domingo, 29 de agosto de 2010

Página web de Francisco Fernández Carvajal
Domingo, 29 de Agosto de 2010
Meditación diaria de Hablar con Dios
Vigésimo segundo Domingo
ciclo c

LOS PRIMEROS PUESTOS

— Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de honores.

— Medios para vivir la humildad.

— Los bienes de la humildad.

I. Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola1 que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.

Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. «¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?», nos pregunta San Juan Crisóstomo2, porque en todo hombre existe el deseo –que puede ser bueno y legítimo– de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considera como tal...

La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.

Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam3: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos4. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, «la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento»5. Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: «¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?»6. Esta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine7, dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.

II. Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. «A pesar de nuestras propias miserias personales somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor»8. Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser «instrumentos de Dios» para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos «portadores de esencias divinas de un valor inestimable». Esta visión, la más real de todas, nos lleva al agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La humildad nos aleja del complejo de inferioridad –que con frecuencia está producido por la soberbia herida–, nos hace alegres y serviciales con los demás y ambiciosos de amor de Dios: «Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor».

Para aprender a caminar en este sendero de la humildad hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.

Medio seguro para crecer en esta virtud es la sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que solo es posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.

Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. «Solo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos»9; porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; «también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno»10, y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que nunca «da su brazo a torcer», que se cree siempre poseedor de la verdad en cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y enriquecedor. Además, rectificar cuando nos hemos equivocado no es solo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.

Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra; procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...

III. Existe una falsa humildad que nos mueve a decir «que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo»11. Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: «no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los postreros, si deseamos ser los primeros»12. La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.

De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza, Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa13: en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues solo ve su propio deseo, sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.

La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo especial, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte14, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.

1 Lc 14, 1; 7-II. — 2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 65, 4. — 3 Sal 113, 1. — 4 Jn 1, 16. — 5 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 4. — 6 Ibídem. — 7 Sal 72, 23. — 8 San Josemaría Escrivá, Carta 24-III-1931. — 9 ídem, Surco, n. 274. — 10 Ibídem, n. 275. — 11 San Francisco de Sales, o. c., p. 159. — 12 Ibídem. — 13 Eclo 3, 19-21; 30-31. — 14 2 Cor 12, 10.

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Hoy, Señor, me presento ante ti con todo lo que soy y lo que tengo. Acudo a ti como persona sedienta, necesitada... porque sé que en ti encontraré respuesta. Siento que no puedo vivir con la duda todo el tiempo y que se acerca el momento de tomar una decisión. Deseo ponerme ante ti con un corazón abierto como el de María, con los ojos fijos en ti esperando que me dirijas tu Palabra. Deseo ponerme ante ti como Abraham, con el corazón lleno de tu esperanza, poniendo mi vida en tus manos. Deseo ponerme ante ti como Samuel, con los oídos y el corazón dispuestos a escuchar tu voluntad. Aquí me tienes, Señor, con un deseo profundo de conocer tus designios. Quisiera tener la seguridad de saber lo que me pides en este momento; quisiera que me hablases claramente, como a Samuel. Muchas veces vivo en la eterna duda. Vivo entre dos fuerzas opuestas que me provocan indecisión y en medio de todo no acabo de ver claro. Sácame, Señor, de esta confusión en que vivo. Quiero saber con certeza el camino que tengo que seguir. Quiero entrar dentro de mí mismo y encontrar la fuerza suficiente para darte una respuesta sin excusas, sin pretextos. Quiero perder tantos miedos que me impiden ver claro el proyecto de vida que puedas tener sobre mí. ¿Qué quieres de mí, Señor? ¡Respóndeme! ¿Quieres que sea un discípulo tuyo para anunciarte en medio de este mundo? Señor, ¿qué esperas de mí? ¿por qué yo y no otro? ¿Cómo tener la seguridad de que es este mi camino y no otro? En medio de este enjambre de dudas quiero que sepas, Señor, que haré lo que me pidas. Si me quieres para anunciar tu Reino, cuenta conmigo, Señor. Si necesitas mi colaboración para llevar a todas las personas con las que me encuentre hacia ti, cuenta conmigo, Señor. Si me llamas a ser testigo tuyo de una forma más radical como consagrado en medio de los hombres, cuenta conmigo, Señor. Y si estás con deseos de dirigir tu Palabra a mi oídos y a mi corazón, habla, Señor, que tu siervo escucha.
Su intención es notificado a los dados en la oración en la Gruta de las Apariciones

Nos vemos pronto.

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