martes, 17 de agosto de 2010
domingo, 15 de agosto de 2010
sábado, 14 de agosto de 2010
jueves, 12 de agosto de 2010
miércoles, 11 de agosto de 2010
martes, 10 de agosto de 2010
Meditación diaria de Hablar con Dios
PDA - Imprimir - Escuchar - Lecturas del día - Calendario - iSilo pdb Agosto - Twitter -
19ª semana. Martes
LA OVEJA EXTRAVIADA
— Dios nos ama siempre, también cuando nos extraviamos.
— El amor personal de Dios por cada hombre.
— Nuestra vida es la historia del amor de Cristo..., que tantas veces nos ha mirado con predilección.
I. Leemos en el Evangelio de la Misa una de las parábolas de la misericordia divina que más conmueve al corazón humano1. Un hombre que tiene cien ovejas –un rebaño grande– pierde una de ellas, probablemente por culpa de la misma oveja, porque se quedó atrás mientras seguían buscando pastos. Y pregunta Jesús: el pastor, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? San Lucas recoge estas palabras del Señor: Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros gozoso2 hasta devolverla al redil.
¡Tantas veces Jesús ha salido en nuestra busca, a pesar de las faltas de generosidad y de correspondencia! Y por eso, precisamente, ha salido una y otra vez, aunque no lo merecíamos, porque nos alejamos siempre por nuestra culpa.
Ninguna de las ovejas recibió tantas atenciones como esta que se había descarriado. Los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador, sobre nosotros, son abrumadores. ¿Cómo no nos vamos a dejar llevar a hombros del Buen Pastor si alguna vez nos perdemos? ¿Cómo no hemos de amar la Confesión frecuente, donde encontramos a Cristo? Pues hemos de contar con que somos débiles y, por tanto, con los tropiezos. Pero esa misma debilidad, si la reconocemos como tal, atrae siempre la misericordia divina, que acude con más ayudas, con más amor. «Jesús, nuestro Buen Pastor, se da prisa en buscar a la centésima oveja, que se había perdido... ¡Maravillosa condescendencia la de Dios que así busca al hombre; dignidad grande del hombre así buscado por Dios!»3.
Contamos siempre con el amor de Cristo, que ni aun en los peores momentos de nuestra existencia deja de amarnos. Contamos siempre con su ayuda para volver a la buena senda, si la hubiéramos perdido, y recomenzar una y otra vez. Él nos mantiene en la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa»4. No se santifica el que nunca comete errores, sino quien siempre se arrepiente, fiado en el amor que Dios le tiene, y se levanta para seguir luchando. Lo peor no es tener defectos, sino pactar con ellos, no luchar, admitirlos como parte de nuestra manera de ser. Así se llegaría a la mediocridad espiritual, que el Señor no quiere para quienes le siguen.
II. Jesús ama a cada uno tal y como es, con sus defectos; en su amor, no idealiza a los hombres; los ve con sus contradicciones y flaquezas, con sus inmensas posibilidades para el bien y con su debilidad, que tan frecuentemente añora. «Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo conoce!»5, y así lo ama, así nos ama.
¡Cómo entiende Jesús al corazón humano y qué visión tan positiva tiene de su capacidad! «El ojo de Jesús sabe mirar a través de los velos de las pasiones humanas y penetrar hasta lo íntimo del hombre, allí donde está solo, pobre y desnudo»6. Él nos comprende siempre y nos anima a seguir luchando en todas las situaciones. ¡Si pudiéramos darnos más cuenta del amor personal de Cristo por cada hombre, de sus atenciones, de sus desvelos!
El Señor nos ama; esta es la suprema realidad de nuestra vida, la que es capaz de levantar nuestro espíritu en todo momento, lo que nos hace estar alegres, por encima del dolor y de la contrariedad. Jesús nos ama siempre, a pesar de ese fondo de miseria que se encuentra en el corazón humano. «Este “a pesar de todo” hace su amor tan incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad (...). Su amor a la humanidad es muy distinto del que preconizan los pensadores y filósofos. No es pura doctrina, sino vida, más aún, un sufrir y morir con los hombres. No se contenta con examinar la miseria humana y luego buscar los remedios para aliviarla, sino que Él mismo se pone en contacto con dicha miseria. No soporta conocerla sin tomarla sobre sí. El amor de Jesús traspasa los límites de su propio corazón para atraer hacia sí al prójimo, o mejor dicho, para salir de sí mismo, identificándose con los demás para vivir y sufrir con ellos»7.
Llama a los hombres con los títulos de hermano y de amigo, y une su suerte tan íntimamente con la de ellos que cualquier cosa que se haga por otro, por Él se hace8. Constantemente nos dicen los Evangelistas que sentía compasión del pueblo9. Tenía compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor10. Le conmueven siempre la desgracia y el dolor. No puede decir no cuando clama el dolor, aunque sea el de una mujer pagana como la sirofenicia11. No deja de atender a quienes se le acercan, sin importarle que le critiquen de que quebranta el sábado12, y está entre publicanos y pecadores, aunque se escandalicen los que se creen buenos cumplidores de la Ley. Ni siquiera su propia agonía le impide decir al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso13.
Su amor no tolera excepción alguna, y no tiene la menor preferencia por una clase determinada. Acoge a ricos como Nicodemo, Zaqueo o José de Arimatea, y a pobres como Bartimeo, un mendigo que, después de ser curado, le seguía en el camino. En sus viajes le acompañaban a veces mujeres que le servían con sus bienes14. Atiende con más prontitud a los más necesitados del cuerpo, y sobre todo del alma. Su preferencia por los más necesitados no es excluyente, no se limita solo a los desposeídos de fortuna, a los marginados..., pues hay de hecho males comunes a todos los estratos sociales: la soledad, la falta de cariño...
Nuestra vida es la historia del amor de Cristo, que tantas veces nos ha mirado con predilección, que en tantas ocasiones ha salido en nuestra búsqueda. Preguntémonos hoy cómo estamos correspondiendo en este momento de la vida a tanto desvelo por parte del Señor: cómo nos esforzamos en recibir con la frecuencia y el amor debidos los sacramentos, si reconocemos a Cristo en la dirección espiritual o al recibir la corrección fraterna, si vemos con agradecimiento la solicitud de quienes en la Iglesia –los Pastores– cuidan de nuestra alma. ¿Sabemos exclamar en esas situaciones: ¡Es el Señor!?
III. Jesús me amó y se entregó por mí15. Esta es la gran verdad que llena siempre de consuelo. Jesús ama hasta dar su vida; y nos quiere como si cada uno fuera el único destinatario de ese amor. Muchas veces debemos meditar esta maravillosa realidad –Dios me ama–, que desborda con creces las expectativas más audaces del corazón humano. Nadie, fuera de la Revelación divina, se atrevió a vislumbrar y a reconocer esta sublime vocación de cada hombre: ser hijo de Dios, llamado a vivir en una relación amistosa, a participar de la misma Vida de las Tres Personas divinas. Para una lógica chata, parece una ilusión, casi una mentira, y, sin embargo, es la gran verdad que nos debe llevar a ser consecuentes.
Jamás ha cesado Jesús de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud, o en aquellos en los que tal vez cometimos las más grandes deslealtades. Quizá en aquellas tristes circunstancias tuvieron lugar las mayores atenciones del Señor, como nos muestra la parábola que hoy consideramos. Entre las cien ovejas que componían el rebaño, solo aquella, la que se extravió, fue la que tuvo el honor de ser llevada a hombros por el buen pastor. Yo estaré con vosotros siempre16, nos dice el Señor en cada situación, en todo momento. También cuando vayamos a emprender el último viaje hacia Él.
Esta seguridad de la cercanía del Señor debe impulsarnos a recomenzar una y otra vez en la lucha interior, sin dejarnos abrumar por la experiencia negativa de nuestros defectos y pecados. Cada momento que vivimos es único y, por tanto, bueno para recomenzar, porque, como se lee en el libro del Deuteronomio, el Señor avanzará ante ti. Él estará contigo: no te dejará ni abandonará. No temas ni te acobardes17.
Durante muchos siglos, la Iglesia ha puesto en los labios de sacerdotes y fieles, al comenzar la Misa, aquellas palabras del Salmo: Me acercaré al altar de Dios.// Al Dios que alegra mi juventud18, y esto cuando el sacerdote y los asistentes eran jóvenes y cuando habían traspasado ya los años de la madurez. Es el grito del alma que se dirige derechamente a Cristo, que se sabe amada y que desea amor.
«Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”...
»—Es la hora de responder: «¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!», añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!»19. Son jaculatorias que nos pueden servir en el día de hoy: nos acercarán más a Cristo. Él espera esa correspondencia.
1 Mt 18, 12-14. — 2 Lc 15, 6. — 3 San Bernardo, Sermón para el primer Domingo de Adviento, 7. — 4 San Juan Crisóstomo. Comentario a la Primera Carta a los Corintios, 3. — 5 Juan Pablo II, Homilía 22-X-1978. — 6 K. Adam, Jesucristo, p. 112. — 7 Ibídem, pp. 113-114. — 8 Mt 25, 40. — 9 Mc 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; etc. — 10 Mc 6, 34. — 11 Mc 7, 26. — 12 Mc 1, 21. — 13 Lc 23, 43. — 14 Lc 8, 3. — 15 Gal 2, 20. — 16 Mt 28, 20. — 17 Primera Lectura. Año I. Dt 31, 8. — 18 Sal 42, 4. — 19 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 497.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
PDA - Imprimir - Escuchar - Lecturas del día - Calendario - iSilo pdb Agosto - Twitter -
19ª semana. Martes
LA OVEJA EXTRAVIADA
— Dios nos ama siempre, también cuando nos extraviamos.
— El amor personal de Dios por cada hombre.
— Nuestra vida es la historia del amor de Cristo..., que tantas veces nos ha mirado con predilección.
I. Leemos en el Evangelio de la Misa una de las parábolas de la misericordia divina que más conmueve al corazón humano1. Un hombre que tiene cien ovejas –un rebaño grande– pierde una de ellas, probablemente por culpa de la misma oveja, porque se quedó atrás mientras seguían buscando pastos. Y pregunta Jesús: el pastor, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? San Lucas recoge estas palabras del Señor: Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros gozoso2 hasta devolverla al redil.
¡Tantas veces Jesús ha salido en nuestra busca, a pesar de las faltas de generosidad y de correspondencia! Y por eso, precisamente, ha salido una y otra vez, aunque no lo merecíamos, porque nos alejamos siempre por nuestra culpa.
Ninguna de las ovejas recibió tantas atenciones como esta que se había descarriado. Los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador, sobre nosotros, son abrumadores. ¿Cómo no nos vamos a dejar llevar a hombros del Buen Pastor si alguna vez nos perdemos? ¿Cómo no hemos de amar la Confesión frecuente, donde encontramos a Cristo? Pues hemos de contar con que somos débiles y, por tanto, con los tropiezos. Pero esa misma debilidad, si la reconocemos como tal, atrae siempre la misericordia divina, que acude con más ayudas, con más amor. «Jesús, nuestro Buen Pastor, se da prisa en buscar a la centésima oveja, que se había perdido... ¡Maravillosa condescendencia la de Dios que así busca al hombre; dignidad grande del hombre así buscado por Dios!»3.
Contamos siempre con el amor de Cristo, que ni aun en los peores momentos de nuestra existencia deja de amarnos. Contamos siempre con su ayuda para volver a la buena senda, si la hubiéramos perdido, y recomenzar una y otra vez. Él nos mantiene en la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa»4. No se santifica el que nunca comete errores, sino quien siempre se arrepiente, fiado en el amor que Dios le tiene, y se levanta para seguir luchando. Lo peor no es tener defectos, sino pactar con ellos, no luchar, admitirlos como parte de nuestra manera de ser. Así se llegaría a la mediocridad espiritual, que el Señor no quiere para quienes le siguen.
II. Jesús ama a cada uno tal y como es, con sus defectos; en su amor, no idealiza a los hombres; los ve con sus contradicciones y flaquezas, con sus inmensas posibilidades para el bien y con su debilidad, que tan frecuentemente añora. «Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo conoce!»5, y así lo ama, así nos ama.
¡Cómo entiende Jesús al corazón humano y qué visión tan positiva tiene de su capacidad! «El ojo de Jesús sabe mirar a través de los velos de las pasiones humanas y penetrar hasta lo íntimo del hombre, allí donde está solo, pobre y desnudo»6. Él nos comprende siempre y nos anima a seguir luchando en todas las situaciones. ¡Si pudiéramos darnos más cuenta del amor personal de Cristo por cada hombre, de sus atenciones, de sus desvelos!
El Señor nos ama; esta es la suprema realidad de nuestra vida, la que es capaz de levantar nuestro espíritu en todo momento, lo que nos hace estar alegres, por encima del dolor y de la contrariedad. Jesús nos ama siempre, a pesar de ese fondo de miseria que se encuentra en el corazón humano. «Este “a pesar de todo” hace su amor tan incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad (...). Su amor a la humanidad es muy distinto del que preconizan los pensadores y filósofos. No es pura doctrina, sino vida, más aún, un sufrir y morir con los hombres. No se contenta con examinar la miseria humana y luego buscar los remedios para aliviarla, sino que Él mismo se pone en contacto con dicha miseria. No soporta conocerla sin tomarla sobre sí. El amor de Jesús traspasa los límites de su propio corazón para atraer hacia sí al prójimo, o mejor dicho, para salir de sí mismo, identificándose con los demás para vivir y sufrir con ellos»7.
Llama a los hombres con los títulos de hermano y de amigo, y une su suerte tan íntimamente con la de ellos que cualquier cosa que se haga por otro, por Él se hace8. Constantemente nos dicen los Evangelistas que sentía compasión del pueblo9. Tenía compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor10. Le conmueven siempre la desgracia y el dolor. No puede decir no cuando clama el dolor, aunque sea el de una mujer pagana como la sirofenicia11. No deja de atender a quienes se le acercan, sin importarle que le critiquen de que quebranta el sábado12, y está entre publicanos y pecadores, aunque se escandalicen los que se creen buenos cumplidores de la Ley. Ni siquiera su propia agonía le impide decir al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso13.
Su amor no tolera excepción alguna, y no tiene la menor preferencia por una clase determinada. Acoge a ricos como Nicodemo, Zaqueo o José de Arimatea, y a pobres como Bartimeo, un mendigo que, después de ser curado, le seguía en el camino. En sus viajes le acompañaban a veces mujeres que le servían con sus bienes14. Atiende con más prontitud a los más necesitados del cuerpo, y sobre todo del alma. Su preferencia por los más necesitados no es excluyente, no se limita solo a los desposeídos de fortuna, a los marginados..., pues hay de hecho males comunes a todos los estratos sociales: la soledad, la falta de cariño...
Nuestra vida es la historia del amor de Cristo, que tantas veces nos ha mirado con predilección, que en tantas ocasiones ha salido en nuestra búsqueda. Preguntémonos hoy cómo estamos correspondiendo en este momento de la vida a tanto desvelo por parte del Señor: cómo nos esforzamos en recibir con la frecuencia y el amor debidos los sacramentos, si reconocemos a Cristo en la dirección espiritual o al recibir la corrección fraterna, si vemos con agradecimiento la solicitud de quienes en la Iglesia –los Pastores– cuidan de nuestra alma. ¿Sabemos exclamar en esas situaciones: ¡Es el Señor!?
III. Jesús me amó y se entregó por mí15. Esta es la gran verdad que llena siempre de consuelo. Jesús ama hasta dar su vida; y nos quiere como si cada uno fuera el único destinatario de ese amor. Muchas veces debemos meditar esta maravillosa realidad –Dios me ama–, que desborda con creces las expectativas más audaces del corazón humano. Nadie, fuera de la Revelación divina, se atrevió a vislumbrar y a reconocer esta sublime vocación de cada hombre: ser hijo de Dios, llamado a vivir en una relación amistosa, a participar de la misma Vida de las Tres Personas divinas. Para una lógica chata, parece una ilusión, casi una mentira, y, sin embargo, es la gran verdad que nos debe llevar a ser consecuentes.
Jamás ha cesado Jesús de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud, o en aquellos en los que tal vez cometimos las más grandes deslealtades. Quizá en aquellas tristes circunstancias tuvieron lugar las mayores atenciones del Señor, como nos muestra la parábola que hoy consideramos. Entre las cien ovejas que componían el rebaño, solo aquella, la que se extravió, fue la que tuvo el honor de ser llevada a hombros por el buen pastor. Yo estaré con vosotros siempre16, nos dice el Señor en cada situación, en todo momento. También cuando vayamos a emprender el último viaje hacia Él.
Esta seguridad de la cercanía del Señor debe impulsarnos a recomenzar una y otra vez en la lucha interior, sin dejarnos abrumar por la experiencia negativa de nuestros defectos y pecados. Cada momento que vivimos es único y, por tanto, bueno para recomenzar, porque, como se lee en el libro del Deuteronomio, el Señor avanzará ante ti. Él estará contigo: no te dejará ni abandonará. No temas ni te acobardes17.
Durante muchos siglos, la Iglesia ha puesto en los labios de sacerdotes y fieles, al comenzar la Misa, aquellas palabras del Salmo: Me acercaré al altar de Dios.// Al Dios que alegra mi juventud18, y esto cuando el sacerdote y los asistentes eran jóvenes y cuando habían traspasado ya los años de la madurez. Es el grito del alma que se dirige derechamente a Cristo, que se sabe amada y que desea amor.
«Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”...
»—Es la hora de responder: «¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!», añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!»19. Son jaculatorias que nos pueden servir en el día de hoy: nos acercarán más a Cristo. Él espera esa correspondencia.
1 Mt 18, 12-14. — 2 Lc 15, 6. — 3 San Bernardo, Sermón para el primer Domingo de Adviento, 7. — 4 San Juan Crisóstomo. Comentario a la Primera Carta a los Corintios, 3. — 5 Juan Pablo II, Homilía 22-X-1978. — 6 K. Adam, Jesucristo, p. 112. — 7 Ibídem, pp. 113-114. — 8 Mt 25, 40. — 9 Mc 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; etc. — 10 Mc 6, 34. — 11 Mc 7, 26. — 12 Mc 1, 21. — 13 Lc 23, 43. — 14 Lc 8, 3. — 15 Gal 2, 20. — 16 Mt 28, 20. — 17 Primera Lectura. Año I. Dt 31, 8. — 18 Sal 42, 4. — 19 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 497.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
lunes, 9 de agosto de 2010
domingo, 8 de agosto de 2010
sábado, 7 de agosto de 2010
jueves, 5 de agosto de 2010
miércoles, 4 de agosto de 2010
CATEQUESIS DEL PAPA
( Durante la audiencia general del miércoles 6 de noviembre de 1996 )
En el Magníficat María celebra
la obra admirable de Dios
1. María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. Ese cántico es la respuesta de la Virgen al misterio de la Anunciación: el ángel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el jubilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia.
Con la expresión Magníficat, versión latina de una palabra griega que tenía el mismo significado, se celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia, superando las expectativas y las esperanzas del pueblo de la alianza e incluso los mas nobles deseos del alma humana.
Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 4648). Probablemente, el término griego tapeinosis esta tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la «humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1S 1, 11), que encomienda su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita, puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la madre del Mesías.
2. Las palabras «desde ahora me felicitaran todas las generaciones» (Lc 1, 48) toman como punto de partida la felicitación de Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1, 45). E1 cántico, con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.
3. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1, 4950).
¿Que son esas «obras grandes» realizadas en María por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús, acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.
En el Magníficat, cántico verdaderamente teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había declarado Gabriel (cf. Lc 1, 37), sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.
4. «Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 5153).
Con su lectura sapiencial de la historia, María nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor, trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente, colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (cf. Redemptoris Mater, 37).
Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón.
5. Por ultimo, el cántico exalta el cumplimiento de las promesas y la fidelidad de Dios hacia el pueblo elegido: «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 5455).
María, colmada de dones divinos, no se detiene a contemplar solamente su caso personal, sino que comprende que esos dones son una manifestación de la misericordia de Dios hacia todo su pueblo. En ella Dios cumple sus promesas con una fidelidad y generosidad sobreabundantes.
El Magníficat, inspirado en el Antiguo Testamento y en la espiritualidad de la hija de Sión, supera los textos proféticos que están en su origen, revelando en la «llena de gracia» el inicio de una intervención divina que va mas allá de las esperanzas mesiánicas de Israel: el misterio santo de la Encarnación del Verbo.
La versión electrónica de este texto ha sido realizada por el Movimiento de Vida Cristiana.
( Durante la audiencia general del miércoles 6 de noviembre de 1996 )
En el Magníficat María celebra
la obra admirable de Dios
1. María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. Ese cántico es la respuesta de la Virgen al misterio de la Anunciación: el ángel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el jubilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia.
Con la expresión Magníficat, versión latina de una palabra griega que tenía el mismo significado, se celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia, superando las expectativas y las esperanzas del pueblo de la alianza e incluso los mas nobles deseos del alma humana.
Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 4648). Probablemente, el término griego tapeinosis esta tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la «humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1S 1, 11), que encomienda su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita, puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la madre del Mesías.
2. Las palabras «desde ahora me felicitaran todas las generaciones» (Lc 1, 48) toman como punto de partida la felicitación de Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1, 45). E1 cántico, con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.
3. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1, 4950).
¿Que son esas «obras grandes» realizadas en María por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús, acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.
En el Magníficat, cántico verdaderamente teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había declarado Gabriel (cf. Lc 1, 37), sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.
4. «Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 5153).
Con su lectura sapiencial de la historia, María nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor, trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente, colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (cf. Redemptoris Mater, 37).
Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón.
5. Por ultimo, el cántico exalta el cumplimiento de las promesas y la fidelidad de Dios hacia el pueblo elegido: «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 5455).
María, colmada de dones divinos, no se detiene a contemplar solamente su caso personal, sino que comprende que esos dones son una manifestación de la misericordia de Dios hacia todo su pueblo. En ella Dios cumple sus promesas con una fidelidad y generosidad sobreabundantes.
El Magníficat, inspirado en el Antiguo Testamento y en la espiritualidad de la hija de Sión, supera los textos proféticos que están en su origen, revelando en la «llena de gracia» el inicio de una intervención divina que va mas allá de las esperanzas mesiánicas de Israel: el misterio santo de la Encarnación del Verbo.
La versión electrónica de este texto ha sido realizada por el Movimiento de Vida Cristiana.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 15,21-28:
En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.» Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.» Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.» Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.» En aquel momento quedó curada su hija.
II. Compartimos la Palabra
Hoy la liturgia nos habla de Jeremías, de la Cananea y del Santo Cura de Ars
•Un encuentro diferente. Una misma fe
Diferente, porque el Evangelio está lleno de encuentros con personas muy distintas y, con frecuencia, distantes de la persona de Jesús. Pero, prevalece siempre la cercanía y el afecto. Siempre menos, aparentemente al menos, en el caso presente del encuentro con la cananea. ¿Por qué? ¿Por qué esa frialdad impropia de Jesús? Según una regla elemental de hermenéutica, lo dudoso se explica por lo que está más claro. Y, si hay algo claro en el Evangelio, es que Jesús siempre acaba escuchando y atendiendo a todo el que acude a él con fe. Tres datos de esta mujer que conmueven a Jesús: una fe total y absoluta; una sencillez íntegra, completa; y una perseverancia a toda prueba.
Jesús quiere dejar muy claro que las razas, la mera pertenencia a un pueblo, a una religión o cultura, no salvan. “Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad” (Jn 4,21-24). Lo que salva es la actitud interior de cada uno, su fe y su coherencia.
•El Santo cura de Ars
A las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 “nació para el cielo”, terminado el curso de su existencia terrena, san Juan María Vianney. Por eso, acabamos de celebrar los 150 años de este “nacimiento” y, con ese motivo, el Año sacerdotal. En plan esquemático, teniendo al Cura de Ars como telón de fondo y parafraseando a Von Balthasar, dos palabras sobre “el sacerdote que yo busco”.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre de probada experiencia de Dios y de lo divino, con la “sabiduría” que el Espíritu Santo otorga a los que están familiarizados con sus dones y sus soplos.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre que no tiene otro camino, para ser consecuente, que entregarse del todo a su misión: anunciar oficialmente la palabra de Dios, llegando a identificarse con ella.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre cuya fijación es la santidad, porque en su vida el único que cuenta es Dios. Quién es él, le tiene sin cuidado, que al único que tiene que mostrar es a Dios y su palabra, repartida como pan y ofrecida como vino.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre “espiritual”. Hombres espirituales son los que tienen experiencia del Espíritu Santo, y esa experiencia les capacita para llevarnos de lo visible a lo invisible, de los signos a lo significado, de los símbolos al misterio, de las huellas, pistas y señales a Dios.
Así hablaba de él el Santo Padre: “Este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible, en “alter Christus”, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas. A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente…”
Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
La Virgen del Camino
En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.» Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.» Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.» Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.» En aquel momento quedó curada su hija.
II. Compartimos la Palabra
Hoy la liturgia nos habla de Jeremías, de la Cananea y del Santo Cura de Ars
•Un encuentro diferente. Una misma fe
Diferente, porque el Evangelio está lleno de encuentros con personas muy distintas y, con frecuencia, distantes de la persona de Jesús. Pero, prevalece siempre la cercanía y el afecto. Siempre menos, aparentemente al menos, en el caso presente del encuentro con la cananea. ¿Por qué? ¿Por qué esa frialdad impropia de Jesús? Según una regla elemental de hermenéutica, lo dudoso se explica por lo que está más claro. Y, si hay algo claro en el Evangelio, es que Jesús siempre acaba escuchando y atendiendo a todo el que acude a él con fe. Tres datos de esta mujer que conmueven a Jesús: una fe total y absoluta; una sencillez íntegra, completa; y una perseverancia a toda prueba.
Jesús quiere dejar muy claro que las razas, la mera pertenencia a un pueblo, a una religión o cultura, no salvan. “Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad” (Jn 4,21-24). Lo que salva es la actitud interior de cada uno, su fe y su coherencia.
•El Santo cura de Ars
A las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 “nació para el cielo”, terminado el curso de su existencia terrena, san Juan María Vianney. Por eso, acabamos de celebrar los 150 años de este “nacimiento” y, con ese motivo, el Año sacerdotal. En plan esquemático, teniendo al Cura de Ars como telón de fondo y parafraseando a Von Balthasar, dos palabras sobre “el sacerdote que yo busco”.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre de probada experiencia de Dios y de lo divino, con la “sabiduría” que el Espíritu Santo otorga a los que están familiarizados con sus dones y sus soplos.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre que no tiene otro camino, para ser consecuente, que entregarse del todo a su misión: anunciar oficialmente la palabra de Dios, llegando a identificarse con ella.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre cuya fijación es la santidad, porque en su vida el único que cuenta es Dios. Quién es él, le tiene sin cuidado, que al único que tiene que mostrar es a Dios y su palabra, repartida como pan y ofrecida como vino.
El Cura de Ars, “el sacerdote que yo busco”, fue/es un hombre “espiritual”. Hombres espirituales son los que tienen experiencia del Espíritu Santo, y esa experiencia les capacita para llevarnos de lo visible a lo invisible, de los signos a lo significado, de los símbolos al misterio, de las huellas, pistas y señales a Dios.
Así hablaba de él el Santo Padre: “Este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible, en “alter Christus”, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas. A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente…”
Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
La Virgen del Camino
HOMBRES DE FE
— Fe en Cristo. Con Él, lo podemos todo; sin Él, somos incapaces de dar un solo paso.
— Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan.
— Jesús siempre ayuda.
I. Inmediatamente después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, el mismo Señor despidió a la muchedumbre y ordenó a sus discípulos que embarcaran1. La tarde debía de estar ya muy avanzada. Jesús, después de aquel día de trabajo, de atención a los que le buscan, siente una inmensa necesidad de orar. Subió a un monte cercano y, entrada la noche, se quedó allí solo, en diálogo con su Padre del Cielo.
Desde la cima, Jesús ve a los Apóstoles ya mar adentro, cuando la barca, batida por las olas porque el viento les era contrario, se encuentra en peligro. Jesús podía divisar la pobre embarcación en medio del lago, pues era el plenilunio y la Pascua estaba ya cercana. A la cuarta vigilia de la noche, hacia las tres de la madrugada, antes de apuntar el día, vino hacia ellos caminando sobre el mar.
Los discípulos, al ver una figura desdibujada que se acercaba por el mar hacia donde ellos se encontraban luchando contra las olas y el viento, tuvieron miedo: Es un fantasma, dicen. Y comenzaron a gritar. Pero pronto Cristo se da a conocer: Tened confianza, soy yo, no temáis. Es la actitud con que Cristo se presenta siempre en la vida del cristiano: dando aliento y serenidad. Pedro cobra confianza y, llevado por su amor, que le hace desear estar cuanto antes junto al Maestro, le hace una petición inesperada: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. La audacia del amor no tiene límites. Y la condescendencia de Jesús tampoco tiene término. Él le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron momentos impresionantes para todos: Pedro ha cambiado la seguridad de la barca por la de la palabra del Señor. No se quedó aferrado a las tablas de la embarcación, sino que se dirigió hacia donde estaba Jesús, a unos pocos metros de sus discípulos, que contemplan atónitos al Apóstol encima del agua embravecida. Pedro avanza sobre las olas. Le sostienen la fe y la confianza en su Maestro; solo eso.
No importan el ambiente, las dificultades que rodean nuestra vida, si nos dirigimos llenos de fe y confianza hacia Jesús que nos espera; no importa que las olas sean muy altas y el viento fuerte; no importa que no sea natural al hombre caminar sobre el agua. Si miramos a Jesús, todo nos será posible; y ese mirarle es la virtud de la piedad. Si con la oración y los sacramentos nos mantenemos unidos a Jesús, estaremos firmes en nuestro caminar; dejar de mirar a Cristo es hundirnos, es incapacitarnos para dar un paso, aun en tierra firme.
II. La fe, grande a los comienzos, se hizo pequeña después. Pedro se dio cuenta de las olas, del viento (San Juan señala que el mar tenía gran oleaje aún), de lo imposible que es para el hombre caminar sobre el agua; se preocupa de las dificultades y se olvida de lo único que lo mantenía a flote: la palabra del Señor. Ante los obstáculos, de los que toma ahora conciencia, su fe disminuye, y el milagro iba unido a una confianza plena en Cristo.
Dios pide a veces «aparentes imposibles» que se hacen realidad cuando actuamos con fe, con los ojos puestos en el Señor. En cierta ocasión, el Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá, decía a una hija suya que marchaba a otro país en el que encontraría las lógicas dificultades propias de los comienzos de una labor apostólica: «Cuando te pido una cosa, hija, no me digas que es imposible, porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el Señor me ha pedido muchos imposibles... ¡y han ido saliendo!»2. ¡Y han ido saliendo!: labores apostólicas en muchos países..., y surgían vocaciones y gentes que se prestaban para colaborar en esas tareas con mucha generosidad y desprendimiento. De muchas maneras les decía: «hombres de fe hacen falta y se renovarán los prodigios de la Escritura...». Y esos prodigios se realizan cada día sobre la tierra... Así ha pasado siempre en la historia de la Iglesia.
Es Dios quien nos mantiene a flote y nos hace eficaces en medio de «aparentes imposibles», de un ambiente que frecuentemente es contrario al ideal cristiano. Es Él quien hace que caminemos sobre las aguas, y la condición es siempre la misma: mirar a Cristo y no detenernos demasiado en los obstáculos y en las tentaciones.
San Juan Crisóstomo, al comentar el Evangelio, señala que Jesús enseñó a Pedro a conocer, por propia experiencia, que toda su fortaleza venía de Él, mientras que de sí mismo solo podía esperar flaqueza y miseria3, y añade: «cuando falta nuestra cooperación, cesa también la ayuda de Dios». Por eso, en el momento en que Pedro empezó a temer y a dudar, comenzó también a hundirse.
Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan: «la fe viva depende de la capacidad que yo tenga de responder a ese Dios que me llama y quiere tratarme y ser mi amigo, el gran testigo de mi vida. Por tanto, si yo le respondo y le quiero y es alguien familiar en mi vida, si yo vivo junto a Él, estoy asegurando mi fe, porque mi fe se basa en Dios (...). Por el contrario, si me distancio de Dios, si le olvido, si Dios queda en la periferia de mi vida, que se sumerge en lo puramente material y humano; si me dejo arrastrar por las evidencias inmediatas y Dios se desdibuja en mi alma, ¿cómo voy a tener fe viva? Si no trato a Cristo, ¿qué es lo que queda de mi fe? Por eso, hemos de decir que, en última instancia, todos los obstáculos para la vida de fe se reducen en su génesis a un alejamiento de Dios, a un apartarse de Dios, a un dejar de tratarle cara a cara»4. Entonces cobran fuerza las tentaciones y las dificultades. Pedro hubiera permanecido firme sobre las aguas y habría llegado hasta el Señor si no hubiera apartado de Él su mirada confiada. Todas las tempestades juntas, las de dentro del alma y las del ambiente, nada pueden mientras estemos bien afincados en la oración. Por el contrario, abandonarla, hacerla con poca intimidad o en el anonimato es exponernos a hundirnos en el desaliento, en el pesimismo, en la tentación.
Nunca debe flaquear nuestra fe; aunque sean enormes las dificultades; aunque nos parezca que nos han de aplastar con su fuerza. «¿Qué importa que tengas en contra al mundo entero con todos sus poderes? Tú... ¡adelante!
»—Repite las palabras del salmo: “El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?... ‘Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum’. —Aunque me vea cercado de enemigos, no flaqueará mi corazón”»5.
III. Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó y al empezar a hundirse gritó diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto Jesús, extendiendo su mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Después subieron a la barca y cesó el viento.
En los peligros, en los tropiezos, en las dudas, es a Cristo a quien hemos de mirar: Corramos al combate que se nos presenta fijos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús6, leemos en la Epístola a los Hebreos. Cristo debe ser para nosotros una figura nítida, clara y bien conocida. ¡Lo hemos contemplado tantas veces, que no podemos confundirlo con un fantasma!, como los discípulos en medio de la noche. Sus rasgos son inconfundibles, y su voz, y su mirada. ¡Nos ha mirado tantas veces! En Él comienza y culmina la vida cristiana. «Si quieres salvarte –escribe Santo Tomás de Aquino– mira al rostro de tu Cristo»7. Nuestro trato habitual con Él en la oración y en los sacramentos es la única garantía para mantenernos en pie, como hijos de Dios, en medio de un mar alborotado como en el que vivimos.
Es más, junto a Cristo, los conflictos y trabajos que encontramos casi cada día fortalecen la fe, enrecian la esperanza y unen más a Él. Ocurre lo mismo que a «los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos: mientras que externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro»8.
Pedro dejó de mirar a Cristo, y se hundió. Pero supo enseguida acudir a quien todo le está sometido: ¡Señor, sálvame!, gritó con todas sus fuerzas cuando se sintió perdido. Y Jesús, con infinito cariño, le tendió la mano y lo sacó a flote. Si nosotros vemos que nos hundimos, que nos pueden las dificultades o la tentación, acudamos a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y Cristo nos tenderá su mano poderosa y segura, y saldremos adelante en todos los peligros y tribulaciones. Él siempre tiene su mano extendida, para que nos aferremos a ella. Nunca deja que nos hundamos, si hacemos lo poco que está de nuestra parte. Además, Dios ha puesto junto a cada uno de nosotros un Ángel Custodio para que nos proteja de toda adversidad y sea una ayuda poderosa en nuestro camino hacia el Cielo. Tratémosle confiadamente, acudamos a él con frecuencia durante el día, pidámosle ayuda en lo grande y en lo pequeño, y encontraremos la fortaleza que necesitamos para vencer.
1 Cfr. Mt 14, 22-36. — 2 P. Berglar, Opus Dei, Rialp, Madrid 1987, p. 270. — 3 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 50. — 4 P. Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 128. — 5 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 482. — 6 Heb 12, 1-2. — 7 Santo Tomás, Comentario a la Carta a los Hebreos, 12, 1-2. — 8 San Juan Crisóstomo, Homilía De gloria in tribulationibus.
— Fe en Cristo. Con Él, lo podemos todo; sin Él, somos incapaces de dar un solo paso.
— Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan.
— Jesús siempre ayuda.
I. Inmediatamente después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, el mismo Señor despidió a la muchedumbre y ordenó a sus discípulos que embarcaran1. La tarde debía de estar ya muy avanzada. Jesús, después de aquel día de trabajo, de atención a los que le buscan, siente una inmensa necesidad de orar. Subió a un monte cercano y, entrada la noche, se quedó allí solo, en diálogo con su Padre del Cielo.
Desde la cima, Jesús ve a los Apóstoles ya mar adentro, cuando la barca, batida por las olas porque el viento les era contrario, se encuentra en peligro. Jesús podía divisar la pobre embarcación en medio del lago, pues era el plenilunio y la Pascua estaba ya cercana. A la cuarta vigilia de la noche, hacia las tres de la madrugada, antes de apuntar el día, vino hacia ellos caminando sobre el mar.
Los discípulos, al ver una figura desdibujada que se acercaba por el mar hacia donde ellos se encontraban luchando contra las olas y el viento, tuvieron miedo: Es un fantasma, dicen. Y comenzaron a gritar. Pero pronto Cristo se da a conocer: Tened confianza, soy yo, no temáis. Es la actitud con que Cristo se presenta siempre en la vida del cristiano: dando aliento y serenidad. Pedro cobra confianza y, llevado por su amor, que le hace desear estar cuanto antes junto al Maestro, le hace una petición inesperada: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. La audacia del amor no tiene límites. Y la condescendencia de Jesús tampoco tiene término. Él le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron momentos impresionantes para todos: Pedro ha cambiado la seguridad de la barca por la de la palabra del Señor. No se quedó aferrado a las tablas de la embarcación, sino que se dirigió hacia donde estaba Jesús, a unos pocos metros de sus discípulos, que contemplan atónitos al Apóstol encima del agua embravecida. Pedro avanza sobre las olas. Le sostienen la fe y la confianza en su Maestro; solo eso.
No importan el ambiente, las dificultades que rodean nuestra vida, si nos dirigimos llenos de fe y confianza hacia Jesús que nos espera; no importa que las olas sean muy altas y el viento fuerte; no importa que no sea natural al hombre caminar sobre el agua. Si miramos a Jesús, todo nos será posible; y ese mirarle es la virtud de la piedad. Si con la oración y los sacramentos nos mantenemos unidos a Jesús, estaremos firmes en nuestro caminar; dejar de mirar a Cristo es hundirnos, es incapacitarnos para dar un paso, aun en tierra firme.
II. La fe, grande a los comienzos, se hizo pequeña después. Pedro se dio cuenta de las olas, del viento (San Juan señala que el mar tenía gran oleaje aún), de lo imposible que es para el hombre caminar sobre el agua; se preocupa de las dificultades y se olvida de lo único que lo mantenía a flote: la palabra del Señor. Ante los obstáculos, de los que toma ahora conciencia, su fe disminuye, y el milagro iba unido a una confianza plena en Cristo.
Dios pide a veces «aparentes imposibles» que se hacen realidad cuando actuamos con fe, con los ojos puestos en el Señor. En cierta ocasión, el Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá, decía a una hija suya que marchaba a otro país en el que encontraría las lógicas dificultades propias de los comienzos de una labor apostólica: «Cuando te pido una cosa, hija, no me digas que es imposible, porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el Señor me ha pedido muchos imposibles... ¡y han ido saliendo!»2. ¡Y han ido saliendo!: labores apostólicas en muchos países..., y surgían vocaciones y gentes que se prestaban para colaborar en esas tareas con mucha generosidad y desprendimiento. De muchas maneras les decía: «hombres de fe hacen falta y se renovarán los prodigios de la Escritura...». Y esos prodigios se realizan cada día sobre la tierra... Así ha pasado siempre en la historia de la Iglesia.
Es Dios quien nos mantiene a flote y nos hace eficaces en medio de «aparentes imposibles», de un ambiente que frecuentemente es contrario al ideal cristiano. Es Él quien hace que caminemos sobre las aguas, y la condición es siempre la misma: mirar a Cristo y no detenernos demasiado en los obstáculos y en las tentaciones.
San Juan Crisóstomo, al comentar el Evangelio, señala que Jesús enseñó a Pedro a conocer, por propia experiencia, que toda su fortaleza venía de Él, mientras que de sí mismo solo podía esperar flaqueza y miseria3, y añade: «cuando falta nuestra cooperación, cesa también la ayuda de Dios». Por eso, en el momento en que Pedro empezó a temer y a dudar, comenzó también a hundirse.
Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan: «la fe viva depende de la capacidad que yo tenga de responder a ese Dios que me llama y quiere tratarme y ser mi amigo, el gran testigo de mi vida. Por tanto, si yo le respondo y le quiero y es alguien familiar en mi vida, si yo vivo junto a Él, estoy asegurando mi fe, porque mi fe se basa en Dios (...). Por el contrario, si me distancio de Dios, si le olvido, si Dios queda en la periferia de mi vida, que se sumerge en lo puramente material y humano; si me dejo arrastrar por las evidencias inmediatas y Dios se desdibuja en mi alma, ¿cómo voy a tener fe viva? Si no trato a Cristo, ¿qué es lo que queda de mi fe? Por eso, hemos de decir que, en última instancia, todos los obstáculos para la vida de fe se reducen en su génesis a un alejamiento de Dios, a un apartarse de Dios, a un dejar de tratarle cara a cara»4. Entonces cobran fuerza las tentaciones y las dificultades. Pedro hubiera permanecido firme sobre las aguas y habría llegado hasta el Señor si no hubiera apartado de Él su mirada confiada. Todas las tempestades juntas, las de dentro del alma y las del ambiente, nada pueden mientras estemos bien afincados en la oración. Por el contrario, abandonarla, hacerla con poca intimidad o en el anonimato es exponernos a hundirnos en el desaliento, en el pesimismo, en la tentación.
Nunca debe flaquear nuestra fe; aunque sean enormes las dificultades; aunque nos parezca que nos han de aplastar con su fuerza. «¿Qué importa que tengas en contra al mundo entero con todos sus poderes? Tú... ¡adelante!
»—Repite las palabras del salmo: “El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?... ‘Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum’. —Aunque me vea cercado de enemigos, no flaqueará mi corazón”»5.
III. Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó y al empezar a hundirse gritó diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto Jesús, extendiendo su mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Después subieron a la barca y cesó el viento.
En los peligros, en los tropiezos, en las dudas, es a Cristo a quien hemos de mirar: Corramos al combate que se nos presenta fijos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús6, leemos en la Epístola a los Hebreos. Cristo debe ser para nosotros una figura nítida, clara y bien conocida. ¡Lo hemos contemplado tantas veces, que no podemos confundirlo con un fantasma!, como los discípulos en medio de la noche. Sus rasgos son inconfundibles, y su voz, y su mirada. ¡Nos ha mirado tantas veces! En Él comienza y culmina la vida cristiana. «Si quieres salvarte –escribe Santo Tomás de Aquino– mira al rostro de tu Cristo»7. Nuestro trato habitual con Él en la oración y en los sacramentos es la única garantía para mantenernos en pie, como hijos de Dios, en medio de un mar alborotado como en el que vivimos.
Es más, junto a Cristo, los conflictos y trabajos que encontramos casi cada día fortalecen la fe, enrecian la esperanza y unen más a Él. Ocurre lo mismo que a «los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos: mientras que externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro»8.
Pedro dejó de mirar a Cristo, y se hundió. Pero supo enseguida acudir a quien todo le está sometido: ¡Señor, sálvame!, gritó con todas sus fuerzas cuando se sintió perdido. Y Jesús, con infinito cariño, le tendió la mano y lo sacó a flote. Si nosotros vemos que nos hundimos, que nos pueden las dificultades o la tentación, acudamos a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y Cristo nos tenderá su mano poderosa y segura, y saldremos adelante en todos los peligros y tribulaciones. Él siempre tiene su mano extendida, para que nos aferremos a ella. Nunca deja que nos hundamos, si hacemos lo poco que está de nuestra parte. Además, Dios ha puesto junto a cada uno de nosotros un Ángel Custodio para que nos proteja de toda adversidad y sea una ayuda poderosa en nuestro camino hacia el Cielo. Tratémosle confiadamente, acudamos a él con frecuencia durante el día, pidámosle ayuda en lo grande y en lo pequeño, y encontraremos la fortaleza que necesitamos para vencer.
1 Cfr. Mt 14, 22-36. — 2 P. Berglar, Opus Dei, Rialp, Madrid 1987, p. 270. — 3 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 50. — 4 P. Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 128. — 5 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 482. — 6 Heb 12, 1-2. — 7 Santo Tomás, Comentario a la Carta a los Hebreos, 12, 1-2. — 8 San Juan Crisóstomo, Homilía De gloria in tribulationibus.
martes, 3 de agosto de 2010
lunes, 2 de agosto de 2010
domingo, 1 de agosto de 2010
sábado, 31 de julio de 2010
EL PAN DE UNOS VERSOS
----------------
PADRE
RUFINO MARÍA GRÁNDEZ
sacerdote capuchino
AUTOBIOGRAFÍA
-----------
Felicitación pascual 2010
Dedicada a los Sacerdotes
en el Año sacerdotal
Cantemos, mis hermanos Sacerdotes,
a Cristo inmaculado, nuestra Pascua,
aquí sobre el altar, la Roca herida,
mirándole en la Hostia consagrada.
Con estos ojos míos yo lo veo
rasgar la Trinidad, que es su morada,
y en una Madre Virgen anidar:
lo veo en esta Hostia aquí palpada.
Lo veo derramarse en los caminos,
y andando por el mar, subir a la Montaña,
orar y predicar, curar enfermos:
su vida en esta Hostia actualizada.
Lo veo con María en el Calvario,
su corazón abierto, sangre y agua,
saliendo de la tumba, luz y vida:
lo veo palpitar en la Hostia santa.
¡Felicidades, Cristo entre mis manos,
divino Vencedor en la batalla,
aquí presente en puro sacramento,
por fuerza y en virtud de tus palabras!
Bendito, mi Jesús, mi sacerdocio,
mi Eucaristía a diario regalada,
Resurrección y giro de la historia
y Hostia de mis manos adorada.
¡Beata Trinidad, eterno don!:
Jesús, perenne Pascua de mi alma,
y Espíritu divino que abre al Padre,
¡a Dios la gloria ascienda desde el ara! Amén.
Puebla de los Ángeles (México),
Jueves Santo 2010
Fr. Rufino María Grández,
Sacerdote
rufinomg@yahoo.com.mx
----------------
PADRE
RUFINO MARÍA GRÁNDEZ
sacerdote capuchino
AUTOBIOGRAFÍA
-----------
Felicitación pascual 2010
Dedicada a los Sacerdotes
en el Año sacerdotal
Cantemos, mis hermanos Sacerdotes,
a Cristo inmaculado, nuestra Pascua,
aquí sobre el altar, la Roca herida,
mirándole en la Hostia consagrada.
Con estos ojos míos yo lo veo
rasgar la Trinidad, que es su morada,
y en una Madre Virgen anidar:
lo veo en esta Hostia aquí palpada.
Lo veo derramarse en los caminos,
y andando por el mar, subir a la Montaña,
orar y predicar, curar enfermos:
su vida en esta Hostia actualizada.
Lo veo con María en el Calvario,
su corazón abierto, sangre y agua,
saliendo de la tumba, luz y vida:
lo veo palpitar en la Hostia santa.
¡Felicidades, Cristo entre mis manos,
divino Vencedor en la batalla,
aquí presente en puro sacramento,
por fuerza y en virtud de tus palabras!
Bendito, mi Jesús, mi sacerdocio,
mi Eucaristía a diario regalada,
Resurrección y giro de la historia
y Hostia de mis manos adorada.
¡Beata Trinidad, eterno don!:
Jesús, perenne Pascua de mi alma,
y Espíritu divino que abre al Padre,
¡a Dios la gloria ascienda desde el ara! Amén.
Puebla de los Ángeles (México),
Jueves Santo 2010
Fr. Rufino María Grández,
Sacerdote
rufinomg@yahoo.com.mx
Meditación diaria de Hablar con Dios
PDA - Imprimir - Escuchar - Lecturas del día - Calendario - iSilo pdb Agosto - Alternativa - Twitter -
31 de julio
SAN IGNACIO DE LOYOLA*
Memoria
— La influencia de la lectura en la conversión de San Ignacio.
— Importancia de la lectura espiritual.
— Cuidar lo que se lee. Modo de hacer la lectura espiritual.
I. Según cuenta en su Autobiografía Ignacio de Loyola «hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra»1. Después de haber sido herido en una pierna en la defensa de la ciudad de Pamplona fue llevado en una litera a su tierra, donde estuvo al borde de la muerte; después de una larga convalecencia recuperó la salud. En este tiempo, «y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos para pasar el tiempo: mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita Christi y un libro de la vida de los santos en romances»2. Se aficionó a estas lecturas, reflexionó en ellas en el largo tiempo que hubo de guardar cama, y «leyendo la vida de Nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: ¿Qué seria, sí yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo?. Y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas ...»3.
Se alegraba cuando se determinaba a seguir la vida de los santos y se entristecía cuando abandonaba estos pensamientos. «Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en cuánta necesidad tenía de hacer penitencia de ella»4. Así, poco a poco, Dios se fue metiendo en su alma, y de caballero valeroso de un señor terreno pasó «a heroico caballero del Rey Eterno, Jesucristo. La herida que sufriera en Pamplona, la larga convalecencia en Loyola, las lecturas, la reflexión y la meditación bajo el influjo de la gracia, los diversos estados de ánimo por los que pasaba su espíritu, obraron en él una conversión radical: de los sueños de una vida mundana a una plena consagración a Cristo, que aconteció a los pies de Nuestra Señora de Montserrat y maduró en el retiro de Manresa»5.
El Señor se valió de la lectura para la conversión de San Ignacio. Y así ha sido en muchos otros: Dios ha penetrado en muchas almas a través de un buen libro. Verdaderamente, «la lectura ha hecho muchos santos»6. En ella encontramos una gran ayuda para nuestra formación, y también para nuestra conversación diaria con Dios. «En la lectura me escribes formo el depósito de combustible. Parece un montón inerte, pero es de allí de donde muchas veces mi memoria saca espontáneamente material, que llena de vida mi oración y enciende mi hacimiento de gracias después de comulgar»7. Un buen libro para lectura espiritual es un gran amigo, del que nos cuesta separarnos porque nos enseña el camino que conduce a Dios, y nos alienta y ayuda a recorrerlo.
II. La lectura espiritual cobra particular importancia en nuestros días, pues de ordinario será uno de los medios más importantes para alcanzar esa buena doctrina que ha de servirnos para alimentar nuestra piedad y para dar a conocer la fe a un mundo lleno de una profunda ignorancia. No es raro que en nuestra conversación normal de todos los días con amigos, parientes, conocidos... nos encontremos con que desconocen las nociones más elementales de la fe y los criterios más fundamentales para enjuiciar los problemas del mundo. Desgraciadamente, sigue siendo actual lo que en los primeros siglos del cristianismo escribía San Juan Crisóstomo, lamentándose de la ignorancia religiosa de muchos cristianos de su ¿poca: «a veces ocurre escribe el Santo que consagramos todo nuestro esfuerzo a cosas, no solo superfluas, sino incluso inútiles o perjudiciales, mientras se abandona y desprecia el estudio de la Escritura. Aquellos que en las competiciones hípicas se excitan hasta el colmo, pueden referir con rapidez el nombre, la yeguada, la raza, la nación, el entrenamiento de los caballos, los años de su vida, la velocidad de su carrera, y quién con quién, si galoparan unidos, conseguirían la victoria; y qué caballo, entre estos o aquellos, si toma parte en la carrera y si fuera montado por tal jinete, vencería la prueba... Si, por el contrario, nos preguntamos cuántas son las epístolas de San Pablo, ni siquiera su número sabemos expresar»8. El Señor nos urge para que iluminemos con la doctrina católica la oscuridad y la cerrazón de tantos que ignoran las verdades fundamentales de la fe y de la moral.
Cuando son tantas las publicaciones, las imágenes que cada día nos llegan, que por sí mismas no acercan a Dios y muchas veces tienden a separar de Él, se hacen urgentes unos momentos de reflexión al hilo de esa lectura adecuada que nos recuerde nuestro fin último, el sentido de la vida y de los acontecimientos a la luz de las enseñanzas de la Iglesia9. Un buen libro puede llegar a ser un excelente amigo «que nos pone delante los ejemplos de los santos, condena nuestra indiferencia, nos recuerda los juicios de Dios, nos habla de la eternidad, disipa las ilusiones del mundo, responde a los falsos pretextos del amor propio, nos proporciona los medios para resistir a nuestras pasiones desordenadas. Es un monitor discreto que nos avisa en secreto, un amigo que jamás nos engaña...»10. A la lectura se le pueden aplicar las palabras que la Escritura reserva a una buena amistad: podemos decir que cuando encontramos un buen libro hemos hallado un tesoro11. En muchos casos, una buena lectura espiritual puede ser decisiva en la vida de una persona, como lo fue en la vida de San Ignacio de Loyola y en la de tantos cristianos. Aconsejar buenos libros es también una forma excelente de apostolado, de enriquecer espiritualmente a nuestros amigos.
III. He venido a traer fuego a la tierra dice el Señor ¡Y ojalá estuviera ya ardiendo!12.
Para extender ese amor a Dios por el mundo entero necesitamos tenerlo en el corazón, como lo tuvo San Ignacio. Y la lectura espiritual da luces en la vida interior, propone ejemplos vivos de virtud, enciende en deseos de amor a Dios y es una gran ayuda para la oración, además de ser un excelente medio para una buena formación doctrinal. En los Santos Padres se encuentran frecuentes y concretas enseñanzas sobre la lectura espiritual. San Jerónimo, por ejemplo, aconseja que se lean cada día unos versículos de la Sagrada Escritura, y «escritos espirituales de hombres doctos, cuidando, sin embargo, de que sean autores de fe segura, porque no se puede buscar el oro en medio del fango»13. La lectura espiritual ha de hacerse con libros cuidadosamente escogidos, de modo que constituya con seguridad el alimento que necesita nuestra alma según las personales circunstancias. En estas, como en tantas otras ocasiones, la ayuda que recibimos en la dirección espiritual puede ser inestimable. En general, más que obras que intenten presentar nuevos problemas teológicos (que probablemente solo interesarán a especialistas de la ciencia teológica) hay que elegir libros que ilustren los fundamentos de la doctrina común, que expongan claramente el contenido de la fe, que nos ayuden a contemplar la vida de Jesucristo.
Para hacer con provecho la lectura espiritual a veces bastará que le dediquemos, por ejemplo, quince minutos diarios, incluyendo algunos versículos del Nuevo Testamento será necesario leer despacio, con atención y recogimiento, «parándote a considerar, rumiar, pensar y saborear las verdades que te tocan más de cerca, para grabarlas más hondamente en tu alma, y sacar de ella actos y afectos»14 que lleven a amar más a Dios. San Pedro de Alcántara solía dar un consejo parecido: la lectura «no ha de ser apresurada ni corrida, sino atenta y sosegada; aplicando a ella no solo el entendimiento para entender lo que se lee, sino mucho más la voluntad para gustar lo que se entiende. Y cuando hallare algún paso devoto, deténgase algo más en él para mejor sentirlo»15.
Ayuda mucho hacerla con continuidad, con el mismo libro, y podrá ser útil llevarlo con nosotros cuando nos ausentamos en fines de semana, viajes profesionales, etc., como hacemos con otros enseres, quizá más voluminosos y menos útiles. En determinadas épocas nos será también de gran provecho «volver a leer las obras que años atrás hicieron bien a nuestras almas. La vida es corta; por eso nos hemos de contentar con leer y releer aquellos escritos que verdaderamente llevan impresa la huella de Dios, y no perder el tiempo en lecturas de cosas sin vida y sin valor»16.
A San Ignacio le pedimos que nos ayude desde el Cielo a sacar abundante provecho de nuestra lectura espiritual y que convierta nuestro corazón para un mayor servicio de Dios.
Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para extender la gloria de tu nombre, concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del Cielo17.
1 San Ignacio de Loyola, Autobiografía, en Obras completas, BAC, Madrid 1963, I, 1. — 2 Ibídem, 1, 5. — 3 Ibídem, 1, 7. — 4 Ibídem, I, 9. — 5 Juan Pablo II, Mensaje para el Año Ignaciano, 31-VII-1990. — 6 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 116. — 7 Ibídem, n. 117. — 8 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre algunos pasajes del Nuevo Testamento, 1, 1. — 9 Cfr. E. Boylan. El amor supremo, Rialp, 3.ª ed., Madrid 1963, vol. I, pp. 181 ss. — 10 Berthier, cit. por A. Royo Marín en Teología de la perfección cristiana, 4.ª ed., BAC, Madrid 1962, p. 737. — 11 Cfr. Ecl 6, 14. — 12 Antífona de comunión, Lc 12, 49. — 13 San Jerónimo, Epístola 54, 10. — 14 San Juan Eudes, Royaume de Jésus, II. 15, 196. — 15 San Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación, I, 7. — 16 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Palabra, 4.ª ed., Madrid 1982, vol. I, p. 291. — 17 Oración colecta de la Misa.
* Nació el año 1491 en Loyola; siguió la carrera de las armas. Fue herido en la defensa de Pamplona; trasladado a su tierra natal, se convirtió durante la convalecencia a través de la lectura de una vida del Señor y vidas de algunos santos. Marchó a París para estudiar teología y allí reunió a los primeros seguidores, con los que más tarde, en Roma, fundaría la Compañía de Jesús. Murió en esta ciudad el año 1556.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
PDA - Imprimir - Escuchar - Lecturas del día - Calendario - iSilo pdb Agosto - Alternativa - Twitter -
31 de julio
SAN IGNACIO DE LOYOLA*
Memoria
— La influencia de la lectura en la conversión de San Ignacio.
— Importancia de la lectura espiritual.
— Cuidar lo que se lee. Modo de hacer la lectura espiritual.
I. Según cuenta en su Autobiografía Ignacio de Loyola «hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra»1. Después de haber sido herido en una pierna en la defensa de la ciudad de Pamplona fue llevado en una litera a su tierra, donde estuvo al borde de la muerte; después de una larga convalecencia recuperó la salud. En este tiempo, «y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos para pasar el tiempo: mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita Christi y un libro de la vida de los santos en romances»2. Se aficionó a estas lecturas, reflexionó en ellas en el largo tiempo que hubo de guardar cama, y «leyendo la vida de Nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: ¿Qué seria, sí yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo?. Y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas ...»3.
Se alegraba cuando se determinaba a seguir la vida de los santos y se entristecía cuando abandonaba estos pensamientos. «Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en cuánta necesidad tenía de hacer penitencia de ella»4. Así, poco a poco, Dios se fue metiendo en su alma, y de caballero valeroso de un señor terreno pasó «a heroico caballero del Rey Eterno, Jesucristo. La herida que sufriera en Pamplona, la larga convalecencia en Loyola, las lecturas, la reflexión y la meditación bajo el influjo de la gracia, los diversos estados de ánimo por los que pasaba su espíritu, obraron en él una conversión radical: de los sueños de una vida mundana a una plena consagración a Cristo, que aconteció a los pies de Nuestra Señora de Montserrat y maduró en el retiro de Manresa»5.
El Señor se valió de la lectura para la conversión de San Ignacio. Y así ha sido en muchos otros: Dios ha penetrado en muchas almas a través de un buen libro. Verdaderamente, «la lectura ha hecho muchos santos»6. En ella encontramos una gran ayuda para nuestra formación, y también para nuestra conversación diaria con Dios. «En la lectura me escribes formo el depósito de combustible. Parece un montón inerte, pero es de allí de donde muchas veces mi memoria saca espontáneamente material, que llena de vida mi oración y enciende mi hacimiento de gracias después de comulgar»7. Un buen libro para lectura espiritual es un gran amigo, del que nos cuesta separarnos porque nos enseña el camino que conduce a Dios, y nos alienta y ayuda a recorrerlo.
II. La lectura espiritual cobra particular importancia en nuestros días, pues de ordinario será uno de los medios más importantes para alcanzar esa buena doctrina que ha de servirnos para alimentar nuestra piedad y para dar a conocer la fe a un mundo lleno de una profunda ignorancia. No es raro que en nuestra conversación normal de todos los días con amigos, parientes, conocidos... nos encontremos con que desconocen las nociones más elementales de la fe y los criterios más fundamentales para enjuiciar los problemas del mundo. Desgraciadamente, sigue siendo actual lo que en los primeros siglos del cristianismo escribía San Juan Crisóstomo, lamentándose de la ignorancia religiosa de muchos cristianos de su ¿poca: «a veces ocurre escribe el Santo que consagramos todo nuestro esfuerzo a cosas, no solo superfluas, sino incluso inútiles o perjudiciales, mientras se abandona y desprecia el estudio de la Escritura. Aquellos que en las competiciones hípicas se excitan hasta el colmo, pueden referir con rapidez el nombre, la yeguada, la raza, la nación, el entrenamiento de los caballos, los años de su vida, la velocidad de su carrera, y quién con quién, si galoparan unidos, conseguirían la victoria; y qué caballo, entre estos o aquellos, si toma parte en la carrera y si fuera montado por tal jinete, vencería la prueba... Si, por el contrario, nos preguntamos cuántas son las epístolas de San Pablo, ni siquiera su número sabemos expresar»8. El Señor nos urge para que iluminemos con la doctrina católica la oscuridad y la cerrazón de tantos que ignoran las verdades fundamentales de la fe y de la moral.
Cuando son tantas las publicaciones, las imágenes que cada día nos llegan, que por sí mismas no acercan a Dios y muchas veces tienden a separar de Él, se hacen urgentes unos momentos de reflexión al hilo de esa lectura adecuada que nos recuerde nuestro fin último, el sentido de la vida y de los acontecimientos a la luz de las enseñanzas de la Iglesia9. Un buen libro puede llegar a ser un excelente amigo «que nos pone delante los ejemplos de los santos, condena nuestra indiferencia, nos recuerda los juicios de Dios, nos habla de la eternidad, disipa las ilusiones del mundo, responde a los falsos pretextos del amor propio, nos proporciona los medios para resistir a nuestras pasiones desordenadas. Es un monitor discreto que nos avisa en secreto, un amigo que jamás nos engaña...»10. A la lectura se le pueden aplicar las palabras que la Escritura reserva a una buena amistad: podemos decir que cuando encontramos un buen libro hemos hallado un tesoro11. En muchos casos, una buena lectura espiritual puede ser decisiva en la vida de una persona, como lo fue en la vida de San Ignacio de Loyola y en la de tantos cristianos. Aconsejar buenos libros es también una forma excelente de apostolado, de enriquecer espiritualmente a nuestros amigos.
III. He venido a traer fuego a la tierra dice el Señor ¡Y ojalá estuviera ya ardiendo!12.
Para extender ese amor a Dios por el mundo entero necesitamos tenerlo en el corazón, como lo tuvo San Ignacio. Y la lectura espiritual da luces en la vida interior, propone ejemplos vivos de virtud, enciende en deseos de amor a Dios y es una gran ayuda para la oración, además de ser un excelente medio para una buena formación doctrinal. En los Santos Padres se encuentran frecuentes y concretas enseñanzas sobre la lectura espiritual. San Jerónimo, por ejemplo, aconseja que se lean cada día unos versículos de la Sagrada Escritura, y «escritos espirituales de hombres doctos, cuidando, sin embargo, de que sean autores de fe segura, porque no se puede buscar el oro en medio del fango»13. La lectura espiritual ha de hacerse con libros cuidadosamente escogidos, de modo que constituya con seguridad el alimento que necesita nuestra alma según las personales circunstancias. En estas, como en tantas otras ocasiones, la ayuda que recibimos en la dirección espiritual puede ser inestimable. En general, más que obras que intenten presentar nuevos problemas teológicos (que probablemente solo interesarán a especialistas de la ciencia teológica) hay que elegir libros que ilustren los fundamentos de la doctrina común, que expongan claramente el contenido de la fe, que nos ayuden a contemplar la vida de Jesucristo.
Para hacer con provecho la lectura espiritual a veces bastará que le dediquemos, por ejemplo, quince minutos diarios, incluyendo algunos versículos del Nuevo Testamento será necesario leer despacio, con atención y recogimiento, «parándote a considerar, rumiar, pensar y saborear las verdades que te tocan más de cerca, para grabarlas más hondamente en tu alma, y sacar de ella actos y afectos»14 que lleven a amar más a Dios. San Pedro de Alcántara solía dar un consejo parecido: la lectura «no ha de ser apresurada ni corrida, sino atenta y sosegada; aplicando a ella no solo el entendimiento para entender lo que se lee, sino mucho más la voluntad para gustar lo que se entiende. Y cuando hallare algún paso devoto, deténgase algo más en él para mejor sentirlo»15.
Ayuda mucho hacerla con continuidad, con el mismo libro, y podrá ser útil llevarlo con nosotros cuando nos ausentamos en fines de semana, viajes profesionales, etc., como hacemos con otros enseres, quizá más voluminosos y menos útiles. En determinadas épocas nos será también de gran provecho «volver a leer las obras que años atrás hicieron bien a nuestras almas. La vida es corta; por eso nos hemos de contentar con leer y releer aquellos escritos que verdaderamente llevan impresa la huella de Dios, y no perder el tiempo en lecturas de cosas sin vida y sin valor»16.
A San Ignacio le pedimos que nos ayude desde el Cielo a sacar abundante provecho de nuestra lectura espiritual y que convierta nuestro corazón para un mayor servicio de Dios.
Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para extender la gloria de tu nombre, concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del Cielo17.
1 San Ignacio de Loyola, Autobiografía, en Obras completas, BAC, Madrid 1963, I, 1. — 2 Ibídem, 1, 5. — 3 Ibídem, 1, 7. — 4 Ibídem, I, 9. — 5 Juan Pablo II, Mensaje para el Año Ignaciano, 31-VII-1990. — 6 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 116. — 7 Ibídem, n. 117. — 8 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre algunos pasajes del Nuevo Testamento, 1, 1. — 9 Cfr. E. Boylan. El amor supremo, Rialp, 3.ª ed., Madrid 1963, vol. I, pp. 181 ss. — 10 Berthier, cit. por A. Royo Marín en Teología de la perfección cristiana, 4.ª ed., BAC, Madrid 1962, p. 737. — 11 Cfr. Ecl 6, 14. — 12 Antífona de comunión, Lc 12, 49. — 13 San Jerónimo, Epístola 54, 10. — 14 San Juan Eudes, Royaume de Jésus, II. 15, 196. — 15 San Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación, I, 7. — 16 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Palabra, 4.ª ed., Madrid 1982, vol. I, p. 291. — 17 Oración colecta de la Misa.
* Nació el año 1491 en Loyola; siguió la carrera de las armas. Fue herido en la defensa de Pamplona; trasladado a su tierra natal, se convirtió durante la convalecencia a través de la lectura de una vida del Señor y vidas de algunos santos. Marchó a París para estudiar teología y allí reunió a los primeros seguidores, con los que más tarde, en Roma, fundaría la Compañía de Jesús. Murió en esta ciudad el año 1556.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
viernes, 30 de julio de 2010
Meditación diaria de Hablar con Dios
PDA - Imprimir - Escuchar - Lecturas del día - Calendario - iSilo pdb Agosto - Twitter -
17ª Semana. Viernes
SIN RESPETOS HUMANOS
— Valentía para seguir a Cristo en cualquier ambiente y circunstancias.
— Vencer los respetos humanos, parte de la virtud de la fortaleza.
— Muchos necesitan el testimonio claro de nuestro sentir cristiano. Ejemplaridad.
I. Cuando Jesús inició su vida pública, muchos vecinos y parientes le tomaron por loco1, y en su primera visita a Nazaret, que leemos en el Evangelio de la Misa2, sus paisanos se niegan a ver en Él nada sobrenatural y extraordinario. En sus palabras se puede ver la envidia, apenas contenida. ¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es este el hijo del artesano?... Y se escandalizaban de Él.
Desde el principio, Jesús arrostró una corriente de maledicencias y de desprecios, nacidas de egoísmos cobardes, porque proclamaba la Verdad sin respetos humanos. Esa corriente iría aumentando con los años, hasta desatarse en calumnias y en persecución abierta, que le llevaría a la muerte. Sus mismos enemigos reconocerán en ocasiones diversas: Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no haces acepción de personas3.
La misma disposición –desprendimiento de juicios y alabanzas– pide el Maestro a sus discípulos. Los cristianos debemos cultivar y defender el debido prestigio profesional, moral y social, justamente labrado, porque forma parte de la dignidad humana, y para llevar a cabo la labor apostólica que hemos de realizar en medio de nuestras tareas. Pero no debemos olvidar que, en muchas ocasiones, nuestra conducta chocará con el comportamiento de los que se oponen a la moral cristiana, o de aquellos otros que se han aburguesado en el seguimiento de Cristo. Además, el Señor nos puede pedir también –en circunstancias extraordinarias– que renunciemos incluso a ese patrimonio de honra, y aun a la misma vida. Y a eso estamos dispuestos, con la ayuda de la gracia. Todo lo nuestro es del Señor.
El cristiano debe rechazar el miedo de parecer chocante si, por vivir como discípulo de Cristo, su conducta es mal interpretada o claramente rechazada. Quien ocultara su condición de cristiano en medio de un ambiente de costumbres paganas, se doblegaría, por cobardía, al respeto humano, y sería merecedor de aquellas palabras de Jesús: quien me niegue ante los hombres, Yo también le negaré ante mi Padre que está en los cielos4. El Señor nos enseña que la confesión de la fe –con todas sus consecuencias, en cualquier ambiente– es condición para ser discípulo suyo.
De este modo se comportaron muchos fieles seguidores de Jesús, como José de Arimatea y Nicodemo, que –siendo discípulos ocultos del Señor– no tuvieron inconveniente en dar la cara a la hora en que humanamente parece todo perdido, pues Jesús ha muerto crucificado. Ellos, al contrario de otros, «son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo –“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía»5. Así se comportaron después los Apóstoles, que se mostraron firmes ante el abuso del Sanedrín y ante las persecuciones de los paganos, bien convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios6. Y el mismo San Pablo, que nunca se avergonzó de predicar el Evangelio, escribía a su discípulo Timoteo: no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor7. Son palabras dirigidas hoy a nosotros para que mantengamos la fidelidad al Maestro cuando las circunstancias o el ambiente se presenta adverso.
II. La vida del cristiano ha de desarrollarse llena de normalidad, allí donde le ha tocado vivir, pero con frecuencia representará un fuerte contraste con modos de obrar tibios, aburguesados o indiferentes, y más con tantos comportamientos anticristianos, que no raramente son indignos de un ser humano. En estos casos, es lógico que la diferencia sea más llamativa; y no ha de sorprendernos que quienes actúan al margen de las enseñanzas de Cristo juzguen injustamente a los cristianos y que exterioricen esos juicios con ironías, comentarios mordaces e incluso con palabras ofensivas. Lo mismo sucedió a Nuestro Señor.
Quizá no se trate, normalmente, de sufrir grandes violencias físicas por causa del Evangelio, sino de soportar murmuraciones y calumnias, sonrisas burlonas, discriminaciones en el lugar de trabajo, pérdida de ventajas económicas o de amistades superficiales... A veces, quizá en la misma familia o con los amigos será necesaria una buena dosis de serenidad y fortaleza sobrenatural para mantener una postura coherente con la fe. Y en esas incómodas situaciones se puede presentar la tentación de escoger el camino fácil y evitar en los otros un movimiento de rechazo, de incomprensión, incluso de burla, a costa de ceder en la postura que debe mantener siempre un buen cristiano; puede meterse en el alma la idea de no perder amigos, de no cerrarse puertas por las que quizá será necesario pasar más tarde... Viene la tentación de dejarse llevar por los respetos humanos, ocultando la propia identidad, la condición de discípulos de Cristo que quieren vivir muy cerca de Él.
En esas situaciones difíciles, el cristiano no debe preguntarse qué es lo más oportuno, aquello que será bien acogido o aceptado, sino qué es lo mejor, qué espera el Señor en aquella concreta circunstancia. Muchas veces los respetos humanos son consecuencia de la comodidad de no llevarse un pequeño mal rato, del afán de agradar siempre o del deseo de no distinguirse dentro de un grupo. Y quizá el Señor espera eso, que nos distingamos, que seamos coherentes con la fe y el amor que llevamos en el corazón, que expresemos, aunque solo sea con el silencio, con unas pocas palabras, con un gesto o con una actitud... nuestras convicciones más profundas. Esta firmeza en la fe, que se transparenta en la conducta, es frecuentemente, sin darnos cuenta, el mejor modo de expresar el atractivo de la fe cristiana, y el comienzo del retorno de muchos hacia la Casa del Padre.
Para muchos que comienzan a seguir a Cristo, este es uno de los principales obstáculos que se presentarán en su camino. «¿Sabéis –pregunta el Santo Cura de Ars– cuál es la primera tentación que el demonio presenta a una persona que ha comenzado a servir mejor a Dios? Es el respeto humano»8, porque toda persona normal posee un sentido innato de vergüenza que la lleva a rehuir aquellas situaciones que la ponen en evidencia delante de los demás. Esta será nuestra mayor alegría: dar la cara por Jesucristo, cuando la ocasión lo requiera. Jamás nos arrepentiremos de haber sido coherentes con nuestra fe cristiana.
III. Muchas personas están a nuestro alrededor esperando el testimonio claro de un sentir cristiano. ¡Cuánto bien podemos hacer con la conducta! ¡Qué necesitado está el mundo de cristianos trabajadores, amables, cordiales y firmes en su fe! A veces oímos hablar de un «artículo valiente» porque ataca el magisterio del Papa o porque defiende el aborto o los anticonceptivos... Sin embargo, lo valiente en la época en que nos ha tocado vivir es precisamente defender la autoridad del Romano Pontífice en lo que a la fe y a la moral se refiere, defender el derecho a la vida de toda persona concebida, tener –si esa es la voluntad de Dios– una familia numerosa o defender la indisolubilidad del matrimonio. ¡Cuántos corazones vacilantes han sido fortalecidos por una actuación llena de firmeza!
Es necesario y urgente obtener de Dios, si nos faltara, la audacia propia de los hijos de Dios para vencer los temores. No podemos permitir que al Señor se le expulse o se le ponga entre paréntesis en la vida social, que hombres sectarios pretendan relegarlo al ámbito de la conciencia individual amparados en la inoperancia de gente buena acobardada.
No nos ha de extrañar sentir la tentación de pasar inadvertidos en determinadas situaciones que resultan conflictivas, a causa del Evangelio. El mismo San Pedro, después de haber sido confirmado como Cabeza de la Iglesia, después de recibir el Espíritu Santo, por respetos humanos cayó en pequeñas concesiones prácticas al ambiente adverso, que le fueron señaladas por San Pablo con firmeza y lealtad9. Este episodio, lejos de empañar la santidad y la unidad de la Iglesia, demostró la perfecta unión de los Apóstoles, el aprecio de San Pablo hacia la Cabeza visible de la Iglesia y la gran humildad de San Pedro para rectificar. También nosotros nos podemos ayudar mucho si en estos casos, con fortaleza y aprecio verdadero, practicamos la corrección fraterna, como hacían los cristianos de la primera hora.
El Señor nos da ejemplo de la conducta que hemos de seguir. Él sabía, desde aquel día en Nazaret, que muchos no estarían de acuerdo con Él. Jamás actuó de cara a los hombres; solo le importó una cosa: cumplir la voluntad del Padre. Nunca dejó de curar, por ejemplo, en sábado, aunque bien sabía que estaban espiándole para ver si curaba en ese día10. Jesús sabe lo que quiere, y lo sabe desde el principio. Jamás se le ve en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de actuar, vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta misma voluntad firme a los suyos. «Con ello infunde a sus discípulos su modo de ser. Están muy lejos de Él la precipitación y más aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de compromiso. Todo su ser y su vida son un “sí” o un “no”. Jesús es siempre el mismo, siempre dispuesto, porque cuando habla y cuando obra, siempre lo hace con plena lucidez de conciencia y con toda su voluntad»11.
Pidamos a Jesús esa firmeza para guiarnos en toda circunstancia por el querer de Dios, que permanece para siempre, y no por la voluntad de los hombres, que es cambiante, antojadiza y poco duradera.
1 Mc 3, 21. — 2 Mt 13, 54-58. — 3 Mt 22, 16. — 4 Mt 10, 32. — 5 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 841. — 6 1 Cor 1, 18. — 7 2 Tim 1, 7-8 — 8 Santo Cura de Ars, Sermón sobre las tentaciones. — 9 Gal 2, 11-14. — 10 Mc 3, 2. — 11 K. Adam, Jesucristo, Herder, Barcelona 1970, p. 95.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
PDA - Imprimir - Escuchar - Lecturas del día - Calendario - iSilo pdb Agosto - Twitter -
17ª Semana. Viernes
SIN RESPETOS HUMANOS
— Valentía para seguir a Cristo en cualquier ambiente y circunstancias.
— Vencer los respetos humanos, parte de la virtud de la fortaleza.
— Muchos necesitan el testimonio claro de nuestro sentir cristiano. Ejemplaridad.
I. Cuando Jesús inició su vida pública, muchos vecinos y parientes le tomaron por loco1, y en su primera visita a Nazaret, que leemos en el Evangelio de la Misa2, sus paisanos se niegan a ver en Él nada sobrenatural y extraordinario. En sus palabras se puede ver la envidia, apenas contenida. ¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es este el hijo del artesano?... Y se escandalizaban de Él.
Desde el principio, Jesús arrostró una corriente de maledicencias y de desprecios, nacidas de egoísmos cobardes, porque proclamaba la Verdad sin respetos humanos. Esa corriente iría aumentando con los años, hasta desatarse en calumnias y en persecución abierta, que le llevaría a la muerte. Sus mismos enemigos reconocerán en ocasiones diversas: Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no haces acepción de personas3.
La misma disposición –desprendimiento de juicios y alabanzas– pide el Maestro a sus discípulos. Los cristianos debemos cultivar y defender el debido prestigio profesional, moral y social, justamente labrado, porque forma parte de la dignidad humana, y para llevar a cabo la labor apostólica que hemos de realizar en medio de nuestras tareas. Pero no debemos olvidar que, en muchas ocasiones, nuestra conducta chocará con el comportamiento de los que se oponen a la moral cristiana, o de aquellos otros que se han aburguesado en el seguimiento de Cristo. Además, el Señor nos puede pedir también –en circunstancias extraordinarias– que renunciemos incluso a ese patrimonio de honra, y aun a la misma vida. Y a eso estamos dispuestos, con la ayuda de la gracia. Todo lo nuestro es del Señor.
El cristiano debe rechazar el miedo de parecer chocante si, por vivir como discípulo de Cristo, su conducta es mal interpretada o claramente rechazada. Quien ocultara su condición de cristiano en medio de un ambiente de costumbres paganas, se doblegaría, por cobardía, al respeto humano, y sería merecedor de aquellas palabras de Jesús: quien me niegue ante los hombres, Yo también le negaré ante mi Padre que está en los cielos4. El Señor nos enseña que la confesión de la fe –con todas sus consecuencias, en cualquier ambiente– es condición para ser discípulo suyo.
De este modo se comportaron muchos fieles seguidores de Jesús, como José de Arimatea y Nicodemo, que –siendo discípulos ocultos del Señor– no tuvieron inconveniente en dar la cara a la hora en que humanamente parece todo perdido, pues Jesús ha muerto crucificado. Ellos, al contrario de otros, «son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo –“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía»5. Así se comportaron después los Apóstoles, que se mostraron firmes ante el abuso del Sanedrín y ante las persecuciones de los paganos, bien convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios6. Y el mismo San Pablo, que nunca se avergonzó de predicar el Evangelio, escribía a su discípulo Timoteo: no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor7. Son palabras dirigidas hoy a nosotros para que mantengamos la fidelidad al Maestro cuando las circunstancias o el ambiente se presenta adverso.
II. La vida del cristiano ha de desarrollarse llena de normalidad, allí donde le ha tocado vivir, pero con frecuencia representará un fuerte contraste con modos de obrar tibios, aburguesados o indiferentes, y más con tantos comportamientos anticristianos, que no raramente son indignos de un ser humano. En estos casos, es lógico que la diferencia sea más llamativa; y no ha de sorprendernos que quienes actúan al margen de las enseñanzas de Cristo juzguen injustamente a los cristianos y que exterioricen esos juicios con ironías, comentarios mordaces e incluso con palabras ofensivas. Lo mismo sucedió a Nuestro Señor.
Quizá no se trate, normalmente, de sufrir grandes violencias físicas por causa del Evangelio, sino de soportar murmuraciones y calumnias, sonrisas burlonas, discriminaciones en el lugar de trabajo, pérdida de ventajas económicas o de amistades superficiales... A veces, quizá en la misma familia o con los amigos será necesaria una buena dosis de serenidad y fortaleza sobrenatural para mantener una postura coherente con la fe. Y en esas incómodas situaciones se puede presentar la tentación de escoger el camino fácil y evitar en los otros un movimiento de rechazo, de incomprensión, incluso de burla, a costa de ceder en la postura que debe mantener siempre un buen cristiano; puede meterse en el alma la idea de no perder amigos, de no cerrarse puertas por las que quizá será necesario pasar más tarde... Viene la tentación de dejarse llevar por los respetos humanos, ocultando la propia identidad, la condición de discípulos de Cristo que quieren vivir muy cerca de Él.
En esas situaciones difíciles, el cristiano no debe preguntarse qué es lo más oportuno, aquello que será bien acogido o aceptado, sino qué es lo mejor, qué espera el Señor en aquella concreta circunstancia. Muchas veces los respetos humanos son consecuencia de la comodidad de no llevarse un pequeño mal rato, del afán de agradar siempre o del deseo de no distinguirse dentro de un grupo. Y quizá el Señor espera eso, que nos distingamos, que seamos coherentes con la fe y el amor que llevamos en el corazón, que expresemos, aunque solo sea con el silencio, con unas pocas palabras, con un gesto o con una actitud... nuestras convicciones más profundas. Esta firmeza en la fe, que se transparenta en la conducta, es frecuentemente, sin darnos cuenta, el mejor modo de expresar el atractivo de la fe cristiana, y el comienzo del retorno de muchos hacia la Casa del Padre.
Para muchos que comienzan a seguir a Cristo, este es uno de los principales obstáculos que se presentarán en su camino. «¿Sabéis –pregunta el Santo Cura de Ars– cuál es la primera tentación que el demonio presenta a una persona que ha comenzado a servir mejor a Dios? Es el respeto humano»8, porque toda persona normal posee un sentido innato de vergüenza que la lleva a rehuir aquellas situaciones que la ponen en evidencia delante de los demás. Esta será nuestra mayor alegría: dar la cara por Jesucristo, cuando la ocasión lo requiera. Jamás nos arrepentiremos de haber sido coherentes con nuestra fe cristiana.
III. Muchas personas están a nuestro alrededor esperando el testimonio claro de un sentir cristiano. ¡Cuánto bien podemos hacer con la conducta! ¡Qué necesitado está el mundo de cristianos trabajadores, amables, cordiales y firmes en su fe! A veces oímos hablar de un «artículo valiente» porque ataca el magisterio del Papa o porque defiende el aborto o los anticonceptivos... Sin embargo, lo valiente en la época en que nos ha tocado vivir es precisamente defender la autoridad del Romano Pontífice en lo que a la fe y a la moral se refiere, defender el derecho a la vida de toda persona concebida, tener –si esa es la voluntad de Dios– una familia numerosa o defender la indisolubilidad del matrimonio. ¡Cuántos corazones vacilantes han sido fortalecidos por una actuación llena de firmeza!
Es necesario y urgente obtener de Dios, si nos faltara, la audacia propia de los hijos de Dios para vencer los temores. No podemos permitir que al Señor se le expulse o se le ponga entre paréntesis en la vida social, que hombres sectarios pretendan relegarlo al ámbito de la conciencia individual amparados en la inoperancia de gente buena acobardada.
No nos ha de extrañar sentir la tentación de pasar inadvertidos en determinadas situaciones que resultan conflictivas, a causa del Evangelio. El mismo San Pedro, después de haber sido confirmado como Cabeza de la Iglesia, después de recibir el Espíritu Santo, por respetos humanos cayó en pequeñas concesiones prácticas al ambiente adverso, que le fueron señaladas por San Pablo con firmeza y lealtad9. Este episodio, lejos de empañar la santidad y la unidad de la Iglesia, demostró la perfecta unión de los Apóstoles, el aprecio de San Pablo hacia la Cabeza visible de la Iglesia y la gran humildad de San Pedro para rectificar. También nosotros nos podemos ayudar mucho si en estos casos, con fortaleza y aprecio verdadero, practicamos la corrección fraterna, como hacían los cristianos de la primera hora.
El Señor nos da ejemplo de la conducta que hemos de seguir. Él sabía, desde aquel día en Nazaret, que muchos no estarían de acuerdo con Él. Jamás actuó de cara a los hombres; solo le importó una cosa: cumplir la voluntad del Padre. Nunca dejó de curar, por ejemplo, en sábado, aunque bien sabía que estaban espiándole para ver si curaba en ese día10. Jesús sabe lo que quiere, y lo sabe desde el principio. Jamás se le ve en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de actuar, vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta misma voluntad firme a los suyos. «Con ello infunde a sus discípulos su modo de ser. Están muy lejos de Él la precipitación y más aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de compromiso. Todo su ser y su vida son un “sí” o un “no”. Jesús es siempre el mismo, siempre dispuesto, porque cuando habla y cuando obra, siempre lo hace con plena lucidez de conciencia y con toda su voluntad»11.
Pidamos a Jesús esa firmeza para guiarnos en toda circunstancia por el querer de Dios, que permanece para siempre, y no por la voluntad de los hombres, que es cambiante, antojadiza y poco duradera.
1 Mc 3, 21. — 2 Mt 13, 54-58. — 3 Mt 22, 16. — 4 Mt 10, 32. — 5 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 841. — 6 1 Cor 1, 18. — 7 2 Tim 1, 7-8 — 8 Santo Cura de Ars, Sermón sobre las tentaciones. — 9 Gal 2, 11-14. — 10 Mc 3, 2. — 11 K. Adam, Jesucristo, Herder, Barcelona 1970, p. 95.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
jueves, 29 de julio de 2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)