sábado, 8 de noviembre de 2008

Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, nombr...

 

Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, nombre auténtico de Pablo Neruda
—seudónimo que utilizó por primera vez en 1920 y adoptó desde 1946—, nació el 12 de julio de 1904 en Parral, Chile, pero se crió en
la localidad de Temuco, entre «la poesía y la lluvia», como diría en sus memorias. Sus padres fueron Rosa Basoalto, que murió de tuberculosis cuando tenía un mes de nacido, y José del Carmen Reyes, quien abandonó el campo para trabajar como obrero en los diques del puerto de Talcahuano, hasta alcanzar el cargo de ferroviario en Temuco. Neruda aprendió a amar la naturaleza en sus años de infancia, durante sus recorridos en tren hacia la exuberante vegetación de Boroa. La región había sido en el pasado escenario de enfrentamientos entre los conquistadores españoles y los araucanos, que con el tiempo fueron despojados de su territorio y posteriormente aniquilados por los colonos protagonistas de la «pacificación de la Araucanía». Esas frías y húmedas tierras australes, bordeadas por el más puro océano Pacífico, emergen en una poética de la desesperanza, de la soledad del ser humano y del amor, como en Veinte poemas de amor y una canción desesperada, libro que llevó a su autor a los circuitos internacionales y le dio una fama similar a la de Rubén Darío, hasta hacerlo merecedor del Premio Nobel en 1971.


Poco se ha hablado de la infancia del joven Neftalí, pero conviene señalar que estuvo marcada por extrañas relaciones filiales. El padre contrajo segundas nupcias con Trinidad Candia Marverde. Neruda conservó de ella los recuerdos más gratos, pero en cambio no tuvo ninguna relación con el hermano mayor, nacido de la relación clandestina entre su padre y Trinidad. El afecto fue para la hermana menor, fruto de una nueva infidelidad del padre, que la esposa acogió en su seno. Neruda establecería con Laura Reyes, que así se llamaba su hermana, una complicidad de la que queda constancia en la amorosa correspondencia que mantuvo con ella. A Laura le confió su pasión por la poesía, a la que se entregó desde que inició sus estudios en el Liceo de Varones de Temuco.


Al terminar el bachillerato continuó con los estudios de francés y más tarde, en la Universidad de Santiago, siguió la carrera diplomática. A la edad de 16 años adoptó como seudónimo el apellido del poeta checo Jan Neruda. Su primera publicación fue el artículo «Entusiasmo y perseverancia», aparecido en el diario de Temuco La Mañana. Animado por la ya reconocida poeta Gabriela Mistral, que trabajaba como directora del vecino Liceo de Niñas de la misma localidad, Neruda se inició en la lectura de los clásicos rusos. Tres años más tarde ganó el primer premio de la Fiesta de la Primavera de su ciudad con unos poemas firmados con el nombre que lo da a conocer como una de cimas de la literatura en lengua española. En 1920, lo encontramos en una frenética actividad cultural, como presidente del Ateneo Literario del Liceo de Temuco y como secretario de la asociación. Muchos de los poemas publicados en esa etapa se recogen en la primera edición de Crepusculario, de 1923, realizada gracias a un préstamo del crítico chileno Hernán Díaz Arrieta. Al año siguiente publica Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Estos primeros libros, influidos aún por el modernismo, refieren la melancolía y el dolor por la ausencia de la mujer amada. En 1925 dirige la revista Caballo de Bastos, y es a partir de entonces cuando se propone una renovación formal de intención vanguardista en tres breves libros: la novela El habitante y su esperanza; el poemario Anillos, escrito en colaboración con Tomás Lago; y Tentativa del hombre infinito.


En 1927 inicia la carrera diplomática, que lo lleva por tierras de Birmania, Singapur, Java, China, Argentina, España y París, donde conoce al poeta peruano César Vallejo, a quien le unió una amistad de por vida. Posteriormente viaja a México, Guatemala y Cuba. El diario argentino La Nación publica sus crónicas de viaje. En 1930, durante su etapa de cónsul en Batavia (Java), se casó con María Antonieta Agenaar, joven holandesa con quien regresó a Chile en 1932 y con quien tuvo a su hija Malva Marina, nacida en 1934 y fallecida a los ocho años. De 1933 es la primera edición de El hondero entusiasta, un libro influido por el uruguayo Sabat Ercasty y cuyos poemas formarán parte de Residencia. Ese mismo año es nombrado cónsul en Buenos Aires, donde conoce a Federico García Lorca, que llegó a esa ciudad a estrenar su obra Bodas de sangre.


De Buenos Aires se trasladó a Barcelona y luego a Madrid, de modo que reside en España entre 1934 y 1936. En este país conoce a Miguel Hernández, León Felipe, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Jorge Guillén, Luis Rosales, etc. A ellos lo unió una fraterna amistad basada en la solidaridad, y sobre todo en la alegría. La Castellana y el barrio de Argüelles fueron los lugares más transitados por estos poetas, que iban de la madrileña cervecería de Correos hasta la Casa de las Flores, donde residía Neruda. En la cripta de Pombo conoce a Ramón Gómez de la Serna, el acumulador de un universo secreto que cambiaría la sintaxis del idioma, imprimiendo su huella en él, según sugiere en sus memorias. En cambio, el encuentro con Juan Ramón Jiménez, que muy poco tenía que ver con estos jóvenes, fue menos feliz, sobre todo porque las posturas estéticas de éste chocaban con la nerudiana idea de la poesía: «Una poesía impura, como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actividades vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos». En 1935 Neruda dirige la revista Caballo Verde para la Poesía a petición de su fundador, Manuel Altolaguirre, quien le presenta a Delia del Carril, su segunda esposa, de quien se separará en 1956.


El asesinato de Federico García Lorca en Granada el verano de 1936, al comienzo de la guerra, lo afectó tanto que en sus memorias confesaría: «[...] la guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó para mí con la desaparición de un poeta». Por su apoyo a la República fue destituido de su cargo consular. Cuando se acercaba la derrota de la República se editó España en el corazón, poema que hará parte de Tercera residencia. De individualista y hermética, su poesía pasará a ser mucho más comprometida social y políticamente. El libro había sido editado en medio de la adversidad y tanto Manuel Altolaguirre como muchos de quienes trabajaron en la imprenta emprendieron la larga marcha hacia Francia, acarreando entre sus pertenencias sacos de ejemplares que sufrieron las consecuencias de los bombardeos.


En 1939, el gobierno chileno del Frente Popular lo nombra cónsul
en París y a cargo de la inmigración española. Organiza el viaje del Winnipeg, barco fletado por el gobierno de la República española para llevar refugiados a Chile. Al año siguiente es nombrado cónsul general
en México. Al regresar de su cargo, en 1943, visita en Perú las ruinas
de Machu Picchu de donde surge el célebre poema Alturas de Machu Picchu. En 1945, ya en su país, fue elegido senador por el Partido Comunista y galardonado con el Premio Nacional de Literatura. En 1948, el presidente chileno Gabriel González Videla abrió una campaña de persecución contra los sindicatos y la oposición, que llevó a Neruda
a la clandestinidad y el exilio. A raíz de la ilegalización del Partido Comunista, en 1949 el poeta se refugió en varios países europeos, Francia e Italia entre ellos. En 1950 recibe el Premio Internacional de la Paz. Dos años después regresa a su patria temporalmente y vuelve a ser distinguido con otro premio, esta vez el Stalin de la Paz, en 1953.


En 1958 Neruda publica Estravagario, libro que implica un cambio en su poesía, en cuanto que recupera el sentido del humor de algunos de sus primeros textos, supera el dramatismo, es mucho más lúdico y vuelve a reencontrarse con la vanguardia, incluso con el surrealismo. Por estas fechas se ha consolidado como uno de los poetas más grandes de la lengua y como una figura pública de relieve internacional. En 1962 es nombrado académico de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile. Nicanor Parra, miembro de la Facultad de Ciencias Físicas, lee el discurso de presentación. En 1965 se le otorga el título de doctor honoris causa de la Universidad de Oxford. En 1966 se casa con quien será su compañera el resto de la vida, Matilde Urrutia, después de llevar ese amor en secreto durante diecisiete años.


En 1969 se le nombra miembro honorario de la Academia Norteamericana de Artes y Letras y doctor honoris causa de la Universidad Católica de Chile. El Partido Comunista de Chile lo designa como precandidato para las elecciones presidenciales de septiembre del año siguiente. A comienzos de 1970 renuncia a su candidatura en favor de Salvador Allende. Publica en ese año: Maremoto, La espada encendida y Las piedras de Chile. En 1971 viaja a Estocolmo a recibir el Premio Nobel de Literatura. A partir de abril de ese año representa al gobierno de la Unidad Popular en Francia como embajador. En 1972 recibe el Premio Lenin de la Paz. Ese año regresa definitivamente a Chile y es aclamado por el pueblo chileno con un apoteósico homenaje en el Estadio Nacional de Santiago. En 1973, a raíz de las elecciones parlamentarias del mes de marzo, publica Incitación al nixonicidio y Alabanza de la revolución chilena. El 11 de septiembre de 1973 se produce el derrocamiento del presidente constitucional Salvador Allende; las casas de Neruda en Santiago y Valparaíso son destruidas por los militares y la vida del poeta se apaga doce días después, el 23 de septiembre, dejándonos en muchos de sus versos la intuición de lo que está más allá de la muerte: «No crean que voy a morirme, me pasa todo lo contrario, sucede que voy a vivirme, sucede que soy y que sigo».


QUEDA PROHIBIDO !


Queda prohibido llorar sin aprender,


levantarte un día sin saber que hacer,


tener miedo a tus recuerdos.


Queda prohibido no sonreír a los problemas,


no luchar por lo que quieres,


abandonarlo todo por miedo,


no convertir en realidad tus sueños.


Queda prohibido no demostrar tu amor,


hacer que alguien pague tus deudas y el mal humor.


Queda prohibido dejar a tus amigos,


no intentar comprender lo que vivieron juntos,


llamarles solo cuando los necesitas.


Queda prohibido no ser tú ante la gente,


fingir ante las personas que no te importan,


hacerte el gracioso con tal de que te recuerden,


olvidar a toda la gente que te quiere.


Queda prohibido no hacer las cosas por ti mismo,


tener miedo a la vida y a sus compromisos,


no vivir cada día como si fuera un ultimo suspiro.


Queda prohibido echar a alguien de menos sin


alegrarte, olvidar sus ojos, su risa,


todo porque sus caminos han dejado de abrazarse,


olvidar su pasado y pagarlo con su presente.


Queda prohibido no intentar comprender a las personas,


pensar que sus vidas valen mas que la tuya,


no saber que cada uno tiene su camino y su dicha.


Queda prohibido no crear tu historia,


no tener un momento para la gente que te necesita,


no comprender que lo que la vida te da, también te lo quita.


Queda prohibido no buscar tu felicidad,


no vivir tu vida con una actitud positiva,


no pensar en que podemos ser mejores,


no sentir que sin ti este mundo no sería igual. (Neruda)





San Francisco Javier (1506-1552), mis...

San Francisco Javier (1506-1552), misionero jesuita
Carta del 15•01•1544


Vivir como buen gerente de los dones de Dios


          De estas regiones [India y Sri Lanka] no sé escribiros nada más si no es esto: son tan grandes las consolaciones comunicadas por Dios nuestro Señor a los que van por entre los paganos para convertirlos a la fe en Cristo, que si hay algún gozo en esta vida, es este, ciertamente. A menudo me ocurre oír decir a alguno que está entre estos cristianos: «¡Señor, no me des tantas consolaciones en esta vida! Pero, puesto que en vuestra bondad y misericordia infinitas me las dais, ¡llevadme a vuestra santa gloria! ¡Tanta es la pena que se tiene de vivir sin veros, una vez  que os habéis manifestado así a vuestra criatura!» ¡Oh, si los que buscan conocerlo a través del saber en los estudios se esforzaran tanto para buscarlo en estas consolaciones del apostolado, no pasarían día y noche buscando el saber! Si los gozos que busca un estudiante en lo que aprende, los buscara haciendo sentir a su prójimo lo que le es necesario para conocer a Dios, cuanto más consolado y mejor preparado se encontraría par dar cuenta de sí mismo cuando Cristo volverá y le pedirá; «Dame cuenta de tu gestión»...

     Acabo pidiendo a Dios nuestro Señor... que nos reúna en su santa gloria. Y para obtenernos este beneficio, tomemos por intercesoras y abogadas todas las almas santas de las regiones en que me encuentro... A todas estas santas almas, les pido que obtengan de Dios nuestro Señor, todo el tiempo que nos queda de separación, la gracia de sentir en lo íntimo de nuestras almas su santísima voluntad y cumplirla perfectamente.

Día litúrgico: Viernes XXXI del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 16,1-8):  En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda; le llamó y le dijo: ‘¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando’. Se dijo a sí mismo el administrador: ‘¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza’. Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas.


»Y convocando uno por uno a los deudores de su señor, dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi señor?’. Respondió: ‘Cien medidas de aceite’. Él le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta’. Después dijo a otro: ‘Tú, ¿cuánto debes?’. Contestó: ‘Cien cargas de trigo’. Dícele: ‘Toma tu recibo y escribe ochenta’.


»El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente, pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz».


Comentario: Rev. D. Salvador Cristau i Coll (Barcelona, España)


«Los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz»



Hoy, el Evangelio nos presenta una cuestión sorprendente a primera vista. En efecto, dice el texto de san Lucas: «El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente» (Lc 16,8).


Evidentemente, no se nos propone aquí que seamos injustos en nuestras relaciones, y menos aún con el Señor. No se trata, por tanto, de una alabanza a la estafa que comete el administrador. Lo que Jesús manifiesta con su ejemplo es una queja por la habilidad en solucionar los asuntos de este mundo y la falta de verdadero ingenio por parte de los hijos de la luz en la construcción del Reino de Dios: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz» (Lc 16,8).


Todo ello nos muestra —¡una vez más!— que el corazón del hombre continúa teniendo los mismos límites y pobrezas de siempre. En la actualidad hablamos de tráfico de influencias, de corrupción, de enriquecimientos indebidos, de falsificación de documentos... Más o menos como en la época de Jesús.


Pero la cuestión que todo esto nos plantea es doble: ¿Acaso pensamos que podemos engañar a Dios con nuestras apariencias, con nuestra mediocridad como cristianos? Y, al hablar de astucia, tendríamos también que hablar de interés. ¿Estamos interesados realmente en el Reino de Dios y su justicia? ¿Es frecuente la mediocridad en nuestra respuesta como hijos de la luz? Jesús dijo también que allí donde esté nuestro tesoro estará nuestro corazón (cf. Mt 6,21). ¿Cuál es nuestro tesoro en la vida? Debemos examinar nuestros anhelos para conocer dónde está nuestro tesoro... Nos dice san Agustín: «Tu anhelo continuo es tu voz continua. Si dejas de amar callará tu voz, callará tu deseo».


Quizás hoy, ante el Señor, tendremos que plantearnos cuál ha de ser nuestra astucia como hijos de la luz, es decir nuestra sinceridad en las relaciones con Dios y con nuestros hermanos.


San Anselmo (1033-1109), monje, obispo, doctor de la Iglesia
Carta 112, a Hugo el recluso; Opera omnia, 3, p. 245


«Todo lo que hay en la Escritura –en la Ley y en los profetas- depende de estos dos preceptos»



     Reinar en el cielo es estar íntimamente unido a Dios y a todos los santos con una sola voluntad, y ejercer todos juntos un solo y único poder. Ama a Dios más que a ti mismo y ya empiezas a poseer lo que tendrás perfectamente en el cielo. Ponte de acuerdo con Dios y con los hombres –con tal de que éstos no se aparten de Dios- y empiezas ya a reinar con Dios y con todos los santos. Pues en la medida en que estés ahora de acuerdo con la voluntad de Dios y de los hombres, dios y todos los santos se conformarán con la tuya. Por tanto, si quieres ser rey en el cielo, ama a Dios y a los hombres como debes, y merecerás ser lo que deseas.

     Pero no podrás poseer perfectamente este amor si no vacías tu corazón de cualquier otro amor... Por eso, los que tienen su corazón llenos de amor de Dios y del prójimo, no quieren más que lo que quieren Dios o los hombres, con tal que no se opongan a la voluntad de Dios. Por eso son fieles a la oración, hablan del cielo y se acuerdan de él, porque es dulce para ellos desear a Dios, hablar y oír hablar de él y pensar en quien aman. Por eso también se alegran con el que está alegre, lloran con el que sufre (Rm 12,15), se compadecen de los desgraciados y dan limosna a los pobres, porque aman a los demás hombres como a sí mismos... De esta manera «toda la Ley y los Profetas penden de estos dos preceptos de la caridad» (Mt 22,40).


Día litúrgico: Domingo XXX (A) del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Mt 22,34-40):  En aquel tiempo, cuando oyeron los fariseos que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». Él le dijo: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente’. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».


Comentario: Dr. Johannes Vilar (Colonia, Alemania)


«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón (…). Amarás a tu prójimo como a ti mismo»



Hoy, nos recuerda la Iglesia un resumen de nuestra “actitud de vida” («De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas»: Mt 22,40). San Mateo y San Marcos lo ponen en labios de Jesucristo; San Lucas de un fariseo. Siempre en forma de diálogo. Probablemente le harían al Senyor varias veces preguntas similares. Jesús responde con el comienzo del Shemá: oración compuesta por dos citas del Deuteronomio y una de Números, que los judíos fervientes recitaban al menos dos veces al día: «Oye Israel! El Señor tu Dios (...)». Recitándola se tiene conciencia de Dios en el quehacer cotidiano, a la vez que recuerda lo más importante de esta vida: Amar a Dios sobre todos los “diosecillos” y al prójimo como a sí mismo. Después, al acabar la Última Cena, y con el ejemplo del lavatorio de los pies, Jesús pronuncia un “mandamiento nuevo”: amarse como Él nos ama, con “fuerza divina” (cf. Jn 14,34-35).


Hace falta la decisión de practicar de hecho este dulce mandamiento —más que mandamiento, es elevación y capacidad— en el trato con los demás: hombres y cosas, trabajo y descanso, espíritu y materia, porque todo es criatura de Dios.


Por otro lado, al ser impregnados del Amor de Dios, que nos toca en todo nuestro ser, quedamos capacitados para responder “a lo divino” a este Amor. Dios Misericordioso no sólo quita el pecado del mundo (cf. Jn 1,29), sino que nos diviniza, somos “partícipes” (sólo Jesús es Hijo por Naturaleza) de la naturaleza divina; somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. A san Josemaría le gustaba hablar de “endiosamiento”, palabra que tiene raigambre en los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, escribía san Basilio: «Así como los cuerpos claros y trasparentes, cuando reciben luz, comienzan a irradiar luz por sí mismos, así relucen los que han sido iluminados por el Espíritu. Ello conlleva el don de la gracia, alegría interminable, permanencia en Dios... y la meta máxima: el Endiosamiento». ¡Deseémoslo!


Día litúrgico: Viernes XXIX del tiempo Ordinario



Texto del Evangelio (Lc 12,54-59):  En aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «Cuando veis una nube que se levanta en el occidente, al momento decís: ‘Va a llover’, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: ‘Viene bochorno’, y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo? Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura en el camino arreglarte con él, no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».


Comentario: Rev. D. Frederic Ràfols i Vidal (Barcelona, España)


«¿Cómo no exploráis este tiempo? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?»



Hoy, Jesús quiere que levantemos nuestra mirada hacia el cielo. Esta mañana, después de tres días de lluvia persistente, el cielo ha aparecido luminoso y claro en uno de los días más espléndidos de este otoño. Vamos entendiendo en el tema de cambios de tiempo, ya que ahora los meteorólogos son casi como de la familia. En cambio, nos cuesta más entender en qué tiempo estamos o vivimos: «Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?» (Lc 12,56). Muchos de los que escuchaban a Jesús dejaron perder una ocasión única en la historia de toda la Humanidad. No vieron en Jesús al Hijo de Dios. No captaron el tiempo, la hora de la salvación.


El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes (n. 4), actualiza el Evangelio de hoy: «Pesa sobre la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio (…). Es necesario, por tanto, conocer y comprender el mundo en que vivimos y sus esperanzas, sus aspiraciones, su modo de ser, frecuentemente dramático».


Cuando observamos la historia, no nos cuesta mucho señalar las ocasiones perdidas por la Iglesia por no haber descubierto el momento entonces vivido. Pero, Señor: ¿cuántas ocasiones no habremos perdido ahora por no descubrir los signos de los tiempos o, lo que es lo mismo, por no vivir e iluminar la problemática actual con la luz del Evangelio? «¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12,57), nos vuelve a recordar hoy Jesús.


No vivimos en un mundo de maldad, aunque también haya bastante. Dios no ha abandonado su mundo. Como recordaba san Juan de la Cruz, habitamos en una tierra en la que anduvo el mismo Dios y que Él llenó de hermosura. La beata Teresa de Calcuta captó los signos de los tiempos, y el tiempo, nuestro tiempo, ha entendido a la beata Teresa de Calcuta. Que ella nos estimule. No dejemos de mirar hacia lo alto sin perder de vista la tierra.


Dionisio, el Cartujo (1402-1471), monje
Comentario al evangelio de Lucas; Opera omnia, 12, 72


«La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27)



     «¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz?» Es como si Cristo dijera: «No penséis que he venido a dar a los hombres la paz según la carne y este mundo de aquí abajo, la paz sin ninguna regla, que les haría vivir en armonía con el mal y les aseguraría la prosperidad en esta tierra. No, os lo digo, no he venido a traer una paz de este género sino la división, una buena y saludable separación de los espíritus e incluso de los cuerpos. Así, los que creen en mí, puesto que aman a Dios y buscan la paz interior, se encontraran, naturalmente, en desacuerdo con los malvados; se separarán de los que intentan alejarlos del progreso espiritual y de la pureza del amor divino, o bien se esfuerzan en crearles dificultades».

     La paz espiritual, pues, la paz interior, la buena paz, es la tranquilidad del alma en Dios, y la buena armonía según el justo orden. Cristo vino, ante todo, a traer esta paz... La paz interior tiene su fuente en el amor. Consiste en un gozo inalterable del alma que está en Dios. Se le llama la paz del corazón. Es el comienzo y un anticipo de la paz de los santos que están en la patria, de la paz de la eternidad.


Día litúrgico: Jueves XXIX del tiempo Ordinario



Texto del Evangelio (Lc 12,49-53):  En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo. ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».


Comentario: Rev. D. Joan Marqués i Suriñach (Vilamarí-Girona, España)


«He venido a prender fuego en el mundo»



Hoy, el Evangelio nos presenta a Jesús como una persona de grandes deseos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» (Lc 12,49). Jesús ya querría ver el mundo arder en caridad y virtud. ¡Ahí es nada! Tiene que pasar por la prueba de un bautismo, es decir, de la cruz, y ya querría haberla pasado. ¡Naturalmente! Jesús tiene planes, y tiene prisa por verlos realizados. Podríamos decir que es presa de una santa impaciencia. Nosotros también tenemos ideas y proyectos, y los querríamos ver realizados enseguida. El tiempo nos estorba. «¡Qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12,50), dijo Jesús.


Es la tensión de la vida, la inquietud experimentada por las personas que tienen grandes proyectos. Por otra parte, quien no tenga deseos es un apocado, un muerto, un freno. Y, además, es un triste, un amargado que acostumbra a desahogarse criticando a los que trabajan. Son las personas con deseos las que se mueven y originan movimiento a su alrededor, las que avanzan y hacen avanzar.


¡Ten grandes deseos! ¡Apunta bien alto! Busca la perfección personal, la de tu familia, la de tu trabajo, la de tus obras, la de los encargos que te confíen. Los santos han aspirado a lo máximo. No se asustaron ante el esfuerzo y la tensión. Se movieron. ¡Muévete tú también! Recuerda las palabras de san Agustín: «Si dices basta, estás perdido. Añade siempre, camina siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Se para el que no avanza; retrocede el que vuelve a pensar en el punto de salida, se desvía el que apostata. Es mejor el cojo que anda por el camino que el que corre fuera del camino». Y añade: «Examínate y no te contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que no eres. Porque en el instante que te complazcas contigo mismo, te habrás parado». ¿Te mueves o estás parado? Pide ayuda a la Santísima Virgen, Madre de Esperanza.


Día litúrgico: Miércoles XXIX del tiempo Ordinario



Texto del Evangelio (Lc 12,39-48):  En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora iba a venir el ladrón, no dejaría que le horadasen su casa. También vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre».


Dijo Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?». Respondió el Señor: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para darles a su tiempo su ración conveniente? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. De verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si aquel siervo se dice en su corazón: ‘Mi señor tarda en venir’, y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a emborracharse, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los infieles.


»Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes; el que no la conoce y hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más».


Comentario: Rev. D. Josep Lluís Socías i Bruguera (Badalona-Barcelona, España)


«Estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre»



Hoy, con la lectura de este fragmento del Evangelio, podemos ver que cada persona es un administrador: cuando nacemos, se nos da a todos una herencia en los genes y unas capacidades para que nos realicemos en la vida. Descubrimos que estas potencialidades y la vida misma son un don de Dios, puesto que nosotros no hemos hecho nada para conseguirlas. Son un regalo personal, único e intransferible, y es lo que nos confiere nuestra personalidad. Son los “talentos” de los que nos habla el mismo Jesús (cf. Mt 25,15), las cualidades que debemos hacer crecer a lo largo de nuestra existencia.


«En el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Lc 20,40), acaba diciendo Jesús en el primer párrafo. Nuestra esperanza está en la venida del Señor Jesús al final de los tiempos; pero ahora y aquí, también Jesús se hace presente en nuestra vida, en la sencillez y la complejidad de cada momento. Es hoy cuando, con la fuerza del Señor, podemos vivir su Reino. San Agustín nos lo recuerda con las palabras del Salmo 32,12: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor», para que podamos ser conscientes de ello, formando parte de esta nación.


«También vosotros estad preparados» (Lc 12,40), esta exhortación representa una llamada a la fidelidad, la cual nunca está subordinada al egoísmo. Tenemos la responsabilidad de saber “dar respuesta” a los bienes que hemos recibido junto con nuestra vida. «Conociendo la voluntad de su señor» (Lc 12,47), es lo que llamamos nuestra “conciencia”, y es lo que nos hace dignamente responsables de nuestros actos. La respuesta generosa por nuestra parte hacia la humanidad, hacia cada uno de los seres vivos, es algo justo y lleno de amor.


Evangelio según San Lucas 12,35-38.

Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.



Leer el comentario del Evangelio por :

San Isaac de Siria (siglo VII), monje en Nínive, cerca de Mosul en el actual Irak  
Sermones ascéticos


«Tened encendidas las lámparas»




     La oración hecha durante la noche tiene un gran poder, mayor que la que se hace durante el día. Es por eso que todos los santos han tenido la costumbre de orar de noche, combatiendo el amodorramiento del cuerpo y la dulzura del sueño, sobreponiéndose a su naturaleza corporal. El mismo profeta decía: «Estoy agotado de gemir: de noche lloro sobre el lecho, riego mi cama con lágrimas» (Sl 6,7) mientras suspiraba desde lo hondo de su corazón con una plegaria apasionada. Y en otra parte dice: «Me levanto a medianoche a darte gracias por tus justos juicios.» (Sl 118, 62). Por cada una de las peticiones que los santos querían dirigir a Dios con fuerza, se armaban con la oración durante la noche y así recibían lo que pedían.

     El mismo Satanás nada teme tanto como la oración que se hace durante las vigilias. Aunque estén acompañadas de distracciones, no dejan de dar fruto, a no ser que se pida lo que no es conveniente. Por eso entabla severos combates contra los que velan para hacerles desdecir, tanto como sea posible, de esta práctica, sobre todo si se mantienen perseverantes. Pero los que se ven fortificados contra estas astucias perniciosas y han saboreado los dones de Dios concedidos durante las vigilias, y han experimentado personalmente la grandeza de la ayuda que Dios les concede, le desprecian enteramente a él y a todas sus estratagemas.


San Pedro de Alcàntara


Famoso por sus terribles penitencias, nació en 1499 en la comunidad española de Alcántara. Su padre era gobernador de la región y su madre era de muy buena familia.


Ambos se distinguían por su gran piedad y su excelente comportamiento. Estando estudiando en la universidad de Salamanca, el santo se entusiasmó por la vida de los franciscanos debido a que los consideraba personas muy desprendidas de lo material y muy dedicadas a la vida espiritual.


Pidió ser admitido como franciscano y eligió para irse a vivir al convento donde estaban los religiosos más observantes y estrictos de esa comunidad.

En el noviciado lo pusieron de portero, hortelano, barrendero y cocinero. Pero en este último oficio sufría frecuentes regaños por ser bastante distraído. Llegó a mortificarse tan ásperamente en el comer y el beber que perdió el sentido del gusto y así todos los alimentos le sabían igual. Dormía sobre un duro cuero en el puro suelo.

Pasaba horas y horas de rodillas, y si el cansancio le llegaba, apoyaba la cabeza sobre un clavo en la pared y así dormía unos minutos, arrodillado. Pasaba noches enteras sin dormir ni un minuto, rezando y meditando. Por eso ha sido elegido protector de los celadores y guardias nocturnos.


Con el tiempo fue disminuyendo estas terribles mortificaciones porque vio que le arruinaban su salud. Fue nombrado superior de varios conventos y siempre era un modelo para todos sus súbditos en cuanto al cumplimiento exacto de los reglamentos de la comunidad.


Pero el trabajo en el cual más éxitos obtenía era el de la predicación. Dios le había dado la gracia de conmover a los oyentes, y muchas veces bastaba su sola presencia para que muchos empezaran a dejar su vida llena de vicios y comenzaran una vida virtuosa. Prefería siempre los auditorios de gente pobre, porque le parecía que eran los que más voluntad tenían de convertirse.


Pidió a sus superiores que lo enviaran al convento más solitario que tuviera la comunidad. Lo mandaron al convento de Lapa, en terrenos deshabitados, y allá compuso un hermoso libro acerca de la oración, que fue sumamente estimado por Santa Teresa y San Francisco de Sales, y ha sido traducido a muchos idiomas.


Deseando San Pedro de Alcántara que los religiosos fueran más mortificados y se dedicaran por más tiempo a la oración y la meditación, fundó una nueva rama de franciscanos, llamados de "estricta observancia". El Sumo Pontífice aprobó dicha congregación y pronto hubo en muchos sitios, conventos dedicados a llevar a la santidad a sus religiosos por medio de una vida de gran penitencia.

Los últimos años de su vida los dedicó a ayudar a Santa Teresa a la fundación de la comunidad de Hermanas Carmelitas que ella había fundado, logrando muchos éxitos en la extensión de la comunidad carmelita.





oremos



Tù, Señor, que concediste a San Pedro de Alcàntara el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concèdenos tambièn a nosotros, por intercesiòn de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocaciòn, tendamos hacia la perfecciòn que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.











Día litúrgico:  9 de Noviembre: Dedicación de la Basílica del Laterano en Roma




Texto del Evangelio (Jn 2,13-22):   Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado». Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará.


Los judíos entonces le replicaron diciéndole: «Qué señal nos muestras para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero Él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús.



Comentario: Rev. D. Joaquim Meseguer i García (Sant Quirze del Vallès-Barcelona, España)


«Destruid este templo y en tres días lo levantaré»



Hoy, en esta fiesta universal de la Iglesia, recordamos que aunque Dios no puede ser contenido entre las paredes de ningún edificio del mundo, desde muy antiguo el ser humano ha sentido la necesidad de reservar espacios que favorezcan el encuentro personal y comunitario con Dios. Al principio del cristianismo, los lugares de encuentro con Dios eran las casas particulares, en las que se reunían las comunidades para la oración y la fracción del pan. La comunidad reunida era —como también hoy es— el templo santo de Dios. Con el paso del tiempo, las comunidades fueron construyendo edificios dedicados a las reuniones litúrgicas, la predicación de la Palabra y la oración. Y así es como en el cristianismo, con el paso de la persecución a la libertad religiosa en el Imperio Romano, aparecieron las grandes basílicas, entre ellas San Juan de Letrán, la catedral de Roma.


San Juan de Letrán es el símbolo de la unidad de todas las Iglesias del mundo con la Iglesia de Roma, y por eso esta basílica ostenta el título de Iglesia principal y madre de todas las Iglesias. Su importancia es superior a la de la misma Basílica de San Pedro del Vaticano, pues en realidad ésta no es una catedral, sino un santuario edificado sobre la tumba de San Pedro y el lugar de residencia actual del Papa, que, como Obispo de Roma, tiene en la Basílica Lateranense su catedral.


Pero no podemos perder de vista que el verdadero lugar de encuentro del hombre con Dios, el auténtico templo, es Jesucristo. Por eso, Él tiene plena autoridad para purificar la casa de su Padre y pronunciar estas palabras: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Gracias a la entrega de su vida por nosotros, Jesucristo ha hecho de los creyentes un templo vivo de Dios. Por esta razón, el mensaje cristiano nos recuerda que toda persona humana es sagrada, está habitada por Dios, y no podemos profanarla usándola como un medio.





jueves, 6 de noviembre de 2008

 
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Día litúrgico: Jueves XXXI del tiempo...

Día litúrgico: Jueves XXXI del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 15,1-10):  En aquel tiempo, todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos».


Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.


»O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido’. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».


Comentario: Rev. D. Francesc Nicolau i Pous (Barcelona, España)


«Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta»



Hoy, el evangelista de la misericordia de Dios nos expone dos parábolas de Jesús que iluminan la conducta divina hacia los pecadores que regresan al buen camino. Con la imagen tan humana de la alegría, nos revela la bondad de Dios que se complace en el retorno de quien se había alejado del pecado. Es como un volver a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en Lc 15,11-32). El Señor no vino a condenar el mundo, sino a salvarlo (cf. Jn 3,17), y lo hizo acogiendo a los pecadores que con plena confianza «se acercaban a Jesús para oírle» (Lc 15,1), ya que Él les curaba el alma como un médico cura el cuerpo de los enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían por buenos y no sentían necesidad del médico, y es por ellos —dice el evangelista— que Jesús propuso las parábolas que hoy leemos.


Si nosotros nos sentimos espiritualmente enfermos, Jesús nos atenderá y se alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio, como los orgullosos fariseos pensásemos que no nos es necesario pedir perdón, el Médico divino no podría obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de hacer cada vez que recitamos el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona nuestras ofensas...». ¡Y cuánto hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto agradecimiento también hemos de sentir por el sacramento de la reconciliación que ha puesto a nuestro alcance tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo haga menospreciar. San Agustín nos dice que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio ejemplo de humildad para curarnos del “tumor” de la soberbia, «ya que gran miseria es el hombre soberbio, pero más grande misericordia es Dios humilde».


Digamos todavía que la lección que Jesús da a los fariseos es ejemplar también para nosotros; no podemos alejar de nosotros a los pecadores. El Señor quiere que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y hemos de sentir gran gozo cuando podamos llevar una oveja errante al redil o recobrar una moneda perdida.


 


Beato Carlos de Foucauld (1858-1916), ermitaño y misionero en el Sahara
Retiro en Nazaret, noviembre 1897


En busca de la oveja perdida



    Me alejaba, me alejaba cada vez más, mi Señor y mi vida, y mi vida comenzaba a ser una muerte, o mejor aún, era ya una muerte a vuestros ojos. Y todavía en este estado de muerte Vos me conservabais... Había desaparecido del todo la fe, pero el respeto y la estima permanecían intactos. Vos me hacíais otras gracias, Dios mío, me conservabais el gusto por el estudio, las lecturas serias, las cosas bellas, el asco por el vicio y la abyección. Yo hacía el mal, pero no lo aprobaba ni me gustaba... Vos me distes esta vaga inquietud de una conciencia que, a pesar de estar adormecida, no estaba del todo muerta.

     Jamás he sentido esta misma tristeza, este malestar, esta inquietud de entonces. Dios mío, era, sin duda, un don vuestro; ¡qué lejos estaba de sospecharlo! ¡Cuán bueno sois! Y al mismo tiempo que, por una invitación de vuestro amor, privabais a mi alma de ahogarse irremediablemente, guardabais mi cuerpo: porque si entonces hubiera muerto hubiera ido al infierno... ¡Cómo por milagro me habéis hecho salir de estos peligros en viajes, tan grandes y múltiples! ¡Esta inalterable salud en los lugares más malsanos, a pesar de mis grandes fatigas! ¡Oh, Dios mío, cómo teníais vuestra mano sobre mí, y qué poco la sentía yo! ¡Cómo me habéis guardado! ¡Cómo me cobijabais bajo vuestras alas siendo así que yo ni tan solo creía en vuestra existencia! Y mientras así me guardabais, pasaba el tiempo, y juzgasteis que se acercaba el momento oportuno de hacerme entrar en el redil.

     A pesar de todo, habéis desatado todas mis malas ligaduras que me hubieran mantenido alejado de Vos; incluso habéis desatado los lazos buenos que me hubieran privado de ser un día vuestro del todo...Vuestra mano sola ha hecho esto al principio, en medio y al fin. ¡Cuán bueno sois! Era necesario para preparar mi alma a la verdad; el demonio es demasiado dueño de un alma que no es casta para dejar entrar en ella la verdad; Vos no podíais entrar, Dios mío, en un alma en la que el demonio de las pasiones inmundas reinaba como señor. Vos querías entrar en la mía, o buen Pastor, y Vos mismo habéis echado fuera a vuestro enemigo



miércoles, 5 de noviembre de 2008

Día litúrgico: Miércoles XXXI del tie...

Día litúrgico: Miércoles XXXI del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 14,25-33):  En aquel tiempo, caminaba con Jesús mucha gente, y volviéndose les dijo: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.


»Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar’. O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con diez mil puede salir al paso del que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.


Comentario: Rev. D. Joan Guiteras i Vilanova (Barcelona, España)


«El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío»



Hoy contemplamos a Jesús en camino hacia Jerusalén. Allí entregará su vida para la salvación del mundo. «En aquel tiempo, caminaba con Jesús mucha gente» (Lc 14,25): los discípulos, al andar con Jesús que les precede, deben aprender a ser hombres nuevos. Ésta es la finalidad de las instrucciones que el Señor expone y propone a quienes le siguen en su ascensión a la “Ciudad de la paz”.


Discípulo significa “seguidor”. Seguir las huellas del Maestro, ser como Él, pensar como Él, vivir como Él... El discípulo convive con el Maestro y le acompaña. El Señor enseña con hechos y palabras. Han visto claramente la actitud de Cristo entre el Absoluto y lo relativo. Han oído de su boca muchas veces que Dios es el primer valor de la existencia. Han admirado la relación entre Jesús y el Padre celestial. Han visto la dignidad y la confianza con la que oraba al Padre. Han admirado su pobreza radical.


Hoy el Señor nos habla en términos claros. El auténtico discípulo ha de amar con todo su corazón y toda su alma a nuestro Señor Jesucristo, por encima de todo vínculo, incluso del más íntimo: «Si alguno viene donde mí y no odia (…) hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26-27). Él ocupa el primer lugar en la vida del seguidor. Dice san Agustín: «Respondamos al padre y a la madre: ‘Yo os amo en Cristo, no en lugar de Cristo’». El seguimiento precede incluso al amor por la propia vida. Seguir a Jesús, al fin y al cabo, comporta abrazar la cruz. Sin cruz no hay discípulo.


La llamada evangélica exhorta a la prudencia, es decir, a la virtud que dirige la actuación adecuada. Quien quiere construir una torre debe calcular si podrá afrontar el presupuesto. El rey que ha de combatir decide si va a la guerra o pide la paz después de considerar el número de soldados de que dispone. Quien quiere ser discípulo del Señor ha de renunciar a todos sus bienes. ¡La renuncia será la mejor apuesta!


Día litúrgico: Martes XXXI del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 14,15-24):  En aquel tiempo, dijo a Jesús uno de los que comían a la mesa: «¡Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios!». Él le respondió: «Un hombre dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los invitados: ‘Venid, que ya está todo preparado’. Pero todos a una empezaron a excusarse. El primero le dijo: ‘He comprado un campo y tengo que ir a verlo; te ruego me dispenses’. Y otro dijo: ‘He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses’. Otro dijo: ‘Me he casado, y por eso no puedo ir’.


»Regresó el siervo y se lo contó a su señor. Entonces, airado el dueño de la casa, dijo a su siervo: ‘Sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos’. Dijo el siervo: ‘Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio’. Dijo el señor al siervo: ‘Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa’. Porque os digo que ninguno de aquellos invitados probará mi cena».


Comentario: Rev. D. Joan Costa i Bou (Barcelona, España)


«Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa»



Hoy, el Señor nos ofrece una imagen de la eternidad representada por un banquete. El banquete significa el lugar donde la familia y los amigos se encuentran juntos, gozando de la compañía, de la conversación y de la amistad en torno a la misma mesa. Esta imagen nos habla de la intimidad con Dios trinidad y del gozo que encontraremos en la estancia del cielo. Todo lo ha hecho para nosotros y nos llama porque «ya está todo preparado» (Lc 14,17). Nos quiere con Él; quiere a todos los hombres y las mujeres del mundo a su lado, a cada uno de nosotros.


Es necesario, sin embargo, que queramos ir. Y a pesar de saber que es donde mejor se está, porque el cielo es nuestra morada eterna, que excede todas las más nobles aspiraciones humanas —«ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9) y, por lo tanto, nada le es comparable—; sin embargo, somos capaces de rechazar la invitación divina y perdernos eternamente el mejor ofrecimiento que Dios podía hacernos: participar de su casa, de su mesa, de su intimidad para siempre. ¡Qué gran responsabilidad!


Somos, desdichadamente, capaces de cambiar a Dios por cualquier cosa. Unos, como leemos en el Evangelio de hoy, por un campo; otros, por unos bueyes. ¿Y tú y yo, por qué somos capaces de cambiar a aquél que es nuestro Dios y su invitación? Hay quien por pereza, por dejadez, por comodidad deja de cumplir sus deberes de amor para con Dios: ¿Tan poco vale Dios, que lo sustituimos por cualquier otra cosa? Que nuestra respuesta al ofrecimiento divino sea siempre un sí, lleno de agradecimiento y de admiración.

La Divina Liturgia de San Basilio (siglo 4º)
Plegaria eucarística, 1ª parte


«Sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se llene la casa»


    Santo, Santo, Santo eres verdaderamente tú, Señor Dios nuestro, la grandeza de tu santidad no tiene límites: todas las cosas las has dispuesto con rectitud y justicia. Has modelado al hombre con el barro de la tierra, les has honrado haciéndole la imagen misma de Dios, lo has colocado en el Paraíso de delicias  prometiéndole la inmortalidad y el goce de los bienes eternos, si observaba los mandatos. Pero transgredió tu mandato, Dios verdadero, y, seducido por la astucia de la serpiente, víctima de su propio pecado, él mismo se sometió a la muerte. Según tu justo juicio, fue echado del Paraíso a nuestro mundo, devuelto a la tierra de donde había sido sacado.

     Pero en tu Cristo, dispusiste para ellos la salvación a través del nuevo nacimiento, porque no has rechazado para siempre a la criatura que en tu bondad habías creado; según la grandeza de tu misericordia has velado por ella de múltiples maneras. Enviaste a los profetas, hiciste milagros a través de los santos que, en cada generación, te fueron agradables; has dado la Ley para ayudarnos; has puesto ángeles para que nos guarden.

     Y cuando llegó la plenitud de los tiempos, nos has hablado en tu Hijo único, por quien has creado todo el universo; él es el resplandor de tu gloria e imagen de tu naturaleza; lo sostiene todo con su palabra todopoderosa; no guardó celosamente su igualdad con Dios, sino que, siendo Dios desde toda la eternidad, apareció en la tierra, convivió con los hombres, tomó carne de la Virgen María, aceptó la condición de esclavo, asumió nuestro cuerpo de miseria, para hacernos conformes a su cuerpo de gloria (Hb 1, 2-3; Flp 2, 6-7; 3, 21).

     Puesto que por el hombre el pecado entró en el mundo, y con el pecado, la muerte, plugo a tu Hijo único, que estaba eternamente en tu seno, oh Padre, nacer de una mujer, condenar el pecado en su propia carne, para que los que murieron en Adán, tengan la vida en Cristo (Rm 5,12; 8,3). Habitando en este mundo, nos dio unos preceptos de salvación, nos hizo dar la espalda al error de los ídolos, nos llevó a conocerte, a ti, Dios verdadero. A través de todo ello nos ha conquistado para él como un pueblo escogido, un sacerdocio real, una nación santa (1P 2,9).  

Día litúrgico: 28 de Octubre: San Simón y san Judas, apóstoles



Texto del Evangelio (Lc 6,12-19):  En aquellos días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.


Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos.


Comentario: Rev. D. Albert Taulé i Viñas (Barcelona, España)


«Jesús se fue al monte a orar»



Hoy contemplamos un día entero de la vida de Jesús. Una vida que tiene dos claras vertientes: la oración y la acción. Si la vida del cristiano ha de imitar la vida de Jesús, no podemos prescindir de ambas dimensiones. Todos los cristianos, incluso aquellos que se han consagrado a la vida contemplativa, hemos de dedicar unos momentos a la oración y otros a la acción, aunque varíe el tiempo que dediquemos a cada una. Hasta los monjes y las monjas de clausura dedican bastante tiempo de su jornada a un trabajo. Como contrapartida, los que somos más “seculares”, si deseamos imitar a Jesús, no deberíamos movernos en una acción desenfrenada sin ungirla con la oración. Nos enseña san Jerónimo: «Aunque el Apóstol nos mandó que oráramos siempre, (…) conviene que destinemos unas horas determinadas a este ejercicio».


¿Es que Jesús necesitaba de largos ratos de oración en solitario cuando todos dormían? Los teólogos estudian cuál era la psicología de Jesús hombre: hasta qué punto tenía acceso directo a la divinidad y hasta qué punto era «hombre semejante en todo a nosotros, menos en el pecado» (He 4,5). En la medida que lo consideremos más cercano, su “práctica” de oración será un ejemplo evidente para nosotros.


Asegurada ya la oración, sólo nos queda imitarlo en la acción. En el fragmento de hoy, lo vemos “organizando la Iglesia”, es decir, escogiendo a los que serán los futuros evangelizadores, llamados a continuar su misión en el mundo. «Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Lc 6,13). Después lo encontramos curando toda clase de enfermedad. «Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19), nos dice el evangelista. Para que nuestra identificación con Él sea total, únicamente nos falta que también de nosotros salga una fuerza que sane a todos, lo cual sólo será posible si estamos injertados en Él, para que demos mucho fruto (cf. Jn 15,4).


Catecismo de la Iglesia Católica
1730 ;1739-1742


«Esta mujer, una hija de Abraham a la que Satanas tenía aprisionada...el la ha desatado»



     La libertad del hombre: Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. "Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión (Si 15,14), de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a El,llegue libremente a la plena y feliz perfección"; "El hombre es racional, y por ello semejante a Dios, fue creado libre y dueño de sus actos" (San Ireneo).

    La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecyo del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad...Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.

     Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. "Para ser libres nos libertó Cristo" (Ga 5,1). En El participamos de la "verdad que nos hace libres" (Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, "donde está el Espíritu, allí es´tá la libertad" (2Co 3,17). Ya desde ahora nos gloríamos de la "libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21).

      La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como tambien ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.


Día litúrgico: Lunes XXX del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 13,10-17):  En aquel tiempo, estaba Jesús un sábado enseñando en una sinagoga, y había una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años; estaba encorvada, y no podía en modo alguno enderezarse. Al verla Jesús, la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Y le impuso las manos. Y al instante se enderezó, y glorificaba a Dios.


Pero el jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiese hecho una curación en sábado, decía a la gente: «Hay seis días en que se puede trabajar; venid, pues, esos días a curaros, y no en día de sábado». Le replicó el Señor: «¡Hipócritas! ¿No desatáis del pesebre todos vosotros en sábado a vuestro buey o vuestro asno para llevarlos a abrevar? Y a ésta, que es hija de Abraham, a la que ató Satanás hace ya dieciocho años, ¿no estaba bien desatarla de esta ligadura en día de sábado?». Y cuando decía estas cosas, sus adversarios quedaban confundidos, mientras que toda la gente se alegraba con las maravillas que hacía.


Comentario: Rev. D. Francesc Jordana i Soler (Mirasol-Barcelona, España)


«Pero el jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiese hecho una curación en sábado...»



Hoy, vemos a Jesús realizar una acción que proclama su mesianismo. Y ante ella el jefe de la sinagoga se indigna e increpa a la gente para que no vengan a curarse en sábado: «Hay seis días en que se puede trabajar; venid, pues, esos días a curaros, y no en día de sábado» (Lc 13,14).


Me gustaría que nos centráramos en la actitud de este personaje. Siempre me ha sorprendido cómo, ante un milagro evidente, alguien sea capaz de cerrarse de tal modo que lo que ha visto no le afecta lo más mínimo. Es como si no hubiera visto lo que acaba de ocurrir y lo que ello significa. La razón está en la vivencia equivocada de las mediaciones que tenían muchos judíos en aquel tiempo. Por distintos motivos —antropológicos, culturales, designio divino— es inevitable que entre Dios y el hombre haya unas mediaciones. El problema es que algunos judíos hacen de la mediación un absoluto. De manera que la mediación no les pone en comunicación con Dios, sino que se quedan en la propia mediación. Olvidan el sentido último y se quedan en el medio. De este modo, Dios no puede comunicarles sus gracias, sus dones, su amor y, por lo tanto su experiencia religiosa no enriquecerá su vida.


Todo ello les conduce a una vivencia rigorista de la religión, a encerrar su dios en unos medios. Se hacen un dios a medida y no le dejan entrar en sus vidas. En su religiosidad creen que todo está solucionado si cumplen con unas normas. Se comprende así la reacción de Jesús: «¡Hipócritas! ¿No desatáis del pesebre todos vosotros en sábado a vuestro buey o vuestro asno para llevarlos a abrevar?» (Lc 13,15). Jesús descubre el sinsentido de esa equivocada vivencia del sabath.


Esta palabra de Dios nos debería ayudar a examinar nuestra vivencia religiosa y descubrir si realmente las mediaciones que utilizamos nos ponen en comunicación con Dios y con la vida. Sólo desde la correcta vivencia de las mediaciones podemos entender la frase de san Agustín: «Ama y haz lo que quieras».


 

lunes, 3 de noviembre de 2008

San Martín de Porres San Martín de Po...


San Martín de Porres
San Martín de Porres es muy popular en toda América. No sólo ejerce el atractivo que han ejercido siempre los sencillos cuando el Señor ha querido glorificarlos, sino que su misma persona constituye todo un símbolo. Nacido en Lima (Perú) como hijo natural de un caballero español y de una mulata en 1579, representa entre los santos a los «coloured men» del Nuevo Mundo, a ese pueblo de gentes de color que se ven dolorosamente humillados por su condición de negros. Era Martín enfermero cuando entró como terciario laico en el convento de Dominicos de Lima, en el que fue recibido a la profesión (1603) siguió ejerciendo su profesión dentro del convento para con sus hermanos. El cuidado que ponía por los enfermos se extendía aun a los animales: perros, gatos, pavos, y aun ratones, eran objeto de su solicitud. A Martín le agradaba el ayuno y la oración: sobre todo el orar de noche, a ejemplo de Jesús. En la oración obtenía grandes luces que hacían maravillosas sus lecciones de catecismo. Su vida entera, oculta y radiante a un mismo tiempo se desarrolló dentro de un mundo lleno de ángeles y demonios en el que Martín conservó siempre una perfecta serenidad. Murió en 1639.







Oremos  


Señor, Dios nuestro, que llevaste a San Martín de Porres a la gloria celestial, por medio de una vida escondida y humilde, concédenos seguir de tal manera sus ejemplos, que merezcamos, como él, ser llevados al cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Día litúrgico: Lunes XXXI del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 14,12-14):  En aquel tiempo, Jesús dijo también a aquel hombre principal de los fariseos que le había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos».


Comentario: Fr. Austin Chukwuemeka Ihekweme (Ikenanzizi, Nigeria)


«Cuando des un banquete, llama a los pobres, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos»



Hoy, el Señor nos enseña el verdadero sentido de la generosidad cristiana: el darse a los demás. «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa» (Lc 14,12).


El cristiano se mueve en el mundo como una persona corriente; pero el fundamento del trato con sus semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, sin pretender otra recompensa que la del Cielo. «Al contrario, cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,13-14).


El Señor nos invita a darnos incondicionalmente a todos los hombres, movidos solamente por amor a Dios y al prójimo por el Señor. «Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente» (Lc 6,34).


Esto es así porque el Señor nos ayuda a entender que si nos damos generosamente, sin esperar nada a cambio, Dios nos pagará con una gran recompensa y nos hará sus hijos predilectos. Por esto, Jesús nos dice: «Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo» (Lc 6,35).


Pidamos a la Virgen la generosidad de saber huir de cualquier tendencia al egoísmo, como su Hijo. «Egoísta. —Tú, siempre a “lo tuyo”. —Pareces incapaz de sentir la fraternidad de Cristo: en los demás, no ves hermanos; ves peldaños (...)»


Día litúrgico: 2 de Noviembre: Conmemoración de todos los fieles difuntos



Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43):   Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».


Comentario: Fray Agustí Boadas i Llavat OFM (Barcelona, España)


«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»



Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.


Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.


Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía: no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».


Evangelio según San Mateo 25,31-46.

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: 'Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver'. Los justos le responderán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?'. Y el Rey les responderá: 'Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo'. Luego dirá a los de su izquierda: 'Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron'. Estos, a su vez, le preguntarán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?'. Y él les responderá: 'Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo'. Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna".

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.



Leer el comentario del Evangelio por :

San Braulio de Zaragoza (hacia 590-651); obispo
Carta 19; PL 80, 665


«Al ver a la viuda, el Señor Jesús...le dijo: 'No llores'» (Lc 7,13)



   Cristo, esperanza de los creyentes, no da el nombre de muertos a los que han dejado ya este mundo sino dormidos, cuando dice; «Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido» (Jn 11,11); el apóstol Pablo, a su vez, no quiere que estemos «afligidos a causa de los que se han dormido» (1Tes 4,13). Por eso, si nuestra fe cree que «todos los que creen» en Cristo, según dice el Evangelio «no morirán jamás» (Jn 11,26), sabemos que él mismo no ha muerto y que nosotros tampoco moriremos. Porque «a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, el mismo Señor bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán» (1Tes 4,16). Así pues, que la esperanza de la resurrección nos llene de valentía, puesto que volveremos a ver a los que hemos perdido. Es importante que creamos firmemente en él, es decir, que obedezcamos sus preceptos, porque pone todo su supremo poder en levantar a los muertos lo que hace más fácilmente que nosotros despertar a los que duermen.

   Esto es lo que decimos, y sin embargo, yo no sé por qué sentimiento, nos refugiamos en las lágrimas, y el sentimiento de dolor debilita nuestra fe. Desgraciadamente ¡cuán penosa es la condición del hombre, y cuán vana nuestra fe sin Cristo! Pero tú, muerte, que eres cruel hasta llegar a romper la unión de los esposos y separar a los que la amistad ha unido, desde ahora tu fuerza ha sido aplastada. Desde ahora tu yugo despiadado ha sido roto por aquel que te amenazó por las palabras del profeta Oseas: «Oh muerte, yo seré tu muerte» (Os 13,14 Vulg). Por eso, con el apóstol Pablo lanzamos este desafío: «Oh muerte ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón venenoso?» (1C 15,55). Nos ha rescatado el que te ha vencido, entregó su amada alma a manos de los impíos, para hacer de ellos sus amados.

    Sería demasiado largo recordar lo que en las santas Escrituras nos puede traer a todos la consolación. Que nos sea suficiente esperar en la resurrección y levantar nuestras miradas hacia la gloria donde está nuestro Redentor, porque es en él que estamos ya resucitados, que es como nos lo hace pensar nuestra fe, según la palabra del apóstol: «Si hemos muerto con Cristo creemos que también viviremos con él» (2Tes 2,11). 
San Ambrosio (hacia 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia
Sobre el bien de la muerte


«Vi una muchedumbre inmensa..., de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero» (Ap 7, 9)



     Fortalecidos con las enseñanzas [de la Escritura], caminemos firmes hacia nuestro redentor Jesús, hacia la asamblea de los patriarcas, marchemos hacia nuestro padre Abraham cuando venga el día. Vayamos sin temblar hacia esta asamblea de santos, esta reunión de los justos. ¡Iremos hacia nuestros padres, los que nos han enseñado la fe; aunque nos fallen las obras, que nos ayude la fe, defendamos nuestra herencia! Iremos al lugar donde Abraham abre su seno a los pobres como Lázaro (Lc 16,19s); allí descansan los que han soportado el duro peso de la vida de este mundo. Ahora, Padre, extiende tus manos para acoger a estos pobres, abre tus brazos, ensancha tu seno para acoger todavía a más, porque son muy numerosos los que han creído en Dios...

      Iremos al paraíso del gozo en el que Adán, antaño caído en la emboscada que le tendieron los bandidos, ya no piensa en llorar sus heridas, allí donde el mismo bandido goza ya de su parte en el Reino celestial (cfr Lc 10,30; 23,43). Allí donde ninguna nube, ninguna tormenta, ningún rayo, ninguna tempestad de viento, ni tinieblas, ni crepúsculo, ni verano, ni invierno marcarán la inestabilidad del tiempo. Ni frío, ni granizo, ni lluvia. Ni nuestro pobre y pequeño sol, ni la luna, ni las estrellas ya no nos harán ningún servicio; tan solo resplandecerá la claridad de Dios, porque Dios será luz para todos, esta luz verdadera que ilumina a todo hombre brillará para todos (Ap 21,5; Jn 1,9). Iremos todos allá donde el Señor Jesús ha preparado unas moradas para sus pobres siervos, a fin de que allí donde él se encuentra estemos también nosotros (Jn 14, 2-3)...

      «Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen la gloria que me has dado» (Jn 17,24)... Nosotros te seguimos, Señor Jesús; pero para ello, llámanos, porque sin ti nadie puede subir. Tú eres el camino, la verdad, la vida (Jn 14,6), la posibilidad, la fe, la recompensa. ¡Recíbenos, afiánzanos, danos la vida!


Día litúrgico: Viernes XXX del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 14,1-6):  Un sábado, Jesús fue a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos le estaban observando. Había allí, delante de Él, un hombre hidrópico. Entonces preguntó Jesús a los legistas y a los fariseos: «¿Es lícito curar en sábado, o no?». Pero ellos se callaron. Entonces le tomó, le curó, y le despidió. Y a ellos les dijo: «¿A quién de vosotros se le cae un hijo o un buey a un pozo en día de sábado y no lo saca al momento?». Y no pudieron replicar a esto.


Comentario: Rev. D. Manuel Cociña Abella (Madrid, España)


«¿Es lícito curar en sábado, o no?»



Hoy fijamos nuestra atención en la punzante pregunta que Jesús hace a los fariseos: «¿Es lícito curar en sábado, o no?» (Lc 14,3), y en la significativa anotación que hace san Lucas: «Pero ellos se callaron» (Lc 14,4).


Son muchos los episodios evangélicos en los que el Señor echa en cara a los fariseos su hipocresía. Es notable el empeño de Dios en dejarnos claro hasta qué punto le desagrada ese pecado —la falsa apariencia, el engaño vanidoso—, que se sitúa en las antípodas de aquel elogio de Cristo a Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1,47). Dios ama la sencillez de corazón, la ingenuidad de espíritu y, por el contrario, rechaza enérgicamente el enmarañamiento, la mirada turbia, el ánimo doble, la hipocresía.


Lo significativo de la pregunta del Señor y de la respuesta silenciosa de los fariseos es la mala conciencia que éstos, en el fondo, tenían. Delante yacía un enfermo que buscaba ser curado por Jesús. El cumplimiento de la Ley judaica —mera atención a la letra con menosprecio del espíritu— y la fatua presunción de su conducta intachable, les lleva a escandalizarse ante la actitud de Cristo que, llevado por su corazón misericordioso, no se deja atar por el formalismo de una ley, y quiere devolver la salud al que carecía de ella.


Los fariseos se dan cuenta de que su conducta hipócrita no es justificable y, por eso, callan. En este pasaje resplandece una clara lección: la necesidad de entender que la santidad es seguimiento de Cristo —hasta el enamoramiento pleno— y no frío cumplimiento legal de unos preceptos. Los mandamientos son santos porque proceden directamente de la Sabiduría infinita de Dios, pero es posible vivirlos de una manera legalista y vacía, y entonces se da la incongruencia —auténtico sarcasmo— de pretender seguir a Dios para terminar yendo detrás de nosotros mismos.


Dejemos que la encantadora sencillez de la Virgen María se imponga en nuestras vidas.


Juan Taulero (hacia 1300-1361), dominico en Estrasburgo
Sermón 21, 4º para la Ascensión


«¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero no habéis querido!»



     Jerusalén era una ciudad de paz, y fue también una ciudad de tormento, porque en ella Jesús sufrió inmensamente y en ella murió dolorosamente. Es en esta ciudad que hemos de ser sus testigos, y no con palabras sino en verdad, con nuestra vida, imitándolo tanto como podamos. Muchos hombres habría que, gustosamente, serían testigos de Dios en la paz con tal que todo les fuera según su criterio. Gustosamente serían santos, con la condición de no encontrar nada amargo en los ejercicios y trabajos para llegara a serlo. Querrían gustar, desear y conocer las dulzuras divinas sin tener que pasar por ninguna clase de amargura, pena o desolación. En cuanto les sobrevienen fuertes tentaciones y tinieblas, en cuanto les deja el sentimiento y la conciencia de estar en Dios, en cuanto se sienten abandonados interior y exteriormente, entonces todo lo abandonan y así dejan de ser verdaderos testigos.

     Todos los hombres buscan la paz. Por todas partes, en sus obras y de todas maneras buscan la paz. ¡Ah! que podamos nosotros liberarnos de esta búsqueda y podamos buscar la paz en el tormento. Es tan sólo ahí que nace la verdadera paz, la que permanece, la que perdura...Busquemos la paz en el dolor, el gozo en la tristeza, la simplicidad en la multiplicidad, la consolación en la amargura; es así que llegaremos a ser en verdad los testigos de Dios.


Día litúrgico: Jueves XXX del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 13,31-35):  En aquel tiempo, algunos fariseos se acercaron a Jesús y le dijeron: «Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte». Y Él les dijo: «Id a decir a ese zorro: ‘Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día soy consumado. Pero conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén’.


»¡Oh Jerusalén, Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar vuestra casa. Os digo que no me volveréis a ver hasta que llegue el día en que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».


Comentario: Rev. D. Àngel Eugeni Pérez i Sánchez (Barcelona, España)


«¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos y no habéis querido!»



Hoy podemos admirar la firmeza de Jesús en el cumplimiento de la misión que le ha encomendado el Padre del cielo. Él no se va a detener por nada: «Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana» (Lc 13,32). Con esta actitud, el Señor marcó la pauta de conducta que a lo largo de los siglos seguirían los mensajeros del Evangelio ante las persecuciones: no doblegarse ante el poder temporal. San Agustín dice que, en tiempo de persecuciones, los pastores no deben abandonar a los fieles: ni a los que sufrirán el martirio ni a los que sobrevivirán, como el Buen Pastor, que al ver venir al lobo, no abandona el rebaño, sino que lo defiende. Pero visto el fervor con que todos los pastores de la Iglesia se disponían a derramar su sangre, indica que lo mejor será echar a suertes quiénes de los clérigos se entregarán al martirio y quiénes se pondrán a salvo para luego cuidarse de los supervivientes.


En nuestra época, con desgraciada frecuencia, nos llegan noticias de persecuciones religiosas, violencias tribales o revueltas étnicas en países del Tercer Mundo. Las embajadas occidentales aconsejan a sus conciudadanos que abandonen la región y repatríen su personal. Los únicos que permanecen son los misioneros y las organizaciones de voluntarios, porque les parecería una traición abandonar a los “suyos” en momentos difíciles.


«¡Jerusalén, Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar vuestra casa» (Lc 13,34-35). Este lamento del Señor produce en nosotros, los cristianos del siglo XXI, una tristeza especial, debida al sangrante conflicto entre judíos y palestinos. Para nosotros, esa región del Próximo Oriente es la Tierra Santa, la tierra de Jesús y de María. Y el clamor por la paz en todos los países debe ser más intenso y sentido por la paz en Israel y Palestina.


San Ireneo de Lión (hacia 130-hacia 208), obispo, teólogo y mártir
Contra las herejías, V, 32, 2


«Vendrán de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios»



     La promesa hecha antiguamente por Dios a Abrahán permanece estable. En efecto, le había dicho: «Desde tu puesto dirige la mirada hacia el norte, mediodía, levante y poniente. Toda la tierra que abarques te la daré a ti y a tus descendientes para siempre» (Gn 13, 14-15)... Sin embargo, Abrahán no recibió en la tierra ninguna parte en herencia «ni tan sólo donde poner los pies» sino que siempre fue «un extraño y un huésped pasajero» (Hch 7,5; Gn 23,4)... Si Dios, pues, le prometió recibir en herencia una tierra y no la recibió durante su estancia aquí abajo, es preciso que la reciba con su posteridad, es decir, con aquellos que temen a Dios y creen en él, cuando la resurrección de los muertos.

     Ahora bien, esta posteridad es la Iglesia, la cual, por el Señor, recibe la filiación adoptiva con respecto a Abrahán, como lo dice Juan Bautista: «Dios puede hacer surgir de las piedras hijos de Abrahán» (Mt 3,9). El apóstol Pablo dice en su carta a los Gálatas: «Vosotros, hermanos, sois como Isaac, hijos de la promesa» (Gal 4,28). Y dice todavía más claramente en la misma epístola que los que han creído en Cristo, reciben por él, la promesa hecha a Abrahán: «las promesas fueron dirigidas a Abrahán y a su descendencia.  No dice: «y a los descendientes», como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu descendencia, es decir, a Cristo (3,16). Y para confirmar todo ello dice aún más: «Así Abrahán creyó en Dios y le fue reputado como justicia. Tened, pues, entendido que los que viven de la fe, ésos son los hijos de Abrahán. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció con antelación a Abrahán esta buena  nueva: En ti serán bendecidas todas las naciones. (3, 6-8)...

     Si pues ni Abrahán ni su descendencia, es decir, los que son justificados por la fe, no reciben ahora la herencia sobre la tierra, la recibirán en la resurrección de los justos, porque Dios es verídico y estable en todas las cosas. Y es por este motivo que el Señor decía: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia» (Mt 5,5).


 



 


sábado, 1 de noviembre de 2008

Apocalipsis 7,2-4.9-14.

Apocalipsis 7,2-4.9-14.

Luego vi a otro Angel que subía del Oriente, llevando el sello del Dios vivo. Y comenzó a gritar con voz potente a los cuatro Angeles que habían recibido el poder de dañar a la tierra y al mar:
"No dañen a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los servidores de nuestro Dios".
Oí entonces el número de los que habían sido marcados: eran 144. 000 pertenecientes a todas las tribus de Israel.
Después de esto, vi una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y exclamaban con voz potente:
"¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero!".
Y todos los Angeles que estaban alrededor del trono, de los Ancianos y de los cuatro Seres Vivientes, se postraron con el rostro en tierra delante del trono, y adoraron a Dios,
diciendo: "¡Amén! ¡Alabanza, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios para siempre! ¡Amén!
Y uno de los Ancianos me preguntó: "¿Quiénes son y de dónde vienen los que están revestidos de túnicas blancas?".
Yo le respondí: "Tú lo sabes, señor". Y él me dijo: "Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero.


Salmo 24(23),1-2.3-4.5-6.

Salmo de David. Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella, el mundo y todos sus habitantes,
porque él la fundó sobre los mares, él la afirmó sobre las corrientes del océano.
¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor y permanecer en su recinto sagrado?
El que tiene las manos limpias y puro el corazón; el que no rinde culto a los ídolos ni jura falsamente:
él recibirá la bendición del Señor, la recompensa de Dios, su Salvador.
Así son los que buscan al Señor, los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.


Epístola I de San Juan 3,1-3.

¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él.
Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
El que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro.


Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».


«Alegraos y regocijaos»



Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el "credo" y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.

Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.


Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.


Fiesta de todos los Santos


La fiesta de hoy se dedica a lo que san Juan describe como «una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y lenguas»; los que gozan de Dios, canonizados o no, desconocidos las más de las veces por nosotros, pero individualmente amados y redimidos por Dios, que conoce a cada uno de sus hijos por su nombre y su afán de perfección.

Hay quien pone reparos a éste o aquél, reduce el número de las legiones de mártires, supone un origen fabuloso para tal o cual figura venerada. La Iglesia puede permitirse esos lujos, un solo santo en la tierra bastaría para llenar de gozo al universo entero, y hay carretadas.

¡Aquellos veinticuatro carros repletos de huesos de mártires que Bonifacio IV hace trasladar al Panteón del paganismo para fundarlo de nuevo sobre cimientos de santidad! Montones, carretadas de santos, sobreabundancia de cristianos de quienes ni siquiera por aproximación conocemos el número, para los que faltan días en el calendario.

Por eso hoy se aglomeran en la gran fiesta común. Los humanamente ilustres, Pedro, Pablo, Agustín, Jerónimo, Francisco, Domingo, Tomás, Ignacio, y los oscuros: el enfermo, el niño, la madre de familia, un oficinista, un albañil, la monjita que nadie recuerda, gente que en vida parecía tan gris, tan irreconocible, tan poco llamativa, la gente vulgar y buena de todos los tiempos y todos los lugares.

Cualquiera que en cualquier momento y situación supo ser fiel sin que a su alrededor se enterara casi nadie, cualquiera sobre quien, al morir, alguien quizá comentó en una frase convencional: Era un santo. Y no sabíamos que se había dicho con tanta propiedad. Cristianos anónimos que a su manera, a escala humana, se parecían a Cristo.

La solemnidad de Todos los Santos nació en el siglo Vlll entre los celtas la Iglesia nos propone esta Visión de gloria al comienzo del invierno, para invitarnos a vivir en la esperanza de una primavera, más allá de la muerte. Quiere también que caigamos en la cuenta de nuestra solidaridad con cuantos han pasado al mundo invisible.

Festejamos con alegría a los Santos, pues creemos «que gozan de la gloria de la inmortalidad», en donde interceden por nosotros. Cada Santo vive intensamente la visión de Dios y su amor, mas su conjunto forma una ciudad, «la Jerusalén celeste», un Reino abierto a cuantos vivan de acuerdo con las Bienaventuranzas. Son la Iglesia del cielo.

La Gloria de los «Santos, nuestros hermanos», procede de Dios, cuya imagen reproduce cada uno de ellos de una manera única. Por consiguiente, al venerarlos, proclamamos a Dios «admirable y solo Santo entre todos los Santos». Todos fueron salvados por Cristo, todos nacieron de su costado abierto. Este es el motivo por el que el lugar por excelencia de comunión con los Santos es la Eucaristía.


En ella les santificó el Señor Jesús con la plenitud de su amor»; en ella podemos también nosotros suplicarle con humildad a Dios que nos haga pasar «de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos».
Oremos Himno ( laudes)
Vosotros sois luz del mundo
y ardiente sal de tierra,
ciudad esbelta en el monte,
fermento en la masa nueva.

Vosotros sois los sarmientos,
y yo la Vid verdadera;
si el Padre poda las ramas,
más fruto llevan las cepas.

Vosotros sois la abundancia
del reino que ya está cerca,
los doce mil señalados
que no caerán en la siega.

Dichosos, porque sois limpios
y ricos en la pobreza,
y es vuestro el reino
que sólo se gana con la violencia. Amén

Dios todopoderoso y eterno, que nos concedes celebrar los méritos de todos los santos en una misma solemnidad, te rogamos que, por las súplicas de tan numerosos intercesores, nos concedas en abundancia los dones que te pedimos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Himno (II vísperas)

Patriarcas que fuisteis la semilla
del árbol de la fe en siglos remotos,
al vencedor divino de la muerte
rogadle por nosotros.


Profetas que rasgasteis inspirados
del porvenir el velo misterioso,
al que sacó la luz de las tinieblas
rogadle por nosotros.


Apóstoles que echasteis en el mundo
de la Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de la verdad depositaria
rogadle por nosotros.


Mártires que ganaron vuestra palma
en la arena del circo, en sangre roja,
al que es fuente de vida y hermosura
rogadle por nosotros.


Monjes que de la vida en el combate
pedisteis paz al claustro silencioso,
al que es iris de calma en las tormentas
rogadle por nosotros.