domingo, 24 de abril de 2011

¡ALELUYA , ALELUYA!
















Mañana del domingo
Los cristianos de rito ruso y otros de ritos orientales cuando se encuentran por pascua se saludan con la tradicional expresión: "El Señor ha resucitado", a lo que se responde: "Verdaderamente ha resucitado". Ciertamente es un saludo mucho más expresivo que nuestro banal "Felices pascuas". Es en la liturgia donde encontramos las expresiones adecuadas para manifestar el gozo de la pascua. La respuesta al salmo invitatorio del oficio de lecturas corresponde al saludo ruso: "Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya".

Con el correr del tiempo se han desarrollado costumbres de todas clases en torno a las fiestas religiosas, especialmente navidad y pascua. Una costumbre irlandesa merece especial consideración". Se trata de una práctica que tiene lugar especialmente en ambientes rurales, donde la gente madruga en la mañana de pascua para ver la "danza" del sol. Creo que esta idea y la costumbre correspondiente puede tener una interpretación cristiana como, por ejemplo, que la creación entera comparte el gozo de la resurrección. Así lo expone san Pablo: "La creación está aguardando ser liberada como nosotros de la esclavitud de la decadencia para gozar la misma libertad y gloria que los hijos de Dios" (cf Rom 8,19-23). La redención ganada por Cristo se extiende por todo el universo.

La misa. A plena luz del día, la Iglesia se reúne por segunda vez para celebrar la eucaristía pascual. El cirio está encendido sobre su candelero elevado. El presbiterio adornado con flores. Las vestiduras son blancas para simbolizar la alegría, y la antífona de entrada comienza con gozosas palabras: "He resucitado y aún estoy contigo, has puesto sobre mí tu mano: tu sabiduría ha sido maravillosa, aleluya". ¡Con cuánta habilidad la Iglesia se sirve de los salmos para expresar tanto los dolores como el gozo de Cristo! Aquí es el mismo Cristo quien habla dirigiéndose al Padre. Ha resucitado, ha vuelto ya al Padre. Este es el verdadero grito de la victoria del Cristo total, cabeza y miembros. Como bien dice una de las oraciones de la vigilia pascual, los que han caído son levantados, lo viejo se renueva y todo es llevado a perfección 5.

La oración colecta de la misa pide una renovación de nuestra vida moral en consonancia con el misterio de la resurrección: "Concede a los que celebramos la solemnidad de la resurrección de Jesucristo ser renovados por tu Espíritu, para resucitar en el reino de la luz y de la vida".

En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles (10,34.37-43), san Pedro nos dirige la palabra dando testimonio de la resurrección de Jesús. Su discurso da un resumen de la vida pública de nuestro Señor, comenzando por su bautismo de manos de Juan. Todos los acontecimientos de esa vida demuestran tener poder salvífico y culminan en la muerte y resurrección.

La realidad de la resurrección se afirma rotundamente no sólo por la declaración: "Dios lo resucitó al tercer día", sino también por la afirmación de que después de la resurrección los apóstoles habían "comido y bebido" con él. San Pedro, el jefe de los apóstoles, da testimonio de todo ello. Habla como testigo presencial, pero también desde la experiencia de su fe personal iluminada por el Espíritu Santo. Este testimonio apostólico es importante para nuestra propia aceptación de la fe. El discurso de Pedro no es solamente una narración de lo que aconteció en la vida de Cristo; es también una profesión de fe, una proclamación de la creencia cristiana.

Esta lectura contiene además otro mensaje: la salvación que Cristo nos conquistó tiene una finalidad universal. "Quien cree en él, recibe la remisión de los pecados por su nombre". A través de la fe todos los hombres tienen acceso al poder salvífico de su muerte y resurrección.

En la segunda lectura, san Pablo se dirige a los cristianos de Colosas (Col 3,1-4) exhortándolos a vivir según el estado adquirido recientemente. La resurrección de los cuerpos y la gloria que nos está reservada sigue siendo objeto de esperanza; pero por nuestra unión íntima con Cristo disfrutamos con anticipación el gozo de la herencia futura.

Mientras peregrinamos en la tierra hemos de buscar siempre al Señor, porque él es nuestra vida: "Deleitaos en lo de arriba, no en las cosas de la tierra". Pero no es que san Pablo nos sugiera negligencia en las tareas humanas o en la atención a las personas con quienes vivimos. Eso sería una espiritualidad falsa. Hemos de vivir completamente comprometidos en la vida de este mundo sin quedar sumergidos o cautivados por él. Debemos tener presente que nuestro destino último no está aquí, en el mundo material, sino "oculto con Cristo en Dios", y que esperamos su venida y manifestación para que nuestras vidas reales puedan ser manifestadas.

El leccionario presenta otra lectura alternativa tomada de la primera carta de san Pablo a los Corintios (5,7-8); en ella los exhorta a vivir en "sinceridad y verdad", puesto que Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado.

La secuencia victimae paschali es una composición medieval que resume el misterio de la redención en forma poética. Cuando se canta con la melodía gregoriana, contagia del alborozo del primer domingo de pascua. Se presenta en forma de un apresurado diálogo entre nosotros y María Magdalena. María da testimonio de lo que ha visto; y nosotros, creyentes y discípulos, damos también nuestro propio testimonio: "Sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos". (Es de notar cómo el tema de combate victorioso, tan grato a los padres de la Iglesia, aparece de nuevo en la secuencia.)

El evangelio está tomado de san Juan (20,1-9). Una vez más encontramos a María Magdalena, que llega a la tumba "muy de mañana el primer día de la semana" y descubre que está vacía. De momento queda consternada. Luego corre a comunicarlo a los dos discípulos, los cuales, al oírlo, rivalizan corriendo hacia la tumba para llegar el primero. Llega antes Juan, pero permite a Pedro que pase delante.

"Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó". Este ver y creer constituye el clímax del evangelio. La proclamación del evangelio de pascua tiende a suscitar en cada una de las asambleas litúrgicas la misma respuesta de fe. Esta fe se apoya en el testimonio de los apóstoles y en las Escrituras inspiradas, que revelan el plan de Dios.

La celebración de este día debería hacernos más conscientes del carácter pascual de toda misa. La aclamación a la que estamos tan acostumbrados adquiere nueva profundidad y significado en el tiempo pascual: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús", es particularmente adecuada para el día de hoy y hace eco al prefacio de pascua: "Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida". En el mismo prefacio se describe a Cristo como "el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo", palabras que anticipan las que dice el sacerdote antes de la comunión: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo".

Nuestra participación en el sacrificio y sacramento de la misa nos capacita para vivir más auténtica y efectivamente el misterio que se inició en nosotros con el bautismo. En palabras de J. M. Tillard: "Por su conversión de corazón y su arrepentimiento, (el cristiano) entra en la muerte de Jesús; por la nueva calidad de obras y de vida, entra en su resurrección. Es la ley pascual del misterio cristiano".

Finalmente, hay una nota escatológica que se pone de especial relieve en la liturgia de pascua y que nunca está ausente de cualquier celebración eucarística: cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas (1 Cor 11,26). En la oración que sigue a la consagración (anamnesis) no sólo conmemoramos misterios pasados, sino que también consideramos la venida del Señor en su gloria. La liturgia de este día imprime en nuestras mentes algo que ya sabemos, que la eucaristía es prenda de vida eterna, de nuestra futura resurrección. El sagrado banquete de la eucaristía nos hace pregustar la eterna fiesta pascual: "¡Dichosos los llamados a esta cena!", es decir, "a la fiesta de las bodas del Cordero" (Ap 19,9).

Con esta nota de gozosa expectación, la oración poscomunión resume nuestras esperanzas y peticiones: "Protege, Señor, a tu Iglesia con amor paternal, para que, renovada por los sacramentos pascuales, llegue a la gloria de la resurrección".

La solemne bendición, que puede usarse en el tiempo pascual, dirige también nuestros pensamientos hacia la gloria futura: "Ya que por la redención de Cristo recibisteis el don de la libertad verdadera, por su bondad recibáis también la herencia eterna... Y pues confesando la fe habéis resucitado con Cristo en el bautismo, por vuestras buenas obras merezcáis ser admitidos en la patria del cielo".

Domingo por la tarde

La tarde del domingo de pascua está llena de sugerencias para nosotros. En primer lugar nos recuerda la aparición del Señor a dos discípulos por el camino de Emaús, que nos relata san Lucas (24,13-35). Los dos hombres van caminando abatidos y no reconocen al forastero que se une a ellos en el camino. Van discutiendo acerca de lo que acaba de suceder. Jesús reprende su falta de fe, y luego les explica cómo todo aquello estaba previsto en las Escrituras. Cuando llegan a la posada invitan al forastero a cenar y quedarse con ellos durante la noche. Luego, mientras comían, sus ojos se abrieron y "lo reconocieron al partir el pan".

Si se celebra misa el día de pascua por la tarde, debe leerse el evangelio de Lucas que narra este hecho 6. Es lo más apropiado para esta tarde. Aunque no figure en la liturgia, no deberíamos omitirlo en nuestra lectura bíblica.

"Quédate con nosotros, Señor, que anochece". La Iglesia hace suya esta apremiante invitación. Es una llamada al Señor para que permanezca con su pueblo y proteja a su comunidad. Es un grito que se oye con frecuencia durante la liturgia del tiempo pascual 7.

Con las segundas vísperas del domingo de pascua se cierra el triduo pascual. Esta oración de alabanza, acción de gracias y petición cierra, en ambiente de recogimiento, las celebraciones del día. Con los salmos, el cántico del Apocalipsis y el Magnificat, la Iglesia expresa su acción de gracias por la redención.

La tradición cristiana asocia a los nuevos bautizados con esta acción vespertina. La ceremonia incluía una procesión al baptisterio en donde, la noche precedente, aquellos nuevos cristianos habían recibido las aguas del nuevo nacimiento. Allí cantaban algunos salmos y el Magnifrcat, conmemorando agradecidos el sacramento que habían recibido. Visitaban también la capilla en que habían sido confirmados. Esta especial oración vespertina de pascua tuvo origen en Roma entre los siglos v y vi; de allí se propagó a otras partes de Europa, conservándose acá y allá hasta nuestros días. Atraía de tal manera la devoción popular que solía llamarse el "Oficio glorioso" (Officium gloriosum).

En esta misma tarde, el primer día de la semana, Jesús se apareció también a sus discípulos reunidos en la sala de arriba en Jerusalén. El evangelio que nos relata este hecho es de san Juan (20,19-31). Se lee en la misa del segundo domingo de pascua; pero en el día mismo de resurrección se recuerda este maravilloso acontecimiento dentro de la oración de la tarde. La antífona del Magnificat dice: "Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: `Paz a vosotros'. Aleluya".

Con esta nota de paz termina el domingo de pascua. La celebración termina; sin embargo, continúa, en una atmósfera de quietud y recogimiento, a nivel personal. Junto a la celebración pública y litúrgica está la "fiesta íntima" del corazón.

La paz es el principal don de Cristo a sus discípulos y a nosotros en este día. Por su misterio pascual ha restablecido la paz entre Dios y el hombre. El mismo es nuestra paz, y esta paz produce gozo inmenso. Bien podemos exclamar con los discípulos: "Hemos visto al Señor y estamos alegres".

Vincent Ryan
Cuaresma-Semana Santa
Paulinas.Madrid-1986
5. La oración que sigue a la séptima lectura.
6. Este evangelio se lee también el tercer domingo de Pascua en el ciclo A.

7. Por ejemplo, versículo y responsorio para la "hora intermedia" y antífona para el Magnificat de primeras vísperas del domingo de la tercera semana. La oración para el lunes de la cuarta semana durante el año es como sigue: "Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque anochece; sé nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones, reanima nuestra débil esperanza; así, nosotros, junto con nuestros hermanos, podremos reconocerte en las escrituras y en la fracción del pan".

LA NOTICIA MÁS HUMANA
DEL CRISTIANISMO
Karl Rahner

Pascua: un misterio

Es difícil, con palabras humanas usuales, ser justo con el misterio de alegría de los días pascuales. No únicamente porque todos los misterios del evangelio, sólo con dificultad, penetran en lo angosto de nuestro ser, sino también porque con más dificultad aún los expresa nuestra palabra. El mensaje de pascua es la noticia más humana del cristianismo. Por eso la entendemos dificilísimamente. Pues lo más verdadero, lo más próximo, lo más fácil es lo más difícil de ser, de hacer y de creer.

Nosotros, hombres de hoy, vivimos con el prejuicio latente —y por eso tanto más obvio— de que lo religioso es propio sólo del corazón más profundo y del espíritu más sublime, algo que tenemos que hacer nosotros solos y por nosotros mismos, y que, por lo tanto, tiene la dificultad y la irrealidad de los pensamientos y de los anhelos del corazón. Pero pascua nos dice, sin embargo, que Dios ha hecho algo. Él mismo. Y su obra no se ha limitado a tocar ligeramente el corazón de un hombre, para que se estremeciera dulcemente por lo inefable y sin nombre. Dios ha resucitado a su Hijo. Dios ha vivificado la carne. Ha vencido la muerte. Él ha hecho algo y ha vencido no sólo en la interioridad del sentimiento, sino allí donde, a pesar de todas las excelencias del espíritu, somos realmente nosotros mismos, en la realidad de la tierra, lejos de todo lo meramente ideológico e intencional, allí, donde experimentamos lo que somos: hijos de la tierra que mueren. Somos hijos de la tierra, nuestra vida es nacimiento y muerte, cuerpo y tierra, pan y vino; la tierra es nuestra patria.

Ciertamente, con todo esto, a fin de que sea válido y hermoso, como una esencia misteriosa, tiene que estar mezclado el espíritu, el espíritu fino, delicado, el espíritu que ve, que mira hacia lo infinito, y el alma que hace todo vivo y ligero. Pero el espíritu y el alma tienen que darse allí donde estamos nosotros, sobre la tierra, y en el cuerpo, como eterno brillo de lo terreno, no como un peregrino que, incomprendido y extraño, anda por el tablado del mundo como una breve aparición. Somos demasiado hijos de esta tierra, para que querramos expatriarnos un día definitivamente. Y si tiene que dársenos el cielo, para que la tierra sea soportable, entonces debe acercarse y quedarse como luz bienaventurada sobre esta tierra y brotar de su oscuro seno.

Pertenecemos a la tierra

Pero, si no podemos ser infieles a la tierra —no por capricho o por despotismo, que no convendrían a los hijos de la humilde madre tierra, sino porque tenemos que ser lo que somos—, estamos, sin embargo, al mismo tiempo, enfermos de un dolor oculto que hiere mortalmente lo más íntimo de nuestro ser terreno. La misma tierra, nuestra madre, está afligida. Gime bajo la caducidad. Sus más alegres fiestas parecen el comienzo de unos funerales, y al oír su risa, temblamos, no vaya a ser que en el próximo instante llore bajo una carcajada.

Da a luz niños que mueren, que son demasiado débiles para vivir siempre y que tienen demasiado espíritu para poder renunciar modestamente a la alegría eterna, porque, de manera distinta a los demás animales, contemplan ya el fin, antes de que exista, y no se les ahorrará compasivamente la experiencia del fin. La tierra da a luz niños de gran corazón, y lo que les da es demasiado hermoso para que ellos lo menosprecien, y es demasiado pobre, para hacerlos ricos. Y porque en la tierra se da esta contradicción entre la gran promesa que no llega y el don mezquino que no contenta, por eso ella será el fecundo campo de las culpas de sus hijos, que pretenden arrancarle más de lo que puede dar.

La tierra madre desgraciada

Es posible que se queje de que ha llegado a ser tan ambivalente sólo por la culpa original del primer hombre, de Adán. Pero la situación es la misma: la tierra es ahora la madre desgraciada; demasiado viva y demasiado hermosa para que pueda alejar de sí a sus hijos, a fin de que conquisten para ellos otro mundo, la nueva patria de la vida eterna, demasiado pobre para colmar su deseo. Y las más de las veces no lleva a una de las dos cosas, porque siempre es ambas cosas: vida y muerte. Y la turbia mezcla que nos ofrece de vida y de muerte, de aplausos y de querellas, de hecho creador y de esclavitud permanente es nuestra vida de cada día.

De esta manera estamos sobre la tierra, la patria eterna; y, sin embargo, no es suficiente. La aventura de emigrar de lo terreno no es posible, no por cobardía, sino por fidelidad que exige nuestro propio ser. ¿Qué debemos hacer? ¡Oír el mensaje de la resurrección del Señor! Cristo, el Señor, ¿ha resucitado o no de entre los muertos? Creemos en su resurrección y confesamos: ¡Ha muerto, descendió a los infiernos y resucitó al tercer dia! Pero ¿qué significa eso, y por qué es un motivo de felicidad para los hijos de la tierra?

¡Cristo ha muerto!

Él, el Hijo del Padre, murió, Él que es Hijo del hombre. Él, que es la eterna plenitud de la divinidad, que no necesita nada, ilimitado y bienaventurado, como Palabra del Padre antes de todos los tiempos, y que como hijo de su bendita madre, es, al mismo tiempo, el Hijo de esta tierra. Él, que es a la vez el Hijo de la plenitud de Dios y el hijo de la indigencia de la tierra, ha muerto. Pero muerto no quiere decir (como creemos nosotros en un sentido nada cristiano y espiritualista de cortas miras), que su espíritu, su alma, la vasija de la divinidad, se ha arrancado del mundo y de la tierra, que ha huido en alguna manera a la gloria de Dios más allá de todo el mundo, porque el vínculo corporal que le ataba a la tierra, se había roto al morir, y porque la tierra asesina había demostrado que el Hijo de la luz eterna no podía encontrar una patria en su oscuridad.

Murió, decimos, y añadimos en seguida: Descendió al reino de los muertos y resucitó; y con ello la afirmación de que «murió» recibe otro sentido completamente distinto de aquel de huida del mundo que estamos tentados de aplicar a la muerte. Jesús mismo dijo que Él descendería al corazón de la tierra (Mt 12, 40), donde todo es uno y donde se asienta la muerte y la esterilidad. Hasta allí se abrió paso en la muerte; se dejó —santa argucia de la vida eterna— vencer por la muerte para que ésta le sumergiera hasta lo más íntimo del mundo, para que, descendiendo al seno mismo y a la única raíz del mundo, instaurase en ella para siempre su vida divina. Porque murió, le pertenece con toda justicia esta tierra. Pues cuando el cuerpo de un hombre queda tendido en las entrañas de la tierra, el hombre —nosotros decimos el alma—, aunque en la muerte se haga inmediatamente divino, participa de la unidad definitiva de aquel misterioso y único fundamento, en el cual están unidas todas las cosas espacio-temporales. A lo más profundo descendió el Señor en la muerte.

¡Cristo ha resucitado!

Ahora reina Él, y reina allí, no la esterilidad y la muerte. En la muerte se ha convertido en corazón del mundo terreno, corazón divino en el centro del mundo, donde éste, incluso más allá de su desarrollo en el espacio y en el tiempo, hinca su raíz en la omnipotencia de Dios. De este corazón único de todas las cosas terrenas, en el cual ya no se distinguían la unidad plena y la pobreza absoluta, del cual brota todo su destino, ha resucitado. Ha resucitado no para marcharse, no para que los dolores de la muerte, que de nuevo le engendran, le regalen la vida y la luz de Dios de tal manera que deje tras sí la tierra vacía y sin esperanza. Ha resucitado en su cuerpo. Esto quiere decir: ha comenzado a transformar este mundo. Ha rescatado el mundo para la eternidad, ha nacido de nuevo como hijo de la tierra, pero ahora es el glorioso, el ilimitado, el liberado de la tierra, que queda redimida para siempre de la muerte y de la esterilidad. Ha resucitado, no para mostrar que abandona definitivamente la tierra, sino para probar que esta tumba de los muertos —el cuerpo y la tierra— se ha transformado definitivamente en la casa gloriosa, inmensa del Dios vivo y del alma del Hijo llena de Dios. No ha resucitado para ser arrancado de la tierra. Pues Él posee ya definitiva y gloriosamente el cuerpo, que es una parte de la tierra, una parte que siempre le pertenece como parte de su realidad y de su destino. Ha resucitado para revelar que por su muerte queda implantada la vida eterna libre y feliz en la estrechez y el dolor de la tierra, y en medio de sus corazones.

¡Todo se ha renovado!

Lo que llamamos su resurrección y consideramos irreflexivamente como su destino privado, es sólo el primer síntoma real de que, más allá de lo que llamamos experiencia (a la que nosotros damos tanta importancia), todo ha llegado a ser distinto, con la verdadera y decisiva profundidad de todas las cosas. Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo ya arde el fuego de Dios, que lo llevará todo a la bienaventurada incandescencia. Ha resucitado para demostrar que ha comenzado ya. Ya se levantan desde el corazón mismo de la tierra, en el que penetró muriendo, las nuevas fuerzas de una tierra gloriosa, ya están vencidos en lo más profundo de toda realidad el pecado, la esterilidad y la muerte, y no falta mucho tiempo, sólo lo que nosotros llamamos historia después de Cristo, para que toda la realidad, y no sólo el cuerpo de Jesús, refleje lo que realmente ha sucedido. Y porque no comenzó Cristo a salvar y glorificar el mundo por la superficie, sino por la raíz más íntima, creemos nosotros, seres superficiales, que no ha sucedido nada. Porque el agua del dolor y de la culpa todavía corre aquí donde estamos, nos imaginamos que sus fuentes, en lo profundo, no están todavía agotadas. Porque la maldad dibuja todavía nuevas ruinas en el rostro de la tierra, concluimos que en lo más profundo del corazón de la realidad ha muerto el amor. Pero todo no es sino apariencia, apariencia que tenemos por realidad de la vida.

Ha resucitado porque en la muerte ha conquistado para siempre el centro más íntimo de todo lo terreno y lo ha salvado. Y resucitando lo ha conservado. Y de esa manera Él permanece aquí. Guando le confesamos como subido a los cielos es sólo una manera de decir que nos retira por un tiempo la evidencia de su gloriosa humanidad, y sobre todo que no se da ya abismo alguno entre Dios y el mundo. Cristo está ya en medio de todas las cosas miserables de esta tierra, que no podemos abandonar porque es nuestra madre. Él está en la esperanza anónima de toda criatura que, sin saberlo, aguarda la participación en la glorificación de su cuerpo. Él está en la historia de la tierra, cuya ciega marcha a través de todas las victorias y caídas, dirige hacia su día con temible precisión; hacia aquel día en el que su gloria, transformándolo todo, emergerá desde sus propias profundidades.

Él está en todas las lágrimas y en toda muerte como júbilo oculto y vida que vence mientras aparenta morir. Él está en el mendigo a quien damos limosna, está como misteriosa riqueza que le caerá en suerte al que socorre. Él está en las mezquinas derrotas de sus siervos, como victoria que es sólo de Dios. Él está en nuestra impotencia como potencia que se puede permitir aparecer como débil, porque es invencible. Él está aun en medio del pecado, como misericordia, paciente hasta el fin, del amor eterno. Él está ahí como ley misteriosa y esencia íntima de todas las cosas que todavía triunfa y se impone cuando todos los órdenes parecen deshacerse. Está entre nosotros como la luz del día, como el aire, que no notamos, como ley misteriosa de un movimiento que no comprendemos, porque la parte de ese movimiento, que nosotros mismos vivimos, es demasiado corta para que podamos llegar a comprobar su fórmula.

Pero Él está ahí, como corazón de este mundo terreno y sello misterioso de su eterna validez. Por eso podemos y debemos nosotros, hijos de esta tierra, amarle. Incluso cuando nos atormenta el temor a la miseria y a la muerte. Pues desde que Él ha entrado en ésta para siempre, por su muerte y resurrección, la desgracia se ha convertido en algo provisional y en mera prueba de nuestra fe en el más íntimo misterio, que es el resucitado. Que éste es el sentido misterioso de su miseria, no es una experiencia nuestra. Realmente no. Pero nuestra fe se opone a toda experiencia. La fe que puede amar la tierra porque ella es el «cuerpo» del resucitado o lo será. Por eso no debemos dejarla: la vida de Dios habita en ella. Si buscamos al Dios de la infinitud (¿cómo podíamos abandonarlo?) y a la tierra confiada a nosotros, tal como es y tal como debe ser, para convertirse en nuestra eterna patria libre, los hallaremos por el mismo camino: en la resurrección del Señor. En ella ha mostrado Dios que Él ha redimido la tierra para siempre. Caro cardo salutis, la carne es el quicio de la salvación, ha dicho un padre de la Iglesia.

El más allá de todo pecado y de la muerte no está lejos, ha descendido y vive en lo más profundo de nuestra carne. La más sublime religiosidad de la huida del mundo no llegaría a hacer bajar de la lejanía de su eternidad al Dios de nuestra vida y de la salvación de esta tierra, ni llegaría tampoco hasta Él en su más allá. Pero Él mismo ha venido a nosotros. Y ha transformado lo que somos y lo que siempre queremos considerar como el turbio resto terreno de nuestra espiritualidad: la carne. Desde entonces, la madre tierra da a luz sólo a hijos que serán transformados. Pues la resurrección de Jesucristo es el comienzo de la resurrección de toda carne.

Una cosa falta: que su obra, su resurrección, que no podemos ignorar, se convierta en la felicidad de nuestra existencia. Tienen que hacer saltar la tumba de nuestro corazón. Tiene que resucitar del centro de nuestro ser también, donde está como fuerza y promesa. Ahí Él está todavía en camino. Ahí es todavía sábado santo, hasta el último día, que será la pascua completa de todo el cosmos. Y esta resurrección acontece en la libertad de nuestra fe, pero es también su obra. Obra suya que sucede como nuestra: como obra de la fe amante, que nos incorpora a la colosal marcha de toda realidad terrena hacia su propia gloria, que ha comenzado ya en la resurrección de Cristo.

"El Año litúrgico"
Editorial Herder
QUÉ SIGNIFICA LA RESURRECCIÓN

La palabra "resurrección" es una metáfora tomada del sueño y quiere decir, literalmente, volver a levantarse. Por eso nosotros podemos llegar a pensar que Jesús, resucitado, volvió a la vida lo mismo que Lázaro. Pero los apóstoles entendieron la resurrección de Jesús de otra manera. En el supuesto de que alguien vuelva a esta vida, habrá que decir que no murió de verdad, o, al menos, que no murió de una vez por todas sin tener que volver a morir. Los apóstoles, en cambio, confesaron unánimemente que Jesús murió y fue sepultado, y resucitó al tercer día de entre los muertos para no volver a morir nunca jamás.

La resurrección de Jesús fue para los apóstoles un paso hacia adelante y no un regreso; más aún, ni siquiera la entendieron como una continuación sin límites de la vida presente. Fue para ellos una viva superación de la muerte y del reino de la necesidad, para entrar en el reino de la libertad.

Jesús, resucitando, fue "más allá", no en sentido espacial (a otro sitio), sino en sentido cualitativo: comenzó a vivir de otra manera, esto es, en plenitud de vida. Los apóstoles no pudieron hablarnos de esta pascua de Jesús, de este paso, sin utilizar metáforas, pues no hallaron nada igual en el campo de nuestra experiencia objetiva.

La resurrección de Jesús significa también para los creyentes que Dios ha revisado su causa, y ha fallado en su favor, dándole la gloria que le corresponde. De modo que el ajusticiado por el sanedrín, el excomulgado por la sinagoga, y el ejecutado por los romanos fuera de la ciudad, aparece como el justo y aun como el juez de vivos y muertos. Dios ha santificado el nombre de Jesús para que todos los que creemos en su nombre -en su vida y en su misión- tengamos vida en abundancia.
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Creer en la resurrección es afirmar que alguien -y alguien de nuestra historia- está "lleno de vida". Para siempre. Creer que Cristo está vivo es plantear para cada hombre el sentido de la vida. Pero creer en la resurrección es aún más. Es experimentar ya en lo secreto de nuestro corazón que, en Cristo, hemos vencido a las fuerzas de la muerte, aun cuando sigan aprisionándonos.

Victoria para nosotros; sin duda, pero victoria también para el mundo, pues nuestra esperanza no es para uso privado, sino que es para el mundo. Cuando descubrimos con asombro que hemos sido despertados a la vida sin término, ese nuestro asombro es buena noticia para la tierra entera, nos convertimos en la conciencia viva de lo que ya le ha sido dado sin que la propia tierra se diese cuenta. El mundo aprende en nosotros que la muerte es "contra natura".

Y no es que liquidemos alegremente el lado trágico de la existencia. Al igual que el no creyente, nos vemos enfrentados al absurdo, abocados al sufrimiento y al vacío. Pero creemos humildemente que ya fluye en nosotros una sangre nueva. Afirmamos que, desde la mañana de Pascua, hemos nacido a una vida nueva: "¡El mundo antiguo ha pasado, y ha nacido un mundo nuevo!". Creer en la resurrección es apasionarse de la vida. Creer en Jesús es descubrir todo el amor a la vida que Jesús manifestó en sus palabras y obras. Es creer en el mundo y hacer lo posible para que el mundo alcance su fin. Creer en la resurrección es descubrir el poder de vida que Dios nos hace experimentar: nuestra vida no camina hacia su perdición. "Estad vivos, auténticamente vivos", dice Dios (Talec). Si creemos en la vida es porque hemos descubierto en la resurrección de Jesús que el secreto tenebroso del mundo es la palpitación de un corazón que ama: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único".

I/EXP-RSD: Esta confesión, este testimonio, lo hacemos juntos. Es significativo que las primeras experiencias del Resucitado ocurran siempre "en Iglesia", cuando los discípulos están reunidos. Si el Nuevo Testamento contiene manifestaciones individuales del Resucitado, las refiere siempre a la comunidad ("Id a decir a mis hermanos", "ella corrió a decirlo..."). La fe no está escondida en la intimidad de la conciencia personal, sino que es cosa de todo un Pueblo. Creemos juntos y experimentamos unos con otros, unos por otros, el secreto de la vida.

DIOS CADA DIA
SIGUIENDO EL LECCIONARIO FERIAL
CUARESMA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE/SANTANDER 1989.Pág. 136
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"La resurrección es un acontecimiento que concierne evidentemente, ante todo, al destino personal, singular, de Jesús. Pero es al mismo tiempo un misterio de salvación, un acontecimiento que lleva en sí, como en germen, la salvación de toda la humanidad... El "poder" que Dios desplegó para resucitar a su Hijo, lo pondrá por obra para con los hombres que son con Cristo 'un solo cuerpo'" (J. -CI. Brootcorne).

Nuestra existencia no camina hacia la muerte. Jesús es la prenda y la fuente de nuestra existencia eterna. Victoria de la vida, que no es empujada hacia un futuro ilusorio, porque es victoria para hoy. La "Pascua" que vivimos con Cristo nos hace pasar desde ahora a la verdadera vida, que es comunión con Dios. Desde la mañana de Pascua vivimos en régimen de resurrección, y "en esta existencia cotidiana que recibimos de tu gracia ha comenzado ya la vida eterna" (Pref, dom. ord. VI).

Id.Pág. 118

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