lunes, 15 de septiembre de 2008

Nuestra Señora de los Dolores








Carta a los Hebreos 5,7-9.

El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión.
Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer.
De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen,


Salmo 31(30),2-3.3-4.5-6.15-16.20.

Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado! Líbrame, por tu justicia
inclina tu oído hacia mí y ven pronto a socorrerme. Sé para mí una roca protectora, un baluarte donde me encuentre a salvo,
inclina tu oído hacia mí y ven pronto a socorrerme. Sé para mí una roca protectora, un baluarte donde me encuentre a salvo,
porque tú eres mi Roca y mi baluarte: por tu Nombre, guíame y condúceme.
Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio.
Yo pongo mi vida en tus manos: tú me rescatarás, Señor, Dios fiel.
Pero yo confío en ti, Señor, y te digo: "Tú eres mi Dios,
mi destino está en tus manos". Líbrame del poder de mis enemigos y de aquellos que me persiguen.
¡Qué grande es tu bondad, Señor! Tú la reservas para tus fieles; y la brindas a los que se refugian en ti, en la presencia de todos.


Evangelio según San Juan 19,25-27.

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

 

Beato Guerrico de Igny (hacia 1080-1157), abad cisterciense
4º sermón para la Asunción


«Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa»

     Cuando Jesús se puso a recorrer pueblos y ciudades para anunciar la Buena Nueva (Mt 9,35), María le acompañó, inseparablemente unida a sus pasos, pendiente de sus labios desde que abría la boca para enseñar. Hasta tal punto que ni la tempestad de la persecución ni el horror del suplicio no consiguieron que dejara de acompañar a su Hijo, ni la enseñanza de su Maestro. «Junto a la cruz de Jesús, estaba María, su madre». Verdaderamente es madre la que no abandonó a su hijo ni tan sólo en los terrores de la muerte. ¿Cómo podía horrorizarse por la muerte, ella cuyo «amor era fuerte como la muerte» (Ct 8,6) e incluso más fuerte que la muerte? Sí, se mantenía de pie junto a la cruz de Jesús y el dolor de esta cruz le crucificaba su corazón; todas las llagas que veía herían al cuerpo de su Hijo eran otras tantas espadas que le laceraban su alma (Lc 2,35). Es justo pues, que allí fuera proclamada Madre y que un protector bien escogido fuera designado para cuidar de ella, porque es ahí, sobre todo, que se manifiesta el amor perfecto de la madre con respecto al Hijo y la verdadera humanidad que el Hijo había recibido de su madre...

     Jesús «habiéndola amado, la amó hasta el fin» (Jn 13,1). No tan solo ha sido para ella el fin de su vida sino sus últimas palabras: por así decir, acabando de dictar su testamento, Jesús confió el  cuidado de su madre a su más querido heredero... Pedro, por su parte, recibió la Iglesia, y Juan, a María. Esta parte le era concedida a Juan como un signo del amor privilegiado del que fue objeto, pero también a causa de su castidad... Porque convenía que nadie más sino el discípulo amado de su Hijo, prestara este servicio a la madre del Señor... Y por esta disposición providencial, el futuro evangelista pudo conversar familiarmente de todo con aquella que lo sabía todo, ella que, desde el principio, había observado atentamente todo lo referente a su Hijo, y que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).



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