miércoles, 17 de septiembre de 2008

 

 

San Silvano (1866-1938), monje ortodoxo
Escritos


«Adán, ¿dónde estás?» (Gn 3,9):  responder a las llamadas del Señor

     Mi alma desfallece por el Señor, y le busco con lágrimas. ¿Cómo podría no buscarte? Tú has sido el primero en encontrarme. Me has dado poder vivir la dulzura de tu Espíritu, y mi alma te ha amado. Tú, Señor, ves mis penas y mis lágrimas. Si tú no me hubieras atraído con tu amor, no te buscaría así como te busco. Pero tu Espíritu me ha concedido poderte conocer, y mi alma se regocija de que tú seas mi Dios y mi Señor y, hasta derramar lágrimas languidece por ti.

     Señor misericordioso, tú ves mi caída y mi dolor; pero humildemente imploro tu clemencia: derrama sobre mí, pecador como soy, la gracia de tu Espíritu. Su recuerdo lleva a mi espíritu a encontrar de nuevo tu misericordia. Señor, dame tu Espíritu para que no pierda de nuevo tu gracia, y que no me lamente, como Adán, que lloraba haber perdido a Dios y al Paraíso.

     El Espíritu de Cristo, que el Señor me ha dado, quiere la salvación de todos, desea que todos conozcan a Dios. El Señor ha dado el Paraíso al ladrón; igualmente lo dará a todo pecador. Por mis pecados soy peor que un perro sarnoso, pero he pedido al Señor que me los perdone y me ha concedido no sólo su perdón sino también el Santo Espíritu. Y en el Santo Espíritu, he conocido a Dios...

     El Señor es misericordioso; esto, lo sabe mi alma, pero es imposible describirlo. Es infinitamente manso y humilde, y cuando el alma lo ve, toda ella se transforma en amor de Dios y del prójimo; ella misma se convierte en mansa y humilde. Pero si el hombre pierde la gracia, llorará tal como lo hizo Adán cuando fue echado del Paraíso... Danos, Señor, el arrepentimiento de Adán y tu santa humildad.


San Roberto Belarmino S.J.









Carta I de San Pablo a los Corintios 12,31.13,1-13.

Ustedes, por su parte, aspiren a los dones más perfectos. Y ahora voy a mostrarles un camino más perfecto todavía.
Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe.
Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.
Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.
El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece,
no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido,
no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.
El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá;
porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.
Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto.
Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño,
pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí.
En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor.


Salmo 33(32),2-3.4-5.12.22.

Alaben al Señor con la cítara, toquen en su honor el arpa de diez cuerdas;
entonen para él un canto nuevo, toquen con arte, profiriendo aclamaciones.
Porque la palabra del Señor es recta y él obra siempre con lealtad;
él ama la justicia y el derecho, y la tierra está llena de su amor.
¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se eligió como herencia!
Señor, que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza que tenemos en ti.

 

 

evangeli.net

Día litúrgico: Miércoles XXIV del tiempo ordinario



Texto del Evangelio (Lc 7,31-35):  En aquel tiempo, el Señor dijo: «¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación? Y ¿a quién se parecen? Se parecen a los chiquillos que están sentados en la plaza y se gritan unos a otros diciendo: ‘Os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonando endechas, y no habéis llorado’. Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ‘Demonio tiene’. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: ‘Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Y la Sabiduría se ha acreditado por todos sus hijos».


 


«¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación?»



Hoy, Jesús constata la dureza de corazón de la gente de su tiempo, al menos de los fariseos, que están tan seguros de sí mismos que no hay quien les convierta. No se inmutan ni delante de Juan el Bautista, «que no comía pan ni bebía vino» (Lc 7,33), y le acusaban de tener un demonio; ni tampoco se inmutan ante el Hijo del hombre, «que come y bebe», y le acusan de “comilón” y “borracho”, es más, de ser «amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,34). Detrás de estas acusaciones se esconden su orgullo y soberbia: nadie les ha de dar lecciones; no aceptan a Dios, sino que se hacen su Dios, un Dios que no les mueva de sus comodidades, privilegios e intereses.


Nosotros también tenemos este peligro. ¡Cuántas veces lo criticamos todo: si la Iglesia dice eso, porque dice aquello, si dice lo contrario...; y lo mismo podríamos criticar refiriéndonos a Dios o a los demás. En el fondo, quizá inconscientemente, queremos justificar nuestra pereza y falta de deseo de una verdadera conversión, justificar nuestra comodidad y falta de docilidad. Dice san Bernardo: «¿Qué más lógico que no ver las propias llagas, especialmente si uno las ha tapado con el fin de no poderlas ver? De esto se sigue que, ulteriormente, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son llagas, dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas».


Hemos de dejar que la Palabra de Dios llegue a nuestro corazón y nos convierta, dejar cambiarnos, transformarnos con su fuerza. Pero para eso hemos de pedir el don de la humildad. Solamente el humilde puede aceptar a Dios, y, por tanto, dejar que se acerque a nosotros, que como “publicanos” y “pecadores” necesitamos que nos cure. ¡Ay de aquél que crea que no necesita al médico! Lo peor para un enfermo es creerse que está bueno, porque entonces el mal avanzará y nunca pondrá remedio. Todos estamos enfermos de muerte, y solamente Cristo nos puede salvar, tanto si somos conscientes de ello como si no. ¡Demos gracias al Salvador, acogiéndolo como tal!Comentario: Rev. D. Xavier Serra i Permanyer (Sabadell-Barcelona, España)


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