viernes, 30 de septiembre de 2011

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Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández CarvajalMeditación de ayer de Hablar con Dios
29 de septiembre (I)

SAN MIGUEL ARCÁNGEL*

Fiesta

— La misión de los Ángeles. Los tres Arcángeles a los que la Iglesia honra de manera particular.

— El Arcángel San Miguel. Su ayuda en la lucha contra el diablo.

— Pedir a este Santo Arcángel su continua protección sobre la Iglesia.

I. Leemos en el Evangelio de la Misa estas palabras de Jesús: Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre1. Son los ángeles que continuamente alaban a Dios, y «toman parte, a su manera, en el gobierno de Dios sobre la creación como poderosos ejecutores de sus órdenes (Sal 102), según el plan establecido por la Divina Providencia. A los ángeles está confiado en particular un cuidado y solicitud especiales para con los hombres, en favor de los cuales presentan a Dios sus peticiones y oraciones»2. La misión de los ángeles como embajadores de Dios se extiende a cada uno de los hombres, y de modo principal a quienes tienen una misión específica en orden a la salvación (por ejemplo, los sacerdotes), y a las naciones enteras3. Todos los días, a todas las horas, en el mundo entero, «en el corazón de la Santa Misa», se apela a los Ángeles y a los Arcángeles para cantar la gloria de Dios.

Hoy resulta particularmente oportuno considerar que la Iglesia honra en su liturgia «a tres figuras de ángeles a los que en la Sagrada Escritura se les llama con un nombre. El primero es Miguel Arcángel (cfr. Dan 10, 13. 20; Apoc 12, 7; Jd 9). Su nombre expresa en síntesis la actitud esencial de los espíritus buenos. Mica-El significa, en efecto: ¿Quién como Dios?». El segundo es Gabriel, «figura vinculada sobre todo al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios (cfr. Lc 1, 19; 26). Su nombre significa: Mi poder es Dios, o Poder de Dios». Por último, Rafael «significa: Dios sana»4. Meditando sobre su misión comprendemos la enseñanza contenida en la Carta a los Hebreos: ¿No son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio y en favor de los que han de heredar la salud?5.

Su existencia y su cercanía en nuestros quehaceres de todos los días nos mueven a pedir con la Liturgia de la Misa: Oh Dios, que con admirable sabiduría distribuyes los ministerios de los ángeles y los hombres, te pedimos que nuestra vida esté siempre protegida en la tierra por aquellos que te asisten continuamente en el Cielo6. A nuestros Ángeles Custodios, cuya fiesta celebraremos dentro de pocos días, y a los Santos Arcángeles debemos incontables ayudas diarias. Son una muestra palpable del amor que nuestro Padre Dios tiene hacia sus hijos. ¿Acudimos a ellos frecuentemente en medio de nuestros trabajos diarios? ¿Les tratamos con confianza, pidiéndoles que nos ayuden a servir a Dios y que nos protejan en nuestra lucha diaria? ¿Nos sentimos seguros con su compañía a lo largo del día, y especialmente cuando llega la tribulación o cuando estamos en trance de perder la serenidad y la paz de los hijos de Dios?

II. Leemos en la Primera lectura de la Misa: Y se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo. Fue arrojado aquel dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás, que seduce a todo el universo. Fue arrojado a la tierra y también fueron arrojados sus ángeles con él7.

Los Santos Padres interpretan estos versículos del Apocalipsis como testimonio de la lucha entre Miguel y el diablo cuando fueron sometidos a prueba los espíritus angélicos. Bajo esta luz entendieron también la lucha que Satanás sostiene contra la Iglesia a lo largo de los siglos y que se radicalizará al final de los tiempos8.

Según tradiciones judías seguidas por algunos Padres de la Iglesia, el demonio fue una criatura angélica que se convirtió en enemiga de Dios al no aceptar la dignidad concedida al hombre9. Entonces el diablo y sus seguidores fueron arrojados a la tierra, y desde entonces no cesan de tentar al hombre para que, pecando, se vea también privado de la gloria de Dios. En el Antiguo Testamento10 se presenta al Arcángel San Miguel como aquel que, de parte de Dios, defiende al pueblo elegido. La lucha constante contra el demonio, que intenta sacar partido de cada situación, y que «caracteriza la figura del Arcángel Miguel, es actual también hoy, porque el demonio está todavía vivo y operante en la tierra»11. Es más: «hay épocas en las que la existencia del mal entre los hombres se hace singularmente evidente en el mundo (...). Se tiene la impresión de que el hombre actual no quiere ver ese problema. Hace todo lo posible por eliminar de la conciencia general la existencia de esos dominadores de este mundo tenebroso, esos astutos ataques del diablo de los que habla la Carta a los Efesios. Con todo, hay épocas históricas en las que esa verdad de la revelación y de la fe cristiana, que tanto cuesta aceptar, se expresa con gran fuerza y se percibe casi palpable»12.

Esa actuación del diablo en la sociedad y en las personas, que a veces se expresa con gran fuerza y se percibe de forma casi palpable, ha llevado a la Iglesia a invocar a San Miguel como guardián en las adversidades y contra las asechanzas del demonio: Manda, Señor, en ayuda de tu pueblo al gran Arcángel Miguel, para que nos sintamos protegidos en nuestras luchas contra Satanás y sus ángeles13. Asechanzas reales y terribles, que tratan de aniquilar la vida de Cristo en las almas, si no contáramos con la gracia divina y la ayuda de los ángeles y de Nuestra Madre del Cielo.

La festividad de hoy nos recuerda, además, «que al comenzar la Creación, brotó esta primerísima adoración de la profundidad espiritual de los seres angélicos, sumergiéndose, con todo su ser, en la realidad del Quién como Dios: Miguel y sus ángeles (Apoc 12, 7). Al mismo tiempo, esta lectura del libro del Apocalipsis nos hace tomar conciencia de que a esta adoración, a esta primerísima afirmación de la majestad del Creador se contrapuso una negación. Frente a esa orientación llena de amor de Dios (¡quién como Dios!) estalló una plenitud de odio en rebelión contra Él»14, que todavía parece sentirse en el mundo de mil formas diversas. Cuando más se haga presente a nuestro alrededor esa falta de servicio amoroso a Dios y a los demás por Dios, nos recordará a nosotros los cristianos que hemos de amarle y servirle con todo nuestro ser, sin esperar nada a cambio. Serviam! Señor, te serviré, le diremos en la intimidad de nuestro corazón muchas veces, y haremos realidad esta oración en tantas ocasiones como se nos presentan a lo largo del día. Aprovechemos la fiesta de hoy para decir a Jesús: Jesús, no tengo otra ambición que la de servirte.

III. Cristo es el verdadero vencedor del pecado, del demonio y de la muerte. Y en Él vencemos siempre; nos presta frecuentemente su ayuda a través de los ángeles y de los santos. Ahora es el juicio de este mundo decía Jesús refiriéndose a los últimos acontecimientos de su vida aquí en la tierra, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y Yo, cuando sea levantado en alto, atraeré a todos a Mí15. Y ante lo que cuentan los discípulos de que en Su nombre son sometidos los demonios, el Señor exclama: Veía Yo a Satanás caer del cielo como un rayo16.

Sin embargo, el triunfo de los cristianos sobre el demonio no tendrá lugar hasta el fin de los tiempos. Por eso, San Pedro, después de exhortar a los primeros cristianos a la más plena confianza en Dios Descargad en Él, les dice, todas vuestras preocupaciones, porque El cuida de vosotros, les llama vivamente la atención para que estén vigilantes: Sed sobrios y vigilad, pues vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar17. Y comenta San Cipriano: «Anda alrededor de cada uno de nosotros, como un enemigo que tiene sitiada una plaza y explora las murallas y examina si hay alguna parte débil y poco segura por donde penetrar»18. Quizá recordaba el Apóstol, mientras escribía estas recomendaciones, aquellas palabras del Maestro: Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe...19.

El gran triunfo del demonio en nuestros días consiste quizá en que muchos, o lo han olvidado, o bien piensan que son creencias de otras épocas menos avanzadas culturalmente. No lo olvidemos nosotros, pues su acción misteriosa en la vida del mundo y de las personas es bien real y efectiva. Acudamos con frecuencia a San Miguel Arcángel. El Papa Juan Pablo II, en ese discurso que hemos citado, varias veces volvía a recitar, en nombre de toda la Iglesia, una antigua oración a este Santo Arcángel: Arcángel San Miguel, defiéndenos en la lucha, sé nuestro amparo contra la maldad y las asechanzas del demonio. Pedimos suplicantes que Dios lo mantenga bajo su imperio; y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno, con el poder divino, a Satanás y a los otros espíritus malvados que andan por el mundo tratando de perder a las almas. Amén20.

1 Jn 1, 51. — 2 Juan Pablo II, Audiencia general 30-VII-1986. — 3 Cfr. ibídem. — 4 Cfr. ídem, Audiencia general 6-VIII-1986. — 5 Heb 1, 14. — 6 Oración colecta. — 7 Primera lectura. Apoc 12, 7-9. — 8 Cfr. San Gregorio Magno, Moralia, 31, 12. — 9 Cfr. Sagrada Biblia, Apocalipsis, EUNSA, Pamplona 1989, nota a Apoc 12, 7-9. — 10 Dan 10, 13; 12, 1. — 11 Juan Pablo II, Alocución en el Monte Sant’Angelo, 24-V-1987. — 12 ídem, Homilía en Munich, 3-V-1987. — 13 Liturgia de las Horas, Preces de Laudes . — 14 Juan Pablo II, Homilía 29-IX-1983. — 15 Jn 12, 31-33. — 16 Lc 10, 18. — 17 1 Pdr 5, 7-8. — 18 San Cipriano, De zelo et livore, 2. — 19 Cfr. Lc 22, 31-32. — 20 Cfr. Juan Pablo II, Alocución 24-IV-1987.

* Hoy se venera la memoria de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, de honda raigambre en toda la Tradición de la Iglesia. El nombre de Miguel (en hebreo: ¿Quién como Dios?) recuerda el combate librado por este Arcángel y los ángeles fieles contra Lucifer y sus seguidores, que se rebelaron contra Dios y fueron precipitados al infierno. A San Gabriel (en hebreo, fortaleza de Dios) lo eligió Dios para anunciar a María el misterio de la Encarnación. El nombre de Rafael (en hebreo, medicina de Dios) evoca su misión de médico y compañero de viaje del joven Tobías.

El día del Señor - Iglesia casa de ejercicios Cristo Rey - RTVE.es

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domingo, 28 de agosto de 2011

 
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domingo, 24 de julio de 2011

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inicio PageEvangelio del Domingo 24 de Julio del 2011
Jose María Vegas, cmf
Lo que realmente vale


La vida humana es elegir, y elegir es renunciar. Los deseos humanos no están dirigidos por los sabios mecanismos de los instintos animales (o lo están en muy débil medida), y en esto estriba la riqueza, pero también el riesgo y el drama de la existencia. El ser humano debe establecer él mismo y libremente la escala de sus preferencias; y como sus necesidades y sus posibles deseos son tantos y tan distintos, a veces tan contradictorios, nuestras decisiones comportan siempre la renuncia a posibilidades atractivas y deseables. Si la libertad es la riqueza del hombre, su ejercicio tiene, hemos dicho, algo de dramático por las renuncias que comporta elegir; y de riesgo, porque nuestras elecciones y preferencias puede ser equivocadas, y contribuir no a nuestro bien, sino a nuestra ruina.

La dificultad de elegir adecuadamente depende además del hecho de que los posibles objetos de deseo venden su producto gritando bondades que no siempre tienen, y prometen formas diversas de felicidad vestidas de mil disfraces, como el placer, el bienestar, el éxito, el poder, la riqueza… Todas esas cosas responden a determinadas necesidades, pero muchas veces tratan de atraer nuestra atención hasta el punto de hacernos olvidar otras necesidades más hondas, más decisivas, aunque aparentemente menos urgentes.

Por todo esto, posiblemente el bien más preciado consiste en saber discernir entre el bien y el mal, y en la capacidad de elegir con tino entre las múltiples posibilidades que se nos ofrecen a diario. Este es el mensaje que brota meridianamente de la primera lectura: Salomón, aunque es rey, se considera un servidor de Dios en favor de su pueblo y, por tanto, en deuda con uno y con otro; por otro lado, se reconoce joven e inexperto. Salomón tenía todas las cartas para pedir a Dios precisamente la capacidad de elegir bien y de discernir entre el bien y el mal. Porque estos bienes no se pueden comprar en el mercado, y sólo hasta cierto punto se pueden adquirir con el estudio: son sobre todo dones y no cuestión de conquista, por eso es necesario pedirlos a Dios en la oración. Pero para recibirlos es necesario desearlos, hacer de ellos objeto de nuestra elección.

Jesús presenta hoy el Reino de Dios como un bien que el hombre puede elegir. Pero, ¿qué es el Reino de Dios, que Jesús ha comparado con semillas que crecen y dan fruto, y que ahora compara con tesoros escondidos y perlas de gran valor? El Reino de Dios no es una “cosa”, un objeto, tampoco un determinado sistema social, un “régimen” de tipo teocrático o laico que se limita a proclamar ciertos valores abstractos. El Reino de Dios hay que entenderlo de manera activa y dinámica: significa “Dios reina”. Dios, la fuente y origen de todo bien, Él es el bien máximo al que el hombre puede aspirar. Por ello, cuando Dios reina en la vida del hombre, éste adquiere la capacidad de discernir el bien y el mal, y la medida que otorga a cada cosa su justo valor. El Reino de Dios es el centro de la predicación de Jesús; es objeto de un anuncio, pero no de una propaganda que nos abruma con sus gritos y sus colores chillones. Jesús lo ha comparado con una semilla que da fruto si encuentra buena tierra, con una palabra respetuosa que busca entablar un diálogo: “No gritará, ni alzará la voz, ni voceará por las calles” (Is 42, 1). Hoy subraya su inmenso valor: es como un tesoro, pero se trata de un tesoro escondido que hay que buscar, por el que hay que esforzarse. Porque su valor es incalculable, es fuente de una alegría que llena al que lo encuentra; pero encontrarlo exige hacer una elección: para obtenerlo hay que estar dispuesto a venderlo todo y comprar el campo en el que se halla. El carácter dinámico e interactivo de la elección del Reino de Dios se refuerza en la segunda comparación: aquí el Reino de Dios se parece, no sólo a una perla de gran valor, sino, sobre todo, al comerciante que la encuentra. Efectivamente, ese enorme valor que descubrimos requiere una actitud activa, una toma de postura, una decisión por nuestra parte. Ser capaces de discernir lo que realmente vale en la vida y elegir en consecuencia, asumiendo las consiguientes renuncias es, al fin y al cabo, lo que decide y discierne la calidad de nuestra vida. A ello se refiere la tercera comparación: la red que, echada en el mar, recoge toda clase de peces, buenos y malos. Esto nos enseña una verdad muy importante: que el tesoro esté escondido, que la perla exija una trabajosa búsqueda, todo esto no significa que el Reino de Dios sea algo esotérico y exclusivo para iniciados o para unos pocos elegidos. El esoterismo, tan de moda en nuestros días, establece divisiones que separan a los hombres según categorías. Pero el mensaje del Reino de Dios se dirige a todos sin distinción. Está escondido, pero en un campo abierto a todos. De ahí la comparación con la red que recoge toda clase de peces. La red es la Palabra que Dios dirige a todos los hombres, sin hacer distinciones entre ellos. Lo que separa aquí a los buenos de los malos depende de nosotros mismos, de la actitud que adoptemos de aceptación o de rechazo de la Palabra.

La Palabra es Jesucristo. Él es el que porta en sí mismo el Reino de Dios, porque él es el hombre en el que Dios reina. Él es el tesoro escondido, porque esta Palabra salvadora se ha revestido carne. La carne de Cristo vela y contiene al mismo tiempo ese tesoro por el que debemos estar dispuestos a venderlo todo para comprar el campo. Al tomar esta decisión, aunque comporte renuncias, no renunciamos a nosotros mismos, al revés, en Jesús, primogénito de muchos hermanos, nos descubrimos a nosotros mismos en nuestra verdad más profunda: descubrimos el tesoro de la imagen de Dios escondida en el campo que somos cada uno. La Palabra que nos anuncia el Reino de Dios es salvadora porque rescata lo mejor de nosotros mismos, la originalidad de cada uno; y, al hacerlo, no sólo no nos aísla, sino que, al revés, nos abre de un modo nuevo a los demás, en los que sabemos por fe que habita también, a su manera, la imagen de Dios.

La elección del Reino de Dios, la decisión de dejar a Dios reinar en nuestra vida aceptando en ella a Jesús, es la elección por un bien, el del amor a Dios y a los hermanos, gracias al cual todo nos sirve para el bien. Y es que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14, 17).

Jesús nos llama a tomar una decisión radical en favor un bien incomparablemente más valioso que todos los bienes a los que podemos aspirar en este mundo. Como el tesoro escondido en el campo, este bien no es inmediatamente evidente; pero el que lo encuentra comprende que merece la pena venderlo todo para adquirirlo. Y es que este bien, que es el mismo Jesucristo, hace que todos los demás (viejos y nuevos) adquieran su justo valor, de manera que hasta las renuncias inevitablemente inherentes a toda toma de decisión adquieran un sentido positivo, contribuyan a nuestro bien definitivo y último. ¿Es Jesús y su Evangelio el tesoro por el que estoy dispuesto a venderlo todo?

Comentario al evangelio del Domingo 24 de Julio del 2011 - Ciudad Redonda

Comentario al evangelio del Domingo 24 de Julio del 2011 - Ciudad Redonda
H O M I L Í A S



DOMINGO XVI
TIEMPO ORDINARIO
CICLO A

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La liturgia de la Palabra de éste y de los próximos domingos domingos quiere hacernos reflexionar sobre un tema central del Evangelio: el Reino de Dios. Cada domingo, a través de las parábolas, nos acercará a una faceta distinta de este misterio. Hoy la parábola que nos habla del Reino es la de la cizaña y el trigo.

Decimos que a través de las parábolas, Jesús nos va acercando al misterio del Reino de Dios, porque el Reino es ciertamente un misterio, una realidad que no acabaremos de aprehender nunca. El Reino no es como nosotros quisiéramos, ni su lógica es la nuestra, ni su crecimiento obedece a los criterios que nosotros quisiéramos proyectar sobre él. Y esto se pone de relieve claramente en la parábola de la cizaña y el trigo.

El mundo es el campo de la parábola. Y en el mundo, como en aquel campo, observamos la presencia simultánea del bien y del mal. Una presencia no sólo simultánea, sino tan entrelazada y entretejida, que resulta difícil distinguir el bien y el mal. En el campo no crece el trigo en un lado y la cizaña enfrente. Trigo y cizaña se encuentran mezclados. Crecen tan juntos que no se podría arrancar uno sin arrancar la otra. Más aún, cuando nacen -antes del tiempo de la siega, antes del final- tienen las mismas apariencias y no cualquiera podría distinguirlos. Ello hace que sea obligada su convivencia: hay que tolerar el crecimiento de la cizaña, hay que tolerar la presencia del mal. El mal se hace así una especie de "mal necesario".

Lo mismo pasa en la vida del hombre. No existe el hombre absolutamente bueno, ningún hombre es trigo limpio. Tampoco existe el hombre absolutamente malo; todos tenemos un fondo bueno. La frontera entre el trigo y la cizaña no divide el campo en dos partes, ni divide tampoco a la humanidad en dos bloques, los buenos y los malos. La frontera entre el trigo y la cizaña pasa por el corazón de cada uno de los hombres. Todos tenemos trigo y cizaña. Por eso, ningún hombre puede rechazar enteramente a ningún hermano. Porque rechazaría la cizaña, ciertamente, pero también su trigo. No se tratará nunca de eliminar a un hombre porque tenga cizaña, sino de hacer crecer su trigo hasta que sofoque la cizaña.

Tampoco la Iglesia puede pensar que ella acapara todo el trigo y que fuera de ella no hay más que cizaña. Más de una vez la Iglesia lo ha pensado. Pero la verdad es que fuera de la Iglesia también hay trigo y dentro de ella también hay cizaña. La frontera entre el trigo y la cizaña también pasa por el corazón de cada uno de los cristianos.

La parábola nos habla del Reino, no lo perdamos de vista. Y recalca que el dueño del campo corrige la impaciencia de los criados. Ellos querían arrancar la cizaña cuanto antes. El dueño les hace esperar hasta la hora de la siega.

Nosotros, olvidando que somos también trigo y cizaña, quisiéramos más de una vez imponer nuestros criterios en este campo que es el mundo y la Iglesia. Olvidamos que también nosotros tenemos cizaña. Olvidamos que es difícil distinguir el trigo de la cizaña. Olvidamos que detrás de la cizaña hay trigo también.

Olvidamos que no fuimos nosotros los que sembramos y que no somos nosotros los que tenemos que segar.

Y por eso surge la intolerancia, las inquisiciones, las luchas, las diferencias, las cruzadas, las penas de muerte, muchos anatemas... Cada uno creemos que la diferencia entre el trigo y la cizaña se mide según nuestros propios criterios.

Y nos da pena, y nos impacientamos o nos desesperamos al ver el campo lleno de trigo y cizaña. Y nos parece imposible que el Reino deba estar sometido a la servidumbre de tener que tolerar la presencia de la cizaña. Nos causa extrañeza, nos desalienta.

Quisiéramos medir el desarrollo del Reino según nuestros propios criterios. Nos preocupa el número, el éxito, el aplauso, las cuentas... Y nos resulta intolerable que no sea nuestro criterio el que predomine. Nos parece muy bueno el pluralismo, pero a costa de descalificar a todos los que no piensan como nosotros.

Llamamos a nuestros tiempos de pluralismo. Y nos gusta que así sea. Pero a veces nuestro pluralismo no es soportado sino a base de anatemas interiores. El pluralismo -también en la Iglesia- no nos ha educado para la convivencia social. Cada uno sigue convencido de que el trigo lo tiene él y que los demás sólo tienen cizaña.

La fe en el Reino de Dios nos pide -según la parábola- la tolerancia. Es decir, no cabe duda de que la tolerancia se basa en buena parte en la fe. No es a nosotros a los que nos toca juzgar. La justicia total llegará al final. Dios, el dueño del campo, se ha reservado el hacer justicia. Nosotros, mientras, tenemos que convivir en la comprensión, en la tolerancia, en la paz, sin anatematizar a ningún hombre, sin despreciar a nadie, sabiendo con humildad que también nosotros cosechamos cizaña en nuestro propio corazón.

Esta conclusión de tolerancia y humildad sube de tono al aplicarla al interior mismo de la Iglesia. También en la Iglesia tenemos un pluralismo muchas veces no más que soportado y lleno de anatemas interiores. Cada uno suele pensar que la recta opinión (ortodoxia) que se ha de tener hoy día en cuanto a pastoral, liturgia, moral, teología, espiritualidad, etc., es, claro está, la suya. Todos los demás, a derecha e izquierda de uno mismo, no están en la verdad exacta, que es la mía. Esta actitud que tenemos en el corazón tantos cristianos, no es ciertamente la del Reino, según la parábola.

DABAR 1978/41
26 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XVI DEL CICLO A

MARCO DOMINGO 16A

MARCO DOMINGO 16A
REFLEXIONES


1. INTOLERANCIA IMPACIENCIA
La prensa se ha hecho eco y con tintes alarmistas. Crece y se exaspera la intolerancia. Primero fue la condena a muerte contra el escondido autor de "Versos satánicos". Luego los problemas étnicos en algunas repúblicas soviéticas o yugoslavas. Ahora se habla del resurgir de grupos reaccionarios, del recrudecimiento racista en EE.UU., de brotes de xenofobia contra colectivos inmigrantes, de profanación de tumbas judías, de intentos de linchamiento contra tal o cual inculpado -¡presuntamente inculpado!-. Y eso no son más que las puntas emergentes de los grandes icebergs que flotan en las aparentemente tranquilas aguas de nuestro mundo plural. Plural, sí; no pluralista, que todavía falta mucho para aprender un respeto a los distintos.

Pero hay también otros síntomas, menos periodísticos tal vez, pero más frecuentes y arraigados, que pueden dar al traste con el pluralismo y fragmentar el mundo en mil reinos taifas, sin orden ni concierto, lo que sería la vuelta al caos. Me refiero a la intolerancia -¡de intolerancia se trata!- que bulle en caldo de cultivo en toda esa sarta de improperios, descalificaciones, insultos y palabras gruesas con que rechazamos a los otros.

Con frecuencia, con tanta frecuencia como precipitación, juzgamos a los demás, no por lo que son, sino por lo que fueron, colgándoles a la espalda su pasado y sin permitirles un cambio, una mejoría o ruta distinta. Así les colgamos el sambenito "de lo que sea" y los ejecutamos simbólica y aun realmente, negándoles en adelante el pan y la sal. Y eso es malo. Porque poner etiquetas a la gente no es más que echarles en cara nuestros prejuicios y denunciar en los otros lo que nos corroe a nosotros por dentro. El intolerante jamás tolera en los demás lo que él no aguanta, pero no puede evitar, en sí mismo.

La intolerancia nace de una visión maniquea del mundo. La humanidad se divide en buenos y malos (blancos y negros, hombres y mujeres, etc.). Los míos y yo pertenecemos a los buenos, tú y todos los demás os contáis entre los malos. Y así, sin más razón que ese prejuicio insensato del fanático, no se escucha a los otros, ni se les mira, ni se les dirige la palabra. No vale la pena. La intolerancia es como una especie de daltonismo social, que no sabe distinguir los colores ni sus matices. Todo resulta blanco o negro. Y no se cae en la cuenta de que todos estamos en la zona gris. Pues aunque es verdad que hay trigo y cizaña, lo cierto es que nadie es trigo limpio.

Nada más útil para aprender la intolerancia y mejorar su práctica que darse una vuelta por el propio campo para ver cómo crecen juntos trigo y cizaña. Porque es ahí, en la conciencia de nuestros propios yerros, donde podemos empezar a comprender los yerros de los otros. Y comprender, o tratar de hacerlo, ya es una manera de prepararse para ser tolerantes. La intolerancia, en efecto, es paciencia, o sea, capacidad de encajar las dificultades que me ocasionan los otros, por ser otros (y no como yo, claro). Dificultades que, por lo general, no suelen ser mayores que las que yo les ocasiono con mis diferencias.

La tolerancia es también humildad, pero en el sentido genuino de saber valorar lo que somos y valemos y, en consecuencia, lo que no somos y para lo que no valemos. Ahí podemos empezar a calibrar que también los otros pueden tener razón, siquiera en aquello en lo que nosotros no la tenemos. Es más cómodo creer en las propias razones, pero así es muy fácil engañarse con apariencias o "sinrazones".

La tolerancia debe nacer del respeto a los otros y del respeto a que sean otros, o sea, como son. Precisamente las diferencias de los demás ponen en juego las mías y las de los míos. Y así es como se puede construir un sistema de convivencia, distinto de la mera coexistencia o yuxtaposición de seres humanos o pueblos, que sería una fatalidad. Pero respetar al otro nada tiene que ver con la indiferencia o con el pasar de todos. El respeto debe ser siempre proximidad. Porque hace falta que entren en debate nuestras diferencias para llegar juntos a un consenso, un acuerdo, una conclusión.

El pluralismo es o debe ser la actitud consecuente a la pluralidad. Y esta actitud supone que cada cual tenemos nuestras propias convicciones, pero tan cuestionadas por la existencia de los otros que necesariamente tenemos que entablar diálogo con todos, para no comulgar con ruedas de molino.

LUIS G. BETES
DABAR 1990/38


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2. RD/QUÉ-ES:

-El Reino de Dios es un acontecimiento.

El Reino de Dios se parece a una red que se echa en el mar y recoge de toda clase de peces y cuando está llena la sacan a la orilla... El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y por la alegría que le da, va y vende todo lo que tiene... Se parece a un grano de mostaza que un hombre recogió y sembró en un campo... Se parece a la levadura que una mujer cogió y amasó con tres medidas de harina... El Reino de Dios se parece... se parece siempre a un suceso. Porque el Reino de Dios no es un lugar, ni una cosa, ni una organización imponente. Por eso el Reino de Dios no está circunscrito geográficamente, ni institucionalmente, ni siquiera puede decirse con precisión que la Iglesia sea el Reino de Dios.

El Reino de Dios es un acontecimiento, es algo que sucede en cualquier parte dentro de este mundo. Para entrar en él no es necesario cambiar de profesión, ni salirse de un lugar, ni abandonar el mundo. Lo único que hace falta es cambiar la vida, porque el Reino de Dios es una vida nueva. El principio de esta vida está en Dios. Él tiene la iniciativa.

Fijaos en las parábolas. Ningún sembrador puede sembrar sin simiente. Ninguna mujer puede amasar sin levadura. En todas las parábolas se aprecia ese carácter de acontecimiento del Reino de Dios y la necesidad de que este acontecimiento esté provocado en el mundo por la gracia de Dios. La simiente es la palabra de Dios, ¿y qué otra cosa es la levadura que el mismo Hijo de Dios hecho carne que habita entre nosotros? Cristo es el pan vivo bajado del cielo. Cristo es el grano de trigo que se pudre y resucita para dar mucho fruto. Cristo es el principio y el origen de ese acontecimiento que llamamos Reino de Dios. A partir de Xto, algo pasa en el mundo, aunque nadie lo note, porque el Reino de Dios acontece en el silencio. En el silencio de la cruz, en el silencio de la semilla que se pudre, en el silencio de la levadura que fermenta la masa.

I/RD: La Iglesia es la señal visible del Reino de Dios y la encargada de su proclamación en el mundo. Muchas cosas de la vida humana no son únicamente cosas de la vida humana, sino cosas del Reino de Dios: donde hay un hombre que vive para los demás, donde hay un hombre que defiende la justicia, donde hay una mujer sacrificada, un enfermo que sufre con esperanza, un joven que busca la verdad, que busca un camino, un anciano que mira con serenidad el futuro, un gobernante que reconoce sus yerros... allí no pasan solamente cosas de la vida; allí acontece el Reino de Dios. Y no sólo para estas personas, sino para todos los hombres, porque este suceso que llamamos Reino de Dios es una fuerza expansiva, es una vida que contagia.

EUCARISTÍA 1987/34


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3. A/PACIENCIA: EL VERO AMOR ES SIEMPRE PACIENTE PORQUE RESPETA POR COMPLETO AL OTRO EN SU PROPIA ALTERIDAD. A/PERDON /Lc/23/34

Jesús inaugura el Reino de los últimos tiempos. Pero lejos de aparecer con el brillo de un Juez que distingue a los buenos de los malos, se presenta como el pastor universal. Ante todo, ha venido para salvar a los pecadores, e invita a todos los hombres a que se reconozcan como tales. No excluye a nadie del Reino.

Todos son llamados, todos pueden entrar. Por la actitud que mantiene durante toda su vida, Xto encarna la paciencia divina con respecto a los pecadores. Ningún pecado priva al hombre del poder misericordioso del Padre. La voluntad divina de perdón es ilimitada. El secreto de esta paciencia de Jesús es el amor. Jesús ama al Padre con el mismo amor que Él es amado, porque Él es el Hijo.

Cuando se dirige a los hombres, los ama con el mismo amor con que los ama el Padre. Por su naturaleza, este amor es universal.

Veamos ahora por qué encuentra en la paciencia una de las mejores expresiones de Sí mismo.

El amor invita al diálogo, a la reciprocidad perfecta. Para Xto, amar a los hombres es invitarlos a dar una respuesta de amigos, pero libremente, con un respeto infinito a lo que son. Una respuesta libre, de compañeros en el amor, exige tiempo, porque es una respuesta única e irreducible a ninguna otra. Esta respuesta se va dando poco a poco y además su gestión constituye una verdadera aventura espiritual, en la que los más adelantados conviven con los más retrasados; el don de sí mismo con el repliegue sobre sí mismo. El amor con que Xto ama a los hombres puede calificarse de amor paciente, porque respeta por completo a los demás en su propia alteridad.

Pero todavía hay algo más que decir. Para Jesús amar a los hombres es amarlos hasta en su pecado, hasta cuando rechazan los designios que Dios tiene sobre ellos. El pecado de los hombres es el que ha llevado a Xto a la cruz. Pero la mayor prueba de amor es la de dar la vida por aquellos a quienes se ama. Hasta el mismo momento en que el pecado del hombre conduce a Jesús a la muerte, todavía entonces persiste el amor, se hace todavía más grande y se afirma victorioso. Por eso, durante su Pasión fue cuando la paciencia de Jesús se reveló en toda su plenitud. En el momento supremo en que los designios divinos parecen estar abocados al fracaso por la actitud de los hombres, el amor se hace completamente misericordioso: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Jesús ha amado a los hombres hasta el fin.

La paciencia de Jesús produce escándalo, porque da testimonio de un amor a Dios y a los hombres basado en el desprendimiento total de Sí mismo. Aceptar los lazos de amor que propone Jesús a los hombres supone a su vez que se acepte esta exigencia de pobreza radical. Pero el hombre teme despojarse de todo, porque le da la impresión de que lo pierde todo. Jesús nos invita a perderlo todo, para ganarlo todo, cuando nos revela, con su vida y con su muerte, el misterio de la paciencia divina.

MAERTENS-FRISQUE
NUEVA GUIA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA V
MAROVA MADRID 1969.Pág. 189


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4.

Con mucha frecuencia, con excesiva ligereza y precipitación, juzgamos a los otros por lo que fueron o hicieron en otro tiempo, sin tener en cuenta ni valorar lo que son y hacen ahora.

Descalificamos su presente por su pasado, negándoles el derecho a la vida y al futuro. Les ponemos una etiqueta y los ejecutamos simbólica y aún realmente.

Facha, fascista, terrorista son las etiquetas más utilizadas por unos que, a su vez, son etiquetados por los otros de rojos, revolucionarios y terroristas.

Esta malsana manía de etiquetar al otro no es sino fruto de nuestros prejuicios, de la precipitación y, en definitiva, de la intolerancia. Pues tan intolerante es el intolerante, como el que lo etiqueta de intolerante.

Poner etiquetas a la gente es encasillarla, encarcelarla en la prisión de nuestros prejuicios, privarla de la libertad que tiene para cambiar y poder ser de otra manera. Es, en última instancia, liquidarla; pues en adelante no se cuenta con ella, ni se le escucha, ni se le tiene en cuenta.

La intransigencia conduce inexorablemente a la violencia, al terrorismo y al golpismo que nos envuelve. La situación es grave.

Por eso necesitamos calma. La precipitación sólo puede llevar a cometer errores y horrores lamentables e irreparables. Por eso, no es momento de renunciar a la razón y a la calma, pues caeremos en manos de la pasión. No se puede prescindir que se haga la justicia en los juicios, dedicándose cada cual a linchar a los demás por meros prejuicios. Y es grave y alarmante la facilidad y la ligereza con que se juzga antes de tiempo los hechos y las personas. Es alarmante el coro de los que apelan a la restauración de la pena de muerte como procedimiento expeditivo para limpiar la sociedad de indeseables. Es alarmante el ruido con que se orquesta el recurso a medidas represivas para controlar la situación y restablecer el orden. Matando no se acaba con la violencia y, por supuesto, el mejor medio de proteger la libertad no es precisamente el de recortarla.

EUCARISTÍA 1981/34


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5.

Nuestro esfuerzo debe estar en confiar y trabajar por el crecimiento de la buena semilla, de la levadura. Aquel cristiano tan evangélico que fue Juan XXIII captó perfectamente esta enseñanza de JC cuando decía: "Me dicen que en el mundo hay mucho mal y que yo soy un ingenuo al valorar lo que hay de bueno. Es que, como he aprendido del Señor, prefiero insistir en el sí más que en el no.


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6.

La intolerancia, que siempre suele ejercerse frente y contra los demás, no es sino la otra cara de la tolerancia con nosotros mismos y con los nuestros. La intolerancia viene a ser un mecanismo de defensa psicológico frente al otro, y sociológico contra los otros. Se suele ser intolerante, por ejemplo, frente a la violencia de los otros, en la misma medida que se es indulgente respecto del terrorismo de los nuestros. Y así resulta sorprendente la sagacidad con que se detectan infiltraciones comunistas o heréticas en los pequeños grupos creyentes, cuando ni se ven ni se quieren ver verdaderos movimientos reaccionarios e integristas erosionando las instituciones eclesiásticas.

En cambio, la tolerancia frente a los otros nace de la intransigencia para con nosotros mismos y con los nuestros.

Porque sólo la convicción de nuestros propios yerros y deficiencias -y de las de los nuestros- puede situarnos en condiciones de valorar las deficiencias ajenas, apreciar sus esfuerzos y respetar sus aportaciones. La tolerancia es en primer lugar paciencia, es decir, capacidad para encajar las dificultades que me ocasionan los otros (que no son mayores de las que yo y los míos les ocasionamos a ellos).

La tolerancia es, además, valoración. No es posible vivir en el cómodo convencimiento de que lo mío y lo de los míos es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; porque lo de los otros es el error, todo el error, y nada más que error. Los otros pueden pensar lo mismo.

La tolerancia es, en tercer lugar, respeto; respeto a los demás y a sus diferencias, que son las que ponen en juego las nuestras, para construir entre todos el único sistema posible de convivencia, que nada tiene que ver con la coexistencia de pueblos; pero respeto también y sobre todo a Dios, cuyo es el juicio. La intolerancia es siempre síntoma de endiosamiento; sobre todo, cuando el intolerante pretende usurpar el puesto de Dios, para defender a Dios en nombre de Dios. ¿Qué "dios" es ése que necesita que los hombres le defiendan?

EUCARISTÍA 1975/41


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7.

"Llegado el momento, los hombres realmente malos son tan escasos como los hombres realmente buenos".

BERNARD SHAW


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8.

- EL REINO CRECE

Hoy continuamos la lectura de las parábolas que incluye el capítulo 13 de san Mateo. En el presente domingo hallamos la del trigo y la cizaña, la del grano de mostaza y la de la levadura en la masa. De las tres, la primera es la que más atención pide, no sólo por ser la más larga y aparecer en primer lugar, sino también porque -como ya sucedió con la del sembrador- Jesús explica su significado a los discípulos al final del fragmento que hoy leemos.

El acento de estas parábolas de hoy radica en el crecimiento del Reino: "Dejadlos crecer juntos". A diferencia del domingo pasado, no aparece alusión alguna a las respuestas diferentes que la "tierra" puede dar a la palabra "sembrada". El Reino crece, sea como sea. Nada lo puede frenar. Incluso crece en el mismo lugar donde el Maligno ha sembrado mala semilla. Es decir, crece en todas partes: "los del Reino" viven en los mismos lugares donde viven "los del Maligno".

La parábola del trigo y la cizaña añade a todo esto una dimensión más, que queda reforzada por la primera lectura. Dios "da lugar al arrepentimiento". La cizaña no es arrancada a la primera. Dios tiene la paciencia de esperar a que crezca el trigo. Sólo al final todo quedará definido, quedará claro quién es cada uno. De momento, todo está en camino, nada es totalmente claro. Por tanto, los perfeccionistas y puritanos no son los consejeros que Dios quiere: "¿Quieres que vayamos a arrancarla? Pero él les respondió: No". Otro aspecto que aparece en las tres parábolas es el de la plenitud del Reino: "Entonces los justos brillarán como el sol"; "se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas"; "...y basta para que todo fermente".

- EL ESPfRITU DE DIOS ES LA FUERZA DEL CRECIMIENTO

Si el Reino crece pase lo que pase es porque ese crecimiento está producido por la fuerza del Espíritu. San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos recuerda que el "Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad". Por nosotros mismos "no sabríamos pedir lo que nos conviene". No podríamos crecer. O arrancaríamos lo que es del Reino, con la intención de hacerlo crecer, junto con lo que es del Maligno. La fuerza del Espíritu, su luz, es lo que nos ayuda a actuar y a discernir.

- PENSANDO EN LA HOMILIA

La parábola del trigo y la cizaña es ocasión para referirse a la vida de la comunidad en la que se mezclan, continuamente, el bien y el mal, el evangelio y el pecado: injusticias, explotaciones, envidias, etc. se mezclan con actos de generosidad, de amor, de justicia etc. Una realidad ambigua y mediocre, normalmente, pero en ella crece el Reino. Será oportuno comentarla con una intención clara: descubrir el Reino para potenciarlo. Por tanto, no favorecer nada que ayude a contentarnos en la mediocridad. Pero sí que ayude a asumir que vivimos en una mezcla y que podemos avanzar y crecer. De hecho, es imposible crecer de otro modo, ni podemos buscar el Reino en ningún otro lugar que en esta realidad. No hemos de olvidar que la homilía debe aplicar la Palabra de Dios a la vida de la gente; y que en cada lagar hay una vida propia; por tanto la aplicación a la vida concreta debe hacerla cada predicador, nunca puede hacerse desde estas páginas.

Otro punto que podemos comentar es el del puritanismo, antes mencionado. Podemos citar aquellos aspectos de puritanismo y de intolerancia que hay en la vida de la comunidad. Fácilmente se dan actitudes de este tipo en todos los colectivos, por sanos que intenten ser. Encarados a un ideal, todos tenemos la tentación de pensar que unos ya lo hemos alcanzado, y otros están lejos. Es bueno destacar que Jesús constata que todos estamos en camino, absolutamente todos. Y que, sin dejar de ser exigentes, debemos poner los medios para avanzar juntos; soportando también juntos el peso de las mediocridades de todos.

JOSEP M. ROMAGUERA
MISA DOMINICAL 1999/10 7-8

MARCO DOMINGO 16A

MARCO DOMINGO 16A
REFLEXIONES


1. INTOLERANCIA IMPACIENCIA
La prensa se ha hecho eco y con tintes alarmistas. Crece y se exaspera la intolerancia. Primero fue la condena a muerte contra el escondido autor de "Versos satánicos". Luego los problemas étnicos en algunas repúblicas soviéticas o yugoslavas. Ahora se habla del resurgir de grupos reaccionarios, del recrudecimiento racista en EE.UU., de brotes de xenofobia contra colectivos inmigrantes, de profanación de tumbas judías, de intentos de linchamiento contra tal o cual inculpado -¡presuntamente inculpado!-. Y eso no son más que las puntas emergentes de los grandes icebergs que flotan en las aparentemente tranquilas aguas de nuestro mundo plural. Plural, sí; no pluralista, que todavía falta mucho para aprender un respeto a los distintos.

Pero hay también otros síntomas, menos periodísticos tal vez, pero más frecuentes y arraigados, que pueden dar al traste con el pluralismo y fragmentar el mundo en mil reinos taifas, sin orden ni concierto, lo que sería la vuelta al caos. Me refiero a la intolerancia -¡de intolerancia se trata!- que bulle en caldo de cultivo en toda esa sarta de improperios, descalificaciones, insultos y palabras gruesas con que rechazamos a los otros.

Con frecuencia, con tanta frecuencia como precipitación, juzgamos a los demás, no por lo que son, sino por lo que fueron, colgándoles a la espalda su pasado y sin permitirles un cambio, una mejoría o ruta distinta. Así les colgamos el sambenito "de lo que sea" y los ejecutamos simbólica y aun realmente, negándoles en adelante el pan y la sal. Y eso es malo. Porque poner etiquetas a la gente no es más que echarles en cara nuestros prejuicios y denunciar en los otros lo que nos corroe a nosotros por dentro. El intolerante jamás tolera en los demás lo que él no aguanta, pero no puede evitar, en sí mismo.

La intolerancia nace de una visión maniquea del mundo. La humanidad se divide en buenos y malos (blancos y negros, hombres y mujeres, etc.). Los míos y yo pertenecemos a los buenos, tú y todos los demás os contáis entre los malos. Y así, sin más razón que ese prejuicio insensato del fanático, no se escucha a los otros, ni se les mira, ni se les dirige la palabra. No vale la pena. La intolerancia es como una especie de daltonismo social, que no sabe distinguir los colores ni sus matices. Todo resulta blanco o negro. Y no se cae en la cuenta de que todos estamos en la zona gris. Pues aunque es verdad que hay trigo y cizaña, lo cierto es que nadie es trigo limpio.

Nada más útil para aprender la intolerancia y mejorar su práctica que darse una vuelta por el propio campo para ver cómo crecen juntos trigo y cizaña. Porque es ahí, en la conciencia de nuestros propios yerros, donde podemos empezar a comprender los yerros de los otros. Y comprender, o tratar de hacerlo, ya es una manera de prepararse para ser tolerantes. La intolerancia, en efecto, es paciencia, o sea, capacidad de encajar las dificultades que me ocasionan los otros, por ser otros (y no como yo, claro). Dificultades que, por lo general, no suelen ser mayores que las que yo les ocasiono con mis diferencias.

La tolerancia es también humildad, pero en el sentido genuino de saber valorar lo que somos y valemos y, en consecuencia, lo que no somos y para lo que no valemos. Ahí podemos empezar a calibrar que también los otros pueden tener razón, siquiera en aquello en lo que nosotros no la tenemos. Es más cómodo creer en las propias razones, pero así es muy fácil engañarse con apariencias o "sinrazones".

La tolerancia debe nacer del respeto a los otros y del respeto a que sean otros, o sea, como son. Precisamente las diferencias de los demás ponen en juego las mías y las de los míos. Y así es como se puede construir un sistema de convivencia, distinto de la mera coexistencia o yuxtaposición de seres humanos o pueblos, que sería una fatalidad. Pero respetar al otro nada tiene que ver con la indiferencia o con el pasar de todos. El respeto debe ser siempre proximidad. Porque hace falta que entren en debate nuestras diferencias para llegar juntos a un consenso, un acuerdo, una conclusión.

El pluralismo es o debe ser la actitud consecuente a la pluralidad. Y esta actitud supone que cada cual tenemos nuestras propias convicciones, pero tan cuestionadas por la existencia de los otros que necesariamente tenemos que entablar diálogo con todos, para no comulgar con ruedas de molino.

LUIS G. BETES
DABAR 1990/38


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2. RD/QUÉ-ES:

-El Reino de Dios es un acontecimiento.

El Reino de Dios se parece a una red que se echa en el mar y recoge de toda clase de peces y cuando está llena la sacan a la orilla... El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y por la alegría que le da, va y vende todo lo que tiene... Se parece a un grano de mostaza que un hombre recogió y sembró en un campo... Se parece a la levadura que una mujer cogió y amasó con tres medidas de harina... El Reino de Dios se parece... se parece siempre a un suceso. Porque el Reino de Dios no es un lugar, ni una cosa, ni una organización imponente. Por eso el Reino de Dios no está circunscrito geográficamente, ni institucionalmente, ni siquiera puede decirse con precisión que la Iglesia sea el Reino de Dios.

El Reino de Dios es un acontecimiento, es algo que sucede en cualquier parte dentro de este mundo. Para entrar en él no es necesario cambiar de profesión, ni salirse de un lugar, ni abandonar el mundo. Lo único que hace falta es cambiar la vida, porque el Reino de Dios es una vida nueva. El principio de esta vida está en Dios. Él tiene la iniciativa.

Fijaos en las parábolas. Ningún sembrador puede sembrar sin simiente. Ninguna mujer puede amasar sin levadura. En todas las parábolas se aprecia ese carácter de acontecimiento del Reino de Dios y la necesidad de que este acontecimiento esté provocado en el mundo por la gracia de Dios. La simiente es la palabra de Dios, ¿y qué otra cosa es la levadura que el mismo Hijo de Dios hecho carne que habita entre nosotros? Cristo es el pan vivo bajado del cielo. Cristo es el grano de trigo que se pudre y resucita para dar mucho fruto. Cristo es el principio y el origen de ese acontecimiento que llamamos Reino de Dios. A partir de Xto, algo pasa en el mundo, aunque nadie lo note, porque el Reino de Dios acontece en el silencio. En el silencio de la cruz, en el silencio de la semilla que se pudre, en el silencio de la levadura que fermenta la masa.

I/RD: La Iglesia es la señal visible del Reino de Dios y la encargada de su proclamación en el mundo. Muchas cosas de la vida humana no son únicamente cosas de la vida humana, sino cosas del Reino de Dios: donde hay un hombre que vive para los demás, donde hay un hombre que defiende la justicia, donde hay una mujer sacrificada, un enfermo que sufre con esperanza, un joven que busca la verdad, que busca un camino, un anciano que mira con serenidad el futuro, un gobernante que reconoce sus yerros... allí no pasan solamente cosas de la vida; allí acontece el Reino de Dios. Y no sólo para estas personas, sino para todos los hombres, porque este suceso que llamamos Reino de Dios es una fuerza expansiva, es una vida que contagia.

EUCARISTÍA 1987/34


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3. A/PACIENCIA: EL VERO AMOR ES SIEMPRE PACIENTE PORQUE RESPETA POR COMPLETO AL OTRO EN SU PROPIA ALTERIDAD. A/PERDON /Lc/23/34

Jesús inaugura el Reino de los últimos tiempos. Pero lejos de aparecer con el brillo de un Juez que distingue a los buenos de los malos, se presenta como el pastor universal. Ante todo, ha venido para salvar a los pecadores, e invita a todos los hombres a que se reconozcan como tales. No excluye a nadie del Reino.

Todos son llamados, todos pueden entrar. Por la actitud que mantiene durante toda su vida, Xto encarna la paciencia divina con respecto a los pecadores. Ningún pecado priva al hombre del poder misericordioso del Padre. La voluntad divina de perdón es ilimitada. El secreto de esta paciencia de Jesús es el amor. Jesús ama al Padre con el mismo amor que Él es amado, porque Él es el Hijo.

Cuando se dirige a los hombres, los ama con el mismo amor con que los ama el Padre. Por su naturaleza, este amor es universal.

Veamos ahora por qué encuentra en la paciencia una de las mejores expresiones de Sí mismo.

El amor invita al diálogo, a la reciprocidad perfecta. Para Xto, amar a los hombres es invitarlos a dar una respuesta de amigos, pero libremente, con un respeto infinito a lo que son. Una respuesta libre, de compañeros en el amor, exige tiempo, porque es una respuesta única e irreducible a ninguna otra. Esta respuesta se va dando poco a poco y además su gestión constituye una verdadera aventura espiritual, en la que los más adelantados conviven con los más retrasados; el don de sí mismo con el repliegue sobre sí mismo. El amor con que Xto ama a los hombres puede calificarse de amor paciente, porque respeta por completo a los demás en su propia alteridad.

Pero todavía hay algo más que decir. Para Jesús amar a los hombres es amarlos hasta en su pecado, hasta cuando rechazan los designios que Dios tiene sobre ellos. El pecado de los hombres es el que ha llevado a Xto a la cruz. Pero la mayor prueba de amor es la de dar la vida por aquellos a quienes se ama. Hasta el mismo momento en que el pecado del hombre conduce a Jesús a la muerte, todavía entonces persiste el amor, se hace todavía más grande y se afirma victorioso. Por eso, durante su Pasión fue cuando la paciencia de Jesús se reveló en toda su plenitud. En el momento supremo en que los designios divinos parecen estar abocados al fracaso por la actitud de los hombres, el amor se hace completamente misericordioso: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Jesús ha amado a los hombres hasta el fin.

La paciencia de Jesús produce escándalo, porque da testimonio de un amor a Dios y a los hombres basado en el desprendimiento total de Sí mismo. Aceptar los lazos de amor que propone Jesús a los hombres supone a su vez que se acepte esta exigencia de pobreza radical. Pero el hombre teme despojarse de todo, porque le da la impresión de que lo pierde todo. Jesús nos invita a perderlo todo, para ganarlo todo, cuando nos revela, con su vida y con su muerte, el misterio de la paciencia divina.

MAERTENS-FRISQUE
NUEVA GUIA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA V
MAROVA MADRID 1969.Pág. 189


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4.

Con mucha frecuencia, con excesiva ligereza y precipitación, juzgamos a los otros por lo que fueron o hicieron en otro tiempo, sin tener en cuenta ni valorar lo que son y hacen ahora.

Descalificamos su presente por su pasado, negándoles el derecho a la vida y al futuro. Les ponemos una etiqueta y los ejecutamos simbólica y aún realmente.

Facha, fascista, terrorista son las etiquetas más utilizadas por unos que, a su vez, son etiquetados por los otros de rojos, revolucionarios y terroristas.

Esta malsana manía de etiquetar al otro no es sino fruto de nuestros prejuicios, de la precipitación y, en definitiva, de la intolerancia. Pues tan intolerante es el intolerante, como el que lo etiqueta de intolerante.

Poner etiquetas a la gente es encasillarla, encarcelarla en la prisión de nuestros prejuicios, privarla de la libertad que tiene para cambiar y poder ser de otra manera. Es, en última instancia, liquidarla; pues en adelante no se cuenta con ella, ni se le escucha, ni se le tiene en cuenta.

La intransigencia conduce inexorablemente a la violencia, al terrorismo y al golpismo que nos envuelve. La situación es grave.

Por eso necesitamos calma. La precipitación sólo puede llevar a cometer errores y horrores lamentables e irreparables. Por eso, no es momento de renunciar a la razón y a la calma, pues caeremos en manos de la pasión. No se puede prescindir que se haga la justicia en los juicios, dedicándose cada cual a linchar a los demás por meros prejuicios. Y es grave y alarmante la facilidad y la ligereza con que se juzga antes de tiempo los hechos y las personas. Es alarmante el coro de los que apelan a la restauración de la pena de muerte como procedimiento expeditivo para limpiar la sociedad de indeseables. Es alarmante el ruido con que se orquesta el recurso a medidas represivas para controlar la situación y restablecer el orden. Matando no se acaba con la violencia y, por supuesto, el mejor medio de proteger la libertad no es precisamente el de recortarla.

EUCARISTÍA 1981/34


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5.

Nuestro esfuerzo debe estar en confiar y trabajar por el crecimiento de la buena semilla, de la levadura. Aquel cristiano tan evangélico que fue Juan XXIII captó perfectamente esta enseñanza de JC cuando decía: "Me dicen que en el mundo hay mucho mal y que yo soy un ingenuo al valorar lo que hay de bueno. Es que, como he aprendido del Señor, prefiero insistir en el sí más que en el no.


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6.

La intolerancia, que siempre suele ejercerse frente y contra los demás, no es sino la otra cara de la tolerancia con nosotros mismos y con los nuestros. La intolerancia viene a ser un mecanismo de defensa psicológico frente al otro, y sociológico contra los otros. Se suele ser intolerante, por ejemplo, frente a la violencia de los otros, en la misma medida que se es indulgente respecto del terrorismo de los nuestros. Y así resulta sorprendente la sagacidad con que se detectan infiltraciones comunistas o heréticas en los pequeños grupos creyentes, cuando ni se ven ni se quieren ver verdaderos movimientos reaccionarios e integristas erosionando las instituciones eclesiásticas.

En cambio, la tolerancia frente a los otros nace de la intransigencia para con nosotros mismos y con los nuestros.

Porque sólo la convicción de nuestros propios yerros y deficiencias -y de las de los nuestros- puede situarnos en condiciones de valorar las deficiencias ajenas, apreciar sus esfuerzos y respetar sus aportaciones. La tolerancia es en primer lugar paciencia, es decir, capacidad para encajar las dificultades que me ocasionan los otros (que no son mayores de las que yo y los míos les ocasionamos a ellos).

La tolerancia es, además, valoración. No es posible vivir en el cómodo convencimiento de que lo mío y lo de los míos es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; porque lo de los otros es el error, todo el error, y nada más que error. Los otros pueden pensar lo mismo.

La tolerancia es, en tercer lugar, respeto; respeto a los demás y a sus diferencias, que son las que ponen en juego las nuestras, para construir entre todos el único sistema posible de convivencia, que nada tiene que ver con la coexistencia de pueblos; pero respeto también y sobre todo a Dios, cuyo es el juicio. La intolerancia es siempre síntoma de endiosamiento; sobre todo, cuando el intolerante pretende usurpar el puesto de Dios, para defender a Dios en nombre de Dios. ¿Qué "dios" es ése que necesita que los hombres le defiendan?

EUCARISTÍA 1975/41


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7.

"Llegado el momento, los hombres realmente malos son tan escasos como los hombres realmente buenos".

BERNARD SHAW


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8.

- EL REINO CRECE

Hoy continuamos la lectura de las parábolas que incluye el capítulo 13 de san Mateo. En el presente domingo hallamos la del trigo y la cizaña, la del grano de mostaza y la de la levadura en la masa. De las tres, la primera es la que más atención pide, no sólo por ser la más larga y aparecer en primer lugar, sino también porque -como ya sucedió con la del sembrador- Jesús explica su significado a los discípulos al final del fragmento que hoy leemos.

El acento de estas parábolas de hoy radica en el crecimiento del Reino: "Dejadlos crecer juntos". A diferencia del domingo pasado, no aparece alusión alguna a las respuestas diferentes que la "tierra" puede dar a la palabra "sembrada". El Reino crece, sea como sea. Nada lo puede frenar. Incluso crece en el mismo lugar donde el Maligno ha sembrado mala semilla. Es decir, crece en todas partes: "los del Reino" viven en los mismos lugares donde viven "los del Maligno".

La parábola del trigo y la cizaña añade a todo esto una dimensión más, que queda reforzada por la primera lectura. Dios "da lugar al arrepentimiento". La cizaña no es arrancada a la primera. Dios tiene la paciencia de esperar a que crezca el trigo. Sólo al final todo quedará definido, quedará claro quién es cada uno. De momento, todo está en camino, nada es totalmente claro. Por tanto, los perfeccionistas y puritanos no son los consejeros que Dios quiere: "¿Quieres que vayamos a arrancarla? Pero él les respondió: No". Otro aspecto que aparece en las tres parábolas es el de la plenitud del Reino: "Entonces los justos brillarán como el sol"; "se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas"; "...y basta para que todo fermente".

- EL ESPfRITU DE DIOS ES LA FUERZA DEL CRECIMIENTO

Si el Reino crece pase lo que pase es porque ese crecimiento está producido por la fuerza del Espíritu. San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos recuerda que el "Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad". Por nosotros mismos "no sabríamos pedir lo que nos conviene". No podríamos crecer. O arrancaríamos lo que es del Reino, con la intención de hacerlo crecer, junto con lo que es del Maligno. La fuerza del Espíritu, su luz, es lo que nos ayuda a actuar y a discernir.

- PENSANDO EN LA HOMILIA

La parábola del trigo y la cizaña es ocasión para referirse a la vida de la comunidad en la que se mezclan, continuamente, el bien y el mal, el evangelio y el pecado: injusticias, explotaciones, envidias, etc. se mezclan con actos de generosidad, de amor, de justicia etc. Una realidad ambigua y mediocre, normalmente, pero en ella crece el Reino. Será oportuno comentarla con una intención clara: descubrir el Reino para potenciarlo. Por tanto, no favorecer nada que ayude a contentarnos en la mediocridad. Pero sí que ayude a asumir que vivimos en una mezcla y que podemos avanzar y crecer. De hecho, es imposible crecer de otro modo, ni podemos buscar el Reino en ningún otro lugar que en esta realidad. No hemos de olvidar que la homilía debe aplicar la Palabra de Dios a la vida de la gente; y que en cada lagar hay una vida propia; por tanto la aplicación a la vida concreta debe hacerla cada predicador, nunca puede hacerse desde estas páginas.

Otro punto que podemos comentar es el del puritanismo, antes mencionado. Podemos citar aquellos aspectos de puritanismo y de intolerancia que hay en la vida de la comunidad. Fácilmente se dan actitudes de este tipo en todos los colectivos, por sanos que intenten ser. Encarados a un ideal, todos tenemos la tentación de pensar que unos ya lo hemos alcanzado, y otros están lejos. Es bueno destacar que Jesús constata que todos estamos en camino, absolutamente todos. Y que, sin dejar de ser exigentes, debemos poner los medios para avanzar juntos; soportando también juntos el peso de las mediocridades de todos.

JOSEP M. ROMAGUERA
MISA DOMINICAL 1999/10 7-8

Homilías - Predicación - Orden de Predicadores

Homilías - Predicación - Orden de Predicadores
"Te doy un corazón sabio e inteligente"

Lectura del primer libro de los Reyes 3, 5. 7-12
En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo:
- «Pídeme lo que quieras.»
Respondió Salomón:
- «Señor, Dios mío, tú has hecho que tu siervo suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso?»
Al Señor le agradó que Salomón hubiera pedido aquello, y Dios le dijo:
- «Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti.»
Sal 118, 57 y 72. 76-7'7. 127-128. 129-136 R. ¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!
Mi porción es el Señor;
he resuelto guardar tus palabras.
Más estimo yo los preceptos de tu boca
que miles de monedas de oro y plata. R.

Que tu bondad me consuele,
según la promesa hecha a tu siervo;
cuando me alcance tu compasión, viviré,
y mis delicias serán tu voluntad. R.

Yo amo tus mandatos
más que el oro purísimo;
por eso aprecio tus decretos
y detesto el camino de la mentira. R.

Tus preceptos son admirables,
por eso los guarda mi alma;
la explicación de tus palabras ilumina,
da inteligencia a los ignorantes. R.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 28-30
Hermanos:
Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio.
A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos.
A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó, a los que justificó, los, glorificó.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 13, 44-52
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
- «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.
El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron:
- «Sí.»
Él les dijo:
«Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal
Meditación del día de Hablar con Dios
Décimo séptimo Domingo
ciclo a

LA RED BARREDERA

— La red es imagen de la Iglesia, en la que hay justos y pecadores.

— A la Iglesia pertenecen sus hijos manchados por el pecado, pero no sus manchas. No debemos dejar que se juzgue a nuestra Madre por lo que precisamente no es: los errores de quienes no han sido fieles a su vocación cristiana.

— Frutos de santidad.

I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta diversas parábolas acerca del Reino de los Cielos: el tesoro escondido, la perla de gran valor que encuentra un comerciante en perlas finas, la red barredera que echan en el mar y recoge toda clase de peces, unos buenos y otros malos. Al final se reúnen los buenos en un cesto y los malos se tiran. Esta red echada en el mar es imagen de la Iglesia, en cuyo seno hay justos y pecadores. En otros lugares el Señor enseña esta misma realidad: en su Iglesia, hasta el fin de los tiempos, habrá santos y quienes se han marchado de la casa paterna, malgastando la herencia recibida en el Bautismo; y todos pertenecen a ella, aunque de diverso modo.

«Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb 7, 26), no conoció el pecado (cfr. 2 Cor 5, 21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cfr. Heb 2, 17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación»2. Los pecadores, no obstante sus pecados, siguen perteneciendo a la Iglesia, por los valores espirituales que aún subsisten en ellos: el carácter indeleble del Bautismo y de la Confirmación, la fe y la esperanza teologales..., y por la caridad que llega a ellos en razón de los demás cristianos que luchan por ser santos. Quedan asociados a quienes se empeñan cada día por amar más a Dios, de la misma manera que un miembro enfermo o paralítico participa y recibe el influjo de todo el cuerpo.

La Iglesia «sigue viviendo en sus hijos que no poseen ya la gracia. Lucha en ellos contra el mal que los corroe; se esfuerza por retenerlos en su seno, por vivificarlos continuamente al ritmo de su amor. Los conserva como se conserva un tesoro del que no se desprende uno más que cuando se ve obligado a ello. Y no es que quiera cargar con un peso muerto. Tan solo espera que a fuerza de paciencia, de mansedumbre, de perdón, el pecador que no se haya separado totalmente de ella volverá para vivir en plenitud; que la rama adormecida, por la poca savia que en ella quedaba, no será cortada ni arrojada al fuego eterno, sino que tendrá tiempo para volver a florecer»3. La Iglesia no se olvida un solo día de que es Madre. Continuamente pide por sus hijos que se hallan enfermos, espera con infinita paciencia, trata de ayudarles con una caridad sin límites. Nosotros debemos hacer llegar hasta el Señor nuestras oraciones, y ofrecer el trabajo, el dolor, las fatigas, por aquellos que, perteneciendo a la Iglesia, no participan de la inmensa riqueza de la gracia, esa corriente de vida que fluye sin cesar, principalmente a través de los sacramentos. De modo muy particular debemos pedir cada día por aquellos con quienes nos unen vínculos más estrechos para que, si están enfermos, recobren plenamente la salud espiritual.

II. Aunque en el Pueblo de Dios existan miembros alejados de la gracia vivificante y sean incluso causa de escándalo para muchos, la Iglesia misma, sin embargo, está libre de todo pecado. De ella se puede decir, de modo analógico y acomodado, lo que se dice de Cristo: es de arriba, no de abajo; es de origen divino. Cristo la tomó «como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla, la unió a Sí mismo como su cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo, para gloria de Dios (...). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta continuamente y debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de las maneras más diversas en cada uno de los que, según su condición de vida, tienden a la perfección de la caridad, edificando a los demás»4. Ella sabe que no es una formación de este mundo, ni un poder cultural religioso, ni una institución política, ni una escuela científica, sino una creación del Padre celestial por medio de Jesucristo. «En Ella ha depositado Cristo, el Enviado del Padre, su palabra y su obra, su vida y su salvación, y en Ella los dejó para todas las generaciones venideras»5.

Los pecadores pertenecen a la Iglesia, a pesar de sus pecados; todavía pueden volver a la casa paterna, aunque sea en el último instante de su vida. Por el Bautismo, llevan en sí una esperanza de reconciliación que ni aun los pecados más graves pueden borrar. El pecado que la Iglesia encuentra en su seno no es parte de ella; es, por el contrario, el enemigo contra el que habrá de luchar hasta el final de los tiempos, especialmente a través del sacramento de la Confesión. Sí pertenecen a ella sus hijos manchados por el pecado, pero no sus manchas. Sería bien triste que nosotros, sus hijos, dejáramos que se juzgara a la Iglesia precisamente por lo que no es.

Como recordaba en una ocasión Juan Pablo II, la Iglesia «es Madre, en la que renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe ser amada. Ella es santa en su Fundador, medios y doctrina, pero formada por hombres pecadores; hay que contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, que no se logra con críticas corrosivas»6.

Cuando se habla de los defectos de la Iglesia en el pasado o en el presente, o se dice que la Iglesia debe purificar sus faltas, se olvida que esas faltas y esos errores se dieron y se dan precisamente por personas, con responsabilidad personal, que no vivieron su vocación cristiana y no llevaron a cabo la doctrina que Cristo dejó a su Iglesia; se olvida que Cristo la ha adquirido para Sí, por medio de su Sangre7, que la ha purificado desde el comienzo para que aparezca en su presencia totalmente resplandeciente, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino santa e inmaculada8, que es la Casa de Dios, columna y soporte de la verdad9.

«Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos. La Iglesia, Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún mea culpa. Nosotros sí (...). Este es el verdadero meaculpismo, el personal, y no el que ataca a la Iglesia, señalando y exagerando los defectos humanos que, en esta Madre Santa, resultan de la acción en Ella de los hombres hasta donde los hombres pueden, pero que no llegarán nunca a destruir –ni a tocar, siquiera– aquello que llamábamos la santidad original y constitutiva de la Iglesia»10.

III. La Iglesia es santa y fuente de santidad en el mundo. Nos ofrece continuamente los medios para encontrar a Dios. «Esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos, con los que engendra siempre pureza; en las santísimas leyes, con que a todos manda y en los consejos del Evangelio, con que nos amonesta; y finalmente en los dones celestiales y carismas, con los que, inagotable en su fecundidad, da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores»11.

Es fuente de santidad y la causa de la existencia de tantos santos a lo largo de los siglos. Primero fueron los mártires, que dieron su vida en testimonio de la fe que profesaban. Luego, la historia de la humanidad ha conocido el ejemplo de tantos hombres y mujeres que ofrecieron su vida por amor a Dios para ayudar a sus hermanos en todas las miserias y necesidades. No hay apenas indigencia humana que no haya despertado en la Iglesia la vocación de hombres y mujeres para solucionarla, llegando al heroísmo. Y son muchos, también hoy, los padres y madres de familia que gastan callada y heroicamente su vida, sacando la familia adelante en cumplimiento de la vocación que han recibido de Dios, y hombres y mujeres que en medio del mundo se han entregado por entero al Señor, viviendo la virginidad o el celibato, y, siendo ciudadanos corrientes, dan una especial gloria y alegría a Dios, santificándose en sus respectivas profesiones y ejerciendo un apostolado eficaz entre sus compañeros. La Iglesia es santa porque todos sus miembros están llamados a la santidad, «lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella»12.

En virtud de la santidad de su Fundador, la Iglesia, Esposa de Cristo, es siempre joven y siempre bella, sin mancha ni arruga13, digna siempre de la complacencia divina. La santidad de la Iglesia es algo permanente y no depende del número de cristianos que vivan su fe hasta las últimas consecuencias, pues es santa por la acción constante en ella del Espíritu Santo, y no por el comportamiento de los hombres. Por esto, aun en los momentos más graves, «si las claudicaciones superasen numéricamente las valentías, quedaría aún esa realidad mística –clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos– que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre»14.

Pidamos al Señor que nosotros, miembros del Pueblo de Dios, de su Cuerpo Místico, crezcamos en santidad personal y seamos así buenos hijos de la Iglesia Santa. «Se necesitan –dice Juan Pablo II– heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios: Para esto se necesitan nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy»15.

1 Mt 13, 44-52. — 2 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. — 3 Ch. Journet, Teología de la Iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1960, p. 258. — 4 Conc. Vat. II, loc. cit, 39. — 5 M. Schmaus, Teología dogmática, vol. IV, La Iglesia, p. 603. — 6 Juan Pablo II, Homilía en Barcelona, 7-XI-1982. — 7 Hech 20, 28. — 8 Ef 5, 27. — 9 1 Tim 3, 15. — 10 San Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, p. 25. — 11 Pío XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943, 30. — 12 Conc. Vat. II, loc. cit., 39. — 13 Cfr. Ef 5, 25-27. — 14 San Josemaría Escrivá, o. c., p. 47 — 15 Juan Pablo II, Discurso al Simposio de Obispos Europeos, 11-X-1985.
Meditación de mañana de Hablar con Dios
25 de julio

SANTIAGO, APÓSTOL*

Solemnidad (en España)

— Beber el cáliz del Señor.

— No desalentarse por las propias flaquezas, Acudir al Señor.

— Acudir a la Virgen en las dificultades.

I. Pasando Jesús junto al lago de Galilea vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban repasando las redes, y los llamó, y les dio el nombre de «Boanerges», que significa «hijos del Trueno»1.

«Todo comenzó cuando algunos pescadores del lago de Tiberíades fueron llamados por Jesús de Nazareth. Acogieron esta llamada, lo siguieron y vivieron con Él cerca de tres años. Fueron partícipes de Su vida cotidiana, testigos de Su plegaria, de Su bondad misericordiosa con los pecadores y con los que sufrían, de Su poder. Escucharon atentos Su palabra, una palabra jamás oída». En este tiempo, los discípulos tuvieron el conocimiento «de una realidad que, desde entonces, les poseerá para siempre; precisamente la experiencia de la vida con Jesús. Se había tratado de una experiencia que había roto la trama de la existencia precedente; habían tenido que dejar todo, familia, profesión, posesiones. Se había tratado de una experiencia que les había introducido en una nueva manera de existir»2.

Un día el invitado a seguirle fue Santiago, hijo de Salomé, una de las mujeres que servían a Jesús con sus bienes y que estuvo presente en el Calvario, y hermano de Juan. El Apóstol conocía ya al Señor antes de que Este le llamara definitivamente, y gozó de una particular predilección, junto a Pedro y a su hermano: estuvo presente en la glorificación del Tabor3, presenció el milagro de la resurrección de la hija de Jairo y fue uno de los tres que el Maestro tomó consigo para que le acompañaran en Getsemaní4 en el comienzo de la Pasión. Por su celo impetuoso, el Señor dio a estos dos hermanos el sobrenombre de Boanerges, los hijos del trueno.

El Evangelio de la Misa nos narra un acontecimiento singular de la vida de este Apóstol. Jesús acababa de hablar de la proximidad de su Pasión y Muerte en Jerusalén: subimos a Jerusalén -les había dicho y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para burlarse de él y azotarlo y crucificarlo, pero al tercer día resucitará5. El Maestro siente la necesidad de compartir con los suyos estos sentimientos que embargan su alma. Y es en estas circunstancias cuando se acercó a Él la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró para hacerle una petición6. Le ruega que reserve para ellos dos puestos eminentes en el nuevo reino, cuya llegada parece inminente. Jesús se dirige a los hermanos y les pregunta si pueden compartir con Él su cáliz, su misma suerte. Ofrecer la propia copa a otro para beber era considerado en la antigüedad como una gran prueba de amistad. Ellos respondieron: ¡Podemos!7. «Era la palabra de la disponibilidad, de la fuerza; una actitud propia no solo de gente joven, sino de todos los cristianos, y especialmente de todos los que aceptan ser apóstoles del Evangelio»8. Jesús aceptó la respuesta generosa de los dos discípulos y les dijo: Mi cáliz sí lo beberéis, participaréis en mis sufrimientos, completaréis en vosotros mi Pasión. Poco tiempo más tarde, hacia el año 44, Santiago moriría decapitado por orden de Herodes9, y Juan sería probado con innumerables padecimientos y persecuciones a lo largo de su vida.

Desde que Cristo nos redimió en la Cruz, todo sufrimiento cristiano consistirá en beber el cáliz del Señor, participar en su Pasión, Muerte y Resurrección. Por medio de nuestros dolores completamos en cierto modo su Pasión10, que se prolonga en el tiempo, con sus frutos salvíficos. El dolor humano se convierte en redentor porque se halla asociado al que padeció el Señor. Es el mismo cáliz, del que Él, en su misericordia, nos hace partícipes. Ante las contrariedades, la enfermedad, el dolor, Jesús nos hace la misma pregunta: ¿podéis beber mi cáliz? Y nosotros, si estamos unidos a Él, sabremos responderle afirmativamente, y llevaremos con paz y alegría también aquello que humanamente no es agradable. Con Cristo, hasta el dolor y el fracaso se convierten en gozo y en paz. «Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»11.

II. Desde que Santiago manifestó sus ambiciones, no del todo nobles, hasta su martirio, hay un largo proceso interior. Su mismo celo, dirigido contra aquellos samaritanos que no quisieron recibir a Jesús porque daba la impresión de ir a Jerusalén12, se transformará más tarde en afán de almas. Poco a poco, conservando su propia personalidad, fue aprendiendo que el celo por las cosas de Dios no puede ser áspero y violento, y que la única ambición que vale la pena es la gloria de Dios. Cuenta Clemente de Alejandría que cuando el Apóstol era llevado al tribunal donde iba a ser juzgado fue tal su entereza que su acusador se acercó a él para pedirle perdón. Santiago... lo pensó. Después lo abrazó diciendo: «la paz sea contigo»; y recibieron los dos la palma del martirio13.

Al meditar hoy sobre la vida del Apóstol Santiago nos ayuda no poco comprobar sus defectos, y los de aquellos Doce que el Señor había elegido. No eran poderosos, ni sabios, ni sencillos. Los vemos a veces ambiciosos, discutidores14, con poca fe15. Santiago será el primer Apóstol mártir16. ¡Tanto puede la ayuda divina! ¡Cuántas gracias dará en el Cielo a Dios por haberlo llevado por caminos tan distintos de los que él había soñado! Así es el Señor: porque es bueno e infinitamente sabio, y nos ama, en muchas ocasiones no nos da aquello que le pedimos, sino lo que nos conviene.

Santiago, como los demás Apóstoles, tenía defectos y flaquezas que se pueden ver con claridad en los relatos de los Evangelistas. Pero, junto a estas deficiencias y fallos, tenía un alma grande y un gran corazón. El Maestro fue siempre paciente con él y con todos, y contó con el tiempo para enseñarles y formarlos con una sabia pedagogía divina. «Fijémonos –escribe San Juan Crisóstomo– en cómo la manera de interrogar del Señor equivale a una exhortación y a un aliciente. No dice: “¿Podéis soportar la muerte? ¿Sois capaces de derramar vuestra sangre?”, sino que sus palabras son: ¿Podéis beber el cáliz? Y, para animarlos a ello, añade: Que yo tengo que beber; de este modo, la consideración de que se trata del mismo cáliz que ha de beber el Señor había de estimularlos a una respuesta más generosa. Y a su Pasión le da el nombre de bautismo, para significar con ello que sus sufrimientos habían de ser causa de una gran purificación para todo el mundo»17.

También a nosotros nos ha llamado el Señor. No demos entrada al desaliento si alguna vez las flaquezas y los defectos se hacen patentes. Si acudimos a Jesús, Él nos alentará para seguir adelante con humildad, más fielmente. También el Señor tiene paciencia con nosotros. y cuenta con el tiempo.

III. En la Segunda lectura de la Misa, San Pablo nos recuerda: Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros18. Somos algo quebradizo, de poca resistencia, que sin embargo puede contener un tesoro incomparable, porque Dios obra maravillas en los hombres, a pesar de sus debilidades. Y precisamente para que se vea que es Él quien actúa y da la eficacia, ha querido escoger a los flacos para confundir a los fuertes, y a las cosas viles y despreciables del mundo y a aquellos que eran nada para destruir a los que son, a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento19. Esto escribe quien en otro tiempo persiguió a la Iglesia. Los cristianos, al llevar a Dios en el alma, podemos vivir a la vez «en el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor se ha dignado aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las lañas, como el hijo pródigo: he pecado contra el Cielo y contra Ti...»20. Esas lañas que se ponían antiguamente a las vasijas que se rompían, para que siguieran siendo útiles.

Dios hace eficaz a quien tiene la humildad de sentirse como una vasija de barro, a quien lleva en su cuerpo la mortificación de Jesús21, a quien bebe el cáliz de la Pasión, el mismo que Jesús bebió y al que invitó a Santiago.

La tradición nos habla de este Apóstol predicando en España. Su afán de almas le llevó hasta el extremo del mundo conocido. La misma tradición nos cuenta las dificultades que encontró en estas tierras en los comienzos de su evangelización, y cómo Nuestra Señora se le apareció en carne mortal para darle ánimos. Es posible que a nosotros también nos llegue el desaliento en alguna ocasión y que nos encontremos algo abatidos por los obstáculos que dificultan nuestros deseos de llevar a Cristo a otras almas. Podemos incluso encontrar incomprensiones, burlas, oposiciones. Pero Jesús no nos abandona. Acudiremos a Él, y podremos decir con San Pablo: Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados...22. Y acudiremos a Santa María, y en Ella, como el Apóstol Santiago, encontraremos siempre aliento y alegría para seguir adelante en nuestro camino.

1 Antífona de entrada. Cfr. Mt 4, 18; 21; Mc 3, 17. — 2 C. Caffarra, Vida en Cristo, EUNSA, Pamplona 1988, pp. 19-20 — 3 Mt 17, 1 ss. — 4 Mt 26, 37. — 5 Mt 20, 17-19. — 6 Mt 20, 20. — 7 Mt 20, 22. — 8 Juan Pablo II, Homilía en Santiago de Compostela, 9-XI-1982. — 9 Hech 12, 2. — 10 Cfr. Col 1, 24. — 11 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 887 — 12 Lc 9, 53. — 13 Cfr. Clemente de Alejandría. Hypotyp., VII, citado por Eusebio, Historia Ecclesiastica. 11, 9. — 14 Lc 22, 24-47. — 15 Mt 14, 31. — 16 Cfr. Hech 12, 2. — 17 Liturgia de las Horas, Segunda lectura. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 65, 3-4. — 18 2 Cor 4, 7. — 19 1 Cor 1, 27-29. — 20 S. Bernal. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei. Rialp. 2.ª ed., Madrid 1976. Epílogo. — 21 Cfr. Segunda lectura. 2 Cor 4, 10. — 22 Segunda lectura. 2 Cor 4, 8.

* Santiago era natural de Betsaida, hijo de Zebedeo y hermano de San Juan. Fue uno de los tres discípulos que estuvieron presentes en la Transfiguración, en la agonía de Getsemaní y en otros acontecimientos importantes de la vida pública de Jesús. Es el primer Apóstol que murió por predicar el mensaje salvador de Cristo. Su energía y firmeza hicieron que el Señor le llamara hijo del trueno. Su actividad apostólica se desarrolló en Judea y Samaria y, según una venerable tradición -avalada por importantes testimonios-, llegó a España. Vuelto a Palestina, sufrió martirio hacia el año 44 por orden de Herodes Agripa. Sus restos fueron trasladados a Santiago de Compostela, centro de peregrinación, principalmente durante la Edad Media, y foco de fe para toda Europa.