jueves, 6 de noviembre de 2008

Día litúrgico: Jueves XXXI del tiempo...

Día litúrgico: Jueves XXXI del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 15,1-10):  En aquel tiempo, todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos».


Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.


»O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido’. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».


Comentario: Rev. D. Francesc Nicolau i Pous (Barcelona, España)


«Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta»



Hoy, el evangelista de la misericordia de Dios nos expone dos parábolas de Jesús que iluminan la conducta divina hacia los pecadores que regresan al buen camino. Con la imagen tan humana de la alegría, nos revela la bondad de Dios que se complace en el retorno de quien se había alejado del pecado. Es como un volver a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en Lc 15,11-32). El Señor no vino a condenar el mundo, sino a salvarlo (cf. Jn 3,17), y lo hizo acogiendo a los pecadores que con plena confianza «se acercaban a Jesús para oírle» (Lc 15,1), ya que Él les curaba el alma como un médico cura el cuerpo de los enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían por buenos y no sentían necesidad del médico, y es por ellos —dice el evangelista— que Jesús propuso las parábolas que hoy leemos.


Si nosotros nos sentimos espiritualmente enfermos, Jesús nos atenderá y se alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio, como los orgullosos fariseos pensásemos que no nos es necesario pedir perdón, el Médico divino no podría obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de hacer cada vez que recitamos el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona nuestras ofensas...». ¡Y cuánto hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto agradecimiento también hemos de sentir por el sacramento de la reconciliación que ha puesto a nuestro alcance tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo haga menospreciar. San Agustín nos dice que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio ejemplo de humildad para curarnos del “tumor” de la soberbia, «ya que gran miseria es el hombre soberbio, pero más grande misericordia es Dios humilde».


Digamos todavía que la lección que Jesús da a los fariseos es ejemplar también para nosotros; no podemos alejar de nosotros a los pecadores. El Señor quiere que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y hemos de sentir gran gozo cuando podamos llevar una oveja errante al redil o recobrar una moneda perdida.


 


Beato Carlos de Foucauld (1858-1916), ermitaño y misionero en el Sahara
Retiro en Nazaret, noviembre 1897


En busca de la oveja perdida



    Me alejaba, me alejaba cada vez más, mi Señor y mi vida, y mi vida comenzaba a ser una muerte, o mejor aún, era ya una muerte a vuestros ojos. Y todavía en este estado de muerte Vos me conservabais... Había desaparecido del todo la fe, pero el respeto y la estima permanecían intactos. Vos me hacíais otras gracias, Dios mío, me conservabais el gusto por el estudio, las lecturas serias, las cosas bellas, el asco por el vicio y la abyección. Yo hacía el mal, pero no lo aprobaba ni me gustaba... Vos me distes esta vaga inquietud de una conciencia que, a pesar de estar adormecida, no estaba del todo muerta.

     Jamás he sentido esta misma tristeza, este malestar, esta inquietud de entonces. Dios mío, era, sin duda, un don vuestro; ¡qué lejos estaba de sospecharlo! ¡Cuán bueno sois! Y al mismo tiempo que, por una invitación de vuestro amor, privabais a mi alma de ahogarse irremediablemente, guardabais mi cuerpo: porque si entonces hubiera muerto hubiera ido al infierno... ¡Cómo por milagro me habéis hecho salir de estos peligros en viajes, tan grandes y múltiples! ¡Esta inalterable salud en los lugares más malsanos, a pesar de mis grandes fatigas! ¡Oh, Dios mío, cómo teníais vuestra mano sobre mí, y qué poco la sentía yo! ¡Cómo me habéis guardado! ¡Cómo me cobijabais bajo vuestras alas siendo así que yo ni tan solo creía en vuestra existencia! Y mientras así me guardabais, pasaba el tiempo, y juzgasteis que se acercaba el momento oportuno de hacerme entrar en el redil.

     A pesar de todo, habéis desatado todas mis malas ligaduras que me hubieran mantenido alejado de Vos; incluso habéis desatado los lazos buenos que me hubieran privado de ser un día vuestro del todo...Vuestra mano sola ha hecho esto al principio, en medio y al fin. ¡Cuán bueno sois! Era necesario para preparar mi alma a la verdad; el demonio es demasiado dueño de un alma que no es casta para dejar entrar en ella la verdad; Vos no podíais entrar, Dios mío, en un alma en la que el demonio de las pasiones inmundas reinaba como señor. Vos querías entrar en la mía, o buen Pastor, y Vos mismo habéis echado fuera a vuestro enemigo



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