domingo, 12 de febrero de 2012

Apuntes del camino | tengo sed de Ti

Apuntes del camino tengo sed de TiMeditación del día de Hablar con Dios
Sexto Domingociclo b
LA LEPRA DEL PECADO
— El Señor viene a curar nuestros males más profundos.
Curación de un leproso.
— La lepra, imagen del pecado. Los sacerdotes perdonan los
pecados in persona Christi.
— Apostolado de la Confesión.
I. La curación de un leproso que narra el Evangelio de la
Misa1 debió de conmover mucho a las gentes y fue objeto frecuente de
predicación en la catequesis de los Apóstoles. Así nos lo hace ver el hecho de
ser recogido con tanto detalle por tres Evangelistas. De ellos, San Lucas
precisa que el milagro se realizó en una ciudad, y que la enfermedad se
encontraba ya muy avanzada: estaba todo cubierto de lepra2,
nos dice.
La lepra era considerada entonces como una enfermedad incurable.
Los miembros del leproso eran invadidos poco a poco, y se producían
deformaciones en la cara, en las manos, en los pies, acompañadas de grandes
padecimientos. Por temor al contagio, se les apartaba de las ciudades y de los
caminos. Como se lee en la Primera lectura de la Misa3, se les
declaraba por este motivo legalmente impuros, se les obligaba a llevar la cabeza
descubierta y los vestidos desgarrados, y habían de darse a conocer desde lejos
cuando pasaban por las cercanías de un lugar habitado. Las gentes huían de
ellos, incluso los familiares; y en muchos casos se interpretaba su enfermedad
como un castigo de Dios por sus pecados. Por estas circunstancias, extraña ver a
este leproso en una ciudad. Quizá ha oído hablar de Jesús y lleva tiempo
buscando la ocasión para acercarse a Él. Ahora, por fin, le ha encontrado y, con
tal de hablarle, incumple las tajantes prescripciones de la antigua ley mosaica.
Cristo es su esperanza, su única esperanza.
La escena debió de ser extraordinaria. Se postró el leproso ante
Jesús, y le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Si quieres... Quizá
se había preparado un discurso más largo, con más explicaciones..., pero al
final todo quedó reducido a esta jaculatoria llena de sencillez, de confianza,
de delicadeza: Si vis, potes me mundare, si quieres, puedes... En estas
pocas palabras se resume una oración poderosa. Jesús se compadeció; y los tres
Evangelistas que relatan el suceso nos han dejado el gesto sorprendente del
Señor: extendió la mano y le tocó. Hasta ahora todos los hombres habían
huido de él con miedo y repugnancia, y Cristo, que podía haberle curado a
distancia –como en otras ocasiones–, no solo no se separa de él, sino que llegó
a tocar su lepra. No es difícil imaginar la ternura de Cristo y la gratitud del
enfermo cuando vio el gesto del Señor y oyó sus palabras: Quiero, queda
limpio.
El Señor siempre desea sanarnos de nuestras flaquezas y de
nuestros pecados. Y no tenemos necesidad de esperar meses ni días para que pase
cerca de nuestra ciudad, o junto a nuestro pueblo... Al mismo Jesús de Nazaret
que curó a este leproso le encontramos todos los días en el Sagrario más
cercano, en la intimidad del alma en gracia, en el sacramento de la Penitencia.
«Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el
fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía,
el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es
imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir:
Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres –y
Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos
síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las
llagas; y el pus, si hay pus»4; todas las miserias de nuestra
vida.
Hoy debemos recordar que las mismas flaquezas y debilidades
pueden ser la ocasión para acercarnos más a Cristo, como le ocurrió a este
leproso. Desde aquel momento sería ya un discípulo incondicional de su Señor.
¿Nos acercamos nosotros con estas disposiciones de fe y de confianza a la
Confesión? ¿Deseamos vivamente la limpieza del alma? ¿Cuidamos con esmero la
frecuencia con que hayamos previsto recibir este sacramento?
II. Los Santos Padres vieron en la lepra la imagen
del pecado5 por su fealdad y repugnancia, por la separación de los
demás que ocasiona... Con todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente
peor que la lepra por su fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos
en esta vida y en la otra. «Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de
pecado mortal, nos moriríamos de terror»6. Todos somos pecadores,
aunque por la misericordia divina estemos lejos del pecado mortal. Es una
realidad que no debemos olvidar; y Jesús es el único que puede curarnos; solo
Él.
El Señor viene a buscar a los enfermos, y Él es quien únicamente
puede calibrar y medir con toda su tremenda realidad la ofensa del pecado. Por
eso nos conmueve su acercamiento al pecador. Él, que es la misma Santidad, no se
presenta lleno de ira, sino con gran delicadeza y respeto. «Así es el estilo de
Jesús, que vino a dar cumplimiento, no a destruir.
»Al sanar, al curar de la lepra, el Señor realiza grandes
signos. Estos signos servían para manifestar la potencia de Dios ante
las enfermedades del alma: ante el pecado. La misma reflexión se desarrolla en
el Salmo responsorial, que proclama precisamente la bienaventuranza del
perdón de los pecados: Dichoso el que ha sido absuelto de su culpa...
(Sal 31, 1). Jesús sana de la enfermedad física, pero al mismo tiempo
libera del pecado. Se revela de esta forma como el Mesías anunciado por los
Profetas, que tomó sobre Sí nuestras enfermedades y asumió nuestros
pecados (cfr. Is 53, 3-12) para liberarnos de toda enfermedad
espiritual y material (...). Así, pues, un tema central de la liturgia de hoy es
la purificación del pecado, que es como la lepra del
alma»7.
Jesús nos dice que ha venido para eso: para perdonar, para
redimir, para librarnos de esa lepra del alma, del pecado. Y proclama su perdón
como signo de omnipotencia, como señal de un poder que solo Dios mismo puede
ejercer8. Cada Confesión es expresión del poder y de la misericordia
de Dios; los sacerdotes ejercitan este poder no en virtud propia, sino en nombre
de Cristo –in persona Christi–, como instrumentos en manos del Señor.
«Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos
confirió –decía Juan Pablo II a los sacerdotes–, que nuestra personalidad es
como si desapareciese delante de la suya, ya que Él es quien actúa por medio de
nosotros (...). Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la Penitencia,
pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son
perdonados»9. Oímos a Cristo en la voz del sacerdote.
En la Confesión nos acercamos, con veneración y agradecimiento,
al mismo Cristo; en el sacerdote debemos ver a Jesús, el único que puede sanar
nuestras enfermedades. «“Domine!” –¡Señor!–, “si vis, potes me mundare” si
quieres, puedes curarme.
»—¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe
del leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! —No tardarás en
sentir la respuesta del Maestro: “volo, mundare!” —quiero, ¡sé
limpio!»10. Jesús nos trata con suprema delicadeza y amor cuando más
necesitados nos encontramos a causa de las faltas y pecados.
III. Hemos de aprender de este leproso: con su
sinceridad se pone delante del Señor, e hincándose de
rodillas11 reconoce su enfermedad y pide que le cure.
Le dijo el Señor al leproso: Quiero, queda limpio. Y al
momento desapareció de él la lepra y quedó limpio. Nos imaginamos la inmensa
alegría del que hasta ese momento era leproso. Tanto fue su gozo que, a pesar de
la advertencia del Señor, comenzó a proclamar y divulgar por todas partes la
noticia del bien inmenso que había recibido. No se pudo contener con tanta dicha
para él solo, y siente la necesidad de hacer partícipes a todos de su buena
suerte.
Esta ha de ser nuestra actitud ante la Confesión. Pues en ella
también quedamos libres de nuestras enfermedades, por grandes que pudieran ser.
Y no solo se limpia el pecado; el alma adquiere una gracia nueva, una juventud
nueva, una renovación de la vida de Cristo en nosotros. Quedamos unidos al Señor
de una manera particular y distinta. Y de ese ser nuevo y de esa alegría nueva
que encontramos en cada Confesión hemos de hacer partícipes a quienes más
apreciamos, y a todos. No nos debe bastar el haber encontrado al Médico, debemos
hacer llegar la noticia, a través de nuestro apostolado personal, a muchos que
no saben que están enfermos o que piensan que sus males son incurables. Llevar a
muchos a la Confesión es uno de los grandes encargos que Cristo nos hace en
estos momentos en que verdaderas multitudes se han alejado de aquello que más
necesitan: el perdón de sus pecados.
En ocasiones, tendremos que comenzar por una catequesis
elemental, aconsejándoles quizá libros de fácil lectura y explicándoles, con un
lenguaje que entiendan, los puntos fundamentales de la fe y de la moral. Les
ayudaremos a ver que su tristeza y su vacío interior provienen de la ausencia de
Dios en sus vidas. Con mucha comprensión les facilitaremos incluso el modo de
hacer un examen de conciencia profundo, y les animaremos a que acudan al
sacerdote, quizá el mismo con el que nosotros nos confesamos habitualmente, a
que sean sencillos y humildes y cuenten todo lo que les aleja del Señor, que les
está esperando. Nuestra oración, el ofrecer por ellos horas de trabajo y alguna
mortificación, el confesarnos nosotros mismos con la frecuencia que tengamos
prevista, atraerá de Dios nuevas gracias eficaces para esas personas que
deseamos se acerquen al sacramento, a Cristo mismo.
Aquel día fue inolvidable para el leproso. Cada encuentro
nuestro con Cristo es también inolvidable, y nuestros amigos, a quienes hemos
ayudado en su caminar hasta Dios, jamás olvidarán la paz y la alegría de su
encuentro con el Maestro. Y se convertirán a su vez en apóstoles que propagan la
Buena Nueva, la alegría de confesarse bien. Nuestra Madre Santa María nos
concederá, si acudimos a Ella, el gozo y la urgencia de comunicar los grandes
bienes que el Señor –Padre de las Misericordias– nos ha dejado en este
sacramento.
1 Mc 1, 40-45. — 2 Lc 5, 12. — 3
Lev 13, 1-2; 44-46. — 4 San Josemaría
Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. — 5 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 2.
— 6 Santo Cura de Ars, citado por Juan XXIII en
Carta Sacerdotii nostri primordia. — 7 Juan
Pablo II, Homilía 17-II-1985. — 8 Cfr. Mt 9, 2 ss. —
9 Juan Pablo II, Homilía en el estadio de
Maracaná, Río de Janeiro, 2-VII-1980. — 10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 142. — 11 Mc 1,
40.
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