sábado, 15 de octubre de 2011

Algo sobre la meditación II - Ciudad Redonda

Conrado Bueno, cmf
Teresa, sencilla y doctora

Hemos abandonado la lectura continua para recalar en la lectura propia de Santa Teresa. Maliciosamente, he comprobado que otras mujeres, “Doctoras de la Iglesia”, tienen en su fiesta este mismo texto evangélico. Texto que, curiosamente, no aparece ni siquiera en la lista de evangelios para el “Común de doctores”. ¿Es que sólo las mujeres son las “sencillas”? ¿Por qué no decir de ellas, como de los doctores varones, que son “luz del mundo y sal de la tierra”? Esta observación parece dar la razón al que afirmó: “Fémina inquieta y andariega… enseñando, como maestra, contra lo que San Pablo enseñó mandando que las mujeres no enseñasen” (El nuncio Felipe Sega, 1577). Quede sólo en anécdota curiosa. Menos mal que en su estatua de la Basílica de San Pedro se lee esta inscripción: “Madre de espirituales”. Por eso, un hombre bueno e inteligente, en 1970, la declaró doctora de la Iglesia.

Esta observación nada quita a este texto evangélico tan bello. Podemos distinguir tres tiempos. Comienza en tono de oración al Padre, igual que en el momento sublime de la Última Cena. Jesús se arranca con una acción de gracias al Padre por la actitud de los sencillos de corazón, capaces de abrirse y comprender el don de Dios. Y Dios se revela a los humildes; nos descubre su misterio, su intimidad: El Padre ama y conoce al Hijo, y el Hijo conoce y ama al Padre. Y Jesús, el Hijo, nos descubre al Padre del cielo. Cómo resuena aquí el evangelio de San Juan: “El Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas”. Desde esta intimidad queda clara la invitación de Jesús: “Venid a mí”. Pongamos rostro y voz a esta invitación del Señor: “Venid a mí”. No hacía falta, pero nos explica la razón: seguir a Jesús es exigente, pero no agobiante; su yugo es suave y su carga ligera. Qué lejos y diferente de los fariseos que echaban fardos pesados, llenos de preceptos inútiles, sobre las espaldas de la gente.

Que el Señor nos haga sencillos de corazón. Así, vacíos de nosotros mismos, nos llenará de la intimidad de su misterio divino. “Quien a Dios tiene nada le falta”, nos recuerda Teresa, la religiosa carmelita. Seguir a Jesús resulta grato, porque a las exigencias del Reino las dulcifica el amor. Y, si alguna vez nos despistamos, pronto sentiremos la voz suave del Maestro: “Venid a mí”.

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Algo sobre la meditación II - Ciudad RedondaAlgo sobre la meditación II
Nicolás de Ma. Caballero, cmf. - Miércoles 27 de Octubre del 2010
‘El poder espiritual de todo santo y sabio es sentido por sus contemporáneos de modo sumamente vívido y directo. Con el paso del tiempo lo que era una revelación se convierte tan solo en un dogma muerto. Y cuando la gente canoniza al santo y le construye templos, lo en­cierran en sus estrechas paredes, en las cuales su espíritu es sofocado y deja de ser una fuerza vivificante e inspira­dora. Los seguidores de sucesivas generaciones disputan acerca de todas y cada una de las palabras atribuidas al maestro. Compiten por «la autenticidad de los textos». Hacen de todo menos la única cosa importante enseñada por aquel gran ser, a saber: «Volverse semejantes a El’ (Mouni Sadhu).


Creo que ni siquiera representa un ideal el tratar de volverse semejantes a él. Sólo es una idea, una formulación, una de tantos enunciados solemnes, tal vez, pero que, cuando aplicamos a ellas nuestro oído y las golpeamos con los nudillos para medir su densidad, suenan a ‘hueco’. Y es que, en el fondo, muchas personas de hoy no tienen fe en los valores espirituales. Para ellas la mente humana lo es todo absolutamente. Y la mente es una perfecta taxidermista. Formas de esta momificación es que algunas [personas] se declaran escépticas, agnósticas, otras, y algunas se vanaglorían de materialistas puras. La verdad es velada por nuestra propia ignorancia [la idolatría de las palabras]. Frecuentemente no llevamos lo suficientemente lejos nuestra búsqueda de la verdad. Habiendo ejercitado nuestro intelecto hasta un cierto límite, creemos que no hay esperanza de posterio­res descubrimientos o investigaciones. Esta actitud … es, desde el punto de vista oriental, estéril e incapaz de conducimos a lugar alguno más allá de especulaciones y conjeturas sobre la verdad (M. Hafiz Syed).

Podemos reparar ese vacío ineficaz por una recomendación de poderosa eficacia: ‘Tú, en cambio [aquí pongo la fuerza] cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto (Mt 6,6).
En esta muerte de la ostentación ocurre una gran ‘des habilitación’ del cuerpo, de la mente que facilitan el descanso del alma. Ahí la meditación ocurre. En la penumbra de la propia habitación, con la puerta cerrada, en una calculada ausencia del corazón de lo que distrae y puesto en la paz de lo secreto, meditar, y más aún, orar, es reducir la persona a lo esencial…

Me encanta el título ‘La impalpable levedad del ser’ de Milán Kundera. Lo duro tiene que hacerse leve; el molde tiene que quebrarse como el vaso de alabastro. Y eso no puede ocurrir mientras uno trate de jugar un papel. ‘Jugar un papel’ siempre requiere espectadores o un espejo que nunca atraviesa el esclerotizado ni el narcisista. Sólo Alicia1 y los santos... Por eso creo que un buen comienzo es: ‘Cerrar la puerta; ocultarse a presencias impertinentes y dejar que de la ‘oscuridad’ emerja la presencia que restaura, en la que cada uno puede construirse y, sencillamente ‘ser’…, y fluir dentro del silencio.

Aun sin ser, infelizmente, una experiencia personal, pienso con quien lo experimentó que ‘un poco de locura puede ser el comienzo de la cordura’.

Ahora mismo pienso en la inteligente formulación de un buscador que ‘miró’ a su maestro, al que yo solamente puedo admirar a través de escritos. Reinventó el ámbito evangélico, a su modo, un día y en una circunstancia que cuenta:
‘Hay tanto silencio en mi habitación. El vigilante se ha retirado tras cumplir con su tarea: traerme agua para beber. También la muchacha sirviente ha desapare­cido, usando las pocas horas libres de antes de la comida para su propio solaz… Eché el cerrojo de mi puerta y, sentado en una postura apropiada para la meditación, me sumergí con todos mis pensamientos, preocupaciones y sentimientos en el silencio, el dominio del verdadero Ser. Qué impresión tan extraña: la desaparición gradual del mundo exterior basta para traer la felicidad. Incluso si esta etapa preliminar no fuera seguida por grados superiores, constituiría en sí misma una especie de Paraí­so. Pero es sólo el patio exterior’ (Mouni Sadhu2).

La mente no está de acuerdo con esto; está inquieta. ¡Tantas cosas que hacer! ¡Esto es perder el tiempo! ¡El mundo es una urgencia permanente y esto es, en el mejor de los casos, un lujo para gente desocupada a la que le sobran horas! Ignoran que el ‘tiempo’ se fabrica aquí, en este aparente ‘no tiempo’ o en esta aparente y engañosa ‘pérdida de tiempo’. En este punto menciono a un autor, con el que simpatizo: Emmanuel Mounier. Lo traduzco con alguna libertad: ‘Retirarse es parte de nuestra conversión íntima’.

He leído cosas ‘divertidas’ que dicen algunos filósofos-hacedores de palabras-, para reflejar nuestra ausencia fundamental, ya ‘clásica’, por su dimensión en años… ‘El hombre-dice Mounier- puede vivir como si fuera una cosa. Pero como él no es una cosa, y, por otra parte, la vida interior le parece una claudicación a la que no puede ceder, para evitar la sensación de fracaso, habla [los filósofos de turno lo hacen] de ‘distracción’, ‘estadio estético’, ‘vida auténtica’, ‘alienación’ como de títulos para rotular la vida y su propósito fundamental… ¿Y, qué?-digo yo. ‘Una sociedad de sonámbulos satisfechos’ fue, en su momento, uno de mis libros. Hoy, volvería a escribirlo; modestamente, tal vez a reescribirlo.
La vida personal-dice Emmanuel- comienza con la capacidad de romper el contacto con el medio, con la capacidad de corregirse, de recuperarse con vistas a recogerse en un centro y unificarse. Aparentemente es un repliegue-en el que algunos, equivocadamente o mal aconsejados, se pueden quedar-pero, cuando está bien conducido es un repliegue para ‘saltar’. Sobre esta experiencia vital del repliegue se ‘fundan los valores del silencio y del retiro’.

Este ejercicio de ‘repliegue y de meditación es la respuesta de la persona a su ‘infinito interior’. Es una contra-hipnosis, frente al hipnotismo que el mundo nos produce’ (Roy Masters). Meditar nos vuelve a casa. Vivimos de la ficción; se nos escapa la realidad. Y la hipnosis reina.
Me parece oportuno para finalizar una como anécdota de las que refieren los calendarios de hoja diaria. Al levantar una de ellas leo:
‘Un tren cruzaba a gran velocidad un valle rodeado de suaves colina. Era el momento de la puesta del sol; el espectáculo impresionante. Las nubes se teñían de variados colores. Las masas de pinos se recortaban contra el cielo; las colinas adquirían matices violáceos; bandadas de pájaros cruzaban el cielo. Dentro del tren proyectaban una película. Todos los pasajeros la contemplaban hechizados. Sólo uno, vuelto hacia el cristal de la ventana, permanecía absorto viendo el paisaje…’.
Sé que es una mala descripción, aunque una buena lección para quien aún tenga capacidad de aprender algo ‘de verdad’ sobre su verdad; a no ser que prefiera ver los paisajes de la pantalla y olvide mirar por la ventanilla…
1 Alusión al cuento de Lewis Carroll (1832-1898).
2 Discípulo del santo Ramana Maharshi (1879-1950). Sabio y santo indio, nacido en 1879 en Turukuli (en el distrito sur de Madurai) y muerto en 1950.

Orden de Predicadores

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rezandovoyMeditación del día de Hablar con Dios
15 de octubre

SANTA TERESA DE JESÚS,
DOCTORA DE LA IGLESIA*

Memoria

— Necesidad de la oración. Su importancia capital en la vida cristiana.

— Trato con la Humanidad Santísima de Jesús.

— Dificultades en la oración.

I. Santa Teresa nos ha dejado constancia de cómo con la oración salen adelante los «imposibles», aquello que humanamente parecía insuperable, y que el Señor a veces nos pide.

Más de una vez a lo largo de su vida escuchó estas palabras del Señor: ¿Qué temes? Y aquella mujer mayor, enferma, cansada recibía ánimos para sus empresas y volvía a la brecha superando todos los obstáculos. Un día, después de la Comunión, cuando su cuerpo parecía resistirse a nuevas fundaciones, oyó en su interior a Jesús, que le decía: «¿Qué temes? ¿Cuándo te he faltado Yo? El mismo que he sido, soy ahora; no dejes de llevar a cabo esas dos fundaciones» se refería el Señor a Palencia y Burgos. La Madre Teresa exclamó: «¡Oh, gran Dios, cómo son diferentes vuestras palabras a las de los hombres!». Y «así -prosigue la Santa quedé determinada y animada que todo el mundo no bastara a ponerme contradicción»1. Años más tarde escribirá de la fundación hecha en Palencia, que se presentaba llena de dificultades: «En esta fundación nos va todo tan bien, que no sé en qué ha de parar»2. Y en otro lugar: «Cada día se entiende más cuán acertado fue hacer aquí esta fundación»3. Y lo mismo diría de la otra ciudad: «También en Burgos hay tantas que quieren entrar, que es lástima no haber dónde»4. Esto la llenaba de gozo y alegría, a pesar de lo mucho que le costó: «Porque ir yo a Burgos con tantas enfermedades (...), siendo tan frío, parecióme que no se sufriría»5. Nunca la dejó sola el Señor.

Es en la oración donde sacamos fuerzas para ir adelante, para llevar a cabo lo que el Señor nos pide. Y esto se cumple igualmente en la vida del sacerdote, de la madre de familia, de la religiosa, del estudiante... Por eso es grande el empeño del demonio en que dejemos nuestra oración diaria, o en que la hagamos de cualquier manera, mal, pues «sabe el traidor que tiene perdida al alma que persevere en la oración y que todas las caídas que pueda tener la ayudan después, por la bondad de Dios, a dar un salto mayor en su servicio al Señor: algo le va en ello»6. Las almas que han estado cerca de Dios siempre nos han hablado de la importancia capital de la oración en la vida cristiana. «No nos extrañe, pues -enseñaba el Santo Cura de Ars, que el demonio haga todo lo posible para movernos a dejar la oración o a practicarla mal»7.

La oración es el fundamento firme de la perseverancia, pues «el que no deja de andar e ir adelante -enseña la Santa, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino dejar la oración»8. Por eso hemos de prepararla con tanto esmero: sabiendo que estamos delante de Cristo vivo y glorioso, que nos ve y que nos oye como a aquellos que se le acercaban en los años en que permaneció en la tierra visiblemente. ¡Qué distinto es el día en el que, con quietud, con amor, hemos cuidado bien ese rato diario que dedicamos a hablar con el Señor, que nos escucha atentísimo! ¡Qué alegría poder estar ahora junto a Cristo! «Mira qué conjunto de razonadas sinrazones te presenta el enemigo, para que dejes la oración: “me falta tiempo” cuando lo estás perdiendo continuamente; “esto no es para mí”, “yo tengo el corazón seco”...

»La oración no es problema de hablar o de sentir, sino de amar. Y se ama, esforzándose en intentar decir algo al Señor, aunque no se diga nada»9.

Hagamos el propósito de no dejarla nunca, de dedicarle el mejor tiempo que nos sea posible, en el mejor lugar, delante del Sagrario cuando nuestros quehaceres lo permitan.

II. Nuestra oración se hará más fácil si, junto al decidido empeño de no consentir distracciones voluntarias en ella, procuramos tratar a la Humanidad Santísima de Jesús, fuente inagotable de amor, que facilita tanto el cumplimiento de la voluntad divina.

La propia Santa nos cuenta la importancia decisiva que tuvo en su vida un pequeño acontecimiento, que dejó una huella indeleble en su alma: «Entrando un día en el oratorio escribe, vi una imagen que habían traído allí a guardar (...). Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese de una vez para no ofenderle»10. No era sensiblería lo que la hacía llorar, sino amor a Cristo, que tanto nos ama y tanto padeció por nosotros en prueba de amor. ¡Y resulta tan natural buscar en una imagen, en un retrato, el rostro que se ama! Por eso, añadirá más adelante: «¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien parece que no aman al Señor, porque si le amaran, holgáranse de ver su retrato, como acá aun da contento ver el de quien se quiere bien»11.

Nos ayudará en muchas ocasiones servirnos también de la imaginación para representarnos con imágenes claras a Jesús que nace en Belén, que anda en compañía de María y de José, que aprende a trabajar... las zozobras del Corazón de María en la huida a Egipto... su dolor en el Calvario. Otras veces nos acercaremos al grupo de los íntimos, a quienes Jesús les explica, a solas, una parábola; le acompañaremos en aquellas largas caminatas de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo...; entraremos con Él en casa de sus amigos de Betania y contemplaremos el cariño con que le reciben aquellos hermanos, y aprenderemos nosotros a tratarle mejor en el Sagrario. No podemos tener una figura desdibujada y lejana de Jesús. Él es el Amigo siempre cercano y atento.

En la oración mental vamos a encontrarnos con Cristo vivo, que nos espera. «Teresa reaccionó contra los libros que proponían la contemplación como un vago engolfarse en la divinidad (cfr. Vida, 22, 1) o como un “no pensar en nada” (cfr. Castillo interior, 4, 3, 6), viendo en ello un peligro de replegarse sobre uno mismo, de apartarse de Jesús, del cual nos “vienen todos los bienes” (cfr. Vida, 22, 4). De aquí su grito: “apartarse de Cristo... no lo puedo sufrir” (Vida, 22, 1). Este grito vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido»12.

Muchas dificultades desaparecen cuando nos ponemos en su presencia, cuidando muy bien la oración preparatoria que acostumbremos a hacer: Creo, Señor, firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, te adoro con profunda reverencia... Y si estamos en su presencia, como aquellos que le escuchaban en Nazareth o en Betania, ya estamos haciendo oración. Le miramos, nos mira...; le formulamos una petición..., hacemos nuestro lo que quizá estamos leyendo, deteniéndonos en un párrafo, o sacando un propósito para nuestra vida ordinaria: atender mejor a la familia, sonreír aunque estemos cansados o con dificultades, trabajar con más intensidad y presencia de Dios, hablar con un amigo para que se confiese... Nos ocurrirá como a Santa Teresa, y como a todos aquellos que han hecho oración verdadera: «Siempre salía consolada de la oración y con nuevas fuerzas»13, nos confiesa.

III. No nos desanimemos si, a pesar de todo, nos cuesta la oración, si tenemos distracciones, si nos parece que no obtenemos mucho fruto. El desaliento es en muchas ocasiones la mayor dificultad para perseverar en la oración. Santa Teresa también nos relata sus luchas y sus dificultades: «Muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración»14.

Si procuramos rechazar las distracciones y nos empeñamos en buscar más al Señor de los consuelos, que los consuelos de Dios, como han señalado tantos autores espirituales, nuestra oración terminará siempre llena de frutos. En muchas ocasiones será un gran bien incluso carecer de consuelos sensibles, para así buscar con más rectitud de intención a Jesús y unirnos más íntimamente a Él. A veces, esta aridez que se experimenta en la oración no es una prueba de Dios, sino el resultado de la falta de interés verdadero en hablar con Él, de no haber preparado el ánimo, de falta de generosidad en sujetar la imaginación... Hemos de saber rectificar con generosidad y con prontitud. «En todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no “sentir” nada de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la noche oscura de tipo místico. De todas maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración que, aunque podrá darle la impresión de una cierta “artificiosidad”, se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva»15.

Ahora, como en los tiempos revueltos de Santa Teresa, es «menester mucha oración», pues «su necesidad es grande»16. La necesita la Iglesia, la sociedad, las familias... y nuestra alma. La oración nos permitirá salir adelante en todas las dificultades y nos unirá a Jesús, que cada día nos espera en el trabajo, en nuestros deberes familiares..., pero de una manera particular en ese tiempo que le dedicamos solo a Él.

1 Santa Teresa, Fundaciones, 29, 6. — 2 ídem, Carta 348, 3. — 3 ídem, Carta 354, 4. — 4 ídem, Carta 145, 8. — 5 ídem, Fundaciones, 28, 11. — 6 ídem, Vida 19, 2. — 7 Santo Cura de Ars, Sermón sobre la oración. — 8 Santa Teresa, Vida, 19, 5. — 9 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 646. — 10 Santa Teresa, Vida, 9, 1. — 11 Ibídem, 9, 6. — 12 Juan Pablo II, Homilía en Ávila, 1-XI-1982. — 13 Santa Teresa, Vida, 29, 4. — 14 Ibídem, 8, 3. — 15 C. Para la Doctrina de la Fe, Carta Sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 15-X-1989, n. 30. — 16 Cfr. Santa Teresa, Carta 184, 6.

* Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia, nació en Ávila el 28 de marzo de 1515. Ingresó en el Carmelo a los 18 años. A los cuarenta y cinco, respondiendo a las gracias extraordinarias que recibía del Señor, emprendió la reforma de la Orden, ayudada por San Juan de la Cruz. Sufrió con entereza muchas dificultades y contradicciones. Sus escritos son un modelo seguro para alcanzar a Dios. Murió en Alba de Tormes el 4 de abril de 1582, Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia el 17 de septiembre de 1970.

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sábado, 1 de octubre de 2011

PARROQUIA SAN JORDI Y SAN FRANCISCO

PARROQUIA SAN JORDI Y SAN FRANCISCO
Meditación del día de Hablar con Dios
Vigésimo séptimo Domingo
ciclo a

EN LA VIÑA DEL AMADO

— Parábola de la viña.

— Los frutos agrios.

— Los frutos que Dios espera.

I. La liturgia de la Misa, a través de una de las más bellas alegorías, nos habla del amor de Dios por su pueblo y de la falta de correspondencia de este. La Primera lectura1 recoge la llamada canción de la viña y describe a Israel como una plantación de Dios, llena de todos los cuidados posibles. Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de sus amores. Tenía mi amado una viña en un fértil collado. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre, e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones. Puesta en el mejor lugar, con los mejores cuidados, lo normal era que diera buenos frutos, pero la viña produjo uvas agrias. Ahora, pues, vecinos de Jerusalén y varones de Judá -continúa el Profeta-, juzgad entre mi viña y yo. ¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no lo hiciera? ¿Cómo esperando que diera uvas, dio agrazones?

Palestina era un lugar rico en viñedos, y los profetas del Antiguo Testamento recurrieron con frecuencia a esta imagen, tan conocida por todos, para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra del Señor, la alegría de su corazón2: Yo te había plantado de la cepa selecta3; Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas4... El mismo Señor, como se lee en el Evangelio de la Misa5, refiriéndose al texto de Isaías, nos revela la paciencia de Dios, que manda uno tras otro en busca de frutos a sus mensajeros, los profetas del Antiguo Testamento, para terminar enviando a su Hijo amado, al mismo Jesús, al que matarían los viñadores: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Es una referencia clara a la crucifixión, que tuvo lugar fuera de los muros de Jerusalén.

La viña es ciertamente Israel, que no correspondió a los cuidados divinos, y también lo somos la Iglesia y cada uno de nosotros: «Cristo es la verdadera vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin Él nada podemos hacer (Jn 15, 1-5)»6.

Meditemos hoy junto al Señor si encuentra frutos abundantes en nuestra vida; abundantes, porque es mucho lo que se nos ha dado. Frutos de caridad, de trabajo bien hecho, de apostolado con amigos y familiares, jaculatorias, actos de amor a Dios y de desagravio a lo largo del día, contradicciones bien aceptadas, pequeños servicios a quienes comparten el mismo trabajo o el mismo hogar. Examinemos también si, a la vez, somos origen de esas uvas agrias que son los pecados, la tibieza, la mediocridad espiritual aceptada, las faltas de las que no hemos pedido perdón al Señor...

II. Cierto hombre que era propietario plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar... «La cercó de vallado, esto es –comenta San Ambrosio–, la defendió con la muralla de la protección divina, para que no sufriera fácilmente por las incursiones de las alimañas espirituales..., y cavó un lagar donde fluyera, espiritualmente, el fruto de la uva divina»7. Han sido muchos los cuidados divinos que hemos recibido. La cerca, el lagar y la torre significan que Dios no ha escatimado nada para cultivar y embellecer su viña. ¿Cómo esperando que diera uvas produjo agrazones?

El pecado es el fruto agrio de nuestras vidas. La experiencia de las propias flaquezas está patente en la historia de la humanidad y en la de cada hombre. «Nadie se ve enteramente libre de su debilidad, de su soledad y de su servidumbre, sino que todos tienen necesidad de Cristo, modelo, maestro, salvador y vivificador»8. Nuestros pecados están íntimamente relacionados con esa muerte del Hijo amado, de Jesús: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron.

Para producir los frutos de vida que Dios espera todos los días de cada uno (frutos de la caridad, del apostolado, del trabajo bien hecho...), necesitamos, en primer lugar, pedir al Señor y fomentar un santo aborrecimiento a todas las faltas, incluso las veniales, que ofenden a Dios. Los descuidos en la caridad, los juicios negativos sobre los demás, las impaciencias, los agravios guardados, la dispersión de los sentidos internos y externos, el trabajo mal hecho..., «hacen mucho daño al alma. —Por eso, “capite nobis vulpes parvulas, quae demolluntur vineas”, dice el Señor en el “Cantar de los Cantares”: cazad las pequeñas raposas que destruyen la viña»9. Es necesario que una y otra vez nos empeñemos en rechazar todo aquello que no es grato al Señor. El alma que aborrece el pecado venial deliberado, poco a poco va ganando en delicadeza y en finura en el trato con el Maestro.

Las flaquezas han de ayudarnos a fomentar los actos de reparación y de desagravio, y la contrición sincera por esas faltas. Así como pedimos perdón por una ofensa a una persona querida y procuramos compensarla con algún acto bueno, mucho mayor debe ser nuestro deseo de reparación cuando el ofendido es Jesús, el Amigo de verdad. Entonces Él nos sonríe y devuelve la paz a nuestras almas. Convertimos así en frutos espléndidos lo que estaba perdido. «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso... —Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor»10.

III. En la Segunda lectura11 leemos estas palabras de San Pablo a los cristianos de Filipos: Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta.

Las realidades terrenas y las cosas nobles de este mundo son buenas y pueden llegar a tener un valor divino. Pues, como escribía San lreneo, «por el Verbo de Dios, todo está bajo la influencia de la obra redentora, y el Hijo de Dios ha sido crucificado por todos, y ha trazado el signo de la Cruz sobre todas las cosas»12. Son los asuntos que cada día tenemos entre manos (el trabajo, la familia, la amistad, las preocupaciones que la vida lleva consigo, las pequeñas alegrías diarias...) lo que hemos de convertir en frutos para Dios, pues «no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte»13. Todo lo humano noble puede ser santificado y ofrecido a Dios.

Cada jornada se nos presenta con incontables posibilidades de ofrecer frutos agradables al Señor: desde el vencimiento primero de la mañana –el minuto heroico– al levantarnos, hasta esa pequeña mortificación que supone el llevar con buen ánimo el excesivo tráfico o un ligero malestar que nos mantiene indispuestos. Son muchas, en este día irrepetible, las ocasiones de sonreír a los demás, de tener una palabra amable, de disculpar un error... En el trabajo, el Señor espera esos pequeños frutos que nacen cuando nos esforzamos en hacerlo bien: la puntualidad, el orden, la intensidad... Para producir estos frutos hemos de empeñarnos en mantener la presencia de Dios a lo largo del día, con jaculatorias, actos de amor..., una mirada a una imagen de la Virgen o al crucifijo..., acordándonos del Sagrario más cercano al lugar donde nos encontramos... El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada... En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos Míos14.

Nuestra Madre Santa María nos enseñará a vivir cada día con la urgencia de dar muchos frutos a Dios, y a evitar decididamente que en nuestra vida se den frutos agrios.

1 Is 5, 1-7. — 2 Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 8. — 3 Jer 2, 21. — 4 Ez 19, 10. — 5 Mt 21, 33-43. — 6 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 6. — 7 San Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, 20, 9. — 8 Conc. Vat. II, Decr. Ad gentes, 8. — 9 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 329. — 10 ídem, Forja, n. 41. — 11 Flp 4, 6-9. — 12 San Ireneo, Demostración de la predicación apostólica. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 112. — 14 Jn 15, 5-8.



† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

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viernes, 30 de septiembre de 2011


Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación de mañana de Hablar con Dios
26ª semana. Sábado

LA RAZÓN DE LA ALEGRÍA

— Abiertos a la alegría.

— La esencia de la alegría. Dónde encontrarla.

— Santa María, Causa de nuestra alegría.

I. El Evangelio de la Misa1 resalta la alegría de los setenta y dos discípulos, cuando vuelven de predicar por todas partes la llegada del Reino de Dios. Con toda sencillez le dicen a Jesús: hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El Maestro participa también de este gozo: Veía a Satanás caer como un rayo. Pero a continuación les advierte: Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño. Sin embargo -les previene-, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad contentos porque vuestras nombres están escritos en el Cielo.

Jesús pronunciaría estas palabras lleno de un gozo radiante, comunicativo, externo. Enseguida estalló en un canto de júbilo y de agradecimiento: En aquel mismo momento se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito.

Los discípulos recordarían siempre aquel momento con todas las circunstancias que lo rodearon: sus confidencias al Maestro, relatándole sus primeras experiencias apostólicas; su dicha al sentirse instrumentos del Salvador; el rostro resplandeciente de Jesús; su canto de júbilo y de agradecimiento a su Padre celestial... y aquellas palabras inolvidables: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría. Al entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: entra en el gozo de tu Señor2.

Aquí en la tierra, cada paso que damos hacia Cristo nos acerca a la felicidad verdadera. No hay felicidad estable fuera de Dios. Y, a la vez, el gozo del cristiano presupone el esfuerzo paciente para reconocer las alegrías naturales, sencillas, que el Señor pone en nuestro camino: «la alegría de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales»3. Muchas veces, el Señor se sirvió de estos gozos de la vida corriente para anunciar las maravillas del Reino: la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla el tesoro escondido; la del pastor que encuentra una oveja perdida; el gozo de los invitados a un banquete; el júbilo de las bodas; el profundo gozo del padre que recibe a su hijo; el de una mujer que acaba de dar a luz a un niño...

El discípulo de Cristo no es un hombre «desencarnado», distanciado de lo humano, como no lo fue el Maestro. Nuestros amigos, quienes conviven con nosotros, nos han de notar cada vez más abiertos, con más capacidad para hacernos cargo de esas pequeñas alegrías nobles y limpias que Dios pone en nuestro camino para hacerlo más suave. Esta disposición estable supondrá en muchos momentos sacrificio y mortificación para vencer otros estados de ánimo o el cansancio.

II. La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto4. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría. Dios es amor5, enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades. En él se cumplen a la perfección las palabras del Maestro: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar6. En muchas ocasiones se ha escrito con verdad que «un santo triste es un triste santo», Quizá sea la alegría lo que distingue las virtudes verdaderas de las falsas, que solo tienen el aspecto o la apariencia de virtud.

Cuando en el primer Mandamiento nos exige el Señor que le amemos con todo el corazón, con toda el alma y con todo nuestro ser... nos está llamando al gozo y a la felicidad. Él mismo se nos entrega: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada7. A la vez, sin la alegría que este Mandamiento provoca, todos los demás son a la larga difíciles o imposibles de cumplir8.

En el campo de las realidades humanas, el Señor nos pide ese pequeño esfuerzo para desechar un gesto adusto o evitar una palabra destemplada cuando quizá estamos cansados o con menos fuerzas para sonreír, pero «la alegría humana no puede mandarse. La alegría es fruto del amor, y no a todo el mundo se le otorga un amor humano capaz de mantener una alegría permanente. Y no solamente esto, sino que, por su naturaleza, el amor humano es con mayor frecuencia fuente de tristeza que de alegría (...). Pero en el campo cristiano no sucede así. Un cristiano que no ame a Dios es inexcusable, y un cristiano al que no brinde alegría el amor de Dios es que no ha comprendido lo que el amor le da. Para un cristiano la alegría es algo natural porque es propiedad esencial de la más importante virtud del cristianismo, es decir, del amor. Entre la vida cristiana y la alegría hay una necesaria relación de esencia»9. También suele existir idéntica relación entre tristeza y tibieza, entre tristeza y egoísmo, entre tristeza y soledad.

La alegría se aumenta, o se recupera si se hubiera perdido, con la oración verdadera, cara a cara con Jesús, «sin anonimato»; con la sinceridad; con la entrega a los demás, sin esperar recompensa; y mediante la Confesión frecuente, que «sigue siendo una fuente privilegiada de santidad y de paz»10. En resumen, «la condición del gozo auténtico es siempre la misma: que queramos vivir para Dios y, por Dios, para los demás. Digámosle al Señor que sí, que queremos, que no deseamos más que servir con alegría. Si procuráis comportaros así, vuestra paz interior y vuestra sonrisa, vuestro garbo y buen humor, serán luz poderosa de la que Dios se servirá para atraer a muchas almas hacia Él. Dad testimonio de la alegría cristiana, descubrid a cuantos os rodean cuál es vuestro secreto: estáis alegres porque sois hijos de Dios, porque le tratáis, porque lucháis por ser mejores y por ayudar a los demás y porque cuando se quiebra el gozo de vuestra alma acudís con prontitud al Sacramento de la alegría, en el que recuperáis el sentido de vuestra fraternidad con todos los hombres»11.

III. Desde hace veinte siglos la fuente de la alegría no ha cesado de manar en la Iglesia. Llegó con Jesús y la dejó a su Cuerpo Místico, En este tiempo, las criaturas más alegres han sido las que han estado más cerca de Jesús. Por eso no habrá nunca nadie más alegre que María, la Madre de Jesús, y Madre nuestra. Si Ella es la llena de gracia12 –llena de Dios–, es también la que posee la plenitud de la alegría. Estar cerca de la Virgen es vivir dichoso. Lo mismo que desborda su gracia, lleva su alegría a todas partes. «¿Qué tendrán la voz y las palabras de María que generan una felicidad siempre nueva? Son como una música divina que penetra hasta lo más hondo del alma llenándola de paz y de amor. Cuantas veces rezamos el Santo Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría. Y lo es porque es portadora de Dios. Hija de Dios Padre, es portadora de la ternura infinita de Dios Padre. Madre de Dios Hijo, es portadora del Amor hasta la muerte de Dios Hijo. Esposa de Dios Espíritu Santo, es portadora del fuego y del gozo del Espíritu Santo. A su paso el ambiente se transforma: la tristeza se disipa; las tinieblas ceden el paso a la luz; la esperanza y el amor se encienden... ¡No es lo mismo estar con la Virgen que sin Ella! No es lo mismo, no, rezar el Rosario que no rezarlo...»13. Procuremos esmerarnos en rezarlo bien en este mes de octubre en que la Iglesia nos mueve a ir especialmente a Nuestra Madre del Cielo a través de esta devoción mariana. Procuremos poner santas intenciones al rezarlo en este sábado en el que, como tantos cristianos, procuramos tenerla más presente y ofrecer en su honor alguna pequeña mortificación. Pidámosle hoy que con nuestra alegría sepamos llevar a Dios a nuestros amigos, a los parientes. Ella, Causa de nuestra alegría, nos recordará siempre que dar alegría y paz –el gaudium cum pace, que jamás debemos perder– es una de las mayores muestras de caridad, el tesoro más valioso que tenemos, y muchas veces nuestra primera obligación en un mundo frecuentemente triste porque busca la felicidad donde no está.

1 Lc 10, 17-24. — 2 Mt 25, 21. — 3 Pablo VI, Exhort. Apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975. — 4 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 24, a. 5. — 5 1 Jn 4, 8. — 6 Jn 16, 22. — 7 Jn 14, 23. — 8 Cfr. P. A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, 2ª ed., Madrid 1966, p. 34. — 9 Ibídem, pp. 35-36. — 10 Pablo VI, loc. cit. — 11 A. del Portillo, Homilía a los participantes en el jubileo de la juventud, 12-IV-1984. — 12 Lc 1, 28. — 13 A. Orozco, Mirar a María, pp. 239-240.

CARTEL EL PAN DE LA PALABRA

CARTEL EL PAN DE LA PALABRA

Día litúrgico: Viernes XXVI del tiempo Ordinario

Ref. del Evangelio: Lc 10,13-16

Texto del Evangelio: En aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

Comentario: Mn. Jordi Sotorra i Garriga (Sabadell)

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha»

Hoy vemos a Jesús dirigir su mirada hacia aquellas ciudades de Galilea que habían sido objeto de su preocupación y en las que Él había predicado y realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corazín, Bet-Saida y Cafarnaúm había predicado y hecho milagros. La siembra había sido abundante, pero la cosecha no fue buena. ¡Ni Jesús pudo convencerles...! ¡Qué misterio, el de la libertad humana! Podemos decir “no” a Dios... El mensaje evangélico no se impone por la fuerza, tan sólo se ofrece y yo puedo cerrarme a él; puedo aceptarlo o rechazarlo. El Señor respeta totalmente mi libertad. ¡Qué responsabilidad para mí!

Las expresiones de Jesús: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!» (Lc 10,13) al acabar su misión apostólica expresan más sufrimiento que condena. La proximidad del Reino de Dios no fue para aquellas ciudades una llamada a la penitencia y al cambio. Jesús reconoce que en Sidón y en Tiro habrían aprovechado mejor toda la gracia dispensada a los galileos.

La decepción de Jesús es mayor cuando se trata de Cafarnaúm. «¿Hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás!» (Lc 10,15). Aquí Pedro tenía su casa y Jesús había hecho de esta ciudad el centro de su predicación. Una vez más vemos más un sentimiento de tristeza que una amenaza en estas palabras. Lo mismo podríamos decir de muchas ciudades y personas de nuestra época. Creen que prosperan, cuando en realidad se están hundiendo.

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Estas palabras con la que concluye el Evangelio son una llamada a la conversión y traen esperanza. Si escuchamos la voz de Jesús aún estamos a tiempo. La conversión consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: «No hay nada más agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento».

rezandovoy

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Meditación del día de Hablar con Dios
26ª semana. Viernes

PREPARAR EL ALMA

— Las ciudades que no quisieron convertirse.

— Motivos de la penitencia. Las mortificaciones pasivas.

— Las mortificaciones voluntarias y las que nacen del cumplimiento acabado del propio deber.

I. Jesús había pasado muchas veces por las calles y plazas de las ciudades que rodean el lago de Genesaret, y fueron incontables los milagros y las bendiciones que derramó sobre sus habitantes; pero estos no se convirtieron, no supieron acoger al Mesías del que tanto habían oído hablar en la sinagoga. Por eso el Señor se queja con pena: ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que hubieran hecho penitencia... Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el Cielo? Hasta el infierno serás abatida1. Jesús había sembrado a manos llenas y no fue mucho lo que recogió en aquellos lugares. Las señales se habían multiplicado una tras otra, pero sus habitantes no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se oscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Tiro y Sidón tenían menos responsabilidad porque recibieron menos gracias.

Por eso, como dice el Espíritu Santo: si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones...2. Dios habla a los hombres de todos los tiempos. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y aldeas, y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida. Nada es tan importante. En cada momento es necesario escuchar con prontitud y docilidad esas llamadas que Cristo hace al corazón de cada uno, pues «no es la bondad de Dios la culpable de que la fe no nazca en todos los hombres, sino la disposición insuficiente de los que reciben la predicación de la palabra»3. Esta resistencia a la gracia es llamada frecuentemente en la Sagrada Escritura dureza de corazón4. El hombre suele alegar a veces dificultades intelectuales o teóricas para convertirse o dar un paso adelante en su fe, pero con frecuencia se trata en realidad de malas disposiciones en la voluntad, que se niega a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra un defecto que le impide una mayor correspondencia a lo que el Señor, que pasa a su lado, le está pidiendo.

La mortificación prepara el alma para oír al Señor y dispone la voluntad para seguirle: «si queremos ir a Dios es necesario mortificar el alma con todas sus potencias»5. Con la mortificación, nuestro corazón se convierte en tierra buena que espera la semilla para dar fruto. Igual que hace el labrador, hemos de arrancar y quemar la cizaña, las malas hierbas que tienden de continuo a crecer en el alma: la pereza, el egoísmo, la envidia, la curiosidad... Por eso, la Iglesia nos invita siempre, pero nos lo recuerda de una manera particular en este día de la semana, el viernes, a que examinemos cómo va nuestro espíritu de penitencia y de mortificación, y nos mueve a ser más generosos, imitando a Cristo en la Cruz, que se ofreció por todos los hombres. Muy relacionada con la mortificación está la alegría, que nos es tan necesaria.

II. Quien ha adoptado la firme resolución de llevar una vida cristiana, en su más plena integridad, necesita el ejercicio continuo de morir al hombre viejo con sus obras6 que permanece en cada uno, es decir, al «conjunto de malas inclinaciones que hemos heredado de Adán, la triple concupiscencia que hemos de reprimir y refrenar con el ejercicio de la mortificación»7. Por eso la mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor emendationem vitae, spatium verae paenitentiae: un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida8. A través de la Comunión de los Santos, prestamos ayuda y damos vida a otros miembros de este Cuerpo Místico, que es la Iglesia.

Encontramos principalmente tres campos de nuestra diaria mortificación en medio de nuestros quehaceres. En primer lugar, en la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan, aquellas cosas, muchas veces pequeñas, que nos son contrarias, que no son como nosotros desearíamos, o que llegan de modo inesperado o contrario a lo que habíamos previsto y que nos exigen cambiar de planes: una pequeña enfermedad que disminuye nuestra capacidad en el trabajo o en la vida de familia, los olvidos, el mal tiempo que dificulta un viaje, el exceso de tráfico..., el carácter difícil de una persona con la que hemos de realizar un trabajo común... Son aquellas cosas que no dependen de nosotros, pero que hemos de recibir como una oportunidad para amar a Dios, recibiéndolas con paz, sin permitir que nos quiten la alegría. Son pequeñeces, «pero que si no se asimilan por Amor van engendrando en el hombre una especie de nerviosismo, un ánimo desapacible y triste.

»La mayor parte de nuestros enfados no provienen de grandes contratiempos, sino de pequeñas dificultades no asimiladas. El hombre que está al anochecer preocupado, entristecido, con mal humor, con mal genio, no es, de ordinario, porque le hayan sucedido reveses graves, sino porque ha ido acumulando una serie de contratiempos mínimos que no ha sabido incorporar a una vida de amor, a una vida de acercamiento a Dios»9. Ha perdido muchas ocasiones de crecer en las virtudes. Además, cuando se reciben estas contrariedades pequeñas como una oportunidad de acercarnos al Señor, como una ocasión de bien, el alma se dispone para aceptar situaciones más difíciles, como queridas, o al menos permitidas, por el Señor para unirnos más íntimamente a Él.

Cuando Dios viene al mundo «para sanar y remediar todas nuestras rebeldías y miserias espirituales desde su raíz, destruye muchas cosas por inservibles, pero deja intacto el dolor. No lo suprime, le da un nuevo sentido. Él pudo escoger mil senderos distintos para alcanzar la Redención del género humano –que para eso viene al mundo–. Pero de hecho elige un camino: el de la Cruz. Y por esa vereda lleva a su propia Madre, María, y a José, y a los Apóstoles, y a todos los hijos de Dios.

»El Señor, que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestras almas»10. No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.

III. Otro campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontramos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con amor, requiere sacrificio. Por eso, la mortificación más grata al Señor «está en el orden, en la puntualidad, en el cuidado de los detalles, de la labor que realizamos; en el cumplimiento fiel del más pequeño deber de estado, aun cuando cueste sacrificio; en hacer lo que tenemos obligación de hacer, venciendo la tendencia a la comodidad. No perseveramos en el trabajo porque tenemos ganas, sino porque hay que hacerlo; y entonces lo hacemos con ganas y alegría»11. La madre de familia encontrará mil motivos diarios en su empeño por dar a la casa un tono amable y acogedor, y el estudiante podrá ofrecer el esfuerzo por llevar al día y con competencia sus asignaturas. El cansancio, consecuencia de haber trabajado a fondo, estando metidos de lleno en su ocupación, se convierte en una gratísima ofrenda al Señor que santifica. Pensemos hoy si somos personas que se quejan con frecuencia de su tarea, de aquella que precisamente nos ha de acercar a Dios.

El tercer campo de nuestras mortificaciones está, ordinariamente, en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor. Y entre estas, hemos de buscar aquellas que ayudan a los demás en su caminar diario. «Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia»12. El vencer, con el auxilio del Ángel Custodio, los estados de ánimo, el cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con nosotros. «El espíritu de penitencia está principalmente en aprovechar esas abundantes pequeñeces –acciones, renuncias, sacrificios, servicios...– que encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!»13.

1 Lc 10, 13-15. — 2 Heb 3, 7-8. — 3 San Gregorio Nacianceno, Oratio catechetica magna, 31. — 4 Ex 4, 21; Rom 9, 18. — 5 Santo Cura de Ars, Sermón para el miércoles de ceniza. — 6 Col 3, 9. — 7 A. Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, n. 323. — 8 Cfr. Misal Romano, Formula intentionis Misae. — 9 A. G. Dorronsoro, Tiempo para creer, Rialp, Madrid 1976, p. 142. — 10 J. Urteaga, Los defectos de los santos, pp. 222-223. — 11 San Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948. — 12 ídem, Forja, n. 149. — 13 Ibídem, n. 408.

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