sábado, 23 de abril de 2011

La Pasión del Abandonado


La pasión según Marcos es la pasión del abandonado. Todos lo abandonan: la gente alegre del día de ramos, los discípulos, Pedro... ¡y hasta el Padre! Nunca se sintió Jesús tan incomprendido y tan solo, entregado a la soldadesca (¡el Hijo de Dios cubierto de esputos y abofeteado!) y tratado como culpable por los jefes religiosos.

Desciende hasta lo más profundo de la soledad humana. El, que hablaba, que había venido para hablarnos, se calla. Son impresionantes dos observaciones de Marcos: "¿No contestas nada?", dice el sumo sacerdote; "¿No respondes?", le dice Pilato.

Silencio de Jesús. Hay momentos en los que Jesús no tiene nada que decir, nada que decirnos. Indicó lo que era, señaló el camino por donde le podemos seguir. Si no lo seguimos, ¿qué puede decirnos ya? - ¿No me respondes? - No. Estás demasiado lejos. Sólo se está cerca de mí por medio de actos de amor y de coraje.

Si no seguimos a Jesús más que escuchando religiosamente sus palabras o predicándolas con elocuencia, sin ponerlas en práctica, somos de los que lo abandonan. Es una verdad muy dura que nos negamos a aceptar. La meditación de esta pasión tiene que ponernos ante la exigencia fundamental del evangelio: sólo se "sigue" a Jesús haciendo lo que él pide.

Pasión de los abandonos y del terrible silencio de Jesús. Pero también pasión de los tres gritos:

- ¿Eres tú el mesías, el hijo del bendito? - ¡Lo soy!, grita Jesús, rompiendo el secreto sobre su mesianidad y su gloria.

Encadenado, humillado, revela finalmente lo inaudito: "Vais a ver cómo el hijo del hombre toma asiento a la derecha del todopoderoso, y cómo viene entre las nubes del cielo". Aquello no podía aceptarse, en aquel lugar y ante aquellos sacerdotes, mas que como una blasfemia. Pero ¿y nosotros? ¿Con qué fe lo miramos nosotros, en este momento? Jesús grita en la cruz su confianza: "¡Dios mío, Dios mío!".

Y lo hace luchando contra el sentimiento más terrible de abandono: "¿Por qué me has abandonado?". Palabra preciosa que ofrece a los que bajan a esos abismos. Si no hubiera llegado hasta allá, ¿sería el Enmanuel prometido, el Dios con nosotros? Jesús, contigo puedo gritar en medio del abandono, pero contigo quiero decir también: "¡Dios mío!" donde creía que ya no podía decirlo.

El tercer grito de esta pasión es aquél al que nos conduce Marcos desde el comienzo de su evangelio. Decir: "¡Tú eres Dios!" no a aquel que electrizaba a la gente, al que fue transfigurado, sino al condenado en la cruz. Una muerte tal que el centurión gritó: "Realmente este hombre era Hijo de Dios". Es el lector del evangelio el que dice esto al final de esta pasión. Pero una vez más: es inútil decirlo, si esto no nos cambia.

ANDRE SEVE
EL EVANG. DE LOS DOMINGOS
EDIT. VERBO DIVINO ESTELLA 1984.Pág. 111
Un Dios sin Poder


El evangelista nos presenta un cuadro dramático y terrible. Fuera de la ciudad sagrada, junto al camino, a la vista de la mucha gente que pasaba por allí, colgado en una cruz entre dos bandidos (guerrilleros nacionalistas, quizá), agoniza el mismo que pocos días antes había sido recibido y aclamado triunfalmente por el pueblo como el Rey-Mesías. Y con un letrero en el que se daba noticia de la causa de su condena: "El rey de los judíos".

Todos se ríen de él, ridiculizando las palabras que había pronunciado cuando predicaba: tanto los que al escucharlo recibieron su mensaje como acusación y denuncia de sus injusticias como los que lo debieron sentir como anuncio de liberación.

Todos de acuerdo: los transeúntes, gente del pueblo que quizá lo había aclamado el domingo de Ramos y que ya había perdido toda esperanza en él; los sumos sacerdotes y los letrados que habían vuelto a engañar al pueblo para que rechazara a Jesús y que ahora celebraban lo que creían que era su triunfo, y hasta los que estaban crucificados con él.

Todos de acuerdo en que ése no es modo de salvar al mundo: si el salvador no es capaz de salvarse a sí mismo..., ¿a quién podrá salvar?

Todos de acuerdo en que si Dios estuviera con él la suerte de aquel condenado no sería la que estaban viendo. Si aquel despojo humano fuera de verdad el Hijo de Dios, ¿qué clase de Padre sería ese Dios? Y, al final, parece que hasta el mismo condenado les da la razón: "¡Eloi, eloi, lema sabaktani", que significa Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

UN DIOS SIN PODER

"¡Vaya! ¡El que derriba el santuario y lo edifica en tres días! ¡Baja de la cruz y sálvate!...

Ha salvado a otros y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos!"

Un Dios sin poder. A algunos les sonará a blasfemia, pero eso es lo que se ve en el crucificado. "Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso", decimos en el credo. Pero ¿en qué consiste su poder? Ciertamente, el poder de Dios no es como el de los poderosos de la tierra (capacidad de determinar o modificar la libertad de los demás). No. El Padre no cambia el curso de los acontecimientos que los hombres, en el uso de su libertad, han decidido; no fuerza la libertad de los hombres, ni siquiera para que éstos sean buenos.

Preguntarse si podría hacerlo es un absurdo, algo así como preguntarse si Dios puede pecar. Entonces...

Dios es amor, dice San Juan. Y ése, el amor, es su poder. Y de ese poder sí está llena la figura del crucificado. Sus paisanos no fueron capaces de descubrirlo: todos los que hablan al verlo en la cruz pretenden que Dios anule lo que los hombres han hecho para que, demostrado así su poder, puedan creer en Jesús. No les entraba en la cabeza que el amor fuera ya salvación.

Quizá también a nosotros nos resulta difícil creer que el amor puede transformar el mundo. Sin embargo, conocemos por experiencia la fuerza del amor: si se apodera de nosotros nos cambia la vida, y cuando se hace norma de convivencia de un grupo, transforma su forma de vivir. Entonces, si lo dejáramos organizar el mundo en lugar de que siga estando en manos de la fuerza y del poder, ¿no cambiaría nada? No, no es tarea fácil.

Como Jesús, hay que poner en juega la vida. Y sin ventaja: Jesús tuvo que afrontar la muerte solo, como un simple hombre. La confianza que él tenía en Dios ("Dios mío" expresa una gran familiaridad) no alivia ni el dolor de verse rechazado por su pueblo y derrotado por sus enemigos ni la angustia, tan humana, de enfrentarse a la muerte. Pero así manifestó el poder del amor de Dios. Sólo un forastero, un pagano, supo verlo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios". Entre tantos salvadores poderosos, ¿no sería inteligente dar una oportunidad a este salvador?

RAFAEL J. GARCIA AVILES
LLAMADOS A SER LIBRES. CICLO B
EDIC. EL ALMENDRO/MADRID 1990.Pág. 76ss.
La noche más larga de la historia

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Antonio Izquierdo




Titularía está contemplación "The longest night" (la noche más larga). Vamos a contemplar la noche más larga de la vida de Jesucristo: Desde el prendimiento en el huerto de Getsemaní hasta el alba del viernes santo.

Todo ser humano desea ser respetado, ser tratado como lo que es. Todo ser humano tiene el sentido de la dignidad. Tiene también el sentido del honor. Y está dispuesto a morir antes de ver violado su honor. Un hombre digno pone el honor por encima de todo: Del mundo, de las cosas, del dinero, del bienestar, del placer. Prefiere ser un mendigo, pero que nadie le escupa, que nadie le abofetee. Cuando se viola el honor, el hombre se rebela y está dispuesto a lo que sea con tal de hacer respetar su honor o de verlo resarcido.

Cristo fue herido, acribillado, en su honor de hombre, en la noche más larga de la historia humana. Más todavía, fue destrozado en su honor de Hijo de Dios. Psicológicamente, el tiempo como que se detuvo en aquella noche de la ignominia.


Aplicación de sentidos

Quiero detenerme a ver el honor de Cristo destrozado por sus mismos amigos. Cristo ha dado su corazón y su amistad a unos hombres, y éstos se muestran indignos de esa amistad, la violan, e hieren así a Jesucristo en su dignidad de amigo.

Contemplemos la traición de Judas: Llega con un tropel de soldados y le traiciona de la manera más indigna: Con un beso. Con todo, Cristo le llama amigo. ¡Qué mansedumbre de la mirada de Jesús a éste pobre desgraciado! ¡Con qué amistad, con qué amor miraría a Judas! ¡En vano!

Traicionado por Pedro, que no lo reconoce, que reniega de Jesús. Con su negación pisotea el honor de Jesús que se ha dignado contarle entre sus amigos y discípulos. ¡Qué penetrante debió ser la mirada de Jesús, y a la vez qué dulce, para que Pedro, que le ha negado, salga del palacio de Caifás y comience a llorar amargamente!

Abandonado por todos los apóstoles: "Todos lo abandonaron", constata el evangelista. ¿Dónde están? Perdidos en medio de la ciudad, en la oscuridad de la noche, descontrolados, temerosos de ser reconocidos como discípulos de Jesús. La dignidad de la amistad, ¡qué bajos fondos toca en el alma de estos apóstoles!

Abandonado también por su pueblo. El pueblo que había recibido tantos beneficios de él, que le había escuchado, que había sido curado por él...en el palacio de Pilatos no sabe sino gritar: "¡Crucifícale! ¡crucifícale!".

Podemos aplicar también los sentidos a contemplar a Cristo deshonrado, tratado inhumanamente, siendo inocente. Tratado no sólo como criminal, sino como deshecho de hombre: Primero, abofeteado por un esclavo; luego escupido por unos cuantos soldados, medio borrachos; además, azotado, coronado de espinas sin piedad...En esas horas nocturnas se acumula toda la brutalidad del mundo contra Jesús, toda la ignominia del hombre.

La visión de fe

La visión de fe, ¿qué descubre en todo esto? En primer lugar, a la fe impresiona el silencio de Dios. Ante la inhumanidad de los hombres Dios calla; acepta, ama, sufre y redime en silencio. Nosotros nos hubiésemos rebelado, no hubiésemos permitido eso. Dios, que tenía poder de cambiar la escena, no lo hizo. Con su silencio descubre al hombre lo salvaje que es cuando se deja llevar del instinto de su naturaleza. Quiere hacer ver al hombre el abismo al que ha descendido como ser humano: No es digno de llamarse hombre. Por todo eso, Dios guarda silencio, un silencio que quiere ser enormemente elocuente.

La visión teologal nos ayuda también a descubrir la fe de Dios en el hombre. En todo hombre se esconde una fiera y un ángel. En esa noche el hombre ha demostrado con Jesús toda su bestialidad. Ha demostrado hasta donde puede llegar su alma de fiera. Jesucristo conoce, sin embargo, el corazón del hombre y tiene fe en el ángel que anida en su corazón. Calla, acepta, sufre como Dios para despertar ese ángel dormido que existe en todo ser humano; para redimir al hombre de esa bestia que lleva en el corazón, para matarla, y así lograr que el ángel, ya despierto, pueda vivir y manifestarse. Cristo tiene fe en el hombre, capaz de ser convertido en un verdadero hombre a la medida del salvador, el hombre nuevo.

¿Por qué sufre Cristo tanta ignominia? "Permanece de rodillas inmóvil y silencioso, mientras el impuro demonio envolvía su espíritu con una túnica empapada de todo lo que el crimen humano tiene de odioso y atroz...¡Cuál fue su horror cuando al mirarse no se reconoció, cuando se sintió semejante a un impuro, a un detestable pecador! Sus labios, su corazón eran como los miembros de un pérfido y no como los de Dios. Son esas las manos del Cordero inmaculado de Dios hasta ese instante inocentes, pero rojas ahora por mil actos bárbaros y sanguinarios. Son esos los labios del Cordero, ahora profanados por las visiones malignas y las fascinaciones idólatras en pos de las cuales abandonaron los hombres a su adorable creador. Su corazón está congelado por la avaricia, la crueldad, la incredulidad. Su memoria misma está cargada con todos los pecados cometidos desde la caída en las regiones terrestres. Así se ve a sí mismo Jesús hasta no reconocerse" (Martín Descalzo).

¿Por qué? Por mí, para mí y en lugar mío. Por la humanidad, para la humanidad y en lugar de la humanidad. Esta es la verdadera visión que nos da la fe, ante el misterio de la pasión de Cristo.

Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado, en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.

La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.

Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado, incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace, al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz del Salvador.

Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por la ley! "Maldito el hombre que cuelga de un madero", decía la ley de Moisés.

¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a Jesús crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" Los esbirros se acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último chiste macabro, le dicen: "Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarlo".

"Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos". Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún porqué, y se rasga en dos.

¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es esta última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que Cristo tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", el salmo que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario y que podría ser para nosotros un momento de especial encuentro en el alma de Cristo; que se va identificando con todos estos sentimientos, que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana, en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros solamente podemos caer de rodillas y decir: "Creo, Señor, te adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has querido pasar por mí."

Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón, porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto de su Padre.

Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida, como Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los momentos más difíciles y dolorosos.

Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre las heridas del pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la experiencia terrena del hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como hombre, y de nuestras debilidades.

Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón recitemos ese canto del siervo de Yahvé: "Despreciado y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados".

En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias las que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.

Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad. Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos a decirle: "¿Te acuerdas de este pecado mío? Es tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos, entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante los que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor redentor que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado, por el silencio...

"Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo fue herido." Personalicemos esto y démonos cuenta de que no es un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.

Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que tiene nuestra vida cristiana.

¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz. Y, cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado, vamos fuera del plan de Dios.

"En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.

Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo. Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos".

La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de apóstol, consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí, que a partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer almas para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi vocación.

Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón dispuesto a servir a los hombres.

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