domingo, 30 de enero de 2011

Santo Tomás de Aquino Perfil Biográfico
Santo Tomás de Aquino nace en el castillo de Roccaseca (Italia) el año 1225. Hijo de los condes de Aquino recibe la primera educación religiosa y científica en la abadía de Montecasino, para pasar después a la universidad de Nápoles. Allí el contacto con fray Juan de San Juliano fue causa de que, a sus dieciséis años, frecuentase la comunidad de los hermanos predicadores, siendo el principio de su vocación a la vida apostólica. A los diecinueve años ingresa en la Orden de Predicadores. Esta opción juvenil de Sto. Tomás deberá ratificarla más de una vez; primero, frente a su aristocrática familia que, de novicio, le secuestra y le pone en calabozo durante seis meses en el castillo de Roccaseca; y, posteriormente, frente a los maestros de París, que no le permiten la docencia en la universidad por su condición de fraile mendicante.

Por indicación de Fray Juan Teutónico, Maestro de la Orden, termina sus estudios en París y Colonia, bajo la guía de Fray Alberto Magno, quien le convence de la necesidad de profundizar en Aristóteles, el filósofo de la razón, la razón es don de Dios y a él debe ordenarse.

A los treinta y dos años Tomás de Aquino es maestro de la cátedra de teología de París. En Tomás, la Palabra de Dios en la Escritura tiene la primacía sobre las otras ciencias, y hace de la oración la fuente más fecunda de sus investigaciones. Mientras permanece en París, Tomás y los hermanos Predicadores elaboran en comunidad filosofía y teología, para después hacerla presente en la universidad. Escribe muchas obras que destacan por su profundidad, admirando a maestros y estudiantes por la claridad, la distinción, la sutileza y la verdad con que procedía en la explicación de tantas y tan distintas materias, como son de ver en los cuatro grandes libros que escribió sobre el Maestro de las Sentencias. En estos años dio de sí tales muestras arguyendo, discutiendo y respondiendo que, según el sentir de la universidad, sólo Dios podía dar tanto ingenio, y así era en verdad. Por toda Europa volaba su fama, llevada por los que de todas partes iban a estudiar a la Sorbona y luego regresaban a sus tierras cantando la sabiduría del maestro.

Después de París, impartiría docencia en Roma y en Nápoles, dejando entre otras muchas obras la Suma Teológica.

Santo Tomás de Aquino murió en la abadía de Fossanova el día siete de marzo de 1274 cuando iba de camino al concilio de Lyon. Fue canonizado el dieciocho de julio de 1323 por Juan XXII. San Pío V, el once de abril de 1567, lo declaró Doctor de la Iglesia. León XIII, el cuatro de agosto de 1880, lo proclamó patrón de todas las universidades y escuelas católicas.



Semblanza Espiritual
Alternó la enseñanza con la predicación. Actuó con eficaces intervenciones ante la curia pontificia ea favor de los mendicantes. Destacó por su gran candor de vida y una fiel observancia de la vida conventual. La misión de la Orden, es decir, el ministerio multiforme de la Palabra de Dios en la pobreza voluntaria, en él se centró en una continua dedicación al trabajo teológico; investigar incansablemente la verdad, contemplarla con amor y entregarla a los demás en escritos y en la predicación directa. Empleó su capacidad totalmente al servicio de la verdad, ansioso de encontrarla, recibiéndola de donde quiera que viniese y participarla a los demás.

Tuvo siempre un comportamiento humilde y cordial. Su obra demuestra la estrecha coherencia entre la razón humana y la divina revelación.

Santo Tomás de Aquino fue devotísimo de Cristo Salvador, especialmente de la cruz y de la eucaristía, que exaltó en sus composiciones litúrgicas para la fiesta del Corpus Christi. Tuvo una ferviente devoción filial a la Madre de Dios, la Virgen María.


Santo Tomás de Aquino - Maestro de Vida Espiritual Página principal de Santo Tomás de Aquino
Maestro de vida espiritual La pasión por Dios La caridad La oración y contemplación



Fr. Manuel Ángel Martínez de Juan O.P.


Santo Tomás de Aquino es más conocido como gran intelectual que como místico[1]. Es cierto que el acercamiento a sus obras desanima a gran parte de los lectores porque descubren en ellas un exceso de intelectualismo. En sus escritos es raro encontrar confidencias de su propia experiencia espiritual[2]. Su lenguaje es sobrio y, con frecuencia, demasiado especulativo, ajeno al lenguaje tan afectivo de la mayoría de los místicos. Sin embargo, esto no impide que podamos seguir hablando de él como gran maestro de vida espiritual, tanto por el ejemplo de su vida como por la doctrina que enseña. Así lo entendieron en la historia los grandes místicos que se inspiraron en él: Juan de Ruysbroeck, el autor anónimo de La nube del no saber, san Juan de la Cruz, Edith Stein y Manuel García Morente entre otros. Las enseñanzas del Doctor Angélico no quedaron encerradas en las aulas, sino que, de la pluma de algunos de sus discípulos –como Francisco de Vitoria y Bartolomé de Las Casas– generaron un dinamismo capaz de rescatar la dignidad pisoteada de los indígenas del continente americano.

En estas breves páginas nos vamos a limitar a evocar algunas vivencias y reflexiones del maestro Tomás en las que se transparenta su experiencia del misterio.

La pasión por Dios La caridad La oración y contemplación



Fr. Manuel Ángel Martínez de Juan O.P.

Dios fue siempre la gran pasión de Tomás. Ya desde niño, siendo oblato en la abadía de Montecasino, les preguntaba a los monjes benedictinos: ¿Quién es Dios? Tomás descubrió con el paso del tiempo que esa es una pregunta clave, pero difícil de contestar. Por eso consagró su vida a responderla, siendo consciente de que toda respuesta humana es incompleta, aunque no inútil, pues en ella se juega la salvación. Él sabía que podemos responder a esa pregunta de dos formas bien distintas. La mejor respuesta viene de la vida, de la experiencia. Por eso nos recuerda, convencido de su verdad, la frase magistral del Pseudo Dionisio Areopagita, padre de la mística, quien hablando de su presunto maestro dice: Hieroteo es docto no sólo porque sabe, sino también porque experimenta lo divino. Experimentar lo divino es antes que nada un don de Dios que crea en el ser humano una cierta connaturalidad con él. Ese don de Dios, esa gracia, no arrasa la libertad humana; al contrario, la aumenta, pues nuestras acciones son más nuestras cuando las recibimos enteramente de Dios. Por este camino, cualquier viejecilla cristiana supera con su fe el conocimiento de Dios alcanzado por los filósofos anteriores a la encarnación de Cristo[1]. Es el conocimiento que brota del amor; cuanto más se ama a Dios mejor se le conoce y mayor felicidad produce ese conocimiento. A Dios –nos dice Tomás– no se accede por pasos corporales, porque él está en todas partes, sino por la mente y el corazón. De este mismo modo nos alejamos de él[2].

Pero también reconoce que se puede responder a esa misma pregunta por otro camino más costoso: el estudio. No es el estudio del ateo ni del agnóstico ni del indiferente; es el estudio del creyente que busca y se preocupa por entender lo que cree. ¿Por qué indagar por el camino del estudio? ¿No bastaría con conocer a Dios por la gracia, puesto que a través de ella alcanzamos un conocimiento superior? Tomás responde a estas cuestiones diciendo que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona[3]; la gracia, por tanto, no hace inútil ningún esfuerzo humano. Éste es uno de los adagios más esenciales y quizás más citados de su obra. La importancia de este principio es central, pues su olvido en la historia del cristianismo ha sido fuente de todos los desequilibrios tanto en el pensamiento como en la acción[4].

Cuando, mediante el estudio, analizamos atentamente la realidad y nos remontamos a su origen, podemos descubrir que Dios existe, es decir, que él es la causa de todo (vía afirmativa); cuando percibimos la diferencia que hay entre Dios y todo lo demás, descubrimos que Dios no es nada de lo que ha sido creado (vía negativa); cuando afirmamos que él es la causa de todo, descubrimos que está por encima de todo (vía de la preeminencia)[5]. Pero el conocimiento de Dios que alcanzamos por la gracia es más profundo. No obstante, incluso por la gracia seguimos sin saber qué es Dios; por eso nos unimos a él como a algo desconocido[6]. Dadas las limitaciones de nuestro conocimiento, Tomás no dudará en afirmar que a Dios es mejor amarle que conocerle[7]. El amor mismo es ya conocimiento[8]. No hay contradicción aquí con el famoso adagio que enseña que nada puede ser amado si no es previamente conocido, pues una persona puede ser perfectamente amada sin ser perfectamente conocida; y algo semejante ocurre cuando se ama a Dios[9].

Maestro de vida espiritual La pasión por Dios La caridad La oración y contemplación



Fr. Manuel Ángel Martínez de Juan O.P.

Tomás es consciente de que la vida espiritual consiste principalmente en la caridad; sin ella no existe vida espiritual. De este modo identifica la vida espiritual con la perfección de la caridad[1]. Pero, ¿en qué consiste la caridad? Siguiendo el desarrollo de su pensamiento encontramos numerosas afirmaciones que van perfilando su concepción del amor. Influenciado por Aristóteles, define el amor como desear el bien a alguien. Pero este amor no se limita al mero deseo o al sentimiento, sino que empuja a esforzarse y trabajar para que ese deseo se convierta en realidad. El amor es definido igualmente como fuerza de unión que une a la persona que ama con la persona amada, hasta el punto de que esta última es tratada y considerada como si fuera un segundo yo. Esto mismo se aplica al amor de Dios: su amor es fuerza que une, respetando siempre la alteridad, es decir, sin destruir en absoluto a las personas amadas[2]. La mística cristiana se distingue radicalmente de otras místicas porque en ella la plenitud no se alcanza mediante la disolución del sujeto en un todo divino.

Inspirado en el lenguaje místico del Pseudo Dionisio, Tomás define también el amor como salida, como éxtasis o como éxodo; el amante sale de sí mismo para instalarse en la persona amada, en el sentido de que busca el bien de la persona amada y se esfuerza por procurárselo como si se tratara de sí mimo. Esto se aplica también a Dios: por su amante bondad, sale fuera de sí para crear todos los seres, y permanece fuera cobijando la creación entera con su providencia[3]. Desde la eternidad todas las criaturas están en Dios como amadas, aunque el amor de amistad se reserva únicamente para los seres racionales.

Tomás entiende igualmente el amor como la principal pasión y como la fuente de todas las demás pasiones, incluso del odio. El amor brota únicamente de la atracción que provoca el bien en los seres. Pero hay que distinguir dos clases de amor: el amor de concupiscencia o de deseo y el amor de amistad. En ambos casos hay salida hacia fuera de uno mismo, pero la finalidad de esta salida es muy diferente en un caso y en otro. En el primer caso es una salida para volver de nuevo sobre sí. Se sale atraído por el bien que se encuentra en las personas y en las cosas, y una vez que uno se ha apropiado de ese bien se retorna sobre sí. En cambio en el amor de amistad se da una salida sin retorno, se sale no para apropiarse de los bienes ajenos sino para compartir el propio bien y para buscar el bien del otro. El amor de concupiscencia es ambivalente, aunque no siempre es malo desde el punto de vista ético. No es malo cuando, por ejemplo, se dirige a las cosas que necesitamos para cubrir las necesidades más elementales de la vida. Pero cuando se dirige a las personas, se convierte en una forma restringida del amor, porque tiende a relacionarse con ellas en función del propio yo, de las propias necesidades y deseos. Es un amor parcial, porque sólo tiene en cuenta una parte del otro, y siempre en la medida en que beneficia al propio yo. Es un amor incompleto, porque deja en la sombra una gran parte del otro. Es un amor funcional, y puede conducir al egoísmo, a la posesión y a todas las demás formas de inmoralidad[4].

En cambio, el amor de amistad se caracteriza por el olvido o el abandono de sí. Entre los rasgos esenciales de un amor así, Tomás señala en primer lugar la benevolencia o el deseo de hacer el bien a alguien por sí mismo, no por la utilidad o el placer que proporciona. Cuando amamos a alguien de este modo buscamos su bien antes que el nuestro, nos alegramos de su dicha antes que del bien que produce en nosotros su amistad. Un segundo rasgo es la reciprocidad. La benevolencia por sí sola no abarca toda la amistad. Puede existir benevolencia sin reciprocidad; podemos desear el bien a una persona sin ser correspondidos por ella o incluso sin desear ser correspondidos. Pero el amor no queda satisfecho si no desemboca en la reciprocidad, en la comunión de la amistad. El tercer rasgo consiste en la necesidad de que exista una cierta semejanza o igualdad entre los amigos, que haga posible el intercambio recíproco y la conversación familiar de la amistad, pues nuestro afecto hacia las otras personas surge cuando descubrimos o simplemente presentimos una semejanza de pensamientos, sentimientos, ideales,…

Tomás define la caridad como una cierta amistad con Dios, como una unión afectiva y recíproca que presenta todas las características de una verdadera amistad. Esta definición se apoya en la autoridad del evangelio de san Juan, donde Jesús les dice a sus discípulos: ya no os llamo siervos sino amigos (15, 15). La benevolencia con Dios se ejerce interesándose en primer lugar por su propio bien personal, amando lo que él ama, queriendo lo que él quiere, alegrándonos de la dicha de la que él goza, poniéndonos enteramente a su servicio. Dios, por su parte, no puede dejar de corresponder a ese amor que él mismo ha suscitado, buscando nuestro bien y ofreciéndonos su amistad. Nosotros nunca podremos corresponder al don de Dios con una reciprocidad exacta. Aunque en realidad no es la reciprocidad exacta del don lo que hace vivir a la amistad. Dios no espera recibir primero para amar ni para dar. Los amigos no dan jamás para recibir, sino que dan porque aman. Dios ama por la alegría de amar; ama más porque tiene más para dar[5]. Quien tiene caridad ama por amor; esa es la finalidad más legítima de la caridad. De ahí deduce el Aquinate que la caridad consiste más en amar que en querer ser amado. Respecto a la tercera condición, es decir, la semejanza, Tomás está convencido de que la amistad reside en una cierta igualdad, porque es imposible que la amistad pueda surgir entre dos seres muy diferentes. Por eso, para que la amistad entre Dios y la humanidad fuera más íntima, Dios se hizo hombre, dado que la amistad es algo natural entre los seres humanos. De este modo hemos conocido a Dios visiblemente, para serconducidos al amor del Invisible[6]

Tomás establece un orden en el amor. Dado que Dios es el fundamento de la caridad misma, hay que amar a Dios más que a uno mismo. El amor a Dios abarca también al prójimo, porque no amamos realmente a Dios si no amamos lo que él ama. Pero, inspirándose en el libro del Levítico (19, 18) y en el evangelio según san Mateo (22, 39), defiende la concepción aristotélica de que la amistad con nuestros semejantes no consiste en otra cosa que en extender al amigo el amor que uno siente por sí mismo. De este modo la raíz de esta amistad y lo que la dinamiza es el amor que sentimos por nosotros mismos. Este amor es el modelo y el alimento de la amistad. Pero este “yo” que hay que amar más que al amigo se refiere al “hombre espiritual” del que habla san Pablo en sus cartas; por eso, este amor de amistad no renuncia a soportar cualquier sufrimiento o incluso a dar la vida, si es necesario, en beneficio del amigo[7].

Tomás repite con insistencia que la caridad desemboca en oración y contemPágina principal de Santo Tomás de Aquino
Maestro de vida espiritual La pasión por Dios La caridad La oración y contemplación



Fr. Manuel Ángel Martínez de Juan O.P.

Todos sus biógrafos coinciden en presentar a Tomás como un hombre de profunda oración, como un gran contemplativo que supo alternar el estudio y la oración, haciendo del estudio oración y de la oración estudio[1]. Fray Reginaldo, su secretario y amigo íntimo, quien cuidó de él como una nodriza, nos cuenta que “antes de ponerse a estudiar, sostener una discusión, enseñar, escribir, o dictar, recurría a la oración en secreto, con frecuencia deshecho en lágrimas. Si alguna duda se le ofrecía, interrumpía el trabajo mental para acudir nuevamente a sus plegarias”. Por tal comportamiento, este mismo personaje llegó a afirmar que su sabiduría no procedía ni de su ingenio ni de su estudio, sino que la suplicó a Dios por medio de la oración.

Hay una anécdota emotiva que nos permite penetrar en la sensibilidad religiosa de Tomás; cuenta su biógrafo Guillermo de Tocco que en la oración de Completas, durante el tiempo de Cuaresma, cuando se cantaba el responsorio Media vita[2], no podía contener el llanto al llegar a las palabras: No nos rechaces en la vejez, cuando nos van faltando las fuerzas no nos abandones, Señor. Estas palabras del responsorio están inspiradas en el Salmo 70, 9. Tomás retoma estas mismas palabras al comentar la sexta petición del Padrenuestro que dicen: no nos dejes caer en la tentación. Sus lágrimas parecen expresar el deseo ardiente de llegar a la contemplación de Dios, deseo sobre el que tanto escribió, y el temor de verlo debilitarse con la pérdida del vigor juvenil[3].

Tomás fue un enamorado de la cruz y de la eucaristía. Cuando estaba escribiendo la tercera parte de la Suma de Teología, que trata sobre la pasión y resurrección de Cristo y sobre los sacramentos, pasaba largas horas de oración ante el crucifijo. Después de haber escrito sobre un asunto difícil referente a la eucaristía se fue a la Iglesia, se arrodilló ante el crucifijo, colocó su cuaderno ante su divino Maestro y comenzó a orar con los brazos en cruz. En cierta ocasión, el sacristán de la iglesia de San Nicolás de Salerno, Fray Domingo de Caserta, lo sorprendió en oración y oyó una voz procedente del crucifijo que le decía: “Tomás, has escrito muy bien sobre mí; ¿qué recompensa quieres por tu trabajo?” Y Tomás respondió sin pensarlo dos veces: “¡Sólo a ti, Señor!” (non nisi te, Domine!). Esta respuesta coincide plenamente con su doctrina sobre la oración y sobre la esperanza, donde se expresan los anhelos más profundos del corazón humano. El Aquinate enseña que en nuestra oración debemos pedir principalmente nuestra unión con Dios, o a Dios mismo, pues no hay que esperar de Dios algo que sea menor que Dios[4].

Tomás fue un enamorado de Cristo, al que encontró a diario en la eucaristía. Todos los días celebraba temprano la misa, ayudado por su secretario y amigo Fray Reginaldo, y participaba en otra misa ayudando a éste. En sus escritos habla de la eucaristía como la expresión más grande de la amistad de Cristo con los suyos, pues es propio de los amigos convivir juntos. La eucaristía es para él igualmente el gesto más grande de la caridad de Cristo y el alimento de nuestra esperanza, porque en ella se da una unión muy familiar entre Cristo y nosotros[5]. Esta importancia de la eucaristía en su vida se refleja en la composición del oficio litúrgico de la fiesta del Corpus, donde no habla simplemente de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, sino de recibir al mismo Cristo e incluso a Dios[6]. Los himnos y las oraciones que compuso son de un gran lirismo poético y manifiestan una gran ternura mística (Lauda Sion, Pange lingua,…). Sin duda, su oración más bella a Cristo en la eucaristía es el Adoro Te[7], compuesto en su lecho de muerte. Es un poema profundo, teológico, en el que Tomás se dirige a Cristo para cantarle su amor; le implora y le suplica como el buen ladrón; le expresa su deseo más profundo de vivir siempre con él y contemplarle cara a cara. Ese deseo se hizo todavía más vivo cuando recibió su última comunión. Así lo expresan sus mismas palabras: “Te recibo, precio de la redención de mi alma, viático de mi peregrinación; por amor a ti estudié, velé y trabajé. Te prediqué, te enseñé y nunca dije nada contra ti, a no ser por ignorancia, pero no me empeño en mi error; si he enseñado mal acerca de este sacramento o sobre cualquier otro, lo someto al juicio de la santa Iglesia romana, en cuya obediencia salgo ahora de esta vida”.

Toda la obra y la vida del Doctor Angélico fue un esfuerzo por buscar a Dios a través del estudio y la contemplación y por comunicar a los demás el resultado de este esfuerzo, convencido como estaba de que es más perfecto iluminar que lucir, comunicar lo contemplado que contemplar solamente[8].






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[1] Santiago Ramírez, Introducción general, Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Madrid 1947, tm. I, p. 63.

[2] Reproducimos aquí el comienzo de este responsorio, tomándolo del Propio de la Orden de Predicadores, p. 1377: En mitad de la vida estamos ya en la muerte, ¿en quién, Señor, buscaremos ayuda, sino en ti, que justamente te aíras por nuestros pecados? *Santo Dios, santo fuerte, santo y misericordioso Salvador, no nos dejes en manos de la amarga muerte.

[3] André Duval nos ofrece otra interpretación de estas lágrimas. Fray Tomás llora porque se siente conmovido ante la indecible ternura de Dios hacia la humanidad. Sus lágrimas expresan también una serie de sentimientos contradictorios que brotan de lo más profundo de su alma, como la tristeza, la compasión y la alegría; tristeza ante el temor de la muerte; compasión ante la dolorosa pasión de Jesús; alegría muy dulce porque a través del grito de angustia del Salvador se hizo posible el encuentro de la humanidad con Dios nuestro Padre. Cf. “Les larmes de frère Thomas”, La vie spirituelle 147 (1993) 721-725.

[4] Cf. II-II, q. 17, a. 2c.

[5] Cf. III, q. 75, a. 1c.

[6] Cf. Jean-Pierre Torrell, “Adoro Te la plus belle prière de saint Thomas”, Recherches Thomasiennes. Études revues et augmentées, Paris 2000, p. 372.

[7] Transcribimos el texto del Propio de la Orden de Predicadores. Liturgia de las horas, Roma 1988, p. 1795, corrigiendo el primer verso según el texto establecido por R. Wielockx (separamos los versos por una línea oblicua y las estrofas por dos): Te adoro con fervor, Verdad oculta,/ que estás bajo estos signos escondida,/ a ti mi corazón se rinde entero/ y desfallece todo si te mira.// Se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto,/mas tu palabra engendra fe rendida:/ cuanto el Hijo de Dios ha dicho, creo/ pues no hay verdad como la verdad divina.// En la cruz la deidad estaba oculta,/ aquí la humanidad está escondida,/ y ambas cosas creyendo y confesando,/ pido yo cuanto el buen ladrón pedía.// No veo, como vio Tomás, tus llagas,/ mas por su Dios te aclama el alma mía:/ haz que siempre, Señor, en ti yo crea,/ que espere en ti, que te ame sin medida.// Oh memorial de la muerte de Cristo,/ oh pan vivo, que al hombre das la vida:/ concede que de ti viva mi alma,/ que guste de tu celestial delicia.// Jesús mío, pelícano piadoso, con tu sangre mis impurezas limpia,/ que ya una gota de tu sangre puede,/ salvar al mundo entero del pecado.// Jesús, a quien ahora miro oculto,/ cumple, Señor, cuanto mi alma ansía:/ mirar, feliz, tu rostro descubierto/ y en visión clara siempre contemplarte. Amén.

[8] Cf. II-II, q. 188, a. 6c.


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La Espiritualidad de Sto. Tomás La experiencia personal de Sto. Tomás

La "divinización" del ser humano El conocimiento de Dios y la predicación La oración

Fray Julián de Cos, OP

Los expertos en el pensamiento tomista coinciden en destacar que santo Tomás de Aquino (1225-1274) no fue un mero “intelectual”. Su extensa obra es fruto en buena medida de su experiencia de Dios. Se trató de un hombre de profunda oración. Como contemplativo, “supo alternar el estudio y la oración, haciendo del estudio oración y de la oración estudio”(1). Fray Reginaldo, el secretario de santo Tomás, cuenta que éste, “antes de ponerse a estudiar, sostener una discusión, enseñar, escribir, o dictar, recurría a la oración en secreto, con frecuencia deshecho en lágrimas. Si alguna duda se le ofrecía, interrumpía el trabajo mental para acudir nuevamente a sus plegarias”(2).
Las dos grandes devociones de santo Tomás fueron la cruz y la eucaristía. Pasaba largas horas de oración ante el crucifijo cuando escribía la tercera parte de la Suma Teológica, que trata sobre la pasión y resurrección de Cristo y sobre los sacramentos. Estando orando santo Tomás ante un crucifijo, el sacristán del convento de San Nicolás de Salerno oyó una voz procedente de dicho crucifijo que le decía al santo: “Tomás, has escrito muy bien sobre mí; ¿qué recompensa quieres por tu trabajo?” Y éste le contestó rápidamente: “¡Sólo a ti, mi Señor!”.(3)
La eucaristía era para santo Tomás el gesto de mayor caridad de Cristo y el alimento de nuestra esperanza, porque en ella se da una unión muy familiar entre Jesucristo y nosotros. Destaca en su obra la composición del oficio litúrgico de la fiesta del Corpus y Adoro Te, su oración más bella a Cristo en la eucaristía.(4)

Afirma Manuel Ángel Martínez: “Toda la obra y la vida del Doctor Angélico fue un esfuerzo por buscar a Dios a través del estudio y la contemplación y por comunicar a los demás el resultado de este esfuerzo”(5).

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Fray Julián de Cos, OP

El ser humano es potencialmente perfecto
Dios es perfecto dentro de su absoluta simplicidad y las criaturas participan de esa perfección en su naturaleza y en sus operaciones(1). La perfección del ser humano(2) depende del grado de su participación de la perfección divina. Ésta participación se puede adquirir por dos vías: natural: el ser humano es imagen de Dios en cuanto participa de su ser y sus operaciones de entendimiento y voluntad(3); sobrenatural: la gracia divina nos redime del pecado original y de los pecados personales(4) y nos eleva al rango de hijos de Dios, haciéndonos participar de la naturaleza divina(5). Si bien la gracia es un don que Dios da según su voluntad(6), por medio del mérito de nuestras buenas obras, ésta puede crecer en nuestra alma(7) progresiva e indefinidamente(8), pudiendo nuestra alma alcanzar un alto grado de identificación con Dios en su ser y en su obrar.(9)

Mediante la transformación identificadora con Dios, el ser humano se hace un dios por participación(10). Pero esto no ha de pretenderse alcanzar por medios indebidos o por uno mismo(11): sólo Dios deifica a la persona, y lo hace mediante la gracia santificante, que es un efecto de un acto especial de su amor, que “es cierta forma y perfección, que permanece en el hombre incluso cuando no obra”(12).

La caridad
La perfección espiritual no consiste simplemente en la transformación por la gracia, sino en la caridad(13). Ésta es fruto de la gracia. Mientras que la gracia da a las virtudes infusas una primera perfección, la caridad les da la perfección última(14). La caridad es el principio originante y motor de los actos de todas las virtudes. La configuración del amante –el ser humano– con el amado –Dios– no sólo le hace semejante a él sino que le hace obrar como él. El amor que nos une a Dios nos empuja a obrar virtuosa y santamente(15). Además, lo hace con tanto mayor agrado cuanto más perfecta es la caridad.(16)

Manuel Ángel Martínez(17) distingue en santo Tomás tres definiciones de amor y dos tipos de amor. Las tres definiciones son éstas: desear el bien a alguien –de influencia aristotélica-; la fuerza de unión que une a la persona que ama con la persona que es amada, a modo de salida, éxtasis o éxodo –de influencia de Pseudo Dionisio-; y la principal pasión y la fuente de todas las demás pasiones, incluso del odio. Distingue dos tipos de amor: El amor de concupiscencia o de deseo –se trata de un amor parcial e incompleto, que no siempre es moralmente malo-; y el amor de amistad, que es benevolente y recíproco yse caracteriza por el olvido o el abandono de sí y que requiere cierta igualdad o semejanza entre los amigos para que haya reciprocidad. La definición de este segundo tipo de amor es analógica(18) y se basa en Jn 15,15: “ya no os llamo siervos sino amigos”. Porque en esta amistad se da benevolencia, reciprocidad y semejanza, Dios se hizo hombre(19). Santo Tomás(20) también establece un orden en el amor –así lo explica Manuel Ángel Martínez–:

“Dado que Dios es el fundamento de la caridad misma, hay que amar a Dios más que a uno mismo. El amor a Dios abarca también al prójimo, porque no amamos realmente a Dios si no amamos lo que él ama. Pero, inspirándose en el libro del Levítico(21) y en el evangelio según san Mateo(22), defiende la concepción aristotélica de que la amistad con nuestros semejantes no consiste en otra cosa que en extender al amigo el amor que uno siente por sí mismo. De este modo la raíz de esta amistad y lo que la dinamiza es el amor que sentimos por nosotros mismos. Este amor es el modelo y el alimento de la amistad. Pero este ‘yo’ que hay que amar más que al amigo se refiere al ‘hombre espiritual’ del que habla san Pablo en sus cartas; por eso, este amor de amistad no renuncia a soportar cualquier sufrimiento o incluso a dar la vida, si es necesario, en beneficio del amigo”(23).

La fe y la esperanza
También la fe y la esperanza ejercen una acción divinizadora, aunque no absolutamente como la caridad, sino sólo bajo cierto aspecto. El objeto de la fe es Dios como Verdad primera. Así mismo, Dios es el objeto de la esperanza, pero en cuanto es aprehendido y aceptado como causa primera eficiente de la salvación, y como causa final última de ella, pues en su satisfacción consiste la felicidad(24). Todas las virtudes constituyen, en definitiva, un elemento de identificación con Dios, y, por consiguiente, de perfección y de deificación.(25)

Los grados de perfección
En la medida que la caridad puede ser más o menos intensa, santo Tomás(26) distingue diversos grados de perfección.

1.Primer grado: el nivel máximo consiste en amar según toda la capacidad de la persona, en todo momento. Esto no es posible aquí en esta vida. Corresponde a los bienaventurados del Cielo.
2.Segundo grado:se trata de la caridad de aquellos que intentan por todos los medios dedicarse a Dios y a las cosas divinas. A este nivel llegan unos pocos.
3.Tercer grado: es el de las personas que ponen su corazón habitualmente en Dios. Es propio de los que tienen la virtud de la caridad.
Paralelamente, santo Tomás(27) distingue tres niveles en la vida espiritual:

1.Incipientes o niños: se esfuerzan fundamentalmente en resistir a las pasiones desordenadas y evitar el pecado.
2.Proficientes o aprovechados: trabajan en acrecentar la caridad.
3.Perfectos: buscan abandonar este mundo para unirse a Dios y gozar de él al modo de san Pablo(28): “Deseo morir para estar con Cristo”(29).
El proceso de purificación
El alma necesita un proceso previo de preparación para ascender en la caridad y la perfección(30). Mediante el ejercicio de las virtudes morales y cardinales el alma se purifica. En el estadio inicial se sitúan las virtudes purgativas, que rectifican las pasiones, eliminando sus excesos. Cuando el alma ha alcanzado un alto grado de perfección, estas virtudes subsisten, pero ya no tienen que actuar contra las pasiones tan esforzadamente. Hablando de este proceso de purificación que es necesario para ir ascendiendo en la perfección, Santo Tomás hace referencia a:

1.El ayuno: “purifica la mente, eleva el sentido, somete la carne al espíritu, hace el corazón contrito y humillado, disipa las tinieblas de la concupiscencia, extingue los ardores de la sensualidad y enciende el fuego de la castidad”(31).
2.La castidad, sobre todo en su grado más alto: la virginidad. La lujuria es uno de los pecados que absorben al ser humano y le alejan de Dios(32). Así mismo, es preciso acrecentar la pobreza evangélica o pobreza de espíritu para controlar la preocupación por los negocios de este mundo y tener así la mente fija en Dios y su corazón apaciguado.
3.El desapego de sí mismo: el amante no ha de pertenecerse a sí mismo, sino al amado –Dios–. Los diversos grados de amor divino han de corresponderse con diversos grados de negación de sí mismo. Para alcanzar la perfección espiritual y en aras al amor de Dios y para dedicarse más libremente a él, hay que renunciar incluso de aquellos placeres que no son pecaminosos. Es necesario renunciar a los gustos y hacer en todo la voluntad de Dios. Pero a los que pretenden conseguir esto, Dios los prueba con tentaciones y tribulaciones. Así los conforma con el Crucificado(33).
Los siete dones del Espíritu Santo
La práctica de las virtudes merece, además del aumento de la gracia y del hábito de las mismas virtudes, el incremento de los siete hábitos sobrenaturales que son los dones del Espíritu Santo. Éstos son diferentes de las virtudes. Gracias a ellos la persona se dispone a seguir –de una manera pronta, directa e inmediata– la inspiración del Espíritu Santo de un modo superior a su modo connatural humano. Ello se lleva a cabo en orden a un objeto o fin que las virtudes no pueden por sí solas alcanzar. Es decir, los dones del Espíritu Santo son necesarios para la salvación. Éstos dotan a los actos de las virtudes de perfección consumada y heroicidad –a ello está llamado todo cristiano–. En la medida que crecen las virtudes y los dones, va aumentando también la disposición psicológica del sujeto a recibir ese crecimiento. En tanto que aumentan la disposición y los méritos, Dios produce proporcionalmente el crecimiento espiritual de esa persona. Cuando dicho crecimiento alcanza un cierto nivel, desarrollándose en el sujeto los hábitos de los dones, éste es capaz de ser movido directamente por el Espíritu Santo.(34)

El estudio de la teología en la Baja Edad Media
Según cómo se estudie la teología en las escuelas resulta un tipo determinado de espiritualidad(1):

1.En las escuelas monásticas se consideraba que la fe es una cuestión de voluntad y se la definía como una adhesión afectiva a una verdad revelada. Se empleaba un método simbólico y alegórico, propio de la exégesis espiritual. El objetivo era la contemplación.
2.En las escuelas catedralicias(2), urbanas, donde se forma santo Tomás (y el resto de la orden dominicana), la fe es un asunto que implica a toda la persona, no sólo la voluntad. Se la define como una adhesión del entendimiento a la verdad revelada. El ideal, presente en el origen de la escolástica, es una fe que busca la inteligencia. La fe utiliza la razón para descubrir la credibilidad de la verdad revelada.
El concepto de “estudio” según santo Tomás
Santo Tomás le dio mucha importancia a la actividad intelectual. Según él: “Estudio es una palabra que designa aplicación intensa de la mente a algo, cosa que no puede hacerse sino mediante su conocimiento”(3). La “estudiosidad” la localiza entre las partes de la templanza. Distingue en ella dos aspectos: el apetito de saber y el esfuerzo requerido para la actividad intelectual.(4)

La gracia ayuda a nuestra imperfecta inteligencia
Experimentar a Dios es, ante todo, un don divino, una gracia, que aumenta la libertad humana “pues –dice Manuel Ángel Martínez hablando sobre el pensamiento de santo Tomás(5)– nuestras acciones son más nuestras cuando las recibimos enteramente de Dios. Por este camino, cualquier viejecilla cristiana supera con su fe el conocimiento de Dios alcanzado por los filósofos anteriores a la encarnación de Cristo. Es el conocimiento que brota del amor; cuanto más se ama a Dios mejor se le conoce y mayor felicidad produce ese conocimiento”(6). Entonces surge una pregunta: ¿Por qué estudiar si por medio de la gracia alcanzamos un conocimiento superior?: porque “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”(7). La gracia, por tanto, no hace inútil ningún esfuerzo humano.(8)

El conocimiento por connaturalidad y a través del amor
Además del conocimiento por el estudio y el uso de la razón, en la Suma Teológica santo Tomás también habla del conocimiento por connaturalidad, que es especialmente importante en el área de la moral(9). Afirma William Johnston: “Aquí uno ‘con-naturaliza’ con el objeto, que está, por decirlo de alguna forma, encarnado en sí mismo. Tomás usa la palabra inclinación; uno juzga per inclinationem(10). Éste es el conocimiento que proviene del amor y de la unión”(11).

El conocimiento por connaturalidad es la más alta sabiduría, es un don del Espíritu Santo(12) y tiene gran importancia cuando nos relacionamos con Cristo(13) o hablamos de Dios, pues, como dice san Juan(14), sólo el que ama conoce a Dios, pues Dios es amor(15):

“Y esa compenetración o connaturalidad con las cosas divinas proviene de la caridad que nos une con Dios, conforme al testimonio del Apóstol: Quien se une a Dios, se hace un solo espíritu con El (1 Cor 6,7). Así, pues, la sabiduría como don, tiene su causa en la voluntad, es decir, la caridad; su esencia, empero, radica en el entendimiento, cuyo acto es juzgar rectamente, como ya hemos explicado (1 q.79 a.3)”(16).

El amor a Dios, el desconocido
Cuando estudiamos la realidad y nos remontamos a su origen, podemos descubrir que Dios existe (vía afirmativa). Pero si comparamos a Dios con la creación, constatamos que son dos realidades absolutamente diferentes (vía negativa). Y si afirmamos que es la causa de todo, descubrimos que está por encima de todo (vía de la preeminencia). La gracia nos puede ayudar a profundizar en el conocimiento de Dios. Pero ni siquiera con su auxilio llegamos a saber qué es Dios. Por eso buscamos unirnos a él como a algo desconocido(17).

Debido a esta dificultad, santo Tomás no dudará en afirmar que a Dios es mejor amarle que conocerle(18). Si bien, el mismo amor es ya conocimiento(19). Así como una persona puede ser perfectamente amada sin ser perfectamente conocida, algo semejante ocurre cuando se ama a Dios(20).

La fe perfecciona el intelecto humano
Santo Tomás considera que la fe, como virtud teologal, es una perfección del intelecto humano(21). Dios, por medio de la gracia, induce a la voluntad humana a aceptar verdades –conocimientos– de origen divino que superan las facultades intelectivas. En su obra Expositio primae decretalis ad Archidiaconum Tudertinum, santo Tomás se basa en el profeta Oseas(22): “me casaré contigo en la fidelidad”, para subrayar la dimensión mística de la fe cristiana en tanto que ésta, desde el punto de vista teológico, puede instaurar una unión entre Dios y el ser humano. La fe no sólo lleva a la persona al conocimiento de la verdad revelada, sino también a la experiencia auténtica de las Personas divinas que los contenidos de dicho conocimiento representan. La trasformación operada por la fe en el entendimiento es el inicio de la vida nueva que la caridad instaura en la persona. La caridad hace que el ser humano se mueva a amar a Dios, alcanzando la perfección terrena en la percepción afectiva del Padre, es decir, en lo que santo Tomás denomina “contemplación”.(23)

El fin del estudio y de la contemplación es la predicación
Santo Tomás consideró que era necesario el estudio en las Órdenes dedicadas a la predicación(24). Es más, defendió la superioridad de las Órdenes dedicadas a la enseñanza y la predicación –o a ministerios parecidos-, sobre las que se dedican simplemente a la contemplación, “ya que es más perfecto iluminar que ver la luz solamente, y comunicar a los demás lo que se ha contemplado –contemplata aliis tradere(25)-, que contemplar sólo”.(26)


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Fray Julián de Cos, OP

Siguiendo la cuestión 83 de la II-II de la Suma Teológica, vamos a mostrar un pequeño esbozo de las ideas más importantes que aporta sobre este tema santo Tomás:

¿La oración es acto de la facultad apetitiva? –a. 1–. Apoyándose en san Agustín(1) y san Juan Damasceno(2), santo Tomás entiende la oración como petición o súplica(3). Además, le aplica el sentido aristotélico: “la razón suplica para obtener lo más perfecto”(4). Así muestra que la oración es un acto de la razón.

Movida por el amor de caridad, la oración tiende hacia Dios de dos maneras. Una por parte de lo que se pide, porque lo que principalmente hemos de pedir en la oración es nuestra unión con Dios(5). La otra manera es por parte de la persona que pide, que le conviene acercarse a Dios mentalmente(6).

Por tanto son dos las definiciones de oración de santo Tomás: “elevación de la mente a Dios” y “petición”(7).

¿Es conveniente orar? –a. 2–. No oramos para alterar la disposición divina, sino para merecer lo que Dios había determinado darnos desde el principio de los tiempos(8); ni tampoco para informarle de nuestras necesidades y deseos, sino para que nosotros mismos nos convenzamos de que necesitamos de la ayuda divina para tales casos.

¿La oración es acto de religión? –a. 3–. La oración es un acto propio de la religión pues mediante ella el ser humano muestra reverencia a Dios en cuanto que se somete a él y reconoce que le necesita como autor de los bienes.

¿Se debe orar sólo a Dios? –a. 4–. Podemos orar directamente a Dios, pues nuestras oraciones han de ordenarse para la consecución de la gracia y la gloria, que sólo vienen de Dios(9). También podemos orar a Dios encomendándonos por medio de santos y personas, para que por sus preces y sus méritos, nuestras oraciones obtengan el efecto deseado(10).

¿Debemos pedir a Dios en la oración algo determinado? –a. 5–. Ciertamente, podemos llegar a pedir a Dios cosas que nos pueden resultar perjudiciales, como podrían serlo las riquezas(11), pero hay bienes que el ser humano nunca va a usar mal: los que constituyen nuestra bienaventuranza y los que hacen que la merezcamos. El Espíritu Santo nos inspira santos deseos para que pidamos lo que nos conviene(12). Nos conformamos a la voluntad de Dios al pedirle algo que pertenece a nuestra salvación(13).

¿Debe pedir el hombre en la oración bienes temporales? –a. 6–. Pueden pedirse bienes temporales, no como lo principal, poniendo en ellos nuestro fin, sino como ayudas para avanzar hacia la bienaventuranza, es decir, como medios para nuestra vida corporal y como instrumentos para la práctica de las virtudes.

¿Debemos orar por los demás? –a. 7–. Debemos pedir bienes para nosotros, por necesidad, y para los demás, por amor al prójimo. Es más grata a Dios esta segunda oración que la que hacemos por necesidad.

¿Debemos orar por nuestros enemigos? –a. 8–. Es necesario que en nuestras oraciones comunes que hacemos por los demás no excluyamos a nuestros enemigos. Pero el orar en especial por los enemigos es de perfección, no de necesidad, salvo casos especiales.

¿Están formuladas convenientemente las siete peticiones de la oración dominical? –a. 9–. Dado que, en cierto modo, la oración interpreta nuestros deseos ante Dios, el Padrenuestro no sólo regula nuestras peticiones, determinando lo que es lícito pedir a Dios y el orden en que ha de hacerse, sino también nuestros afectos.

¿El orar es propio de la criatura racional? –a. 10–. Orar es propio de quien esta dotado de razón y tiene un superior a quien suplicar. Por tanto, no es propio de las Personas divinas orar pues no tienen superior, ni de los animales brutos, pues no tienen razón, y sí lo es de la criatura racional.

Cuando se dice “El que da al ganado su pasto, y a los polluelos de los cuervos que lo invocan”(14), se hace referencia a que los polluelos oran a Dios por el deseo natural que tienen todos los seres, a su modo, de alcanzar la bondad divina. También se afirma que los animales brutos obedecen a Dios por el instinto natural con que son movidos por él.

¿Oran por nosotros los santos del cielo? –a. 11–. La oración intercesora de los santos que están en el cielo es más cuantiosa cuanto más perfecta es su caridad y es más eficaz cuanto mayor es su grado de unión con Dios.

¿Debe ser vocal la oración? –a. 12–. La oración pública, la que hacen los ministros de la Iglesia en representación de la totalidad del pueblo fiel, debe ser conocida, y por tanto, ha de ser vocal, en voz alta. Sin embrago la oración privada, la que hace el creyente a título personal, no es necesario que sea vocal. Pero hay tres motivos por los que oramos privadamente en voz alta: para excitar la devoción interior con la que nuestra ánima se eleva a Dios; para que, con todo lo que somos: ánima y cuerpo, paguemos a Dios la deuda que con él tenemos; por cierto desbordamiento del ánima sobre el cuerpo, debido a la vehemencia del amor que sentimos por Dios.

No es lícito orar en público buscando notoriedad. Por eso, al orar públicamente no debemos hacer nada que llame la atención(15).

¿Es necesaria la atención durante la oración? –a. 13–. La necesidad de la atención en la oración depende del efecto de la misma: cuando es el mérito, la virtualidad de la intención con que acudimos a la oración la hace meritoria, no necesitando la atención de principio a fin; cuando se busca impetrar –pedir eficazmente una gracia-, basta también con la primera intención, que es en la que principalmente se fija Dios; sin embargo, cuando el efecto es la refección espiritual del ánima, es decir, su alimento o reparación, es necesario la atención durante toda la oración.

Hay tres tipos de atención en una oración: a las palabras, para no decir cosas erróneas; al sentido de las palabras; y al fin de la oración, que es Dios y aquello por lo que se ora. Ésta última es la más necesaria y la pueden tener incluso los más ignorantes. A veces, esta atención que eleva al ánima, olvida todo lo demás(16).

Hay que tener en cuenta que la debilidad humana hace que el ánima del orante no pueda estar largo tiempo en las alturas espirituales, pues, con el tiempo, comienza a divagar. Cuando el orante se distrae por despiste, no se pierde el fruto de la oración. Pero otra cosa es distraerse a propósito, lo cual es pecado y comporta la pérdida del fruto de la oración.

¿Debe ser larga la oración? –a. 14–. Podemos hablar de dos modos de oración: de la oración en sí misma y de la oración en su causa. Si bien la primera no es posible hacerse continuamente porque tenemos que atender otros quehaceres, la segunda sí, pues la causa de la oración es el deseo de la caridad, del cual debe proceder nuestra oración, y ese deseo debe ser continuo en nosotros.

Cuando buscamos orar por largo tiempo, no ha de hacerse a base de muchas palabras sino manteniéndonos especialmente interesados por el deseo de la oración.

Hay tres modos de orar continuamente: deseándola sin interrupción(17); no omitiendo la oración en los tiempos señalados; por el efecto conseguido, ya en el orante, que se siente más devoto tras la oración, ya en otras personas, cuando con sus beneficios las mueve a rogar por él, aun en aquel tiempo en que el orante ha dejado de orar.

¿Es meritoria la oración? –a. 15–. La oración, como acto virtuoso, tiene valor meritorio en cuanto que procede de la raíz de la caridad, cuyo objeto propio es el bien eterno del que merecemos gozar. La oración procede de la caridad por medio de la religión, de la que es acto.

En la oración, la petición es eficaz cuando se cumplen estas cuatro condiciones: pedimos por nosotros mismos, pedimos cosas necesarias para la salvación y lo hacemos con piedad y con perseverancia.

¿Consiguen algo de Dios con su oración los pecadores? –a. 16–. Dios, por misericordia, no atiende la oración del pecador cuando éste busca el pecado. En ocasiones la atiende para castigarle. Pero cuando el pecador se guía por su buen deseo natural y cumple las cuatro condiciones antes mencionadas(18), misericordiosamente Dios se aviene a atender su oración.

¿Está bien dicho eso de que las obsecraciones, “oraciones, peticiones y acciones de gracias”, son las partes en que se divide la oración? –a. 17–. Son necesarias tres cosas para orar: que el orante se acerque a Dios; que haya una petición, ya sea concreta –postulación– o indeterminada –súplica-; y que tanto por parte de Dios como de la persona, haya una razón para alcanzar lo que se pide: por parte de Dios es su santidad, por parte del orante es la acción de gracias(19).

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