domingo, 23 de enero de 2011
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 4,12-23.
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el Profeta Isaías:
«País de Zabulón y país de Neftalí,
camino del mar, al otro lado del Jordán,
Galilea de los gentiles.
El pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande;
a los que habitaban en tierra
y sombras de muerte,
una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
-Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos.
[Paseando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.]
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el Profeta Isaías:
«País de Zabulón y país de Neftalí,
camino del mar, al otro lado del Jordán,
Galilea de los gentiles.
El pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande;
a los que habitaban en tierra
y sombras de muerte,
una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
-Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos.
[Paseando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.]
Si leemos atentamente a Isaías y Jeremías o cualquier profeta, veremos que es así y que su última y definitiva palabra es de perdón y de aliento por parte de Dios. Y en Jesús es mucho más claro este aspecto.
Quien habla en nombre de Dios o quien predica la palabra de Dios tiene que hacer lo mismo. Lo contrario es no haber entendido el sentido más profundo del mensaje de Dios, es adulterarlo predicándonos a nosotros mismos desde nuestras frustraciones y agresividades. Cosa muy a tener en cuenta.
La crítica, esa que llamamos crítica negativa, el señalar los defectos y el destruir es cosa fácil. Todos manejamos bien la piqueta, pero sería muy doloroso que malgastásemos nuestras mejores energías en esta labor negativa y estéril. Y esto, que es válido en todos los órdenes de la vida tiene una especial aplicación en nuestra tarea de predicar el Evangelio.
HOMILIA/PREDICACION: El sacerdote al predicar la palabra de Dios no puede quedarse únicamente en profeta denunciador de males e injusticias. Ha de procurar, ante todo, ser profeta de esperanza y salvación. Su palabra, si quiere ser palabra de Dios, ha de ser aliento y buena noticia. Nunca debemos olvidar esta perspectiva en nuestras homilía. Seamos profetas, y no de calamidades, sino constructores del Reino de Dios. No basta denunciar, lo que más importa es edificar, construir. Es la parte más hermosa e importante del profeta y del sacerdote.
DABAR 1978/11
Quien habla en nombre de Dios o quien predica la palabra de Dios tiene que hacer lo mismo. Lo contrario es no haber entendido el sentido más profundo del mensaje de Dios, es adulterarlo predicándonos a nosotros mismos desde nuestras frustraciones y agresividades. Cosa muy a tener en cuenta.
La crítica, esa que llamamos crítica negativa, el señalar los defectos y el destruir es cosa fácil. Todos manejamos bien la piqueta, pero sería muy doloroso que malgastásemos nuestras mejores energías en esta labor negativa y estéril. Y esto, que es válido en todos los órdenes de la vida tiene una especial aplicación en nuestra tarea de predicar el Evangelio.
HOMILIA/PREDICACION: El sacerdote al predicar la palabra de Dios no puede quedarse únicamente en profeta denunciador de males e injusticias. Ha de procurar, ante todo, ser profeta de esperanza y salvación. Su palabra, si quiere ser palabra de Dios, ha de ser aliento y buena noticia. Nunca debemos olvidar esta perspectiva en nuestras homilía. Seamos profetas, y no de calamidades, sino constructores del Reino de Dios. No basta denunciar, lo que más importa es edificar, construir. Es la parte más hermosa e importante del profeta y del sacerdote.
DABAR 1978/11
sábado, 22 de enero de 2011
San Vicente
Diácono y mártir
Huesca (España) - Valencia, siglo IV
San Vicente ha quedado para siempre vinculado a Valencia, aunque su lugar de nacimiento parece que fue la ciudad de Huesca. Es verdad que no disponemos de fuentes precisas para aclarar los comienzos del cristianismo en la ciudad del Turia. Era colonia romana desde mediados del siglo I a.C., y se descubre ya actividad de los cristianos en la región a finales del siglo III; antes parece que no hubo una presencia significativa de comunidades cristianas.
A comienzos del siglo IV y en plena persecución de Diocleciano tuvo lugar el «martirio de San Vicente», uno de los santos del cristianismo antiguo que alcanzó mayor popularidad en todas las épocas. «San Vicente, mártir de Valencia –escribe Ángel Fábrega Grau–, es sin duda uno de los mártires no sólo de España, sino de toda la Iglesia que obtuvo un culto más espléndido y universal desde los tiempos más remotos» (Pasionario Hispánico (siglos VII-XII, Madrid-Barcelona, 1953, T. I, p. 92).
Son varios los datos que tenemos históricamente ciertos. Era diácono de la iglesia Caesaraugustana; fue apresado en esta ciudad de Zaragoza y llevado a la de Valencia en compañía de su obispo, Valero, o Valerio, hacia el 304/305. Puede que el procónsul o juez Daciano la eligiera por el escaso peso específico que tenían todavía en ella los seguidores de Cristo. No se dispone de actas del martirio propiamente proconsulares, es decir, redactadas en el momento mismo del proceso por funcionarios romanos. Su memoria, sin embargo, transmitida al comienzo de forma oral, se recogió después en «pasiones», y de ellas se hicieron eco en sermones y composiciones poéticas. A comienzos del siglo V se conocía ya una «pasión» cuya lectura escuchaba en la liturgia San Agustín y muchos de sus contemporáneos; el aniversario de la muerte se celebraba el 22 de enero. El relato recogía los pormenores de la prisión, proceso, torturas, muerte y ventura que corrió su cadáver; se fecha con toda probabilidad en los últimos años del siglo IV; por tanto, a una distancia de casi cien años de su muerte.
[…] Fue mártir de la particular devoción de San Agustín. En diferentes años predicó en el día de su fiesta y han llegado a nosotros cinco sermones suyos. Contemplaba la victoria total de San Vicente en la persecución, interrogatorio y tortura; venció en la muerte, venció una vez muerto. Su fortaleza la recibió de Cristo, que antes había derramado la sangre por él.
Todo lo superó con la ayuda del Señor –exclama en el sermón 275–, combatiendo en dura lucha contra las asechanzas del antiguo enemigo, contra la crueldad del juez impío, contra los dolores de la carne mortal. «Daba la impresión de ser uno el atormentado y otro el que hablaba. Y efectivamente era otro; el Señor lo había predicho y prometido a sus mártires, diciendo: No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla en vosotros (Mt 10, 20).
[…] ¡Qué belleza de alma tendría aquél hasta cuyo cadáver resultó invicto —escribía en el Sermón 277—. «Dios concede a sus iglesias los cuerpos de los santos no para gloria de los mártires, sino para que se conviertan en lugares de oración». A este propósito podría recordarse la devoción que tenía Santo Domingo a San Vicente, tal como asegura un autor del siglo XIII, Esteban de Salagnac: «El padre Santo (Domingo) visitaba frecuentemente y de buen grado los lugares de oración y los sepulcros de los santos, y no pasaba de largo como nube sin lluvia, sino que allí, en oración, juntaba más de una vez el día con la noche. Con más frecuencia, sin embargo, siempre que se presentaba la ocasión, se retiraba a la villa llamada Castres, en la diócesis de Albí, limítrofe con la de Toulouse. Le movía la reverencia y devoción al santísimo levita Vicente, cuyo cuerpo sin duda alguna se reconoce y es cierto que reposa allí« (L. GALMÉS - V. T. GóMEZ, Santo Domingo de Guzmán, fuentes para su conocimiento, Madrid, BAC, 1987, p. 693).
Tras la paz constantiniana (313) se trasladó su cuerpo junto a la vía Augusta, a un kilómetro de la ciudad de Valencia; sobre su sepulcro se levantó después una basílica. En su entorno se estableció una comunidad de monjes hispano-romanos. Monasterio y basílica permanecieron durante la época de dominación musulmana. Algunas de sus reliquias se fueron dispersando por diferentes partes de España, Francia e Italia, principalmente. A partir del siglo IX se habla de «traslaciones del cuerpo entre otros lugares, al monasterio benedictino de Castres, en el Languedoc.
Fr. Vito T. Gómez García O.P.
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.
Diácono y mártir
Huesca (España) - Valencia, siglo IV
San Vicente ha quedado para siempre vinculado a Valencia, aunque su lugar de nacimiento parece que fue la ciudad de Huesca. Es verdad que no disponemos de fuentes precisas para aclarar los comienzos del cristianismo en la ciudad del Turia. Era colonia romana desde mediados del siglo I a.C., y se descubre ya actividad de los cristianos en la región a finales del siglo III; antes parece que no hubo una presencia significativa de comunidades cristianas.
A comienzos del siglo IV y en plena persecución de Diocleciano tuvo lugar el «martirio de San Vicente», uno de los santos del cristianismo antiguo que alcanzó mayor popularidad en todas las épocas. «San Vicente, mártir de Valencia –escribe Ángel Fábrega Grau–, es sin duda uno de los mártires no sólo de España, sino de toda la Iglesia que obtuvo un culto más espléndido y universal desde los tiempos más remotos» (Pasionario Hispánico (siglos VII-XII, Madrid-Barcelona, 1953, T. I, p. 92).
Son varios los datos que tenemos históricamente ciertos. Era diácono de la iglesia Caesaraugustana; fue apresado en esta ciudad de Zaragoza y llevado a la de Valencia en compañía de su obispo, Valero, o Valerio, hacia el 304/305. Puede que el procónsul o juez Daciano la eligiera por el escaso peso específico que tenían todavía en ella los seguidores de Cristo. No se dispone de actas del martirio propiamente proconsulares, es decir, redactadas en el momento mismo del proceso por funcionarios romanos. Su memoria, sin embargo, transmitida al comienzo de forma oral, se recogió después en «pasiones», y de ellas se hicieron eco en sermones y composiciones poéticas. A comienzos del siglo V se conocía ya una «pasión» cuya lectura escuchaba en la liturgia San Agustín y muchos de sus contemporáneos; el aniversario de la muerte se celebraba el 22 de enero. El relato recogía los pormenores de la prisión, proceso, torturas, muerte y ventura que corrió su cadáver; se fecha con toda probabilidad en los últimos años del siglo IV; por tanto, a una distancia de casi cien años de su muerte.
[…] Fue mártir de la particular devoción de San Agustín. En diferentes años predicó en el día de su fiesta y han llegado a nosotros cinco sermones suyos. Contemplaba la victoria total de San Vicente en la persecución, interrogatorio y tortura; venció en la muerte, venció una vez muerto. Su fortaleza la recibió de Cristo, que antes había derramado la sangre por él.
Todo lo superó con la ayuda del Señor –exclama en el sermón 275–, combatiendo en dura lucha contra las asechanzas del antiguo enemigo, contra la crueldad del juez impío, contra los dolores de la carne mortal. «Daba la impresión de ser uno el atormentado y otro el que hablaba. Y efectivamente era otro; el Señor lo había predicho y prometido a sus mártires, diciendo: No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla en vosotros (Mt 10, 20).
[…] ¡Qué belleza de alma tendría aquél hasta cuyo cadáver resultó invicto —escribía en el Sermón 277—. «Dios concede a sus iglesias los cuerpos de los santos no para gloria de los mártires, sino para que se conviertan en lugares de oración». A este propósito podría recordarse la devoción que tenía Santo Domingo a San Vicente, tal como asegura un autor del siglo XIII, Esteban de Salagnac: «El padre Santo (Domingo) visitaba frecuentemente y de buen grado los lugares de oración y los sepulcros de los santos, y no pasaba de largo como nube sin lluvia, sino que allí, en oración, juntaba más de una vez el día con la noche. Con más frecuencia, sin embargo, siempre que se presentaba la ocasión, se retiraba a la villa llamada Castres, en la diócesis de Albí, limítrofe con la de Toulouse. Le movía la reverencia y devoción al santísimo levita Vicente, cuyo cuerpo sin duda alguna se reconoce y es cierto que reposa allí« (L. GALMÉS - V. T. GóMEZ, Santo Domingo de Guzmán, fuentes para su conocimiento, Madrid, BAC, 1987, p. 693).
Tras la paz constantiniana (313) se trasladó su cuerpo junto a la vía Augusta, a un kilómetro de la ciudad de Valencia; sobre su sepulcro se levantó después una basílica. En su entorno se estableció una comunidad de monjes hispano-romanos. Monasterio y basílica permanecieron durante la época de dominación musulmana. Algunas de sus reliquias se fueron dispersando por diferentes partes de España, Francia e Italia, principalmente. A partir del siglo IX se habla de «traslaciones del cuerpo entre otros lugares, al monasterio benedictino de Castres, en el Languedoc.
Fr. Vito T. Gómez García O.P.
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.
Alguna vez tendremos que recordar aquella advertencia de San Pablo a los cristianos de Corinto: nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles10. Siempre chocará el mensaje de Cristo con una sociedad enferma por el materialismo y con una actitud ante la vida conformista y aburguesada.
jueves, 20 de enero de 2011
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