabido que los escritos paulinos son los más antiguos
del Nuevo Testamento y también los más cercanos -a veces casi inmediatos- a lo
que narran o interpretan. Por eso las afirmaciones de Pablo sobre la actuación
del Espíritu Santo en él y en sus comunidades tienen un frescor inconfundible y
están libres de toda abstracción especulativa.


Una primera pregunta que suscita la lectura de las cartas paulinas
es si su autor conoce una confesión trinitaria explícita, en la que, en
consecuencia, quede afirmada la existencia personal del Espíritu en el sentido
del dogma eclesial. Salta a la vista que en el encabezamiento de sus cartas
Pablo utiliza un saludo binario, no ternario: "gracia a vosotros y paz de parte
de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo"; aquí el Espíritu no figura.


Hay, sin embargo, un texto paulino trinitario indiscutible: «la
gracia de nuestro Señor Jesucristo y el amor de Dios Y la comunión del Espíritu
Santo con todos vosotros» (2Cor 13, 13). Pero la autenticidad paulina de este
texto no es inatacable, ya que nuestra 2Cor es una composición tardía o amalgama
a partir de varias cartas auténticas de Pablo, y el "redactor" (quizá hacia el
año 100) puede haber introducido alguna fórmula ya usual en su Iglesia, pero no
en tiempo de Pablo. Sin embargo, tampoco se puede negar absolutamente una
concepción trinitaria en la teología paulina. En lCor 12,4, para explicar la
variedad de carismas en la iglesia, Pablo presenta escalonadamente la
procedencia trinitaria de los mismos: "diversidad de dones, pero un mismo
Espíritu; diversidad de servicios, pero un solo Señor; diversidad de poderes,
pero un mismo Dios". Y, si bien es cierto que en la época de Pablo el bautismo
no se realiza aún con la fórmula trinitaria (I Cor 6,11: «habéis sido lavados,
santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo»; también
ICor 1,13, y más lejanamente Hch 19,5), no parece que se ignore la acción del
Espíritu en el sacramento (ICor 6,11: «y en el Espíritu de nuestro Dios»). Es
evidente que la formula trinitaria eclesial tiene una génesis lenta, y que en la
época de Pablo no está tan explicitada la mención del Espíritu como la del Padre
y del Hijo, pero está ya en marcha el proceso que pronto desembocará en la
tríada inconfundible.


4. El Espíritu acredita a Pablo y su
ministerio


Pablo se presenta a sí mismo capacitado para el ministerio por el
Espíritu Santo (2Cor 6,6), ese Espíritu que le llena de virtudes y le hace salir
airoso incluso en las mayores adversidades. Su predicación va habitualmente
acompañada de los signos poderosos del Espíritu: «mi palabra y mi anuncio no se
redujeron a palabras de sabiduría persuasiva, sino que la acompañó la
manifestación del poder del Espíritu» (ICor 2,4). Y, aunque a nosotros se nos
escape ya en qué consistieron esas obras poderosas, no parece que se trate de
palabras bonitas, pues Pablo asegura a los corintios que ellos no fueron menos
agraciados que otras iglesias, sino que entre ellos se realizaron «señales,
prodigios y milagros» (2Cor 12,12).


De esos signos hablará igualmente a los gálatas a propósito del
poder de la ley y del poder de la fe: «¿recibisteis el Espíritu por la práctica
de la ley o por la recepción creyente de la palabra?... El que os da el Espíritu
y hace milagros entre vosotros, ¿lo hace porque cumplís la ley o por la
recepción creyente de la palabra?» (Gal 3,33). En esta última frase
probablemente la conjunción copulativa sea epexegética, es decir "dar el
Espíritu’ y "hacer milagros" fácilmente son expresiones sinónimas.


A los tesalonicenses les recuerda que en la primera evangelización
recibieron más que palabras: «nuestro mensaje evangélico no os fue transmitido
solamente con palabras, sino también con obras portentosas bajo la acción del
Espíritu Santo» (lTes 1,5).


5. El Espíritu, habitante interior de cada
creyente, le capacita para la correcta vida moral.


En su exhortación moral a los tesalonicenses, Pablo les dice que
despreciar su palabra parenética referente a la castidad y la justicia equivale
a despreciar "a Dios que ha puesto su Espíritu Santo en vosotros" (lTes 4,8). Y
gracias a ese don, el creyente no necesita ya ser instruido por nadie, pues Dios
mismo se ha convertido en maestro directo de cada uno; los cristianos son aquí
designados como theodidaktoi(4,9) o enseñados por Dios. Un hombre entendido en
el AT como Pablo parece ver aquí el cumplimiento de dos ricas profecías para la
era mesiánica. Jr 31, 31-34 prometía una nueva alianza en la que la ley quedaría
introducida por Dios en el interior de cada fiel, de modo que "no tendrán que
instruirse mutuamente diciéndose unos a otros: ’conoce a Yahvé’, pues todos me
conocerán". Esta inmediatez de la acción de Dios queda convertida en Ez 36,26s
en el don del Espíritu: "os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu
nuevo ... Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que viváis según mis
preceptos, observando y guardando mis leyes". Pablo da por hecho que los
tesalonicenses han recibido ese Espíritu divino y ya no necesitan una
reconvención exterior.


Exhortando a los corintios a la castidad Pablo les recuerda
igualmente que no respetar el propio cuerpo equivale a profanar u, templo en el
que habita el Espíritu Santo( (cf. lCor 6,19), que ahora es el verdadero dueño
de nuestra intimidad.


A los romanos les habla Pablo de la incapacidad del hombre para
cumplir la ley, ya que el "ser carnal" lleva a rebelarse contra lo que aparezca
como precepto de Dios (Rm 8,7). Pero el cristiano ha sido transformado, el
Espíritu Santo habita en él, y así, viviendo según el poder de ese Espíritu ’ es
realizada en el cristiano en plenitud la justicia a la que aspiraba la ley
judía. Pablo tiene aquí el cuidado de utilizar el verbo en pasiva: el cristiano
no realiza, sino que otro lo realiza en él (Rni 8,4); y no se limita a la
realización material de la vieja aspiración judía, sino que avanza hasta su
superación o plenificación (ib. verbo gr. plemún).


La generalización de ese poder transformante la ofrece Pablo en su
larga enumeración de frutos (para él, "firuto", en singular) M Espíritu en Gal
5,22-23: c, amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad,
amabilidad, autodominio".


Los antiguos pecadores de la corrompida sociedad corintia han sido
Iavados, consagrados Y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y
en el Espíritu de nuestro Dios» (lCor 6,1 l). Sin duda la mención de] nombre de
Jesucristo recuerda su invocación en el bautismo ("habéis sido lavados..."), en
relación con el cual se menciona también el Espíritu. De manera más explícita,
afirma la misma carta en 12,13 que "todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y
libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu". No es fácil captar el sentido de
la preposición "en" en todos estos textos. Teniendo en cuenta su posible
correspondencia con la partícula hebrea y aramea be podría entenderse como
instrumental y más bien que locativo.


Cuando Pablo se atiene a la terminología judía, habla de la nueva
vida de auténticos hijos de Abrahán, libres en vez de esclavos, herederos según
la promesa (Gal 3,28-29). Pero cuando echa mano de¡ nuevo lenguaje,
específicamente cristiano, interpreta ya la nueva vida como don del Espíritu,
que a su vez es el don de Dios. «porque sois hijos envió Dios el Espíritu de su
Hijo a vuestros corazones» (Gal 4,6). Quien recibe el Espíritu del Hijo queda
hecho hijo, supera la condición de esclavo (Gal 4,7), y tiene el privilegio de
invocar a Dios llamándole como Jesús mismo le llamaba: Ahbá (Gal 4,6; Rni 8,15;
cf.Me 14,36).


La Posesión del Espíritu del Resucitado es garantía de la futura
resurrección: «si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará
también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en
Vosotros» (Rm 8, 1 l).


Pero esa vida de resurrección futura que el Espíritu garantiza no
es para Pablo algo simplemente por venir Pablo llama al Espíritu arrabón o
aparkhé, es decir, prenda o primacía de los bienes futuros, algo ya gustado
actual y anticipadamente. El creyente aspira a su pronta redención total porque
está saboreando ya sus inicios, es decir, la presencia actuante del Espíritu de
Dios (cf.2Cor 5,5); vive esta espera incluso con gemidos interiores (Rm 8,23),
ya que experimenta en sí mismo la contradicción de pertenecer al mundo viejo y
al nuevo. En él se realiza ya el reino de Dios, que es «justicia y paz y gozo en
el Espíritu Santo» (Rm 14,17).


La actual experiencia salvífica no es expresable en términos y
conceptos de este mundo, por lo cual "el Espíritu ora en nosotros con gemidos
inenarrable? (Rm 8,26). Todo ello es vivir en una situación extraña: posesión de
los bienes salvíficos y simultáneamente sufrimiento propio del tiempo presente
(Rm 8,18); pero los bienes definitivos pesan más; el que vive en el Espíritu
experimenta más de "ya sí" que de "todavía no".


6. El Espíritu es la fuerza vital de la
Iglesia


Lo que define inconfundiblemente a la Iglesia es la confesión de
Jesús como Señor, pero esto sólo puede hacerse mediante la asistencia del
Espíritu. «Nadie sin el Espíritu Santo puede decir: Jesús es Señor»" (lCor
12,3).


En su caminar histórico, la Iglesia necesita de mediaciones,
ministerios y servicios; y es el Espíritu el que los proporciona. Para Pablo lo
que más edifica a la Iglesia es el don de profecía, útil igualmente para la
misión entre paganos (cf. 1 Cor 14,24-25); reprimir la profecía equivale a
«apagar al Espíritu» (lTes. 5,19-20).


El amplio tratado sobre los carismas en lCor 12-14 es al mismo
tiempo un tratado sobre la acción soberana del Espíritu en la Iglesia, ese único
y mismo Espíritu que distribuciones como él quiere (lCor 12,1 l).


7. ¿Conoce Pablo el gran pentecostés que dio
origen a la Iglesia?


En el origen de cada una de sus comunidades, Pablo afirma que los
signos del Espíritu han sido patentes (supra). En el caso de Galacia da a
entender que el nacimiento de la comunidad fue una recepción del Espíritu Santo
mediante el acto de fe: «¿recibisteis el Espíritu Santo por las obras de la ley
o por la obediencia de la fe?» (Gal 3,2). Sin embargo, en sus alusiones a
Jerusalén en cuanto iglesia madre (cf. Rm 15, 26-27 6 lCor 15, 3-7; Gal 1, 17;
2, 6-9), nunca hace referencia explícita al gran pentecostés narrado en Hech
2.


Podría tratarse, sin embargo, de un problema de terminología. En
efecto, Pablo conoce una aparición del Resucitado multitudinaria «a más de
quinientos hermanos juntos» (lCor 15,6) que bien podría identificarse con la
colectiva efusión del Espíritu descrita por Lucas. Se ha hecho notar, con razón,
que el único lugar de Jerusalén en que podría reunirse tal multitud es la
explanada del templo y que sería extraño que una tan numerosa aparición no
hubiese dejado huella en la tradición evangélica o de Hechos. «La única solución
que queda es identificar esa aparición con pentecostés»’. Por lo demás, la
estrecha relación entre aparición del resucitado y colación del Espíritu es
conocida en otro filón del Nuevo Testamento (cf. Jn 20, 22).


8. Los Hechos: El Espíritu, fuerza de Dios para
la Iglesia


La convicción profunda del tercer evangelista es que lo iniciado
por Jesús sólo puede ir adelante mediante la fuerza de su Espíritu; en su
opinión no basta con que los antiguos seguidores sean agraciados con apariciones
del Resucitado, recibiendo así la certificación inequívoca de su mesianidad:
«Voy a enviaros lo que os ha prometido mi Padre; quedaos en la ciudad hasta que
seáis revestidos de la fuerza de lo alto»(Lc 24,49).


Y esa promesa del Padre es especificada al inicio del segundo
volumen lucano como un "bautismo en el Espíritu": «durante cuarenta día se dejó
ver por ellos, les habló acerca del Reino de Dios, y mientras comía con ellos
les mandó que no se alejasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del
Padre, de que me habéis oído hablar; pues Juan bautizó con agua, pero vosotros
dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo» (Hch 1,43).


El libro de los Hechos da a entender que la Iglesia sin el
Espíritu es un grupo tímido e inactivo, pero que tras el acontecimiento de
pentecostés se convierte en un ejército de testigos intrépidos. La osadía que da
el Espíritu hace que Pedro (Hch. 2,14) y otros hombres sin letras arenguen a
Israel, mencionen la culpa de sus autoridades en el proceso de Jesús (2,23) y
propongan el nuevo camino de salvación (2,38). Con el Espíritu todo está en
marcha.


9. El Espíritu, don del nuevo pueblo de
Dios


Una tesis del autor de Hechos es que, según las esperanzas judías,
al pueblo escatológico se le ha dado el Espíritu de forma generalizada, con lo
que se cumple la vieja profecía de Joel 2, 28-32: «derramaré mi Espíritu sobre
toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas ... ».


El nuevo pueblo nace precisamente con pentecostés. De ahí el
interés en que en ese momento el grupo de Los Doce esté completo (Hch 1, 24-26).
Posteriormente se hablará de la desaparición de Santiago el hijo de Zebedeo
(12,2) y no se preocuparán de elegirle sucesor. Pero la Iglesia no queda
edificada de una vez para siempre, por lo cual a este primer pentecostés
seguirán otros (cf. Heli 4, 3 l), y el progreso de la comunidad es descrito por
el autor como que «se iba llenando del consuelo del Espíritu Santo» (9,3 l).


A lo largo del libro se observa cómo el Espíritu se da a todo el
que cree en Jesús como mesías-salvador; éste será el caso de Pablo (9, 17), de
Cornelio y su familia (Hch 10, 44), de los cristiano-bautistas de Efeso (19,
2.6), etc.


9. El Espíritu habilita para los servicios
eclesiales


No solamente Pedro procede por primera vez a predicar tras la
recepción del Espíritu; de Esteban se nos dice igualmente que da testimonio y
nadie puede resistir al «Espíritu de sabiduría» con que habla (Hch 6,10). Otro
tanto le sucede a Felipe (8,29), y a Saulo recién convertido (9,17). Y para que
Saulo y Bernabé puedan realizar su «primer viaje misionero» (Hch 13-14), la
comunidad los encomienda a la gracia del Espíritu Santo (13,4).


Llenos del Espíritu de sabiduría están también los Siete (6,3),
gracias a lo cual se les puede encomendar la administración de los bienes
materiales.


Un servicio eclesial de primera categoría es el de la comunión.
Hechos hace notar que sólo tras pentecostés se llega a poner los bienes en común
(Heli 2,44) y a tener «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). Pero es
especialmente llamativa la función conciliadora de Bernabé, el que introduce a
Saulo en la comunidad jerosolimitana (9,27) y el que establece un vínculo
estable entre los creyentes de Jerusalén y los de Antioquía (11,22); «era hombre
de bien y lleno del Espíritu Santo» (11,24).


También el libro de los Hechos conoce el gran servicio eclesial
que es la profecía, don del Espíritu por excelencia. Agabo, por medio del
Espíritu, indica a los antioquenos la conveniencia de preparar una colecta para
cuando haya hambre en Judea ffich 11,28); posteriormente se presentará en
Cesarea y hablará a Pablo y a la comunidad local en nombre y con el poder del
Espíritu (Hch 2 1, 11): «esto dice el Espíritu Santo».


10. El Espíritu destruye las
barreras


Ya en la introducción al libro promete el Resucitado a los
apóstoles que «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros
y seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea, en Samaría y hasta los
confines de la tierra» (Hch 1,8). Es, en cierto modo, el esquema del libro y el
programa de misión, que constará de tres momentos: al judaísmo ortodoxo
(Jerusalén y Judea), al judaísmo heterodoxo (Samaría), y al paganismo (los
confines de la tierra).


De hecho se menciona al Espíritu, conferido por imposición de
manos de Pedro y Juan (8,14-17), como aquel que confirma la agregación de los
samaritanos a la Iglesia. El mismo Espíritu vuelve a forzar la marcha misionera
mandando a Felipe que evangelice al temeroso de Dios procedente de la lejana
Etiopía (8,29) y el que, descendiendo sobre una familia de "temerosos de Dios",
Cornelio y los suyos (10,44-47), obliga a Pedro a que les administre el
bautismo. Los "temerosos de Dios" son monoteístas, simpatizantes por tanto del
judaísmo, pero no circuncisos; pueden considerarse una especie intermedia
semijudía y semipagana. El paso decisivo se dará en el "concilio" de Jerusalén,
cuando se determine que todo pagano que crea en el Señor Jesús sea admitido en
la Iglesia sin someterlo a la circuncisión; y esta audaz determinación es
atribuida por igual al Espíritu Santo y a la autoridad eclesial (Hch 15,28).
Queda definitivamente abierto el camino hacia los confines de la tierra...


11. La comunidad reunida: lugar preferido por
el Espíritu


Sin negar la especial comunicación del Espíritu a particulares, el
autor de Hechos parece tener la convicción de que el Espíritu habla sobre todo
en la comunidad reunida. Al inicio del llamado "primer viaje misionero" se nos
dice expresamente que «mientras ellos estaban celebrando el culto al Señor y
ayunando, dijo el Espíritu Santo» (Hch 13,2). La expresión central del "decreto
conciliar" de Jerusalén reviste la significativa e insólita fórmula «ha parecido
al Espíritu Santo y a nosotros» (15,28). Y Pablo, en su último y arriesgado
viaje a Jerusalén, afirma que «el Espíritu Santo, en cada ciudad, me testifica
que me aguardan prisiones y tribulaciones» (20,23); el hecho de que esto suceda
en las ciudades, no en los caminos o navegaciones, parece relacionar dicha
revelación con la reunión eclesial.


Ha resultado siempre enigmática la acción del Espíritu sobre Pablo
impidiéndole predicar la palabra en Asia y en Bitinia (Hch 16, 6-7); prohibición
más enigmática aún si se tiene en cuenta que, posteriormente, Pablo fijará su
centro de operaciones en Efeso, capital de Asia (19,10). No parece descaminado
el intento de explicación que ve en la prohibición (y posterior supresión de la
misma) acuerdos eclesiales, quizá conciliares (Gal 2,9).


12. Funciones del Espíritu según los escritos
joánicos


Con uno de sus más célebres equívocos, el cuarto evangelista
contempla a Jesús en la cruz vivificando a los creyentes con el Espíritu Santo:
«inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 9,30). En esa comunidad se
entiende que el Espíritu es el continuador de la obra de Jesús, el que los
vivifica interiormente en ausencia de él, que ya no está tangible entre los
suyos por haber sido glorificado. «El que crea en mí, como dice la Escritura, de
sus entrañas brotarán ríos de agua viva; lo decía en referencia al Espíritu que
habían de recibir los que creyeran en Él, pues todavía no había Espíritu, ya que
Jesús no había sido aún glorificado» (Jn 7,38-39).


En este texto se advierte con claridad la reflexión y la
experiencia eclesial. Los miembros de la comunidad son los agraciados, los
"ungidos" por el Espíritu, según el lenguaje de Un 2,20.27, que recuerda el
canto del Siervo (Is 61,1) citado por Jesús en la sinagoga de Nazaret (Le
4,18).


Dentro de la conocida estratificación redaccional del cuarto
evangelio, indicio de los avatares por los que pasó esta original comunidad
cristiana’, el sermón de la cena y sus diversas alusiones al Paráclito son quizá
lo más iluminador acerca de esa diversificada historias.


12.1. El Espíritu como impulsor de la
misión


Esta temática, cercana a la tradición sinóptica (cf. Mt 28,19; Me
16,15; Le 24,47-49), no está presente en el sermón de la cena, sino en un texto
pascual probablemente anterior en lo que a su redacción se refiere: «Paz a
vosotros; como el Padre me envió, así también os envío yo». Y habiendo dicho
esto sopló y les dice:«recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los
pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos»
(Jn 20, 21-22). Se entiende la misión como reconciliación de la humanidad con
Dios ’ mediante la misión de los discípulos habilitados y sostenidos por la
fuerza del Espíritu. Esta inquietud misionera es perceptible en la llamada
«oración sacerdotal» (Jn 17) y también en la alegoría del Pastor (Jn 10), pero
en ninguno de estos dos textos se menciona al Espíritu; es quizá signo de
distinto nivel redaccional.


12.2. El Espíritu como abogado ante los
tribunales


El sermón de la cena (Jn 13-16) presenta, con variaciones, una
comunidad vuelta sobre sí misma, angustiada por múltiples problemas internos.
Uno de ellos, indiscutible, es la persecución, que inicialmente puede proceder
de la sinagoga, a la que los creyentes joánicos pertenecen y que los declara
herejes por haber ido muy lejos en la confesión de Jesús, poniéndole al mismo
nivel de Yahvé (cf.10,33); posteriormente la persecución puede venir del mundo
pagano, del que se distancian al no reconocer otra realeza o soberanía que la de
Jesús glorioso (cf Apocalipsis).


Por uno u otro motivo tendrán que comparecer ante tribunales, y
allí su testimonio revestirá una especial solemnidad. Pero será un testimonio
dado, a través de los creyentes, por el Paráclito en persona (Jn 15,26-27). Es
un tema emparentado con el apocalipsis sinóptico (Mc 13,11: «no seréis vosotros
los que habléis, sino el Espíritu Santo».(Mt 10,20 y Lc 12,12). Resuena,
igualmente, el tema paulino de que «nadie sin el Espíritu Santo puede decir:
Jesús es Señor» (lCor 12,3).


Es en esta situación, y sólo en ella, donde el Espíritu puede ser
designado con propiedad como Pará-kletos, expresión equivalente a la latina
ad-vocatus, abogado, defensor ante el tribunal.


12.3. El Espíritu como maestro de la
Verdad


Otra de las situaciones dolorosas por las que atraviesa la
comunidad joánica es la desorientación doctrinal, debido a la presencia de los
llamados maestros «mentirosos» (Un 2,4.22), los que descarrían de la verdadera
fe en la encarnación, que causan un cisma en el grupo (cf. 1 Jn 1, 19), y con
los que no se puede hacer componenda (Jn 10). Frente a ellos, la comunidad
cuenta con el Paráclito, ahora llamado «Espíritu de la Verdad» (Jn 14,17; 15,26;
16,13; Un 4,6; 5,6). En el sermón de la cena la tarea que a este Espíritu se le
encomienda es recordar la enseñanza de Jesús (Jn 14,26) y conducir a los
creyentes a la verdad plena, incluido el conocimiento del futuro (Jn 16,13-14).
Se trata de una función didáctica personal, inmediata, de modo que no
necesitarán ningún otro maestro (Un 1,27). Resuena nuevamente el tema paulino de
la «theodidáctica» (lTes 4,8-9), o del Espíritu que descorre el velo para captar
el sentido de la antigua revelación (2Cor 3,14-16).


12.4. El Espíritu como fuente de consuelo y
confianza


La comunidad joánica pasa por diversas situaciones de rechazo y
soledad, de sensación de «orfandad» (Jn 14,18). Es excomulgada de la sinagoga
(cT. Jn 9,22.34) y posteriormente odiada por el mundo helenista circundante
(15,18; 17,14). Pero ella posee la fuerza superior del Espíritu que le dará la
victoria definitiva. Ahora el Espíritu tiene la función de «acusador del mundo
incrédulo» (16,8-1 l), continuando así la función de Jesús, que, en su pasión,
quedó declarado Rey y Juez de este mundo y, como tal, «se sentó en el tribunal
llamado enlosado» (Jn 19,13). Los creyentes se saben en posesión del Espíritu de
aquel que venció al mundo (Jn 16,33), de modo que a pesar de la tribulación
presente, se gozan ya de la victoria futura.


A la luz de la función del Espíritu en la Iglesia, es normal que
los evangelistas contemplen también a Jesús animado e invadido por ese mismo
Espíritu (cf. Mc 1, 10; Mt 3,16; Lc 3,22; Jn 1,32). Y, ante la tarea sobrehumana
de prolongar en la historia lo iniciado por Jesús, Lucas anima a sus lectores a
que pidan al Padre confiadamente el don del Espíritu Santo (Lc 11,13).

Un viento impetuoso

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por José Cristo Rey García Paredes cmf
12 de mayo de
2006



Nuestra revelación nos habla del Espíritu, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento. El Espíritu no es definible. Es ruah, pneuma,
spiritus: no es una palabra que se refiera tanto al fenómeno del viento o del
soplo en sí mismo, cuanto a la fuerza que se manifiesta en él y que permanece
enigmática en su origen y en su destino. El soplo y el viento eran para los
hebreos fuerzas misteriosas, poderosas y terroríficas (cf. Ecles 11,5; Ex
15,8-10; 2 Sam 22,16; 1 Rey 19,11; Is 11,4; 40, 7). Hay un Viento de Dios que
circula por todos los tiempos y lugares, y mantiene viva la revolución de Jesús,
el crecimiento del reino de Dios. Juan y Pablo nos hablaron de Él con gran
profundidad.


Jesús es un hombre del Espíritu. Lo tiene sin medida. Con su poder
actúa, habla, cura enfermos, expulsa demonios, hace presente el reinado de Dios.
El Espíritu no envejece, su impulso no se para. Recorre la historia del mundo.
(JPG) Ese viento
impetuoso trae la vida, envuelve en la luz, llena todo de fecundidad. Pero ¿de
dónde procede?


En un precioso versículo del salmo 50 se dice: «No me arrojes de
tu rostro y no me quites tu santo Espíritu» (Sal 50,11). En él se pone en
conexión la comunicación del Espíritu de Dios con el no-ocultamiento de su
rostro. Esto quiere decir que la comunicación del Espíritu tiene mucho que ver
con el poder estar ante el rostro de Dios, en su presencia.


En otro salmo se dice que cuando Dios oculta su rostro, todas las
realidades vivientes pierden su aliento de vida y retornan al polvo (cf. Sal
104,29ss). Cuando el rostro de Dios, símbolo de su presencia y atención hacía
sus criaturas, brilla, mira en actitud de gracia, se convierte en la fuente
desde la que se derrama el Espíritu sobre toda carne. Brilla el rostro cuando el
corazón está encendido en amor. El amor que Dios siente en su corazón hace que
su Espíritu mane y se derrame. El semblante esplendoroso de Dios es la fuente
desde la que se derrama el Espíritu y la vida, el amor y la bendición de Dios.
«Haz brillar tu rostro sobre nosotros y danos tu gracia» se dice en la bendición
de Aarón (Num 6,23-25). Cuando resplandece el rostro de Dios, esperamos de Él el
envío del Espíritu. Esto le lleva a decir bellamente a Jürgen Moltmann: «El
rostro de Dios, resplandeciente de alegría, es la fuente luminosa del Espíritu
Santo».


CRIATURA DEL ESPÍRITU, JESÚS-ENVIADO POR JESÚS,
EL ESPÍRITU


María, la madre de Jesús, halló gracia a los ojos de Dios. Él miró
la humillación de su esclava. Y derramó su Espíritu sobre ella: «concibió por
obra del Espíritu Santo». Jesús es fruto del Espíritu y del seno de María.


Dios Padre ungió a Jesús con su Espíritu y su fuerza (Hech 10,38).
Le concedió el Espíritu sin medida (Jn 3,34). Con su poder hablaba, actuaba,
curaba enfermos, expulsaba demonios, hacia presente el Reino. Jesús mismo era el
rostro de Dios, que con su amor hacia todos, derramaba el Espíritu. Era la
energía que procedía de él y curaba a todos, que le hacía hablar como nadie
había hablado.


Morir para Jesús fue -¡no pudo ser de otra manera!- «entregar el
Espíritu», despojarse de aquel que era su vida, su inspiración permanente, el
amor del Abbá derramado en su corazón. Fue necesario que Él partiera de este
mundo y se sacrificara; así el Espíritu sería enviado, vendría a nosotros. Jesús
dice que se va, es decir, que muere, para «rogar al Padre que conceda otro
Consolador» (Jn 14,16); él mismo envía al Consolador «desde el Padre», pues
«procede del Padre» (Jn 15,26). El Espíritu Santo procede del Padre, permanece
en el Hijo y desde el Hijo se irradia en el mundo. La gloria de Dios brilla «en
el rostro de Jesucristo» y proyecta «un luminoso resplandor en nuestros
corazones». También en nosotros se proyecta la gloría del Señor (2 Cor
3,18).


En la muerte y en la gloría, la intimidad entre Cristo y el
Espíritu es tal que parece que los dos se confunden: Cristo se ha convertido en
Espíritu (1 Cor 15,45). Jesús forma con el Espíritu una unidad tan perfecta que
puede ser designado con el nombre del Espíritu Santo. No se comprende a Jesús
resucitado si no se reconoce en Él al hombre del Espíritu Santo; no se comprende
al Espíritu Santo si no se ve en Él al Espíritu de Jesús, del Hijo de Dios.
Transformado en el Espíritu Santo Jesús es don de sí, comunión: resucita como
persona y en forma de comunidad. Jesús se ha convertido en Espíritu que da vida
(1 Cor 15,45), amistad extrema, don de sí y comunión. Sus símbolos son pan
comido y cáliz ofrecido.


CUANDO EL VIENTO DE DIOS...


Hoy el Espíritu de Jesús, el Espíritu que es Jesús sigue soplando,
invadiéndolo todo, llevando el mundo hacía la plenitud del Reino.


«... Y serás transformado en otro».


El Espíritu de Dios es poder. Actúa contra la debilidad de la
carne (cf Is 31,3). Cuando el Viento divino envuelve a una persona la transforma
y transfigura: «El Espíritu de Dios te investirá (a Saúl) y serás transformado
en otro hombre» (1 Sam 10,6) ; «el Espíritu vendrá sobre tí y la fuerza del
Altísimo te cubrirá con su sombra... Lo que nacerá de ti será santo, será
llamado hijo de Dios... Nada hay imposible para Dios» (cf Le 1,31-35). Jesús fue
consagrado en el Espíritu y en el poder (Hech 10,38 ; Le 4,14-16). El viento del
Espíritu conducía sus pasos hasta la cruz. Resucitó por el poder generativo del
Viento de Dios. «El poder de Dios no puede cumplir una obra más excelsa que la
resurrección de Jesús» (F. X. DurrweII). Lo más propio del Espíritu es ser «el
Espíritu de aquel que ha resucitado a Jesús» (Rm 8,11), ser la potencia de Dios
que hace vivir a Jesús (2 Cor 13,4).


Tras la Pascua, el Viento de Dios lanzó a la Iglesia hacia todo el
mundo. El Evangelio se difundía bajo su impulso poderoso : «con poder y con
Espíritu» (1 Tes 1,5; 1 Cor 2,4). El Viento Santo iba reuniendo a todos los
hijos e hijas dispersos. Creaba comunidades de hermanos y hermanas. Generaba
acontecimientos de liberación, interior y exterior. Hacía que los corazones
estuvieran abiertos a Jesús, a su memoria.


(JPG) El
Espíritu no envejece. El Viento de Dios no se para. Recorre toda la geografía y
toda la historia del mundo. También hoy sigue transformando y transfigurando. A
veces es un viento espectacular; otras, una brisa suave. Es el causante de
muchas liberaciones. Arranca de la tiranía de la carne, de los malos espíritus
que nos afligen. Nadie sabe de dónde viene ni a dónde va; pero ahí está,
movilizándolo todo. Por eso, tenía razón Eduard Schweízer al decir que «el
Espíritu es el enemigo de toda legalidad», de todo orden establecido para
siempre; y es que «donde esa el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2
Cor 3,17).


Un Viento que nos trae lo Santo. Este Viento hace presente a Dios
en el mundo sin esfuerzo. Le prepara el lugar y lo introduce en él, sin que
apenas se perciba. No es un Viento que nos lanza hacia afuera, sino que trae el
afuera hacia dentro. No decimos «¡Vamos... Espíritu Creador», sino «Ven...
Espíritu». No es el Viento que nos hace ir, sino el que viene. El Espíritu Santo
es la presencia de Dios en este mundo. Dios se nos regala y el regalo está al
alcance de la mano. Se nos regala, no como visibilidad o audibilidad o
tangibilidad, o sabor, sino como Espíritu de toda visibilidad, audibilidad,
tangibilidad o gusto. En cada experiencia humana se nos regala Dios cuando
sentimos el asombro, la paz inmensa, el gozo y hasta el exceso conmovedor.


En el seréis consolados, veréis, seréis llamados... de las
bienaventuranzas, Jesús nos hablaba de formas de presencia de Dios. Dios está
presente también en el dolor, en la muerte prematura sin haber conseguido un
éxito palpable. Aunque las cosas no correspondan a lo que nosotros esperamos, el
Espíritu nos hace siempre presente a Dios y nos regala sus misterios, que algún
día comprenderemos. El Espíritu sopla donde quiere y nadie sabe de antemano de
dónde viene y a dónde va (Jn 3,8). Pero siempre es portador de Consuelo y de
Gracia. Es el Viento que nos trae lo Santo.


Un Viento que une, no dispersa.


Sólo un texto atestigua la identidad del Espíritu con el amor. Se
hace de modo indirecto y velado: «la esperanza no desilusiona, porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha
sido dado» (Rm 5,5).


El amor de Dios se derrama en nosotros como un Viento impetuoso,
llamarada de fuego. Es un amor apasionado, gesticulante, generativo. El Espíritu
Santo está constantemente añadiendo nuevos miembros al cuerpo de Cristo. Es
creador de lazos, inspirador de contextos, germen de comunidades. El Espíritu
tiende puentes entre los abismos que se dan entre nosotros. Está con los de
derechas e izquierdas, los de arriba y los de abajo, los fundamentalistas y los
liberales. Ninguna nota, ningún instrumento es incompatible con su sinfonía. No
menosprecia ningún color para su cuadro, ningún jugador para su equipo, ningún
actor para su obra teatral : «no se puede olvidar que el Espíritu recayó al
principio sobre paganos y que lanzó a piadosos israelitas, contra su voluntad,
al mundo» (Hech 10, 19-20.44)» (E. Schweizer).


La Iglesia es casa del Espíritu. En esta casa el sacerdocio es
común (1 Ped 2,5.9 ; 2,11 - 3,6). Esta casa está constituida esencialmente por
esclavos y mujeres, que sin decir una palabra ayudan con toda su vida a sus amos
no cristianos, a sus maridos. El Espíritu es el Viento que reúne, no dispersa.
El Espíritu es comunicación, apertura. «En el Espíritu» y «en la caridad» son
para Pablo dos expresiones intercambiables. Es lo mismo caminar en el amor que
caminar que en el Espíritu. El Espíritu es un movimiento poderoso que actúa
dentro del corazón de los fieles, en aquel centro profundo donde el hombre nace
al amor. El primer fruto del Espíritu es el amor acompañado de alegría, paz,
bondad, benignidad. La caridad es la virtud escatológica que perdura por toda la
eternidad (1 Cor 13,13). El Viento de Dios es «como la respiración del mundo»
(E. Kónig).


El Viento que necesita espacios grandes... abiertos. ¿Quién será
capaz de atar el Viento? ¿Quién podrá arrestar al Pneuma impetuoso? Toda la
historia, desde su apertura hasta su clausura está siendo recorrida por el
Viento de Dios. La primera ventolera de la creación suscitó la vida del primer
hombre y la última del Apocalipsis despertará a los muertos (Rm 8,11). Es el
Espíritu de la primera página del Génesis y de la última página del Apocalipsis.
El Espíritu está en el origen de la vida de Jesús y de su ministerio y en el día
final en que Jesús entrega el Espíritu y por el Espíritu se ofrece al Padre.


Todo el espacio histórico y geográfico está invadido por el
Espíritu, porque «el Espíritu del Señor llena la tierra». Pero no hemos de
esperar al final. Ha llegado la plenitud de los tiempos. En el Espíritu del Hijo
podemos exclamar, gritar, gemir: ¡Abbá! (Gal 4,4.6). Y si somos hijos, somos
herederos. Nuestra vocación es la libertad. Los movidos por el Espíritu de Dios
también necesitamos espacios amplios, abiertos. Después del don del Espíritu no
hay ningún otro don. El Espíritu es la gracia suprema. Vosotros lo
conocéis...


El viento se advierte, aunque no se vea. Jesús dijo que el mundo
ignora al Espíritu, pero «vosotros lo conocéis, porque Él mora junto a vosotros
y estará siempre con vosotros» (Jn 14,17). El Espíritu no puede ser conocido a
través de la inteligencia, sino a través de la experiencia: «Lo conocéis porque
habita en medio de vosotros».


Donde nos envuelve el Viento de Dios, experimentamos la vida en
toda su integridad, totalidad, fuerza; como vida sanada y redimida. Nuestros
sentidos quedan potenciados por su presencia. Sentimos, gustamos, tocamos y
vemos nuestra vida en Dios y a Dios en nuestra vida. ¿Qué de extraño tiene que
llamemos al Espíritu Consolador (Paráclito) o Fuente de la Vida (fonsvitae)?


La venida del Espíritu, anuncia la llegada de Jesús a nuestra
vida. La relación que existe entre la primavera y el verano, el tiempo de
siembra y de cosecha, el amanecer y el mediodía, existe entre la venida del
Espíritu y la venida de Jesús. Por esto el Espíritu es denominado garantía y
aval de la Gloría (Ef 1,14; 2 Cor 1,22).


Cuando pedimos la venida del Espíritu (Ven/ Creator Spiritus) no
queremos volar al cielo, ni ser trasladados al mundo que vendrá; suplicamos que
venga aquí, a la tierra, a nuestra historia. El Veni Creator implica una
afirmación fuerte de la vida, de esta vida. Y cuando Dios escucha nuestra
petición, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Joel 2,28; Hech 2,17ss). Se
trata de una metáfora pasmosa, sorprendente. Toda carne es ciertamente el ser
humano, pero también todos los seres vivientes, como plantas, árboles y anímales
(cf. Gen 9,10ss). Carne significaba para el profeta Joel «el débil, la gente sin
poder y sin esperanza» (H.W. Wolff). Por eso, el profeta proclamaba: «¡Vuestros
hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños!». Decía con ello
que la gente joven, es decir, quienes todavía no habían entrado de lleno en la
vida y los ancianos es decir, quien participan ya plenamente de la vida, serán
quienes primero experimenten al Espíritu. Es como si el profeta dijera que nadie
es demasiado joven, ni demasiado viejo para recibir el Espíritu.


Cuando el Espíritu Santo es enviado, viene como una tempestad; se
derrama sobre todos los seres vivientes, como las aguas de una riada,
invadiéndolo todo. Si el Espíritu es realmente el Espíritu de Dios, toda la
realidad invadida por el Espíritu, queda entonces deificada, divinizada. El
Espíritu llega a nosotros y asume diversas formas. Es como el agua que primero
es fuente, luego río y finalmente lago. Una misma es el agua, pero las formas de
su flujo son diferentes y graduales. El Espíritu es la Gracia por excelencia;
después asume las formas de los carismas o energías del Espíritu. Los carismas
son como flujos o emanaciones del Espíritu.

Nuevos dones para una nueva sociedad?

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por Nicolás Tello
12 de mayo de 2006



Hubo un tiempo en el que este mundo poseía un clarísimo poder de
evocación, un carácter fuerte de representación religiosa. Los elementos del
mundo remitían a Dios; incluso para algunos eran divinos. Sin embargo, para
muchos contemporáneos, en este mundo ya la divinidad no se hace presente ni
tangible. Y es que el propio mundo aparece como un enigma indescifrable, como un
lugar donde las cosas no hablan claramente de sí mismas, ni mucho menos del que
presuntamente las originó. Según N. Luhmann, para el ser humano de nuestros
días, su mundo es «la contingencia misma. Dentro de él se ha ido convirtiendo en
un problema hallar la necesidad, la verdad, la belleza, en una palabra, los
valores. El mundo no es el que impone ya los valores. El mundo aparece ante
nuestros ojos como un puro problema de valor» ( N. Luhmann,Theorie der
Gesellschaft oder Sozialtech-nologie?, Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1982, 380).
Esto significa que la naturaleza, por sí misma no es capaz ya de ser tenida por
nosotros como espacio en el que se "revela" la norma de nuestra conducta. Pero
hay más. Esta situación nos deja frente a un universo de preguntas a las que
toda respuesta categórica y definitiva suena a farsa, a engaño. En tales
circunstancias no resulta fácil ver en la naturaleza un signo del Dios benévolo
que nos acompaña.


(GIF)

Esta percepción, con todo, no suele llevar al hombre contemporáneo
a negar la existencia de Dios a partir de las criaturas del mundo. En su
conciencia crece, más bien, la perplejidad, se instala dentro de él la duda. Si
no abandona sus creencias, llega, eso sí, a la conclusión de que lo que ha
variado es el lugar en el que ese Dios se hace perceptible. Será Nietzsche quien
dará forma a este sentimiento al interrogarse en la Gaya ciencia: «¿Hacia dónde
ha emigrado Dios?». Como cualquier lector avisado habrá notado, estoy hablando
de la secularización, no por antigua menos actual. El hombre religioso
contemporáneo asume el contenido del Salmo 42 en toda su extensión: «Las
lágrimas son mi pan día y noche, mientras continuamente me repiten: "¿Dónde está
tu Dios?"».


Sin embargo, nada de lo que hasta aquí he dicho se debe
interpretar como una desconexión con el misterio. Más bien apunta a que la
realidad personal del Dios del mundo no se halla plenamente en este mundo de
Dios. La experiencia que rodea y traspasa al hombre contemporáneo no es la de la
ausencia de experiencia de Dios, sino la de la experiencia de su ausencia. En
este mundo, Dios se manifiesta como un reclamo a seguir preguntando, a continuar
abriéndose a lo que no podemos entender ni explicar. El «desencantamiento» de la
creación, por sí mismo, no tiene nada que ver con una negación irrevocable del
Creador. Se hace, más bien, cada vez más evidente, que la afirmación de Rudolf
Otto sobre la absoluta alteri-dad de Dios respecto al mundo, es totalmente
verdadera. A este respecto dirá Mircea Eliade: «Lo numinoso se singulariza como
una cosa ganz andere (totalmente diversa), como algo radical y totalmente
diferente; no se parece a nada humano ni cósmico» (M. Eliade, Lo sagrado y lo
profano, Barcelona 1983, 17-18). A este nivel estará el Espíritu manifestándose
como el que «conduciéndonos a la plenitud verdad» (Jn 16,13), nos libera de
nuestra imaginaciones demasiado mundanas, excesivamente mezcladas de elementos
culturales procedentes de nuestro modo de concebir el mundo en el vivimos y del
que somos parte. En el diálogo con las religiones habrá que tener en cuenta esta
anotación. Incluso en la formulación de las doctrinas de nuestra propia fe,
debemos estar persuadidos de que, aunque no podamos prescindir del mundo para
pensar y hablar de Dios, las imágenes suministradas por el mundo deberán ser
tenidas por provisionales, en espera de la revelación final. A todo esto
corresponde una donación renovada de aquel Espíritu que revoloteaba sobre las
aguas primordiales, y que, sin mezclarse con el mundo, lo iba modelando. A tal
redescubrimíento se refiere una nueva mística del mundo, hecha toda ella de
responsabilidad ante la suerte de la creación, puesta, siempre de nuevo, en
manos del hombre por el propio Dios.


LAS OTRAS CARAS DE LA INCREENCIA Y LOS DONES
OCULTOS DE LA FE


La increencia clásica se alimentó de un conjunto de
reivindicaciones que pugnaban por devolver al hombre sus atributos. El Dios,
sobre todo el Dios de las religiones reveladas, habría despojado al hombre de su
grandeza y dignidad. Era preciso, por tanto, acabar con ese Dios, con esas
religiones, si se deseaba rescatar al hombre. Negar o ignorar a Dios en nombre
del hombre: he aquí la propuesta de la modernidad. La posmodernidad, por contra,
ha producido un nuevo tipo de increencia no tendente a lo que Vattimo llama
«reapropiación». La «reapropiación» es el intento por recuperar la grandeza
humana regalada a los ídolos, la vuelta al ser humano de lo que el hombre había
dejado en manos de la divinidad. Con todo, se ha hecho hoy evidente para muchos
que la «muerte de Dios» conlleva la depauperación del hombre. Si se niega o se
ignora a Dios no podrá ser ya por reivindicar al hombre.


La increencia por vía de «no reapropiación», como dirá Vattimo,
tiene mucho que ver con la absolutización de los límites, presente en un cierto
agnosticismo, ya que la «credulidad del agnóstico no rebasa los límites de lo
finito» (E. Tierno Galván, ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1982, 21). El
agnóstico no pretende disputarle a Dios el primer puesto, pues no emigra al más
allá, región en la que supuestamente Dios se encuentra. Es coherente con ello,
por tanto, decir que «el agnóstico, instalado en la finitud con su ajuar
existencial completo, no echa nada de menos; tampoco a Dios» (E. Tierno, o.c,
35).


Es éste un desafío para la fe que, hace algunos años, no se
planteaba. En primer lugar, es preciso redescubrir al hombre, ponerlo en el
centro de la experiencia religiosa, tal como se ha manifestado en la misma
Encarnación. Pero se hace indispensable dar a este axioma verdadero contenido
social y político, apartándose de la pura retórica. Aquí el Espíritu está
animando una gran multitud de iniciativas tendentes al bien del hombre en cuanto
hombre. No todas se producen en los ámbitos de las confesiones cristianas, ni
siquiera en las esferas de las religiones. Son muchos los que, animados por su
compasión y amor al ser humano, se han lanzado a las más variadas aventuras de
la cooperación. En los cooperantes de todo signo y condición, en su pasión por
los más pobres hasta el sacrificio de la propia vida, está presente el Espíritu.
Muchos de ellos expresan una conciencia que nada tiene que ver con Dios, lo cual
no quiere decir que Dios no tenga que ver nada con ellos. No es preciso que
intentemos «convertirlos». Es bueno que los dejemos actuar tal como lo están
haciendo, que nos pongamos a su lado, no sólo para colaborar con ellos, sino
para aprender como creyentes que «el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios»
(1 Jn 4, 7). Ellos son un don del Espíritu para los que se dejan guiar por el
Espíritu.


Por otro lado, tomando en cuenta el tema religioso, en cuanto tal,
es preciso que hagamos algunas objeciones a lo que dice Tierno Galván. En primer
lugar, este tipo de increencia no sólo carece de energía de «reapropiación»,
sino que cierra al ser humano a cualquier solicitación que no tenga que ver con
lo que él mismo se ha fijado como canon de perfección y felicidad, como
autolimitación a su propio desarrollo. Por lo menos, es preciso dejar espacio a
la sorpresa de lo que excede nuestros límites. Además, hay que sobreponerse al
simple acostumbrarse a no echar de menos, pues acaso eso no signifique otra cosa
sino que se ha ido perdiendo sensibilidad para captar la otra dimensión, la del
misterio que no se deja atrapar por los límites de la razón limitada. Pero aquí
será preciso hacerse cargo de que, el Espíritu que desbloquea para entrar en la
dinámica de la fe, llevará a la aparente rebeldía a quienes, con argumentos
sólidos y con mucha humildad, critican las religiones en nombre de la
religiosidad. Por religiosidad entiendo el estrato más profundo de la
existencia, a partir del cual todo adquiere sentido y transparencia. Las
religiones pretenden socializar la experiencia religiosa y darle visibilidad
objetiva. Para ello cuentan con un sistema de verdades, de ritos, de normas
éticas, de instituciones sacras y de personas que las encarnan. Cuando estos
últimos factores ofrecen resistencia a la religiosidad como experiencia
individual o colectiva, se verán denunciados por personas de intuición religiosa
aguda. En esta acción serán guiadas por el Espíritu. Lejos de perjudicar a las
religiones, este don contribuirá a su purificación. Aquí la mística más pura se
dará la mano con un profetismo auténtico.


ENTRE GLOBALIZACIÓN Y SOLIDARIDAD


Los agentes de las bolsas del planeta saben muy bien que las
crisis de los mercados de valores ya no se dan aisladamente. Un repunte de
cotización eleva la valoración bursátil en todo el mundo. Los hundimientos de
esos mismos valores pueden arrastrar a la ruina a los inversores de todas
partes. Es un modo de decir que la economía tiende a globalizarse. A ello
contribuyen las tecnologías de comunicación simultánea y el convencimieto
empírico y utilitario de que este mundo ha ido dando lugar a una aldea global,
cada día más diminuta. Sin embargo, esta es una apreciación solamente
macroeconómica. El destino de "los pequeños" es ignorado por completo en un
mundo sólo concebido como unidad de producción y consumo y no como un
experimento de comunión. Para la mayoría de las personas de nuestro planeta es
cierto que, mientras más elevado es el nivel de vida, más se hunde la calidad de
su vida. Por otra parte, el dominio tecnológico y el acceso a las nuevas formas
de producción y comercialización han hecho que la sima entre los ricos y los
pobres sea cada vez mayor. ¿Cómo puede hablarse de verdadera «aldea global»
mientras, por poner un solo ejemplo, un magnate de los mass medía percibe
anualmente miles de millones de dólares, en tanto que un desempleado del Tercer
Mundo se ve obligado a subsistir con cantidades irrisorias?


El problema es inmenso, porque las diversas oportunidades de
despegue se encuentran infinitamente distantes. Sólo un acuerdo mundial puede
acabar con estas contradicciones. Por desgracia no puede esperarse que este
acuerdo se produzca de forma repentina. Hace falta una educación y un proceso de
acomodación lento y progresivo. En él habrá que tomar en serio las
potencialidades de trabajo y producción de los menos favorecidos. Será preciso
también ir acompasando las economías de los países más pudientes a las
necesidades humanas de los que sufren depresión económica. Los que den cuerpo a
este acuerdo mundial habrán salvado el futuro. ¿Por qué negar que a través de
los circuitos seculares de la reglamentación jurídica justa, de la extensión
tecnológica universal, de la educación para un trabajo digno está actuando el
Espíritu?


DEMOCRACIA, DIÁLOGO Y COMUNIÓN


No está muy lejos la época en que la praxis democrática y las
teorías políticas que la sustentan eran objeto de sospecha cuando no de anatema.
Afortunadamente las cosas han cambiado. Las sociedades ya no están compuestas
por súbditos, sino por ciudadanos. Y no deja de llamar la atención que estas
adquisiciones, que tienen que ver con la dignidad de la persona humana, se hayan
conseguido al margen de la iglesia, incluso, en ocasiones, en contra de ella. En
la actualidad esta situación ha quedado felizmente superada, incluso a nivel de
principios, por la declaración conciliar Dignitatis humanas. Pero, si atendemos
a lo que pasa en el interior de la Iglesia, quizás saquemos la impresión de que
aún queda mucho por recorrer. Durante la asamblea especial del sínodo de los
obispos de 1991, mons. Werbs se hacía eco de esta problemática: «Los pueblos de
Europa se piensan y sienten cada día más democráticos. Nuestra iglesia, por
contra, se halla estructurada de modo jerárquico. Seguímos convencidos de que
tal estructura es irrenunciable. Pero hemos de preguntarnos cómo hacer posible
una genuina colaboración y participación de todos los miembros de la Iglesia»
(N. Werbs, Synodus Episcopo-rum, Bollettino, n° 10, 3-XII-1991, página 10). La
empresa del diálogo, a la que Pablo VI convocó a la humanidad y a la Iglesia
toda en su encíclica Eccksiam Suam, a la que, desde los albores de su
pontificado, alude como fuente de inspiración Juan Pablo II, no puede realizarse
fuera del ámbito de la participa- j ción y la reciprocidad, tan cercanas a los [
principios democráticos. No se puede £ inspirar en otra fuente que el deseo del
mismo Jesucristo: «Que todos sean uno, como tú, Padre, que estás en mi y yo en
ti. Que ellos sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado»
(Jn 17, 21). Es decir, todo esto ha de partir de una profunda experiencia de
comunión. La comunión es mucho más que la subordinación de unos a otros en
vistas a constituir un colectivo funcionalmente eficaz. La comunión es la del
Padre dentro del Hijo y la del Hijo dentro del Padre, la de la mutua pertenencia
en el amor. Los que promuevan este, que es el «carisma mayor» (1 Cor 12, 31),
estarán haciendo espacio al Espíritu en la historia.

¡Ven Espíritu, Vida!

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por Ciudad Redonda
3 de julio de 2005



Cuando pedimos la venida del Espíritu no queremos volar al cielo,
ni ser trasladados al mundo que vendrá, sólo Implica una afirmación de la
vida.


Lo mejor que nos puede suceder es vernos agraciados con el don y
la presencia del Espíritu Santo. No es un espíritu entre otros, buenos o malos;
es el Espíritu de Dios. Y donde está el Espíritu allí está Dios de una manera
especial. El Espíritu es mucho más que un don de Dios en medio de otros. El
Espíritu es la presencia de Dios sin ningún tipo de restricción.


Donde está presente el Espíritu se experimenta la vida en toda su
integridad, totalidad, fuerza; como vida sanada y redimida. Nuestros sentidos
quedan potenciados por su presencia. Sentimos, gustamos, tocamos y vemos nuestra
vida en Dios y a Dios en nuestra vida. Es la mejor experiencia de uno mismo.
¿Qué de extraño tiene que llamemos al Espíritu Consolador (Paráclito) o Fuente
de la Vida?


Cuando pedimos la venida del Espíritu (Veni Creator Spiritus) no
queremos volar al cielo, ni ser trasladados al mundo que vendrá suplicamos que
venga aquí, a la tierra, a nuestra historia. El Veni Creator implica una
afirmación fuerte de la vida, de esta vida. Y cuando Dios escucha nuestra
petición, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Joel 2,28; Hech 2,17ss). Se
trata de una metáfora pasmosa, sorprendente. Toda carne es ciertamente el ser
humano, pero también todos los seres vivientes, como plantas, árboles y animales
(cf. Gen 9,10ss). Carne significaba para el profeta Joel «el débil, la gente sin
poder y sin esperanza» (H.W. Wolff), el joven y el anciano. Nadie es demasiado
joven, ni demasiado viejo para recibir el Espíritu.


Cuando el Espíritu Santo es enviado, viene como una tempestad; se
derrama sobre todos los seres vivientes, como aguas de riada, invadiéndole todo.
Si el Espíritu es realmente el Espíritu de Dios, toda la realidad invadida por
el Espíritu, queda entonces deificada, divinizada. El Espíritu llega a nosotros
y asume diversas formas. Es como el agua que primero es fuente, luego río y
finalmente lago. Una misma es el agua, pero las formas de su flujo son
diferentes y graduales. El Espíritu es la Gracia por excelencia; después asume
las formas de los carismas o energías del Espíritu. Los carismas son como flujos
o emanaciones del Espíritu.


Pero, ¿de dónde nos viene el Espíritu? ¡Del semblante esplendoroso
de Dios! Cuando Dios hace brillar su rostro sobre nosotros, nos concede su
gracia, su bendición, su Espíritu. El rostro de Dios, resplandeciente de
alegría, es la fuente luminosa del Espíritu Santo (J. Moltmann).


Dios hizo brillar su rostro sobre Jesús; por eso los
acontecimientos de su vida estaban envueltos en el Espíritu que el Padre le
transmitía. (concepción, bautismo y resurrección).


Al irse Jesús de este mundo, rogó al Padre que nos concediera otro
Consolador (Jn 14,16). Irse de este mundo, es lo mismo que morir. Mientras Jesús
muere, el Espíritu está junto al Padre y Jesús le ruega que no nos deje
huérfanos, que nos envíe al Consolador. Pero Jesús también añade que también Él
mismo enviará al Consolador «desde el Padre», pues «es el Espíritu de la verdad
que procede del Padre» (Jn 14,26). Jesús muere para interceder por nosotros,
para pedirle al Abbá que nos envíe su Espíritu. Pero Jesús muere también para
enviarnos Él mismo el Espíritu que procede del Padre.


¿Cómo discernir dónde se encuentra el Espíritu Santo? El exorcismo
dice en negativo, lo que la eplíciesis dice en positivo. Allí donde puede ser
pronunciado de corazón el nombre de Jesús, allí está el Espíritu. Todo aquello
que pueda ser contemplado a través del rostro de Jesús crucificado es espíritu
de Dios. No puede ser pronunciado el nombre de Jesús para justificar la
violencia, el desamor, la envidia. No encaja con el rostro del Señor crucificado
la falta de amor, la venganza, la autojustificación, el autoritarismo.


La experiencia del Espíritu conlleva una experiencia
extraordinaria de uno mismo. El Espíritu invade su vida de tal manera que se
puede hablar de morir y renacer.


José Cristo Rey García

Poemas sobre el Espíritu Santo

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3 de julio de 2005



LLAMA DE AMOR VIVA


¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más
profundo centro!;
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;

rompe la tela de este dulce encuentro.


¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque
delicado!,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga;
matando, muerte
en vida la has trocado.


¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas
del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores,
calor
y luz dan junto a su Querido!


¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno,
donde secretamente solo
moras,
y en tu aspirar sabroso de bien y gloria lleno,
cuán
delicadamente me enamoras!


(San Juan de la Cruz)


SECUENCIA DE LA EUCARISTÍA DE PENTECOSTÉS


Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del
pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de
nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de
fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra
hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del
hombre
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando
no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,

lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el
espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones

según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia
dale al
esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Amén.



LA GARZA BLANCA


...Y la garza en la ribera.
La paz que llega a su hora.
Una carta
alentadora.
La vieja amistad que espera.
Aquella verdad primera
que
se hace noticia ahora.
El Espíritu que aflora
en una cosa cualquiera.

¡Y toda el alma, caída,
se pone en pie, tan señera...!
Porque le
basta a la vida
saber que hay corriente franca
y encontrarse en la
ribera
con alguna garza blanca.


(Pedro Casaldáliga. Clamor Elemental)



AL CRISTO DE LA TRINIDAD DE MAXIMINO CEREZO BARREDO


Tus manos sobre los Pobres,
por Ti llegados a Dios
y acogidos en
familia
de igualdad comunitaria.


Tus manos en las del Padre,
corriente de un mismo Espíritu.


Tus manos en cruz, tendidas
hacia las manos del Mundo,
villas del
Tiempo Nuevo,
Camino, Verdad y Vida.


Trinidad venida a menos
para hacernos todo a todos.

Manos/Casa,
Llagas/Pascua,
Alas/Vuelo
¡Uno y nuestro!


¡Trinidad que nos arrastra
lucha adentro, Pueblo adentro,
con el
Hijo,
pobre Hermano,
también muerto!
(Pedro Casaldáliga. El Tiempo y
la Espera)


MARIA PENTECOSTÉS


María Pentecostés,
cuando la Iglesia aún era
pobre y libre
como el
Viento del Espíritu.


María Pentecostés,
cuando el fuego del Espíritu
era la ley de la
Iglesia.


María Pentecostés,
cuando los Doce exhibían
el poder del
testimonio.


María Pentecostés,
cuando era toda la Iglesia
boca del Resucitado.

(Pedro Casaldáliga. Llena de Dios y tan nuestra)


BIENVENIDO ESPÍRITU


Bienvenido, Espíritu. ¡Eres tú!
Pasa, no te quedes a la puerta.
Pasa
hasta la sala de estar.
Toma asiento, vamos, con toda confianza.


No sabía si vendrías.
Lo esperaba, bueno, lo deseaba,
pero dudaba:

pensaba si serías sólo para los importantes,
los sabios, los santos, los
perfectos...


Veo que vienes a todas las casas, las grandes y las pequeñas.
Tenía
esperanza,
pero a veces me asaltaba la duda.
¿Vendrá también a mi casa,

tan pobre,
tan pequeña?
No sabes cuánto me alegro.


Has venido, ya estás aquí.
No eres un lujo
ni un regalo caro.
Has
venido y estamos aquí juntos.
¡Casi no me lo puedo creer!
Me emociona que
estés aquí,
los dos juntos, mano a mano.
Te enseñaré mi casa, ¿quieres?

Está un poco abandonada, ya lo ves.
Quiero renovarla, de arriba a abajo.

Contigo lo haré perfectamente.
¿Para cuánto tiempo vienes?
¡Ojalá te
quedes mucho rato!
Tenemos tanto que hablar
Puedes quedarte todo el
día,
y mañana,
y pasado mañana,
¡Ojalá no te vayas nunca!
¡Ojalá no
te eche nunca!
No te vayas aunque te eche, te lo suplico.
Dicen que Tú
haces profetas.
No sé bien lo que puede ser eso, pero lo intuyo.
Hombres
que nunca están quietos.
Mujeres que rompen moldes
y no repiten la
historia.
Siempre andando en busca de lo nuevo
más allá de los senderos
trillados.
Dejarlo todo,
superarlo todo,
darlo todo
Y abrir
caminos.
Estoy un poco lejos de esas maravillas
con esta casa tan
abandonada.
Pero si Tú has venido
pensarás que ha llegado el
momento.
Me gustaría.
De verdad que me gustaría, ¡te lo juro!


Loidi, P.


BRISA UNIVERSAL


Dios te ha sembrado en la tierra de todos los continentes,
en el
horizonte de todas las montañas,
en el paisaje de todos los corazones


Si me sumerjo en el mar,
allí te encuentro entre sus olas.
Si
descubro caminos por el bosque,
tu sombra y tu frescura me acompañan
siempre.
Si me asomo a la ventana de los hombres,
allí estás tú llenando
su estancia de esperanza.


Espíritu de Dios, palabra y sentimiento,
exposición de todas nuestras
vivencias.
Tú, dador de todos tus bienes,
no tienes casa propia ni árbol
alguno
en el valle de nuestras riquezas.
Tú siempre vas en tren
para
contemplar mejor la sazón de nuestra espiga.
Con frecuencia te detienes para
oler mejor
el perfume de las flores del campo,
esas criaturas que sólo
Tú conoces ...
En ellas anida la sencillez,
la humildad y la alegría que
a Ti más te cautiva.
Tú inspiras nuestra música,
las líneas y el calor
de nuestros versos,
nuestra amistad y nuestra risa.
Tú sabes comprender
la pequeñez
de nuestras sombras y pecados.
Tú nos levantas la mirada
cuando nos caemos
y nos ponemos en camino de nuevo.
En tu pozo duermen
las golondrinas del verano
buscando verdor en el musgo de tus piedras.

Cable y sol de todos los pájaros,
en Ti descansan nuestros vuelos.

Tú curas las heridas de nuestras alas
en los días de lluvia y niebla

cuando tropezamos con las tapias de la tristeza.
¿Quién no conoce tus
ascuas?
En tu boca está el aliento
de todos los besos y cariños.


Eres la sala de estar de todas nuestras familias:
ese rincón donde se
cuecen los recuerdos,
los postres y las visitas;
la cuna donde crecen y
lloran nuestros niños
cuando les duele el crecimiento y la rebeldía.

Todas las calles de la ciudad
están pintadas con tus anuncios,
acera
de paz y de sosiego.
¿Y nuestra iglesia?
Ya sé que te asomas por las
tardes,
pintando el color de las vidrieras,
y nos gritas la luz cuando
llega el ocaso
a nuestras macilentas ilusiones.
En tu ausencia el chopo
pierde su altitud
y se resquebraja en el monte la encina.
Todos los
pueblos se congregan en tu plaza,
diccionario de todas las lenguas,
de
todos los dioses, de todas las danzas.
¿Y la muerte? ¿Quién nos libra de la
muerte?
¿Tienes acaso Tú milagros para expulsarla?
¿Sabrías Tú pintarla
de razones y descanso
para consuelo de nuestras alma?
¿Es cierto que
detrás estás Tú
para recoger el harina de nuestras cenizas?


¿Dónde vives? ¿Dónde duermes?
¿Con quién compartes tu amor?
Sé que
eres nido y huerto
de cuantos huyen del ruido.
Que te embelesas con las
flores.
Que bajas a pasear
aprovechando el frescor de los
conventos.
Que eres suspiro e inspiración de nuestras plegarias.
Tú nos
ayudas a subir al monte
para que podamos allí respirar mejor.
Y
acompañas nuestra marcha
llenando nuestro oído de cascadas y nieve.

nos obsequias con la humildad del tomillo
y el olor de la lavanda,
con
las flores amarillas de la retama.
Sagrario y campana de los frailes,

tejado servicial de la lluvia,
Silencio y compañía en el Domingo.


Tú eres el banco que acoge sin prisas
nuestras tardes, nuestro
sufrimiento.
Eres, en fin, esa puerta
que permite entrar en el prado
verde del retiro
donde nos espera, callado, tu rocío por la mañana.


Espíritu de Dios:
a Ti, único ser que anima mis entrañas,
dirijo yo
mis dudas, mis amores.
Llena con tus dones nuestra soledad,
herida
abierta de todos los días.
Tú que pactas todas nuestras paces,
enciende
las rosas de nuestro jardín
para que sepamos dar calor
a quienes mueren
de frío en nuestras alcantarillas
sin haber probado un pétalo de tu
amor.


Almohada de mis vigilias, de mi ingenuidad,
de mis debilidades e
insomnios,
despierta Tú mi espíritu en esta noche.
Alumbra Tú mi
amanecer con el arrebol de tu presencia
para que siempre abunde en claridad

y tu fulgor apague todas mis sombras.


Julio Martín Pastor cmf
4.6.95


viernes, 15 de mayo de 2009

«Amaos los unos a los otros como yo os he amado»San Isidro Labrad


San Isidro Labrador
Isidro Labrador, Patrono de
los trabajadores del campo (1080-1130). El biógrafo que escribió Vita Sancti
Isidori, destaca en él, sobre todo, la ejemplaridad de un cristiano
extremadamente sencillo.
Tuvo que esperar la sanción oficial de su
santidad hasta el siglo XVII, cuando el rey Felipe III, que atribuyó su propia
curación a la intercesión de San Isidro, solicitó y obtuvo la beatificación al
papa Paulo IV y, tres años más tarde, la canonización por Gregorio XV.

Se bautizó en la antigua parroquia de san Andrés, recibiendo el
nombre bautismal de Isidoro; dicen que trabajó como pocero y bracero al servicio
de la familia Vera de la que salió, junto con otros muchos del lugar, cuando Alí
toma Toledo al frente del imponente ejército de almorávide, y que esta fue la
razón de trabajar en Torre laguna donde contrajo matrimonio con Toribia, luego
Santa María de la Cabeza, de quien tuvo a su hijo Illán, también tratado como
santo.
Al regreso a Madrid se asienta definitivamente en la casa de
la familia Vargas, cuidando de las tierras de Juan, donde ejercita las virtudes
cristianas en el cumplimiento fiel de las obligaciones con Dios y los hombres,
entre las labores del campo y la atención a su casa. De hecho, el Papa Gregorio
XV afirma que «nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la
santa misa y encomendarse a Dios y a su Madre santísima»
Su culto
está muy extendido entre los trabajadores del campo que le tienen como especial
protector. Es patrono de los agricultores y de la archidiócesis de Madrid. Murió
anciano y su cuerpo se conserva incorrupto en la Catedral de la Almudena de
Madrid

Santa María de la Cabeza

María de la Cabeza nació en Madrid . Sus padres, piadosos y honestos, pertenecían al grupo de los llamados mozárabes. Fue esposa de san Isidro Labrador. No es fácil decir con qué santidad y trabajos llevó su vida de mujer casada. Sus ocupaciones eran arreglar la casa, limpiarla, guisar la comida, hacer el pan con sus propias manos, todo tan sencillo que lo único que brillaba en su vida eran la humildad, la paciencia, la devoción, la austeridad y otras virtudes, con las cuales era rica a los ojos de Dios.

Con su marido era muy servicial y atenta. Vivían tan unidos como si fueran dos en una sola carne, un solo corazón y un alma única. Le ayudaba en los quehaceres rústicos, en trabajar las hortalizas, y en hacer pozos no menos que en el oficio de la caridad, sin abandonar nunca su continua oración.   Como ambos esposos no tenían mayor ilusión que llevar una vida pura y fervorosamente dedicada a Dios, un día se puso de acuerdo para separarse, después de criar su único hijo, quedándose él en Madrid, y ella marchándose a una ermita, situada en un lugar próximo al río Jarama.    Su nuevo género de vida solitaria, casi celeste, consistía en obsequiar a la Virgen, hacer largas y profundas meditaciones, teniendo a Dios como maestro, limpiar la suciedad de la capilla, adornar los altares, pedir por los pueblos vecinos ayuda para cuidar la lámpara, y otros menesteres.

San Isidro con sus propios ojos vio que su mujer, como de costumbre, con la mayor naturalidad, se acercó al río, que, aquel día bajaba lleno de agua,  por las lluvias abundantes caídas y, con mucho ímpetu extendió su mantilla sobre la corriente y, como si fuera una barquilla, pasó tranquilamente a la otra orilla, sin dificultad alguna.    En los últimos años de su vida regresó a Madrid y de nuevo empezó a vivir con la admirable vida santa de antes. Después de morir su marido, volvió a su querida casa de la Virgen, como si fuera una ciudad bien defendida por Dios.

En este lugar murió, llena de años y méritos. Presente una gran concurrencia de gentes de aquellos pueblos, fue enterrada piadosa y religiosamente en la misma ermita, en un lugar, especialmente escogido por miedo a una posible profanación de los sarracenos.    Cuando éstos fueron expulsados a sus tierras africanas, vigente todavía el ejemplo de la vida santa de esta mujer, fueron localizados sus restos, gracias a una inspiración del cielo. Al sacarlos, todos advirtieron un olor especialmente agradable, nunca percibido. Hoy sus restos se veneran en Madrid. Muchos aseguran que hace incontables milagros, principalmente curaciones repentinas de dolores de cabeza.    Todas esas circunstancias, examinadas por jueces apostólicos, hicieron que Inocencio XII aprobara su culto inmemorial y que últimamente Benedicto XIV le concediera Misa y Oficio propio, asignando la fiesta para un día de mayo en Madrid y en toda la diócesis toledana.               

Las tradiciones orales de Madrid sitúan su casa en los arrabales mozárabes de san Andrés, (donde hoy se levanta el Museo de san Isidro). Allí se muestra el pozo donde cayera su hijo. Ante una persecución almorávide, que deportaba a los cristianos   a Fez y Mequinez, el matrimonio huye de la Villa. A su vuelta, se cuenta de ella cómo trabajaba junto con su marido en las tierras allende el río hacia los Carabancheles, en el lugar donde Isidro hizo brotar un manantial en un lugar completamente seco y árido.    De esta fuente relata la Bula de canonización de san Isidro que hay que reconocer en ella el poder divino, puesto que Dios, por intercesión de san Isidro, hace continuos prodigios con los enfermos que se acercan a ella.

Sobre ella, se levantó la Ermita, que inmortalizara Goya.   El Papa Inocencio XII, confirmando y aprobando el culto inmemorial dado a la sierva de Dios, por la Bula Apostolicae servitutis officium del 11 de agosto de 1697, inscribe su nombre en el santoral. El 15 de abril de 1752, por decreto de Benedicto XIV, se concede en su honor Oficio y Misa de Santa María de la Cabeza.

Señor Dios todopoderoso, que de entre
tus fieles elegiste a San Isidro Labrador para que manifestara a sus hermanos el
camino que conduce a ti, concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir a
Jesucristo, nuestro maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con
nuestros hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo,
tu Hijo.

oremos  

Finísimo fue el lino con que ella fue tejiendo, a lo largo de su vida, esa historia de amor que la hace bella a los ojos de Dios y bendecida.    Supo trenzar con tino los amores del cielo y de la tierra, y santamente hizo altar del telar de su labores, oración desgranada lentamente.    Flor virgen, florecida en amor santo, llenó el hogar de paz y joven vida, su dulce fortaleza fue su encanto, la fuerza de su amor, la fe vivida.    Una escuela de fe fue su regazo, todos fueron dichosos a su vera, su muerte en el Señor fue un tierno abrazo, su vida será eterna primavera. Amén

Señor Dios todopoderoso, que nos has revelado que el amor a Dios y al prójimo es el compendio de toda tu ley, haz que imitando la caridad de Santa María de la Cabeza, seamos contados un día entre los elegidos de tu reino. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.


 

Libro de los Hechos de los Apóstoles
15,22-31.

Entonces los
Apóstoles, los presbíteros y la Iglesia entera, decidieron elegir a algunos de
ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas, llamado
Barsabás, y a Silas, hombres eminentes entre los hermanos,
y les
encomendaron llevar la siguiente carta: "Los Apóstoles y los presbíteros
saludamos fraternalmente a los hermanos de origen pagano, que están en
Antioquía, en Siria y en Cilicia.
Habiéndonos enterado de que algunos de los
nuestros, sin mandato de nuestra parte, han sembrado entre ustedes la inquietud
y provocado el desconcierto,
hemos decidido de común acuerdo elegir a unos
delegados y enviárselos junto con nuestros queridos Bernabé y Pablo,
los
cuales han consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Por eso
les enviamos a Judas y a Silas, quienes les transmitirán de viva voz este mismo
mensaje.
El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles
ninguna carga más que las indispensables, a saber:
que se abstengan de la
carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin
desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto. Adiós".

Los delegados, después de ser despedidos, descendieron a Antioquía donde
convocaron a la asamblea y le entregaron la carta.
Esta fue leída y todos se
alegraron por el aliento que les daba.

Salmo 57(56),8-9.10-12.
Mi corazón
está firme, Dios mío, mi corazón está firme. Voy a cantar al son de
instrumentos:
¡despierta, alma mía! ¡Despierten, arpa y cítara, para que yo
despierte a la aurora!
Te alabaré en medio de los pueblos, Señor, te cantaré
entre las naciones,
porque tu misericordia se eleva hasta el cielo, y que tu
gloria cubra toda la tierra!
¡Levantate, Dios, por encima del cielo, y que
tu gloria cubra toda la tierra!

Papa Benedicto XVI 
Encíclica « Spe salvi », § 38-39
«Amaos los unos a los otros como yo os he
amado»
La grandeza de la humanidad viene determinada
esencialmente por su relación con el sufrimiento y el que sufre. Esto es válido
tanto para cada uno como para el que sufre. Una sociedad que no consigue aceptar
a los que sufren y no es capaz de contribuir, mediante la compasión, a hacer que
el sufrimiento  sea compartido y soportado interiormente, es una sociedad cruel
e inhumana... La palabra latina «con-solatio», consolación, lo expresa de manera
muy bella, sugiriendo un «ser-con» en la soledad, que entonces ya no es soledad.
La capacidad de aceptar el sufrimiento por amor al bien, a la verdad y a la
justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva,
si mi bienestar personal, mi integridad son más importantes que la verdad y la
justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reina la
violencia y la mentira...

     Sufrir con el otro, por los otros; sufrir
por amor a la verdad y a la justicia; sufrir a causa del amor para llegar a ser
una persona que ama de veras, son elementos fundamentales de humanidad; su
abandono destruiría al mismo hombre. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos
capaces de ello?... En la historia de la humanidad, la fe cristiana tiene,
precisamente, el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más
profunda, la capacidad de sufrir de esta manera que es decisiva para su
humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que la verdad, la justicia y el amor
no son simplemente ideales, sino realidades de una enorme densidad. En efecto,
nos ha enseñado que Dios –la Verdad y el Amor en persona- ha querido sufrir por
nosotros y con nosotros.

Día litúrgico: Viernes V de
Pascua



Texto del Evangelio (Jn 15,12-17):  
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Éste es el mandamiento mío: que
os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os
mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a
vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he
dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a
vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto
permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda.
Lo que os mando es que os améis los unos a los otros».


Comentario: Rev. D. Carles Elias i Cao (Esplugues de
Llobregat-Barcelona, España)


«Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los
otros como yo os he amado»



Hoy, el
Señor nos invita al amor fraterno: «Amaos unos a otros como yo os he amado»
(Jn 15,12), es decir, como me habéis visto hacer a mí y como todavía
me veréis hacer.
Jesús te habla como a un amigo, pues te ha dicho que el
Padre te llama, que quiere que seas apóstol, y que te destina a dar fruto, un
fruto que se manifiesta en el amor. San Juan Crisóstomo afirma: «Si el amor
estuviera esparcido por todas partes, nacería de él una infinidad de
bienes».


Amar es dar la vida. Lo saben los esposos que, porque se
aman, hacen una donación recíproca de su vida y asumen la responsabilidad de ser
padres, aceptando también la abnegación y el sacrificio de su tiempo y de su ser
a favor de aquellos que han de cuidar, proteger, educar y formar como personas.
Lo saben los misioneros que dan su vida por el Evangelio, con un mismo espíritu
cristiano de sacrificio y de abnegación. Y lo saben religiosos, sacerdotes y
obispos, lo sabe todo discípulo de Jesús que se compromete con el Salvador.


Jesús te ha dicho un poco antes cuál es el requisito del
amor, de dar fruto: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda él
solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús te invita a perder
tu vida, a que se la entregues a Él sin miedo, a morir a ti mismo para poder
amar a tu hermano con el amor de Cristo, con amor sobrenatural. Jesús te invita
a llegar a un amor operante, bienhechor y concreto; así lo entendió el apóstol
Santiago cuando dijo: «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del
sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘Id en paz, calentaos y
hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así
también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (2,15-17).Sábado de la Quinta semana de Pascua       Libro de los Hechos de los Apóstoles
16,1-10.
 

pablo llegó
luego a Derbe y más tarde a Listra, donde había un discípulo llamado Timoteo,
hijo de una judía convertida a la fe y de padre pagano.
Timoteo gozaba de
buena fama entre los hermanos de Listra y de Iconio.
Pablo quería llevarlo
consigo, y por eso lo hizo circuncidar en consideración a los judíos que había
allí, ya que todo el mundo sabía que su padre era pagano.
Por las ciudades
donde pasaban, transmitían las decisiones tomadas en Jerusalén por los Apóstoles
y los presbíteros, recomendando que las observaran.
Así, las Iglesias se
consolidaban en la fe, y su número crecía día tras día.
Como el Espíritu
Santo les había impedido anunciar la Palabra en la provincia de Asia,
atravesaron Frigia y la región de Galacia.
Cuando llegaron a los límites de
Misia, trataron de entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo
permitió.
Pasaron entonces por Misia y descendieron a Tróade.
Durante la
noche, Pablo tuvo una visión. Vio a un macedonio de pie, que le rogaba: "Ven
hasta Macedonia y ayúdanos".
Apenas tuvo esa visión, tratamos de partir para
Macedonia, convencidos de que Dios nos llamaba para que la evangelizáramos.


Salmo 100,2.3.5.
Sirvan al
Señor con alegría, lleguen hasta él con cantos jubilosos.
Reconozcan que el
Señor es Dios: él nos hizo y a él pertenecemos; somos su pueblo y ovejas de su
rebaño.
¡Qué bueno es el Señor! Su misericordia permanece para siempre, y su
fidelidad por todas las generaciones.

Evangelio según San Juan
15,18-21.

Si el mundo
los odia, sepan que antes me ha odiado a mí.
Si ustedes fueran del mundo, el
mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los
elegí y los saqué de él, el mundo los odia.
Acuérdense de lo que les dije:
el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los
perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la
de ustedes.
Pero los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al
que me envió.

 Vosotros no sois del mundo, sino que yo os he escogida sacándoos del mundo»


     Todos los fieles y buenos
cristianos, pero sobre todo los mártires gloriosos, pueden decir: «Si Dios está
con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8,31). Era contra ellos que se
amotinaban las naciones, los pueblos planeaban un fracaso y los príncipes
conspiraban (Sl 2,1); se inventaban nuevos tormentos e imaginaban increíbles
suplicios contra ellos. Se les llenaba de oprobios y acusaciones mentirosas, se
les encerraba en calabozos insoportables, labraban sus carnes con uñas de
hierro, se les mataba a golpes de espada, eran expuestos a las bestias, se les
quemaba vivos, y estos mártires exclamaban: «Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?
»

     El mundo entero está contra vosotros y
aún decís: «¿Quién estará contra nosotros?» Pero los mártires nos responden:
«¿Qué es para nosotros este mundo entero siendo así que morimos por aquél por
quien el mundo ha sido hecho?» Que lo digan, pues, y lo repitan los mártires y
nosotros escuchemos y digamos con ellos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?» Pueden desencadenar su furia contra nosotros, pueden
injuriarnos, acusarnos injustamente, colmarnos de calumnias; pueden no sólo
matar sino incluso torturar. ¿Qué harán los mártires? Repetirán: «Dios es mi
auxilio, el Señor sostiene mi vida» (Sl 53,6)... Entonces, si el Señor sostiene
mi vida, ¿qué daño puede hacerme el mundo ?... Es él quien recuperará mi
cuerpo... «Todos mis cabellos están contados» (Lc 12,7)... Digamos, pues, con
fe, con esperanza, con un corazón ardiendo de caridad: «Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»