jueves, 7 de abril de 2011
miércoles, 6 de abril de 2011
Lectura del libro de Isaías (49,8-15):
Así dice el Señor: «En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: "Salid", a los que están en tinieblas: "Venid a la luz." Aun por los caminos pastarán, tendrán praderas en todas las dunas; no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el bochorno ni el sol; porque los conduce el compasivo y los guía a manantiales de agua. Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán. Miradlos venir de lejos; miradlos, del norte y del poniente, y los otros del país de Sin. Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados. Sión decía: "Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado." ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.»
Palabra de Dios
Salmo
Sal 144,8-9.13cd-14.17-18
R/. El Señor es clemente y misericordioso
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R/.
El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan. R/.
El Señor es Justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones;
cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente. R/.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan (5,17-30):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo.»
Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo abolía el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo: «Os lo aseguro: El Hijo no puede hacer por su cuenta nada que no vea hacer al Padre. Lo que hace éste, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que ésta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. No os sorprenda, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.»
Palabra del Señor
Queridos amigos y amigas:
Dios ha respondido y perdonado a su pueblo; lo invita a salir del exilio y le promete un regreso feliz, pues es un Dios que cumple su promesa ya que su fidelidad es eterna. La Palabra insiste en este tiempo de Cuaresma en que nuestro Dios es fiel en su relación con nosotros, a pesar de nuestra infidelidad con él. Una y otra vez este mensaje llega a nosotros pero no sé si acaba por calar nuestro corazón. “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.” Is 49, 15. ¿Cuándo aprenderemos a ser fieles? ¿A corresponder a tanto amor? ¿Qué acontecimiento desestabilizador necesitamos en nuestra vida para que esto ocurra? ¿Tocar fondo en nuestro ser limitado y finito? ¿Ver las orejas al lobo del mal cuando nos alejamos de Dios?
La ley fue uno de los grandes temas de discusión en el contexto social de Jesús. ¿Dónde está la revelación de Dios en la ley o en la palabra de Jesús? Entre la ley y creer en Jesús no puede haber contradicción, pues quien cumple la voluntad de Dios, creyendo en Jesús, está cumpliendo la Ley. El Padre habla en el Hijo. El Hijo no anula la Ley, va más allá de ella para darle plenitud, sentido total.
Para muchos jóvenes hoy este dilema de los primeros seguidores cristianos –si Ley o palabra de Jesús- se reproduce en su sentido de pertenencia eclesial, creer en la Iglesia y creer en Jesús. Dicho en otras palabras, si la Iglesia fundada por Jesús, es el “lugar” donde el Hijo se sigue revelando y actuando. Indudablemente en nuestra Iglesia subsiste la Iglesia de Jesucristo, pero quizá es la Iglesia -que somos todos- la que debe hacer más transparente esta realidad, purgando todo aquello, como en la antigua Ley, que obstaculizaba y perdía el camino de la búsqueda de Dios. El Dios Padre-Madre también actúa a través nuestra. “Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo” Jn 5, 17. Somos espejo de Dios para los demás, nuestra vida debe ser un reflejo de su voluntad. Es nuestra misión. En Cuaresma y en todo tiempo.
Vuestro amigo en la fe.
Juan Lozano Belmonte, cmf.
Así dice el Señor: «En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: "Salid", a los que están en tinieblas: "Venid a la luz." Aun por los caminos pastarán, tendrán praderas en todas las dunas; no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el bochorno ni el sol; porque los conduce el compasivo y los guía a manantiales de agua. Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán. Miradlos venir de lejos; miradlos, del norte y del poniente, y los otros del país de Sin. Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados. Sión decía: "Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado." ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.»
Palabra de Dios
Salmo
Sal 144,8-9.13cd-14.17-18
R/. El Señor es clemente y misericordioso
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R/.
El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan. R/.
El Señor es Justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones;
cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente. R/.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan (5,17-30):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo.»
Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo abolía el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo: «Os lo aseguro: El Hijo no puede hacer por su cuenta nada que no vea hacer al Padre. Lo que hace éste, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que ésta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. No os sorprenda, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.»
Palabra del Señor
Queridos amigos y amigas:
Dios ha respondido y perdonado a su pueblo; lo invita a salir del exilio y le promete un regreso feliz, pues es un Dios que cumple su promesa ya que su fidelidad es eterna. La Palabra insiste en este tiempo de Cuaresma en que nuestro Dios es fiel en su relación con nosotros, a pesar de nuestra infidelidad con él. Una y otra vez este mensaje llega a nosotros pero no sé si acaba por calar nuestro corazón. “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.” Is 49, 15. ¿Cuándo aprenderemos a ser fieles? ¿A corresponder a tanto amor? ¿Qué acontecimiento desestabilizador necesitamos en nuestra vida para que esto ocurra? ¿Tocar fondo en nuestro ser limitado y finito? ¿Ver las orejas al lobo del mal cuando nos alejamos de Dios?
La ley fue uno de los grandes temas de discusión en el contexto social de Jesús. ¿Dónde está la revelación de Dios en la ley o en la palabra de Jesús? Entre la ley y creer en Jesús no puede haber contradicción, pues quien cumple la voluntad de Dios, creyendo en Jesús, está cumpliendo la Ley. El Padre habla en el Hijo. El Hijo no anula la Ley, va más allá de ella para darle plenitud, sentido total.
Para muchos jóvenes hoy este dilema de los primeros seguidores cristianos –si Ley o palabra de Jesús- se reproduce en su sentido de pertenencia eclesial, creer en la Iglesia y creer en Jesús. Dicho en otras palabras, si la Iglesia fundada por Jesús, es el “lugar” donde el Hijo se sigue revelando y actuando. Indudablemente en nuestra Iglesia subsiste la Iglesia de Jesucristo, pero quizá es la Iglesia -que somos todos- la que debe hacer más transparente esta realidad, purgando todo aquello, como en la antigua Ley, que obstaculizaba y perdía el camino de la búsqueda de Dios. El Dios Padre-Madre también actúa a través nuestra. “Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo” Jn 5, 17. Somos espejo de Dios para los demás, nuestra vida debe ser un reflejo de su voluntad. Es nuestra misión. En Cuaresma y en todo tiempo.
Vuestro amigo en la fe.
Juan Lozano Belmonte, cmf.
Cuaresma. 4ª semana. Miércoles
UNIDAD DE VIDA
— Los cristianos, luz del mundo y sal de la tierra.
— Consecuencias en el mundo del pecado original. La Redención. Reconducir a Cristo todas las realidades terrenas.
— La vida de piedad y el trabajo. La santidad en medio del mundo.
I. Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él1. Vino al mundo para que los hombres tuvieran luz y dejaran de debatirse en las tinieblas2, y, al tener luz, pudieran hacer del mundo un lugar donde todas las cosas sirvieran para dar gloria a Dios y ayudaran al hombre a conseguir su último fin. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron3. Son palabras actuales para una buena parte del mundo, que sigue en la oscuridad más completa, pues fuera de Cristo los hombres no alcanzarán jamás la paz, ni la felicidad, ni la salvación. Fuera de Cristo solo existen las tinieblas y el pecado. Quien rechaza a Cristo se queda sin luz y ya no sabe por dónde va el camino. Queda desorientado en lo más íntimo de su ser.
Durante siglos, muchos hombres separaron su vida (trabajo, estudio, negocios, investigaciones, aficiones...) de la fe; y, como consecuencia de esa separación, las realidades temporales quedaron desvirtuadas, como al margen de la luz de la Revelación. Al faltar esta luz, muchos han llegado a considerar el mundo como fin de sí mismo, sin ninguna referencia a Dios, para lo cual han tergiversado incluso las verdades más elementales y básicas. De modo particular, en los países occidentales es preciso corregir esa separación, «porque son muchas las generaciones que se están perdiendo para Cristo y para la Iglesia en estos años, y porque desgraciadamente desde estos lugares se envía al mundo entero la cizaña de un nuevo paganismo. Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido. Habéis contemplado esa pasmosa realidad de que muchos quizá comenzaron por poner a Dios entre paréntesis, en algunos detalles de su vida personal, familiar y profesional; pero, como Dios exige, ama, pide, terminan por arrojarle –como a un intruso– de las leyes civiles y de la vida de los pueblos. Con una soberbia ridícula y presuntuosa, quieren alzar en su puesto a la pobre criatura, perdida su dignidad sobrenatural y su dignidad humana, y reducida –no es exageración: está a la vista en todas partes– al vientre, al sexo, al dinero»4.
El mundo se queda en tinieblas si los cristianos, por falta de unidad de vida, no iluminan y dan sentido a las realidades concretas de la vida. Sabemos que la actitud ante el mundo de los verdaderos discípulos de Cristo, y de modo específico de los seglares, no es de separación, sino la de estar metidos en sus entrañas, como la levadura dentro de la masa, para transformarlo. El cristiano coherente con su fe es sal que da sabor y preserva de corrupción. Y para esto cuenta, sobre todo, con su testimonio en medio de las tareas ordinarias, realizadas ejemplarmente. «Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! —Medítalo»5. ¿Vivo la unidad de vida en cada momento de mi existencia: trabajo, descanso...?
II. Todas las criaturas fueron puestas al servicio del hombre, dentro del orden establecido por el Creador. Adán, con su soberbia, introdujo el pecado en el mundo, rompiendo la armonía de todo lo creado y del mismo hombre. En adelante, la inteligencia quedó oscurecida y con posibilidad de caer en el error; la voluntad, debilitada; enferma –no corrompida– la libertad para amar el bien con prontitud. El hombre quedó profundamente herido, con dificultad para saber y conseguir su bien verdadero. «Rompió la Alianza con Dios, sacando como consecuencia de ello por una parte la desintegración interior y, por otra, la incapacidad de construir la comunión con los otros»6. El desorden introducido por el pecado llegó más allá del hombre, afectando también a la naturaleza. El mundo es bueno, pues fue hecho por Dios para contribuir a que el hombre alcanzara su último fin. Pero después del pecado original, las cosas materiales, el talento, la técnica, las leyes..., pueden ser desviadas de su ordenación recta y convertirse en males para el hombre, oscureciéndose su fin último, separándole de Dios en vez de acercarle a Él. Nacen así muchos desequilibrios, injusticias, opresiones, que tienen su origen en el pecado. «El pecado del hombre, es decir, su ruptura con Dios, es la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para comprender esto, muchos de nuestros contemporáneos deben descubrir nuevamente el sentido del pecado»7.
Dios, en su misericordia infinita, se compadeció de este estado en el que había caído la criatura y nos redimió en Jesucristo: nos ha vuelto a su amistad, y lo que es más, nos ha reconciliado con Él hasta el extremo de podernos llamar hijos de Dios y que lo seamos8; nos ha destinado a la vida eterna, a morar con Él para siempre en el Cielo.
Nos toca a los cristianos, principalmente a través de nuestro trabajo convertido en oración, hacer que todas las realidades terrestres se vuelvan medio de salvación, porque solo así servirán verdaderamente al hombre. «Hemos de impregnar de espíritu cristiano todos los ambientes de la sociedad. No os quedéis solamente en el deseo: cada una, cada uno, allá donde trabaje, ha de dar contenido de Dios a su tarea, y ha de preocuparse –con su oración, con su mortificación, con su trabajo profesional bien acabado– de formarse y de formar a otras almas en la Verdad de Cristo, para que sea proclamado Señor de todos los quehaceres terrenos»9. ¿Estoy haciendo todo lo que puedo para llevar esto a la práctica? ¿Me doy cuenta de que para esto necesito tener cada vez más una honda unidad de vida?
III. La misión que el Señor nos ha encomendado es la de infundir un sentido cristiano a la sociedad, porque solo entonces las estructuras, las instituciones, las leyes, el descanso, tendrán un espíritu cristiano y estarán verdaderamente al servicio del hombre. «Los discípulos de Jesucristo hemos de ser sembradores de fraternidad en todo momento y en todas las circunstancias de la vida. Cuando un hombre o una mujer viven intensamente el espíritu cristiano, todas sus actividades y relaciones reflejan y comunican la caridad de Dios y los bienes del Reino. Es preciso que los cristianos sepamos poner en nuestras relaciones cotidianas de familia, amistad, vecindad, trabajo y esparcimiento, el sello del amor cristiano, que es sencillez, veracidad, fidelidad, mansedumbre, generosidad, solidaridad y alegría»10.
Las prácticas personales de piedad no han de estar aisladas del resto de nuestros quehaceres, sino que deben ser momentos en los que la referencia continua a Dios se hace más intensa y profunda, de modo que después sea más alto el tono de las actividades diarias. Es claro que buscar la santidad en medio del mundo no consiste simplemente en hacer o en multiplicar las devociones o las prácticas de piedad, sino en la unidad efectiva con el Señor que esos actos promueven y a que están ordenados. Y cuando hay una unión efectiva con el Señor eso influye en toda la actuación de una persona. «Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla (...)»11.
Procuremos vivir así, con Cristo y en Cristo, todos y cada uno de los instantes de nuestra existencia: en el trabajo, en la familia, en la calle, con los amigos... Eso es la unidad de vida. Entonces, la piedad personal se orienta a la acción, dándole impulso y contenido, hasta convertir al quehacer en un acto más de amor a Dios. Y, a su vez, el trabajo y las tareas de cada día facilitan el trato con Dios y son el campo donde se ejercitan todas las virtudes. Si procuramos trabajar bien y poner en nuestros quehaceres la dimensión trascendente que da el amor de Dios, nuestras tareas servirán para la salvación de los hombres, y haremos un mundo más humano, pues no es posible que se respete al hombre –y mucho menos que se le ame– si se niega a Dios o se le combate, pues el hombre solo es hombre cuando es verdaderamente imagen de Dios. Por el contrario, «la presencia de Satanás en la historia de la humanidad aumenta en la misma medida en que el hombre y la sociedad se alejan de Dios»12.
En esta tarea de santificar las realidades terrenas, los cristianos no estamos solos. Restablecer el orden querido por Dios y conducir a su plenitud el mundo entero es principalmente fruto de la acción del Espíritu Santo, verdadero Señor de la historia: «Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios (Is 59, 1): no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena»13.
Le pedimos al Espíritu Santo que remueva las almas de muchas personas –hombres y mujeres, mayores y jóvenes, sanos y enfermos...– para que sean sal y luz en las realidades terrenas.
1 Antífona de comunión. Jn 3, 17. — 2 Cfr. Jn 8, 12. — 3 Jn 1, 5. — 4 A. del Portillo, Carta Pastoral, 25-XII-1985, n. 4. — San Josemaría Escrivá, Surco, n. 945. — 6 Juan Pablo II, Audiencia general, 6-VIII-1983. — 7 S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis contientiae, 22-III-1986, 37. — 8 Cfr. 1 Jn 3, 1. — 9 A. del Portillo, loc. cit., n. 10. — 10 Conferencia Episcopal Española, Instr. pastoral Los católicos en la vida pública, 22-lV-1986, III. — 11 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 149. — 12 Juan Pablo II, Audiencia general, 20-VIII-1986. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 130.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
Cuaresma. 4ª semana. Martes
LUCHA PACIENTE CONTRA LOS DEFECTOS
— El paralítico de Betzatá. Constancia en la lucha y en los deseos de mejorar.
— Ser pacientes en la lucha interior. Volver al Señor cuantas veces sea necesario.
— Pacientes también con los demás. Contar con sus defectos. Pacientes y constantes en el apostolado.
I. El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta a un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo, y que espera su curación milagrosa de las aguas de la piscina de Betzatá1. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano? El enfermo le habló con toda sencillez: Señor –le dice–, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado. Jesús le dice: levántate, toma tu camilla y echa a andar. El paralítico obedeció: Y al momento el hombre quedó sanado, tomó su camilla y echó a andar.
El Señor está siempre dispuesto a escucharnos y a darnos en cada situación aquello que necesitamos. Su bondad supera siempre nuestros cálculos; pero quiere nuestra correspondencia personal, nuestro deseo de salir de aquella situación, que no pactemos con los defectos o los errores, y que pongamos esfuerzo para superarlos. No podemos «conformarnos» nunca con deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados positivos.
La Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en nuestras disposiciones interiores mediante la conversión del corazón a Dios y las obras de penitencia, que preparan nuestra alma para recibir las gracias que el Señor quiere darnos.
Jesús nos pide perseverancia para luchar y recomenzar cuantas veces sea necesario, sabiendo que en la lucha está el amor. «No le pregunta el Señor al paralítico para saber –era superfluo–, sino para poner de manifiesto la paciencia de aquel hombre que, durante treinta y ocho años, sin cejar, insistió, esperando verse libre de su enfermedad»2.
Nuestro amor a Cristo se manifestará en la decisión y en el esfuerzo por arrancar lo antes posible el defecto dominante o por alcanzar aquella virtud que se presenta difícil de conseguir. Pero también se manifiesta en la paciencia que hemos de tener en la lucha interior: es posible que nos pida el Señor un período largo de lucha, quizá treinta y ocho años, para crecer en determinada virtud o para superar aquel aspecto negativo de nuestra vida anterior.
Un conocido autor espiritual señalaba la importancia de saber tener paciencia con los propios defectos: tener el arte de aprovechar nuestras faltas3. No debemos sorprendernos –ni desconcertarnos– cuando, habiendo puesto todos los medios que razonablemente están a nuestro alcance, no terminamos de superar esa meta espiritual que nos habíamos propuesto. No debemos «acostumbrarnos», pero podemos aprovechar las faltas para crecer en humildad verdadera, en experiencia, en madurez de juicio...
Este hombre que nos presenta el Evangelio de la Misa fue constante durante treinta y ocho años, y podemos suponer que lo hubiera sido hasta el final de sus días. El premio a su constancia fue, ante todo, el encuentro con Jesús.
II. Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los preciosos frutos de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías4.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. «Hay que sufrir con paciencia –decía San Francisco de Sales– los retrasos en nuestra perfección, haciendo siempre lo que podamos por adelantar y con buen ánimo. Esperemos con paciencia, y en vez de inquietarnos por haber hecho tan poco en el pasado, procuremos con diligencia hacer más en lo porvenir»5.
Además, la adquisición de una virtud no se logra, de ordinario, con violentos esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad de la lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la gracia. «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos (...) con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso»6.
El alma de la constancia es el amor; solo por amor se puede ser paciente7 y luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable y sin remedio. No podemos ser como aquellos cristianos que, después de muchas batallas y peleas, «acabóseles el esfuerzo, faltóles el ánimo» cuando estaban ya «a dos pasos de la fuente del agua viva»8.
Ser paciente con uno mismo al desarraigar las malas tendencias y los defectos del carácter, significa a la vez huir del conformismo y aceptar el presentarse muchas veces delante del Señor como aquel siervo que no tenía con qué pagar9, con humildad, pidiendo nuevas gracias. En nuestro caminar hacia el Señor, sufriremos abundantes derrotas; muchas de ellas no tendrán importancia; otras sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía más a Dios. Este dolor y arrepentimiento por nuestros pecados y deficiencias no son tristes, porque son dolor y lágrimas de amor. Es el pesar de no estar devolviendo tanto amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo mal por bien a quien tanto nos quiere.
III. Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de ejercitar esta virtud con quienes tratamos con mayor frecuencia, sobre todo si tenemos más obligación de ayudarles en su formación, en una enfermedad, etcétera. Hemos de contar con los defectos de quienes nos rodean. La comprensión y la fortaleza nos ayudarán a tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento más indicado. El esperar un poco de tiempo para corregir, dar una buena contestación, sonreír..., puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, que de otra forma permanecería cerrado, y les podremos ayudar mucho más, con mayor eficacia.
La impaciencia hace difícil la convivencia y también vuelve ineficaz la posible ayuda y la corrección. «Sigue sacando las mismas exhortaciones –nos recomienda San Juan Crisóstomo–, y nunca con pereza; actúa siempre con amabilidad y gracia. ¿No ves con qué cuidado los pintores unas veces borran sus trazos, otras los retocan, cuando tratan de reproducir un bello rostro? No te dejes ganar por los pintores. Porque si tanto cuidado ponen ellos en la pintura de una imagen corporal, con mayor razón nosotros, que tratamos de formar la imagen de un alma, no dejaremos piedra por mover a fin de sacarla perfecta»10.
Debemos ser particularmente constantes y pacientes en el apostolado. Las personas necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo momento da su gracia, perdona y anima a seguir adelante. Con nosotros tuvo y tiene esta paciencia sin límites, y nosotros debemos tenerla con los amigos que queremos llevar hasta el Señor, aunque en ocasiones parezca que no escuchan, que no se interesan por las cosas de Dios. No les abandonemos por eso. En estas ocasiones será necesario intensificar la oración y la mortificación, y también nuestra caridad y nuestra amistad sincera.
Ninguno de nuestros amigos, en ningún momento de su vida, debería dar al Señor la contestación de este hombre paralítico: «no tengo a nadie que me ayude». Porque «esto podrían asegurar, ¡desdichadamente!, muchos enfermos y paralíticos del espíritu, que pueden servir... y deben servir.
»Señor: que nunca me quede indiferente ante las almas»11, le pedimos nosotros.
Examinemos hoy en nuestra oración si nos preocupan las personas que nos acompañan en el camino de la vida; si nos preocupa su formación, o si, por el contrario, nos hemos ido acostumbrando a sus defectos como si fueran algo irremediable, y al mismo tiempo si somos pacientes.
Además, en esta Cuaresma nos viene bien recordar que con la mortificación podemos expiar también por los pecados de los demás y merecer de algún modo, para ellos, la gracia de la fe, de la conversión, de una mayor entrega a Dios.
En Jesucristo está el remedio de todos los males que aquejan a la humanidad. En Él todos pueden encontrar la salud y la vida. Es la fuente de las aguas que todo lo vivifican. Así nos lo dice el profeta Ezequiel en la lectura de la Misa: Estas aguas corren a la comarca de Levante, bajarán hasta el Arabá y desembocarán en el mar, el de las aguas pútridas, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida, y habrá peces en abundancia; al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente12. Cristo convierte en vida lo que antes era muerte, y en virtud, la deficiencia y el error.
1 Jn 5, 1-6. — 2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 36. — 3 J. Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra, Madrid 1976, 6ª ed. — 4 Sant 5-7. — 5 J. Tissot, loc. cit., p. 32. — 6 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 219. — 7 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 136, a. 3. — 8 Cfr. Santa Teresa, Camino de perfección, 19, 2. — 9 Cfr. Mt 18, 23 ss. — 10 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 30. — 11 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 212. — 12 Ez 47, 8-9.
UNIDAD DE VIDA
— Los cristianos, luz del mundo y sal de la tierra.
— Consecuencias en el mundo del pecado original. La Redención. Reconducir a Cristo todas las realidades terrenas.
— La vida de piedad y el trabajo. La santidad en medio del mundo.
I. Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él1. Vino al mundo para que los hombres tuvieran luz y dejaran de debatirse en las tinieblas2, y, al tener luz, pudieran hacer del mundo un lugar donde todas las cosas sirvieran para dar gloria a Dios y ayudaran al hombre a conseguir su último fin. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron3. Son palabras actuales para una buena parte del mundo, que sigue en la oscuridad más completa, pues fuera de Cristo los hombres no alcanzarán jamás la paz, ni la felicidad, ni la salvación. Fuera de Cristo solo existen las tinieblas y el pecado. Quien rechaza a Cristo se queda sin luz y ya no sabe por dónde va el camino. Queda desorientado en lo más íntimo de su ser.
Durante siglos, muchos hombres separaron su vida (trabajo, estudio, negocios, investigaciones, aficiones...) de la fe; y, como consecuencia de esa separación, las realidades temporales quedaron desvirtuadas, como al margen de la luz de la Revelación. Al faltar esta luz, muchos han llegado a considerar el mundo como fin de sí mismo, sin ninguna referencia a Dios, para lo cual han tergiversado incluso las verdades más elementales y básicas. De modo particular, en los países occidentales es preciso corregir esa separación, «porque son muchas las generaciones que se están perdiendo para Cristo y para la Iglesia en estos años, y porque desgraciadamente desde estos lugares se envía al mundo entero la cizaña de un nuevo paganismo. Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido. Habéis contemplado esa pasmosa realidad de que muchos quizá comenzaron por poner a Dios entre paréntesis, en algunos detalles de su vida personal, familiar y profesional; pero, como Dios exige, ama, pide, terminan por arrojarle –como a un intruso– de las leyes civiles y de la vida de los pueblos. Con una soberbia ridícula y presuntuosa, quieren alzar en su puesto a la pobre criatura, perdida su dignidad sobrenatural y su dignidad humana, y reducida –no es exageración: está a la vista en todas partes– al vientre, al sexo, al dinero»4.
El mundo se queda en tinieblas si los cristianos, por falta de unidad de vida, no iluminan y dan sentido a las realidades concretas de la vida. Sabemos que la actitud ante el mundo de los verdaderos discípulos de Cristo, y de modo específico de los seglares, no es de separación, sino la de estar metidos en sus entrañas, como la levadura dentro de la masa, para transformarlo. El cristiano coherente con su fe es sal que da sabor y preserva de corrupción. Y para esto cuenta, sobre todo, con su testimonio en medio de las tareas ordinarias, realizadas ejemplarmente. «Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! —Medítalo»5. ¿Vivo la unidad de vida en cada momento de mi existencia: trabajo, descanso...?
II. Todas las criaturas fueron puestas al servicio del hombre, dentro del orden establecido por el Creador. Adán, con su soberbia, introdujo el pecado en el mundo, rompiendo la armonía de todo lo creado y del mismo hombre. En adelante, la inteligencia quedó oscurecida y con posibilidad de caer en el error; la voluntad, debilitada; enferma –no corrompida– la libertad para amar el bien con prontitud. El hombre quedó profundamente herido, con dificultad para saber y conseguir su bien verdadero. «Rompió la Alianza con Dios, sacando como consecuencia de ello por una parte la desintegración interior y, por otra, la incapacidad de construir la comunión con los otros»6. El desorden introducido por el pecado llegó más allá del hombre, afectando también a la naturaleza. El mundo es bueno, pues fue hecho por Dios para contribuir a que el hombre alcanzara su último fin. Pero después del pecado original, las cosas materiales, el talento, la técnica, las leyes..., pueden ser desviadas de su ordenación recta y convertirse en males para el hombre, oscureciéndose su fin último, separándole de Dios en vez de acercarle a Él. Nacen así muchos desequilibrios, injusticias, opresiones, que tienen su origen en el pecado. «El pecado del hombre, es decir, su ruptura con Dios, es la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para comprender esto, muchos de nuestros contemporáneos deben descubrir nuevamente el sentido del pecado»7.
Dios, en su misericordia infinita, se compadeció de este estado en el que había caído la criatura y nos redimió en Jesucristo: nos ha vuelto a su amistad, y lo que es más, nos ha reconciliado con Él hasta el extremo de podernos llamar hijos de Dios y que lo seamos8; nos ha destinado a la vida eterna, a morar con Él para siempre en el Cielo.
Nos toca a los cristianos, principalmente a través de nuestro trabajo convertido en oración, hacer que todas las realidades terrestres se vuelvan medio de salvación, porque solo así servirán verdaderamente al hombre. «Hemos de impregnar de espíritu cristiano todos los ambientes de la sociedad. No os quedéis solamente en el deseo: cada una, cada uno, allá donde trabaje, ha de dar contenido de Dios a su tarea, y ha de preocuparse –con su oración, con su mortificación, con su trabajo profesional bien acabado– de formarse y de formar a otras almas en la Verdad de Cristo, para que sea proclamado Señor de todos los quehaceres terrenos»9. ¿Estoy haciendo todo lo que puedo para llevar esto a la práctica? ¿Me doy cuenta de que para esto necesito tener cada vez más una honda unidad de vida?
III. La misión que el Señor nos ha encomendado es la de infundir un sentido cristiano a la sociedad, porque solo entonces las estructuras, las instituciones, las leyes, el descanso, tendrán un espíritu cristiano y estarán verdaderamente al servicio del hombre. «Los discípulos de Jesucristo hemos de ser sembradores de fraternidad en todo momento y en todas las circunstancias de la vida. Cuando un hombre o una mujer viven intensamente el espíritu cristiano, todas sus actividades y relaciones reflejan y comunican la caridad de Dios y los bienes del Reino. Es preciso que los cristianos sepamos poner en nuestras relaciones cotidianas de familia, amistad, vecindad, trabajo y esparcimiento, el sello del amor cristiano, que es sencillez, veracidad, fidelidad, mansedumbre, generosidad, solidaridad y alegría»10.
Las prácticas personales de piedad no han de estar aisladas del resto de nuestros quehaceres, sino que deben ser momentos en los que la referencia continua a Dios se hace más intensa y profunda, de modo que después sea más alto el tono de las actividades diarias. Es claro que buscar la santidad en medio del mundo no consiste simplemente en hacer o en multiplicar las devociones o las prácticas de piedad, sino en la unidad efectiva con el Señor que esos actos promueven y a que están ordenados. Y cuando hay una unión efectiva con el Señor eso influye en toda la actuación de una persona. «Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla (...)»11.
Procuremos vivir así, con Cristo y en Cristo, todos y cada uno de los instantes de nuestra existencia: en el trabajo, en la familia, en la calle, con los amigos... Eso es la unidad de vida. Entonces, la piedad personal se orienta a la acción, dándole impulso y contenido, hasta convertir al quehacer en un acto más de amor a Dios. Y, a su vez, el trabajo y las tareas de cada día facilitan el trato con Dios y son el campo donde se ejercitan todas las virtudes. Si procuramos trabajar bien y poner en nuestros quehaceres la dimensión trascendente que da el amor de Dios, nuestras tareas servirán para la salvación de los hombres, y haremos un mundo más humano, pues no es posible que se respete al hombre –y mucho menos que se le ame– si se niega a Dios o se le combate, pues el hombre solo es hombre cuando es verdaderamente imagen de Dios. Por el contrario, «la presencia de Satanás en la historia de la humanidad aumenta en la misma medida en que el hombre y la sociedad se alejan de Dios»12.
En esta tarea de santificar las realidades terrenas, los cristianos no estamos solos. Restablecer el orden querido por Dios y conducir a su plenitud el mundo entero es principalmente fruto de la acción del Espíritu Santo, verdadero Señor de la historia: «Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios (Is 59, 1): no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena»13.
Le pedimos al Espíritu Santo que remueva las almas de muchas personas –hombres y mujeres, mayores y jóvenes, sanos y enfermos...– para que sean sal y luz en las realidades terrenas.
1 Antífona de comunión. Jn 3, 17. — 2 Cfr. Jn 8, 12. — 3 Jn 1, 5. — 4 A. del Portillo, Carta Pastoral, 25-XII-1985, n. 4. — San Josemaría Escrivá, Surco, n. 945. — 6 Juan Pablo II, Audiencia general, 6-VIII-1983. — 7 S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis contientiae, 22-III-1986, 37. — 8 Cfr. 1 Jn 3, 1. — 9 A. del Portillo, loc. cit., n. 10. — 10 Conferencia Episcopal Española, Instr. pastoral Los católicos en la vida pública, 22-lV-1986, III. — 11 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 149. — 12 Juan Pablo II, Audiencia general, 20-VIII-1986. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 130.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
Cuaresma. 4ª semana. Martes
LUCHA PACIENTE CONTRA LOS DEFECTOS
— El paralítico de Betzatá. Constancia en la lucha y en los deseos de mejorar.
— Ser pacientes en la lucha interior. Volver al Señor cuantas veces sea necesario.
— Pacientes también con los demás. Contar con sus defectos. Pacientes y constantes en el apostolado.
I. El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta a un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo, y que espera su curación milagrosa de las aguas de la piscina de Betzatá1. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano? El enfermo le habló con toda sencillez: Señor –le dice–, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado. Jesús le dice: levántate, toma tu camilla y echa a andar. El paralítico obedeció: Y al momento el hombre quedó sanado, tomó su camilla y echó a andar.
El Señor está siempre dispuesto a escucharnos y a darnos en cada situación aquello que necesitamos. Su bondad supera siempre nuestros cálculos; pero quiere nuestra correspondencia personal, nuestro deseo de salir de aquella situación, que no pactemos con los defectos o los errores, y que pongamos esfuerzo para superarlos. No podemos «conformarnos» nunca con deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados positivos.
La Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en nuestras disposiciones interiores mediante la conversión del corazón a Dios y las obras de penitencia, que preparan nuestra alma para recibir las gracias que el Señor quiere darnos.
Jesús nos pide perseverancia para luchar y recomenzar cuantas veces sea necesario, sabiendo que en la lucha está el amor. «No le pregunta el Señor al paralítico para saber –era superfluo–, sino para poner de manifiesto la paciencia de aquel hombre que, durante treinta y ocho años, sin cejar, insistió, esperando verse libre de su enfermedad»2.
Nuestro amor a Cristo se manifestará en la decisión y en el esfuerzo por arrancar lo antes posible el defecto dominante o por alcanzar aquella virtud que se presenta difícil de conseguir. Pero también se manifiesta en la paciencia que hemos de tener en la lucha interior: es posible que nos pida el Señor un período largo de lucha, quizá treinta y ocho años, para crecer en determinada virtud o para superar aquel aspecto negativo de nuestra vida anterior.
Un conocido autor espiritual señalaba la importancia de saber tener paciencia con los propios defectos: tener el arte de aprovechar nuestras faltas3. No debemos sorprendernos –ni desconcertarnos– cuando, habiendo puesto todos los medios que razonablemente están a nuestro alcance, no terminamos de superar esa meta espiritual que nos habíamos propuesto. No debemos «acostumbrarnos», pero podemos aprovechar las faltas para crecer en humildad verdadera, en experiencia, en madurez de juicio...
Este hombre que nos presenta el Evangelio de la Misa fue constante durante treinta y ocho años, y podemos suponer que lo hubiera sido hasta el final de sus días. El premio a su constancia fue, ante todo, el encuentro con Jesús.
II. Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los preciosos frutos de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías4.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. «Hay que sufrir con paciencia –decía San Francisco de Sales– los retrasos en nuestra perfección, haciendo siempre lo que podamos por adelantar y con buen ánimo. Esperemos con paciencia, y en vez de inquietarnos por haber hecho tan poco en el pasado, procuremos con diligencia hacer más en lo porvenir»5.
Además, la adquisición de una virtud no se logra, de ordinario, con violentos esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad de la lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la gracia. «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos (...) con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso»6.
El alma de la constancia es el amor; solo por amor se puede ser paciente7 y luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable y sin remedio. No podemos ser como aquellos cristianos que, después de muchas batallas y peleas, «acabóseles el esfuerzo, faltóles el ánimo» cuando estaban ya «a dos pasos de la fuente del agua viva»8.
Ser paciente con uno mismo al desarraigar las malas tendencias y los defectos del carácter, significa a la vez huir del conformismo y aceptar el presentarse muchas veces delante del Señor como aquel siervo que no tenía con qué pagar9, con humildad, pidiendo nuevas gracias. En nuestro caminar hacia el Señor, sufriremos abundantes derrotas; muchas de ellas no tendrán importancia; otras sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía más a Dios. Este dolor y arrepentimiento por nuestros pecados y deficiencias no son tristes, porque son dolor y lágrimas de amor. Es el pesar de no estar devolviendo tanto amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo mal por bien a quien tanto nos quiere.
III. Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de ejercitar esta virtud con quienes tratamos con mayor frecuencia, sobre todo si tenemos más obligación de ayudarles en su formación, en una enfermedad, etcétera. Hemos de contar con los defectos de quienes nos rodean. La comprensión y la fortaleza nos ayudarán a tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento más indicado. El esperar un poco de tiempo para corregir, dar una buena contestación, sonreír..., puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, que de otra forma permanecería cerrado, y les podremos ayudar mucho más, con mayor eficacia.
La impaciencia hace difícil la convivencia y también vuelve ineficaz la posible ayuda y la corrección. «Sigue sacando las mismas exhortaciones –nos recomienda San Juan Crisóstomo–, y nunca con pereza; actúa siempre con amabilidad y gracia. ¿No ves con qué cuidado los pintores unas veces borran sus trazos, otras los retocan, cuando tratan de reproducir un bello rostro? No te dejes ganar por los pintores. Porque si tanto cuidado ponen ellos en la pintura de una imagen corporal, con mayor razón nosotros, que tratamos de formar la imagen de un alma, no dejaremos piedra por mover a fin de sacarla perfecta»10.
Debemos ser particularmente constantes y pacientes en el apostolado. Las personas necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo momento da su gracia, perdona y anima a seguir adelante. Con nosotros tuvo y tiene esta paciencia sin límites, y nosotros debemos tenerla con los amigos que queremos llevar hasta el Señor, aunque en ocasiones parezca que no escuchan, que no se interesan por las cosas de Dios. No les abandonemos por eso. En estas ocasiones será necesario intensificar la oración y la mortificación, y también nuestra caridad y nuestra amistad sincera.
Ninguno de nuestros amigos, en ningún momento de su vida, debería dar al Señor la contestación de este hombre paralítico: «no tengo a nadie que me ayude». Porque «esto podrían asegurar, ¡desdichadamente!, muchos enfermos y paralíticos del espíritu, que pueden servir... y deben servir.
»Señor: que nunca me quede indiferente ante las almas»11, le pedimos nosotros.
Examinemos hoy en nuestra oración si nos preocupan las personas que nos acompañan en el camino de la vida; si nos preocupa su formación, o si, por el contrario, nos hemos ido acostumbrando a sus defectos como si fueran algo irremediable, y al mismo tiempo si somos pacientes.
Además, en esta Cuaresma nos viene bien recordar que con la mortificación podemos expiar también por los pecados de los demás y merecer de algún modo, para ellos, la gracia de la fe, de la conversión, de una mayor entrega a Dios.
En Jesucristo está el remedio de todos los males que aquejan a la humanidad. En Él todos pueden encontrar la salud y la vida. Es la fuente de las aguas que todo lo vivifican. Así nos lo dice el profeta Ezequiel en la lectura de la Misa: Estas aguas corren a la comarca de Levante, bajarán hasta el Arabá y desembocarán en el mar, el de las aguas pútridas, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida, y habrá peces en abundancia; al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente12. Cristo convierte en vida lo que antes era muerte, y en virtud, la deficiencia y el error.
1 Jn 5, 1-6. — 2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 36. — 3 J. Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra, Madrid 1976, 6ª ed. — 4 Sant 5-7. — 5 J. Tissot, loc. cit., p. 32. — 6 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 219. — 7 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 136, a. 3. — 8 Cfr. Santa Teresa, Camino de perfección, 19, 2. — 9 Cfr. Mt 18, 23 ss. — 10 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 30. — 11 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 212. — 12 Ez 47, 8-9.
domingo, 3 de abril de 2011
Domingo, 3 de abril
“El Señor me untó los ojos, fui, me lavé y empecé a ver y a creer en Dios” (Jn 9,11).
Métete tú en esta historia apasionante que va de la oscuridad a la luz.
Mira lo que hace Jesús con el ciego y pídele que también te lo haga a ti. Que ponga barro en tus ojos y haga de ti una creación nueva. Que te unte los ojos y haga de ti un ungido/a, un/a hijo/a de Dios. Contrasta la actitud de Jesús con la de la gente y de los fariseos. Estos son más amigos de la ley que de la vida, más amigos del curioseo que de la alegría del ciego. Jesús se alegra de poder levantar la vida, no abandona a los que quieren vivir de verdad, ofrece su casa a los que se han quedado sin morada. Muéstrale a Jesús tu fe y tu amor. Coge la luz que Él te da, bebe el agua que te ofrece. No eres dueño de la fuente, pero puedes cantarla y saciarte con su frescor.
Jesús, tú eres mi luz, tú eres mi vida. Jesús, tú eres mi verdad, tú eres mi salvación. Jesús, tú eres mi alegría. Creo en ti. Me postro y te adoro, Señor de mi vida. Me abro a tu amor. Quiero seguirte.
Lunes, 4 de abril
“El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino” (Jn 4,50).
Donde Jesús está, rebrota la vida, aunque ésta estuviera a punto de perderse. Preséntale a Jesús con sencillez y confianza una necesidad vital. Jesús pronuncia su palabra de vida y libera sin alarde de fuerza ni ostentación de poder. Cree en la palabra de vida de Jesús y ponte en camino.
Señor, haz fuerte mi fe, capaz de confiar en tu Palabra de vida.
Martes, 5 de abril
“Y dijo que era Jesús quien lo había sanado” (Jn 5,15).
Era un inválido y no sabía ni hablar. Con el paso de los años le había invadido una dañina tristeza y un hondo pesimismo. No tenía palabra. Muy cerquita de donde él estaba, se celebraba un culto muy pomposo, aunque muy alejado de los enfermos. Y pasó Jesús junto a él. Su cariño le infundió ánimo. Su apoyo le ayudó a ponerse de pie. Su confianza le invitó a tirar lejos las muletas. Y el inválido se hizo misionero y habló, dando un testimonio limpio de Jesús.
Ayúdame a estrenar la vida con la mirada puesta en ti, con el corazón lleno de tus sentimientos.
Miércoles, 6 de abril
“Mi padre sigue actuando y yo también actúo” (Jn 5,17).
Dios sostiene con su amor la vida. El es la fuente de toda novedad. Por muy mal que vayan las cosas, alegra saber que el Espíritu sigue dibujando un horizonte de vida para la humanidad. Únete tú también a la actuación de la Trinidad, para que la bondad de Dios llegue a todos los rincones. Ora. Las cosas bellas empiezan naciendo en el corazón.
Señor, Tú estás presente. Tú eres presente. Tú eres mi Presente.
Jueves, 7 de abril
“Las obras que el Padre me ha concedido realizar dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36).
¿Cómo continuar el camino cuando se asoma la prueba, cuando parece que hasta los amigos desconfían de ti? ¿En quién apoyarse cuando las cosas están confusas y surge la confrontación? A Jesús le acorralan, intentan despojarle de lo que vive. ¿Cómo probar la validez de su causa? Jesús, como testimonio, deja que hablen silenciosamente las obras, todo lo que ha hecho a favor del ser humano. Cuando las cosas se ponen mal, puede seguir hablando el lenguaje callado del amor. Y en ese lenguaje se percibe el misterio de Dios, porque Dios hace cosas grandes en los que le aman.
Orar es muchas veces callar y obrar.
Viernes, 8 de abril
“Yo no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz” (Jn 7,28).
A Jesús le aflora en la noche la experiencia honda de saberse amado por el Padre. Le da fuerza saber que su Padre, que es veraz, está siempre con Él. La experiencia que tienes de Dios es fundamental para no caer en la tentación en las horas de prueba. Oras cuando te fías de Dios y “dejas tu cuidado entre las azucenas olvidado”.
Ayúdame a vivir consciente de esta realidad: En ti soy, me muevo y existo. Tú eres mi verdad.
Sábado, 9 de abril
“Jamás ha hablado nadie así” (Jn 7,46).
Mira el rostro de Jesús, rebosante de luz y de palabras de vida. La gente sencilla lo tiene claro: nadie ha hablado como El. La palabra de Jesús no está encadenada. Junto a Él, tu vida cristiana se fortalece. Él te descubre tu dignidad. Junto a Él puedes tomar las más fuertes decisiones. Cuando oras, la fe en ti se hace viva y los miedos se alejan.
Que tu Espíritu ponga al descubierto mis miedos, mis heridas, mis cansancios, mis desconfianzas, y me cure.
I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro de Isaías 65,17-21
Así dice el Señor: "Mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años, y el que no los alcance se tendrá por maldito. Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos."
Salmo Responsorial 29: "Te ensalzaré, Señor, porque me has librado."
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R.
Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo. R.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. R.
Lectura del santo evangelio según san Juan 4,43-54
En aquel tiempo, salió Jesús de Samaría para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación: "Un profeta no es estimado en su propia patria." Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: "Como no veáis signos y prodigios, no creéis." El funcionario insiste: "Señor, baja antes de que se muera mi niño." Jesús le contesta: "Anda, tu hijo está curado." El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo estaba curado. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: "Hoy a la una lo dejó la fiebre." El padre cayó en la cuenta de que ésa era la hora cuando Jesús le había dicho: "Tu hijo está curado." Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.
II. Oramos con la Palabra
CRISTO, aquel muchacho ciego de nacimiento no te pidió nada, y tú le diste lo que más necesitaba, la vista. Te vio con los ojos de la cara y te conoció y admiró con los ojos del alma. Poco le importaba la opinión de los fariseos, y la discusión sobre el porqué de su ceguera. ¡«Creo, Señor», que tú eres la luz del mundo y que todo lo haces bien, incluso cuando permites el dolor, la enfermedad, el sufrimiento! Como el ciego de nacimiento, quiero ser tu testigo en el mundo.
Esta oración está incluida en el libro: Evangelio 2011 publicado por EDIBESA.
III. Compartimos la Palabra
Bellísima primera lectura del profeta Isaías de este lunes. El profeta nos da unas pinceladas de aquello que viviremos al final de nuestra vida. No habrá llanto, sino alegría. Es un pasaje lleno de esperanza, de fuerza, de coraje… Un pasaje que parece levantar al caído, al abatido… Este pasaje lo escuchaban los judíos cuando se encontraban en medio de una situación muy difícil: el destierro en Babilonia. No tenían Templo, no podían ofrecer sacrificios ni celebrar las fiestas mayores; se encontraban fuera de su patria, fuera de Jerusalén… Muchos trabajan como esclavos de los babilonios, otros a merced de la suerte… La humillación era el pan nuestro de cada día. Pero, el sábado en la sinagoga sus corazones se abrían, sus lágrimas eran escuchadas, su sudor veía fruto… al escuchar lecturas como la que escuchamos hoy: “Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos” Los gritos de los israelitas no eran eco, sino plegaria recibida.
Esa misma Palabra capaz de secar las lágrimas de los Israelitas, toma un color especial en el Evangelio. Jesús, por medio de su palabra, resucita al hijo del funcionario real. Ahora son los paganos: un funcionario, es decir, alguien pertenecía al poder romano. Jesús La Palabra de Dios, Jesús, traspasa fronteras y tiempos. Es universal, no es exclusiva de los judíos. Todo, sin excepción alguna, el que escucha la Palabra de Dios con respeto, con reverencia, como ha hecho el funcionario real, y cree en lo que dice esa Palabra, adquiere la sanación, la Felicidad.
Es bello también percibir en el pasaje, que el sufrimiento del padre es porque sufre su hijo. El Padre sufre con quien sufre. La Felicidad del hijo es la felicidad del padre. Jesús acoge las lágrimas, el llanto del padre y lo transforma en Vida. Este es el incienso que sube a Dios, este es el grito que escucha Dios: el grito del abatido. Por ello, el abatido, el vacío, el pobre… es capaz de escuchar la Palabra de Dios con toda la fuerza porque no tiene nada. Y de la misma manera, el pobre es el que se dirige de nuevo a Dios para dar gracias, como el funcionario real y toda su familia, que creyeron en que Dios había escuchado su oración.
Fray José Rafael Reyes González
Casa Santissima Trinità degli Spagnoli-Roma
Lectura del libro de Isaías 65,17-21
Así dice el Señor: "Mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años, y el que no los alcance se tendrá por maldito. Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos."
Salmo Responsorial 29: "Te ensalzaré, Señor, porque me has librado."
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R.
Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo. R.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. R.
Lectura del santo evangelio según san Juan 4,43-54
En aquel tiempo, salió Jesús de Samaría para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación: "Un profeta no es estimado en su propia patria." Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: "Como no veáis signos y prodigios, no creéis." El funcionario insiste: "Señor, baja antes de que se muera mi niño." Jesús le contesta: "Anda, tu hijo está curado." El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo estaba curado. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: "Hoy a la una lo dejó la fiebre." El padre cayó en la cuenta de que ésa era la hora cuando Jesús le había dicho: "Tu hijo está curado." Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.
II. Oramos con la Palabra
CRISTO, aquel muchacho ciego de nacimiento no te pidió nada, y tú le diste lo que más necesitaba, la vista. Te vio con los ojos de la cara y te conoció y admiró con los ojos del alma. Poco le importaba la opinión de los fariseos, y la discusión sobre el porqué de su ceguera. ¡«Creo, Señor», que tú eres la luz del mundo y que todo lo haces bien, incluso cuando permites el dolor, la enfermedad, el sufrimiento! Como el ciego de nacimiento, quiero ser tu testigo en el mundo.
Esta oración está incluida en el libro: Evangelio 2011 publicado por EDIBESA.
III. Compartimos la Palabra
Bellísima primera lectura del profeta Isaías de este lunes. El profeta nos da unas pinceladas de aquello que viviremos al final de nuestra vida. No habrá llanto, sino alegría. Es un pasaje lleno de esperanza, de fuerza, de coraje… Un pasaje que parece levantar al caído, al abatido… Este pasaje lo escuchaban los judíos cuando se encontraban en medio de una situación muy difícil: el destierro en Babilonia. No tenían Templo, no podían ofrecer sacrificios ni celebrar las fiestas mayores; se encontraban fuera de su patria, fuera de Jerusalén… Muchos trabajan como esclavos de los babilonios, otros a merced de la suerte… La humillación era el pan nuestro de cada día. Pero, el sábado en la sinagoga sus corazones se abrían, sus lágrimas eran escuchadas, su sudor veía fruto… al escuchar lecturas como la que escuchamos hoy: “Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos” Los gritos de los israelitas no eran eco, sino plegaria recibida.
Esa misma Palabra capaz de secar las lágrimas de los Israelitas, toma un color especial en el Evangelio. Jesús, por medio de su palabra, resucita al hijo del funcionario real. Ahora son los paganos: un funcionario, es decir, alguien pertenecía al poder romano. Jesús La Palabra de Dios, Jesús, traspasa fronteras y tiempos. Es universal, no es exclusiva de los judíos. Todo, sin excepción alguna, el que escucha la Palabra de Dios con respeto, con reverencia, como ha hecho el funcionario real, y cree en lo que dice esa Palabra, adquiere la sanación, la Felicidad.
Es bello también percibir en el pasaje, que el sufrimiento del padre es porque sufre su hijo. El Padre sufre con quien sufre. La Felicidad del hijo es la felicidad del padre. Jesús acoge las lágrimas, el llanto del padre y lo transforma en Vida. Este es el incienso que sube a Dios, este es el grito que escucha Dios: el grito del abatido. Por ello, el abatido, el vacío, el pobre… es capaz de escuchar la Palabra de Dios con toda la fuerza porque no tiene nada. Y de la misma manera, el pobre es el que se dirige de nuevo a Dios para dar gracias, como el funcionario real y toda su familia, que creyeron en que Dios había escuchado su oración.
Fray José Rafael Reyes González
Casa Santissima Trinità degli Spagnoli-Roma
7. J/MIRADA.
"Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento" (Jn 9, 1). Admiremos una vez más esta capacidad que tiene Jesús de vernos pasar. En el relato de San Juan se advierte hasta qué punto la escena se ha grabado profundamente en el espíritu de los apóstoles y ha renovado su manera de observar a los otros y de observarse a sí mismos. Y más especialmente su observación del pecado y de los pecadores.
Según las concepciones de la época, una enfermedad o un mal crónico sólo podían ser resultado directo del pecado. No sólo del pecado de los orígenes sino también del pecado personal. "Rabbí ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?" (Jn 9, 2). La mirada que los contemporáneos de Cristo dirigen a las personas es una mirada que juzga. ¿Es diferente la mirada que nosotros dirigimos a nuestros contemporáneos? En el momento mismo en que negamos el pecado. (¿Acaso, según el pensamiento moderno, no nos encierra en un universo mórbido y destructivo? ¿La libertad a la que el hombre tiene derecho no exige la liberación de las reglas y de los tabúes al mismo tiempo que la negación de todo valor?). Clasificamos a los hombres en buenos y malos, justos e injustos, pecadores y sin pecado. Nos presentamos como justos ante los demás. Me hago el justo ante mi cónyuge si me obstino en considerar que en las dificultades de nuestra vida en común los errores le corresponden a él de modo principal. "¡Si me prestara más atención! ¡Si no fuese tan egoísta! ¡Si no me llevara siempre la contraria!". Me hago justo ante mi hijo, cuando sólo tomo en consideración los comportamientos que chocan con mi sensibilidad tradicional. "Fíjese, vive con una sin haberse casado" en lugar de: "¿Qué imagen le hemos dado acerca de la perennidad de la pareja?". Me hago el justo ante mi parroquia cuando desdeño todas las iniciativas. "Los que frecuentamos tal o cual grupo, quienes vivimos en tal o cual corriente, sabemos bien qué mediocre y carente de impulso es la parroquia. ¡Sólo van unos cristianos sociológicos, adeptos a la misa de once. Y además llegan tarde!".
Sabemos... Este arte de saberlo todo nos permite juzgar a los demás y distinguirnos de ellos. Aquí resuenan las afirmaciones de los fariseos. "Sabemos que ese hombre es un pecador" (Jn 9, 24). Y el justo por excelencia rebajado al nivel de las gentes poco aconsejables. "Has nacido en pecado ¿Y nos das lecciones a nosotros?" (Jn 9, 34). Así queda barrido de un plumazo un testimonio verídico.
P/COSA-AJENA: Nos situamos también como el justo de nuestra familia y de nuestro entorno profesional. "Ellos", decimos, para marcar muy bien la distancia que nos separa. El sindicalista se hace el justo ante el patrono, el patrono se hace el justo ante el asalariado, el hombre de izquierda se hace el justo ante el hombre de derechas, el incrédulo se hace el justo ante el cristiano, el provinciano se hace el justo ante el extranjero y así continuamente.
El pecado es cosa de los demás. Hace unos años participé en una marcha nocturna colectiva de París a Longpont "en reparación de las faltas cometidas contra el amor". Rápidamente advertí que las faltas que había que reparar eran las de los demás, las de los que se habían quedado. Como en una cierta concepción, felizmente superada, cuando uno se hacía carmelita para expiar los pecados de los demás. ¿En qué criterios nos apoyamos para separar así el buen trigo de la cizaña? En los criterios más legalistas. "Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado". (Jn 9, 16). Este no va a misa, aquel es adúltero, este vive en concubinato, aquel es un ladrón. La observación que dirigimos a los demás les reduce a estereotipos. En la época de Cristo se designaba para la reprobación del pueblo al publicano y a la prostituta. Los fariseos juzgan en función de lo que quieren demostrar y no en función de una realidad humana: "Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado"... "¿Pero cómo puede un pecador realizar semejantes señales?" (Jn 9, 16). Hoy designamos a nuestros prójimos en función de lo que queremos demostrar: al patrono (explotador, inhumano, arbitrario, que sólo vive para el dinero), al sindicalista (mentiroso, falsario, demagogo, agitador a sueldo de Moscú), a los padres (atrasados, conservadores, hipócritas, intolerables, mantenedores de la sociedad de consumo), a los hijos (rechazan las obligaciones, perezosos, no respetan valores). ¿Cómo llegar a la gente con esas pancartas? ¿Cómo conocer a un hombre, a una mujer, siempre en cambio? Pero si llega a faltarnos uno de nuestros criterios de clasificación, ya no sabemos en donde estamos. Esta es la teoría de los vecinos del ciego y de "los que solían verle antes" -¡Las palabras hablan por sí mismas!- "Unos decían: "Es él". "No", decían otros, "sino que es uno que se le parece". Pero él decía: "Soy yo"" (Jn 9, 9). Soy yo, nos responde el patrono, el sindicalista, los padres, los hijos; yo, una persona y no un estereotipo.
Pero en esto no tenemos remedio. Nos ocupamos de los pecadores con actitud de superioridad y condescendencia protectora. Es cierto, pero no arregla nada sino todo lo contrario que los que aceptan reconocerse como pecadores actúan del mismo modo respecto a ellos. Su existencia personal, con sus trastornos y sus sombras, desaparece tras unos pecados reducidos a conceptos. "He faltado a tal mandamiento... He cometido adulterio... Soy un ladrón... Soy orgulloso". San Ignacio de Loyola nos pone en guardia contra esta intelectualización, esta reducción del pecado a un concepto. Nos dice: "Repasa los lugares, repasa las personas. Busca entonces el mal de que eres autor". Es totalmente opuesta nuestra mirada habitual, al candor ingenuo y fresco de un niño que respondía a su catequista cuando preguntaba: "¿Somos pecadores? Yo soy pecador, pues desde hace una semana no me hago la cama por llevar la contraria a mi mamá que se ocupa demasiado de mi hermanita". El observador rígido hubiese dicho: "Es perezoso"; el testigo más perspicaz hubiese dicho; "Es malo con su madre"; el psicólogo experto hubiese dicho; "Tiene celos", pero el niño aporta una observación completamente distinta, una maravillosa observación espiritual sobre un fragmento de la existencia real. Una observación que reconoce que hay comportamientos, pensamientos y abstenciones que destruyen a su autor y que destruyen, o quieren destruir, a los demás. (PECADOR/VICTIMA) Esto es el pecado; una destrucción de los demás y de sí mismo; es echar a perder una parte de la propia vida bajo el pretexto de querer vivir una vida distinta de la vida plena y superabundante que Dios propone. Los mandamientos, al calificar como pecado tal o cual comportamiento, extraen las consecuencias de una constatación previa: tal comportamiento destruye la vida en nosotros y en nuestro entorno.
Intelectualizar, conceptualizar y reducir nuestros pecados a etiquetas es una manera de negar el pecado, de acusar una especie de fatalidad, de sacarlo de la realidad. O también de minimizarlo: aceptamos reconocernos pecadores, pero pecadores mejorados. El pecado de los creyentes consiste en querer abandonar la realidad humana. No se reconocen miembros de una humanidad pecadora. Están por encima, por debajo, al margen, en otro lugar, pero no dentro. Como familiares de Dios que son, creen tener derechos sobre él, como los fariseos creían tener derechos sobre Yahvé: "Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos" (Jn 9, 14). ¿Es preciso, pues, ser depositarios de la voluntad de Dios al precio de suprimir al hombre? ¿Servir al cristiano y a la ley en lugar de servir al hombre? El drama de los fariseos y de numerosos creyentes, estriba en no ver que si Dios manifiesta por el pecado y sus consecuencias una repulsión invencible, siente por los pecadores una ternura invencible. Jesús manifiesta con ellos una preferencia que causa escándalo. "Los publicanos y los pecadores corrían hacia él para escucharle". "¿Por qué comes y bebes con publicanos y pecadores?".
J/P P/MISERICORDIA P/ACEPTACION: Si me creo justo y sin pecado, yo mismo me excluyo de la solicitud de Dios que es la única que puede justificarme. "Si fuerais ciegos, no tendríais pecado pero como decís: "Vemos", vuestro pecado permanece" (Jn 9, 41). Pues " yo he venido por los pecadores" y "he venido a este mundo para que los que ven se vuelvan ciegos" (Jn 9, 39). En el pecador, Jesús encuentra al hombre y el pecado se convierte en una provocación a la misericordia de Dios. Cualquier sufrimiento o miseria cobran sentido en la medida en que permiten manifestarse a la potencia de Dios; nuestros pecados no son signos de catástrofes sino una posibilidad de manifestación de amor divino. Cuando sus discípulos le preguntan quién ha pecado, el ciego o sus padres, Jesús rechaza este debate destructor que hace converger la mirada sobre el pecado. Nos pide que miremos hacia la potencia de Dios: "Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn 9, 3).
Además el Señor apela a la dignidad de la persona humana, a su libre colaboración, al invitar al ciego a que vaya él mismo a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego lo comprendió y en el milagro que le entrega la vista vio el beneficio de Dios. Su ceguera curada es ocasión de rendir gloria a Dios y de detenerse a la realidad de su obra: "Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo... Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada" (Jn 9, 25 y 33). Lo mismo puede decir el pecador al pie de la cruz: "Sólo sé una cosa: yo era pecador y ahora estoy salvado... Si este hombre no viniera de Dios nada podría hacer". Sólo él me justifica, pero no debe eliminarme de la lista de los pecadores y de los ciegos. Qué verídica era la actitud de Santa Teresa de Lisieux que escribía en su diario: "Me he sentado a la mesa de los pecadores...". Pero esa frase causó tal escándalo que su superiora la censuró hasta que una visión más verdadera nos la entregó en su verdad espiritual. ¿Habría leído Santa Teresa a San Pedro Crisólogo en el Sermón 30?:
"¿Quién es pecador sino el que se niega a verse como tal? ¿Acaso no es hundirse en su pecado y, a decir verdad, identificarse con él, ese dejar de reconocerse pecador? ¿Y quién es injusto sino el que se estima justo?... Vamos, fariseo, confiesa tu pecado y podrás acudir a la mesa de Cristo; Cristo para ti se hará pan, pan cortado por el perdón de los pecados; Cristo se convertirá para ti en la copa, copa que se vertirá por la remisión de tus faltas. Vamos, fariseo, comparte la comida de los pecadores y Cristo compartirá tu comida". ·CRISOLOGO-Pedro-SAN
Señor, debo convencerme de que soy pecador. No un "pobre pecador" en el sentido de que la palabra "pobre" minimice la situación, como se dice "mi pobre amigo" o "es un pobre tipo", sino como un pecador en el sentido pleno, sin apreciar el grado o la importancia de mi pecado. Plenamente participante en el pecado del mundo en el que me hallo sumido a través del erotismo, de la mentira, de la guerra y la violencia, del deslizamiento en la comodidad y en el placer. Plenamente responsable de mi pecado personal. Pero, en mi situación de pecador, eres tú el que acude a mí, diciéndome: "Te amo tal como eres. Este es el hombre que veo en ti, el hijo de mi Padre que me mira. No quiero ver en tu pecado más que la ocasión de mi amor. Pero tú mismo, ámame tal como eres. No te complazcas en la contemplación morbosa de tu falta ¿No sabes que yo tengo todo poder sobre los demonios? No esperes a ser perfecto, ni un santo para amarme porque de ese modo no me amarás nunca". Con Pedro, pecador perdonado, me es posible decirte: "Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero" (Jn 21, 17). Y eres tú, Señor Jesús, quien me solicita, quien me ruega, a fin de que te preste mi colaboración, recorriendo voluntariamente el camino hasta Siloé para bañarme en el agua purificadora de mi bautismo.
Ya no te acuerdas de mi pecado, mis faltas han desaparecido ante tu rostro. Además, me invitas a una alegría total, la de contemplar al Hijo del hombre en toda su gloria. Los fariseos no se interesaron por el júbilo del ciego curado. Rebosantes de su rencor y cegados por sus designios, sólo tuvieron un propósito: echar en cara a Jesús que ha violado el sábado. Al ciego "le echaron fuera" (Jn 9, 347). Curiosidad egoísta por no decir malsana. Formalismo incapaz de leer la verdad del hombre, de respetar al hombre. Señor, tú te interesas por el ciego al que has curado, te interesas por mí. En una relación de persona a persona, tú eres el primero en interesarte por la capacidad de ver que tú me has entregado, tú eres el primero en apelar a mi reciente júbilo, en penetrar en mi júbilo para que yo penetre en el tuyo. "Tú crees en el Hijo del hombre?... ¿Y quién es, Señor, para que crea en él?... ¡Le has visto!" (Jn 9, 36-37). Sí, eres tú quien me hablas, Señor. Acudes a mi mesa, la mesa del ciego curado, para que tenga la alegría de verte, yo, que soy pecador, pero pecador salvado por tu amor. Tú me das el alimento de la misericordia y la copa de la benevolencia. La Vida acude a esta mesa de condenados a muerte para que vivan con la vida. El Juez va a la comida de los culpables para sustraer a los culpables de la sentencia. Vienes a mí para que yo llegue hasta Dios. Me postro y digo: "Creo, Señor" (Jn 9, 38).
ALAIN GRZYBOWSKI
BAJO EL SIGNO DE LA ALIANZA
NARCEA/MADRID 1988.Pág. 80ss
"Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento" (Jn 9, 1). Admiremos una vez más esta capacidad que tiene Jesús de vernos pasar. En el relato de San Juan se advierte hasta qué punto la escena se ha grabado profundamente en el espíritu de los apóstoles y ha renovado su manera de observar a los otros y de observarse a sí mismos. Y más especialmente su observación del pecado y de los pecadores.
Según las concepciones de la época, una enfermedad o un mal crónico sólo podían ser resultado directo del pecado. No sólo del pecado de los orígenes sino también del pecado personal. "Rabbí ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?" (Jn 9, 2). La mirada que los contemporáneos de Cristo dirigen a las personas es una mirada que juzga. ¿Es diferente la mirada que nosotros dirigimos a nuestros contemporáneos? En el momento mismo en que negamos el pecado. (¿Acaso, según el pensamiento moderno, no nos encierra en un universo mórbido y destructivo? ¿La libertad a la que el hombre tiene derecho no exige la liberación de las reglas y de los tabúes al mismo tiempo que la negación de todo valor?). Clasificamos a los hombres en buenos y malos, justos e injustos, pecadores y sin pecado. Nos presentamos como justos ante los demás. Me hago el justo ante mi cónyuge si me obstino en considerar que en las dificultades de nuestra vida en común los errores le corresponden a él de modo principal. "¡Si me prestara más atención! ¡Si no fuese tan egoísta! ¡Si no me llevara siempre la contraria!". Me hago justo ante mi hijo, cuando sólo tomo en consideración los comportamientos que chocan con mi sensibilidad tradicional. "Fíjese, vive con una sin haberse casado" en lugar de: "¿Qué imagen le hemos dado acerca de la perennidad de la pareja?". Me hago el justo ante mi parroquia cuando desdeño todas las iniciativas. "Los que frecuentamos tal o cual grupo, quienes vivimos en tal o cual corriente, sabemos bien qué mediocre y carente de impulso es la parroquia. ¡Sólo van unos cristianos sociológicos, adeptos a la misa de once. Y además llegan tarde!".
Sabemos... Este arte de saberlo todo nos permite juzgar a los demás y distinguirnos de ellos. Aquí resuenan las afirmaciones de los fariseos. "Sabemos que ese hombre es un pecador" (Jn 9, 24). Y el justo por excelencia rebajado al nivel de las gentes poco aconsejables. "Has nacido en pecado ¿Y nos das lecciones a nosotros?" (Jn 9, 34). Así queda barrido de un plumazo un testimonio verídico.
P/COSA-AJENA: Nos situamos también como el justo de nuestra familia y de nuestro entorno profesional. "Ellos", decimos, para marcar muy bien la distancia que nos separa. El sindicalista se hace el justo ante el patrono, el patrono se hace el justo ante el asalariado, el hombre de izquierda se hace el justo ante el hombre de derechas, el incrédulo se hace el justo ante el cristiano, el provinciano se hace el justo ante el extranjero y así continuamente.
El pecado es cosa de los demás. Hace unos años participé en una marcha nocturna colectiva de París a Longpont "en reparación de las faltas cometidas contra el amor". Rápidamente advertí que las faltas que había que reparar eran las de los demás, las de los que se habían quedado. Como en una cierta concepción, felizmente superada, cuando uno se hacía carmelita para expiar los pecados de los demás. ¿En qué criterios nos apoyamos para separar así el buen trigo de la cizaña? En los criterios más legalistas. "Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado". (Jn 9, 16). Este no va a misa, aquel es adúltero, este vive en concubinato, aquel es un ladrón. La observación que dirigimos a los demás les reduce a estereotipos. En la época de Cristo se designaba para la reprobación del pueblo al publicano y a la prostituta. Los fariseos juzgan en función de lo que quieren demostrar y no en función de una realidad humana: "Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado"... "¿Pero cómo puede un pecador realizar semejantes señales?" (Jn 9, 16). Hoy designamos a nuestros prójimos en función de lo que queremos demostrar: al patrono (explotador, inhumano, arbitrario, que sólo vive para el dinero), al sindicalista (mentiroso, falsario, demagogo, agitador a sueldo de Moscú), a los padres (atrasados, conservadores, hipócritas, intolerables, mantenedores de la sociedad de consumo), a los hijos (rechazan las obligaciones, perezosos, no respetan valores). ¿Cómo llegar a la gente con esas pancartas? ¿Cómo conocer a un hombre, a una mujer, siempre en cambio? Pero si llega a faltarnos uno de nuestros criterios de clasificación, ya no sabemos en donde estamos. Esta es la teoría de los vecinos del ciego y de "los que solían verle antes" -¡Las palabras hablan por sí mismas!- "Unos decían: "Es él". "No", decían otros, "sino que es uno que se le parece". Pero él decía: "Soy yo"" (Jn 9, 9). Soy yo, nos responde el patrono, el sindicalista, los padres, los hijos; yo, una persona y no un estereotipo.
Pero en esto no tenemos remedio. Nos ocupamos de los pecadores con actitud de superioridad y condescendencia protectora. Es cierto, pero no arregla nada sino todo lo contrario que los que aceptan reconocerse como pecadores actúan del mismo modo respecto a ellos. Su existencia personal, con sus trastornos y sus sombras, desaparece tras unos pecados reducidos a conceptos. "He faltado a tal mandamiento... He cometido adulterio... Soy un ladrón... Soy orgulloso". San Ignacio de Loyola nos pone en guardia contra esta intelectualización, esta reducción del pecado a un concepto. Nos dice: "Repasa los lugares, repasa las personas. Busca entonces el mal de que eres autor". Es totalmente opuesta nuestra mirada habitual, al candor ingenuo y fresco de un niño que respondía a su catequista cuando preguntaba: "¿Somos pecadores? Yo soy pecador, pues desde hace una semana no me hago la cama por llevar la contraria a mi mamá que se ocupa demasiado de mi hermanita". El observador rígido hubiese dicho: "Es perezoso"; el testigo más perspicaz hubiese dicho; "Es malo con su madre"; el psicólogo experto hubiese dicho; "Tiene celos", pero el niño aporta una observación completamente distinta, una maravillosa observación espiritual sobre un fragmento de la existencia real. Una observación que reconoce que hay comportamientos, pensamientos y abstenciones que destruyen a su autor y que destruyen, o quieren destruir, a los demás. (PECADOR/VICTIMA) Esto es el pecado; una destrucción de los demás y de sí mismo; es echar a perder una parte de la propia vida bajo el pretexto de querer vivir una vida distinta de la vida plena y superabundante que Dios propone. Los mandamientos, al calificar como pecado tal o cual comportamiento, extraen las consecuencias de una constatación previa: tal comportamiento destruye la vida en nosotros y en nuestro entorno.
Intelectualizar, conceptualizar y reducir nuestros pecados a etiquetas es una manera de negar el pecado, de acusar una especie de fatalidad, de sacarlo de la realidad. O también de minimizarlo: aceptamos reconocernos pecadores, pero pecadores mejorados. El pecado de los creyentes consiste en querer abandonar la realidad humana. No se reconocen miembros de una humanidad pecadora. Están por encima, por debajo, al margen, en otro lugar, pero no dentro. Como familiares de Dios que son, creen tener derechos sobre él, como los fariseos creían tener derechos sobre Yahvé: "Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos" (Jn 9, 14). ¿Es preciso, pues, ser depositarios de la voluntad de Dios al precio de suprimir al hombre? ¿Servir al cristiano y a la ley en lugar de servir al hombre? El drama de los fariseos y de numerosos creyentes, estriba en no ver que si Dios manifiesta por el pecado y sus consecuencias una repulsión invencible, siente por los pecadores una ternura invencible. Jesús manifiesta con ellos una preferencia que causa escándalo. "Los publicanos y los pecadores corrían hacia él para escucharle". "¿Por qué comes y bebes con publicanos y pecadores?".
J/P P/MISERICORDIA P/ACEPTACION: Si me creo justo y sin pecado, yo mismo me excluyo de la solicitud de Dios que es la única que puede justificarme. "Si fuerais ciegos, no tendríais pecado pero como decís: "Vemos", vuestro pecado permanece" (Jn 9, 41). Pues " yo he venido por los pecadores" y "he venido a este mundo para que los que ven se vuelvan ciegos" (Jn 9, 39). En el pecador, Jesús encuentra al hombre y el pecado se convierte en una provocación a la misericordia de Dios. Cualquier sufrimiento o miseria cobran sentido en la medida en que permiten manifestarse a la potencia de Dios; nuestros pecados no son signos de catástrofes sino una posibilidad de manifestación de amor divino. Cuando sus discípulos le preguntan quién ha pecado, el ciego o sus padres, Jesús rechaza este debate destructor que hace converger la mirada sobre el pecado. Nos pide que miremos hacia la potencia de Dios: "Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn 9, 3).
Además el Señor apela a la dignidad de la persona humana, a su libre colaboración, al invitar al ciego a que vaya él mismo a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego lo comprendió y en el milagro que le entrega la vista vio el beneficio de Dios. Su ceguera curada es ocasión de rendir gloria a Dios y de detenerse a la realidad de su obra: "Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo... Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada" (Jn 9, 25 y 33). Lo mismo puede decir el pecador al pie de la cruz: "Sólo sé una cosa: yo era pecador y ahora estoy salvado... Si este hombre no viniera de Dios nada podría hacer". Sólo él me justifica, pero no debe eliminarme de la lista de los pecadores y de los ciegos. Qué verídica era la actitud de Santa Teresa de Lisieux que escribía en su diario: "Me he sentado a la mesa de los pecadores...". Pero esa frase causó tal escándalo que su superiora la censuró hasta que una visión más verdadera nos la entregó en su verdad espiritual. ¿Habría leído Santa Teresa a San Pedro Crisólogo en el Sermón 30?:
"¿Quién es pecador sino el que se niega a verse como tal? ¿Acaso no es hundirse en su pecado y, a decir verdad, identificarse con él, ese dejar de reconocerse pecador? ¿Y quién es injusto sino el que se estima justo?... Vamos, fariseo, confiesa tu pecado y podrás acudir a la mesa de Cristo; Cristo para ti se hará pan, pan cortado por el perdón de los pecados; Cristo se convertirá para ti en la copa, copa que se vertirá por la remisión de tus faltas. Vamos, fariseo, comparte la comida de los pecadores y Cristo compartirá tu comida". ·CRISOLOGO-Pedro-SAN
Señor, debo convencerme de que soy pecador. No un "pobre pecador" en el sentido de que la palabra "pobre" minimice la situación, como se dice "mi pobre amigo" o "es un pobre tipo", sino como un pecador en el sentido pleno, sin apreciar el grado o la importancia de mi pecado. Plenamente participante en el pecado del mundo en el que me hallo sumido a través del erotismo, de la mentira, de la guerra y la violencia, del deslizamiento en la comodidad y en el placer. Plenamente responsable de mi pecado personal. Pero, en mi situación de pecador, eres tú el que acude a mí, diciéndome: "Te amo tal como eres. Este es el hombre que veo en ti, el hijo de mi Padre que me mira. No quiero ver en tu pecado más que la ocasión de mi amor. Pero tú mismo, ámame tal como eres. No te complazcas en la contemplación morbosa de tu falta ¿No sabes que yo tengo todo poder sobre los demonios? No esperes a ser perfecto, ni un santo para amarme porque de ese modo no me amarás nunca". Con Pedro, pecador perdonado, me es posible decirte: "Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero" (Jn 21, 17). Y eres tú, Señor Jesús, quien me solicita, quien me ruega, a fin de que te preste mi colaboración, recorriendo voluntariamente el camino hasta Siloé para bañarme en el agua purificadora de mi bautismo.
Ya no te acuerdas de mi pecado, mis faltas han desaparecido ante tu rostro. Además, me invitas a una alegría total, la de contemplar al Hijo del hombre en toda su gloria. Los fariseos no se interesaron por el júbilo del ciego curado. Rebosantes de su rencor y cegados por sus designios, sólo tuvieron un propósito: echar en cara a Jesús que ha violado el sábado. Al ciego "le echaron fuera" (Jn 9, 347). Curiosidad egoísta por no decir malsana. Formalismo incapaz de leer la verdad del hombre, de respetar al hombre. Señor, tú te interesas por el ciego al que has curado, te interesas por mí. En una relación de persona a persona, tú eres el primero en interesarte por la capacidad de ver que tú me has entregado, tú eres el primero en apelar a mi reciente júbilo, en penetrar en mi júbilo para que yo penetre en el tuyo. "Tú crees en el Hijo del hombre?... ¿Y quién es, Señor, para que crea en él?... ¡Le has visto!" (Jn 9, 36-37). Sí, eres tú quien me hablas, Señor. Acudes a mi mesa, la mesa del ciego curado, para que tenga la alegría de verte, yo, que soy pecador, pero pecador salvado por tu amor. Tú me das el alimento de la misericordia y la copa de la benevolencia. La Vida acude a esta mesa de condenados a muerte para que vivan con la vida. El Juez va a la comida de los culpables para sustraer a los culpables de la sentencia. Vienes a mí para que yo llegue hasta Dios. Me postro y digo: "Creo, Señor" (Jn 9, 38).
ALAIN GRZYBOWSKI
BAJO EL SIGNO DE LA ALIANZA
NARCEA/MADRID 1988.Pág. 80ss
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