lunes, 7 de marzo de 2011
domingo, 6 de marzo de 2011
EDIFICAR SOBRE ROCA
— La santidad consiste en llevar a cabo la voluntad de Dios, en lo grande y en lo que parece de escaso interés.
— Querer lo que Dios quiera. Abandono en Dios.
— Cumplir y amar el querer divino en lo pequeño de los días normales y en los asuntos importantes.
I. El Señor manifiesta una particular predilección por aquellos que en su vida se empeñan en cumplir en todo la voluntad de Dios, por quienes procuran que sus obras expresen las palabras y los deseos de su diálogo con Dios, que se convierte entonces en oración verdadera. Pues no todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre..., declara Jesús en el Evangelio de la Misa1. En aquella ocasión hablaba ante muchos que habían convertido la plegaria en un mero recitar palabras y fórmulas, que en nada influían luego en su conducta hipócrita y llena de malicia. No debe ser así nuestro diálogo con Cristo: «Ha de ser tu oración la del hijo de Dios; no la de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquellas palabras: “no todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos”.
»Tu oración, tu clamar, “¡Señor!, ¡Señor!” ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios»2.
Ni siquiera bastaría realizar prodigios y obras portentosas, como profetizar en su nombre o arrojar demonios –si esto fuera posible sin contar con Él–, si no procuramos llevar a cabo su amable voluntad; vanos serían los sacrificios más grandes, inútil sería nuestra carrera. Por el contrario, la Sagrada Escritura nos muestra cómo Dios ama y bendice a quien busca identificarse en todo con el querer divino: he hallado a David, hijo de Jesé, varón según mi corazón, que cumplirá en todo mi voluntad3. Y San Juan escribe: El mundo pasa, también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre4. Jesús mismo declara que su alimento es hacer la voluntad del Padre y dar cumplimiento a su obra5. Esto es lo que importa, en eso consiste la santidad en medio de nuestros deberes, «en hacer Su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos»6, en desprendernos más y más de nuestros intereses y egoísmos y en hacernos uno con aquello que Dios ha dispuesto para nosotros.
El camino que conduce al Cielo y a la felicidad aquí en la tierra «es la obediencia a la voluntad divina, no el repetir su nombre»7. La oración ha de ir acompañada de las obras, del deseo firmísimo de llevar a cabo el querer de Dios que se nos manifiesta de formas tan diversas. «Recia cosa sería –exclama Santa Teresa– que Dios nos estuviese diciendo claramente que fuésemos a alguna cosa que le importa, y no quisiésemos, porque estamos más a nuestro placer»8, a nuestros deseos. ¡Qué pena si el Señor deseara llevarnos por un camino y nosotros nos empeñáramos en ir por otro! Cumplir la voluntad de Dios: he aquí un programa para llenar toda una vida.
«Habrás pensado alguna vez, con santa envidia, en el Apóstol adolescente, Juan, “quem diligebat Iesu” —al que amaba Jesús.
»—¿No te gustaría que te llamaran “el que ama la Voluntad de Dios”? Pon los medios»9. Estos medios consistirán normalmente en cumplir los pequeños deberes de la jornada, en preguntarnos a lo largo del día: ¿hago en este momento lo que debo hacer?10, aceptar las contrariedades que se presentan en la vida normal, luchar decididamente en aquellos consejos que hemos recibido en la dirección espiritual, rectificar la intención cuantas veces sea necesario, pues la tendencia de todo hombre es hacer su propia voluntad, lo que le apetece, lo que le resulta más cómodo y agradable.
¡Señor, yo solo quiero hacer lo que quieras Tú, y del modo que lo desees! No quiero hacer mi voluntad, mis pobres caprichos, sino la tuya. Querría, Señor, que mi vida fuera solo eso: cumplir tu voluntad en todo, poder decir como Tú, en lo grande y en lo pequeño: mi alimento, lo que da sentido a mi vida, es hacer la voluntad de mi Padre Dios.
II. El empeño por buscar en todo la gloria de Dios nos da una particular fortaleza contra las dificultades y tribulaciones que hayamos de padecer: enfermedad, calumnias, apuros económicos...
En el mismo Evangelio de la Misa nos habla Cristo de dos casas, construidas al mismo tiempo y de apariencia semejante. Se puso de manifiesto la gran diferencia que existía entre ambas cuando llegó la prueba: las lluvias, las riadas y los fuertes vientos. Una de ellas se mantuvo firme, porque tenía buenos cimientos; la otra se vino abajo porque fue construida sobre arena: su ruina fue completa. Al que levantó la primera edificación, la que permaneció en pie, le llama el Señor hombre sabio, prudente; al constructor de la segunda, hombre necio.
La primera de las casas resistió bien los embates del invierno, no por la belleza de los adornos, ni siquiera por tener buena techumbre, sino gracias a sus cimientos de roca. Aquella casa perduró en el tiempo, sirvió de refugio a su dueño y fue modelo de buena construcción. Así es quien edifica su vida sobre el deseo llevado a la práctica de cumplir la voluntad de Dios en lo pequeño de cada día, en los asuntos importantes y, si llegan, en las contrariedades grandes. Por eso hemos visto a enfermos, debilitados en el cuerpo por la enfermedad, pero con una voluntad fuerte y un amor grande, llevando con alegría sus dolores, porque veían, por encima de su enfermedad, la mano de un Dios providente, que siempre bendice a quienes le aman, pero de formas bien diferentes. Y quien siente la difamación y la calumnia...; o el que padece la ruina económica y ve cómo sufren los suyos...; o la muerte de un ser querido cuando estaba aún en la plenitud de la vida...; o aquel que sufre la discriminación en su trabajo a causa de sus creencias religiosas... La casa –la vida del cristiano que sigue con hechos a Cristo– no se viene abajo porque está edificada sobre el más completo abandono en la voluntad de su Padre Dios. Abandono que no le impedirá la defensa justa cuando sea necesaria, exigir los derechos laborales que le correspondan o poner los medios para sanar de esa enfermedad. Pero lo llevará a cabo con serenidad, sin agobios y sin amargura ni rencores.
En nuestra oración de hoy le decimos al Señor que queremos abandonarnos en sus manos; allí nos encontramos seguros: «No desees nada para ti, ni bueno ni malo: quiere solamente, para ti, lo que Dios quiera. Junto al Señor se vuelve dulce lo amargo y suave lo áspero.
»Jesús, en tus brazos confiadamente me pongo, escondida mi cabeza en tu pecho amoroso, pegado mi corazón a tu Corazón: quiero, en todo, lo que Tú quieras»11. ¡Solo lo que Tú quieras, Señor! ¡No deseo más!
III. Para permanecer firmes en los momentos difíciles, tenemos necesidad de aceptar con buena cara en los tiempos de bonanza las pequeñas contrariedades que surgen en el trabajo, en la familia..., en todo el entramado de la vida corriente, y cumplir con fidelidad y abnegación los propios deberes de estado: el estudio, el cuidado de la familia... Así se ahonda en los cimientos y se fortalece toda la construcción. La fidelidad en lo pequeño, que apenas se advierte, nos permite la fidelidad en lo grande12, ser fuertes en los momentos decisivos.
Si somos fieles en el cumplimiento del querer divino en lo pequeño (en esos deberes diarios, en los consejos recibidos en la dirección espiritual, en la aceptación de las contradicciones que surgen en un día normal...), tendremos el hábito de ver la mano de Dios providente en todas las cosas: en la salud y en la enfermedad, en la sequedad de la oración y en la consolación, en la calma y en la tentación, en el trabajo y en el descanso...; y esto nos llenará de paz; y sabremos dejar a un lado con más facilidad los respetos humanos, porque lo que nos importa de verdad es hacer aquello que el Señor quiere que hagamos, y esto nos da una gran libertad para actuar siempre de cara a Dios13, para ser audaces en el apostolado, para hablar abiertamente de Dios.
Esa fidelidad en las cosas más pequeñas, por amor a Dios, «viendo en ellas, no su pequeñez en sí misma, lo cual es propio de espíritus mezquinos, sino eso tan grande como es la voluntad de Dios, que debemos respetar con grandeza, aun en las cosas pequeñas»14.
Un fundamento recio y fuerte puede servir también de cimentación a otras edificaciones más débiles: no se queda nunca solo. Nuestra vida interior, cuajada de oración y de realidades, puede servir a otros muchos, que encontrarán la fortaleza necesaria cuando flaqueen sus fuerzas, porque las dificultades y tribulaciones sean duras y difíciles de llevar.
No nos separemos en ningún momento de Jesús. «Cuando te veas atribulado..., y también a la hora del triunfo, repite: Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!»15. Y con Él, cumpliendo lo que para nuestro bien nos va señalando, llegaremos hasta el final de nuestro camino, donde le contemplaremos cara a cara. Y junto a Jesús encontraremos a su Madre María, que es también Madre nuestra, a la que acudimos al terminar este rato de oración para que nuestro diálogo con Jesús no sea nunca un clamor vacío, y para que nos conceda tener un único empeño en la vida: cumplir la voluntad santísima de su Hijo en todas las cosas. «Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!».
1 Mt 7, 21-27. — 2 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 358. — 3 Cfr. Hech 13, 22. — 4 1 Jn 2, 17. — 5 Cfr. Jn 4, 34. — 6 Santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos, en Obras completas, Monte Carmelo, 5ª ed., Burgos 1980. — 7 San Hilario de Poitiers, en Catena Aurea, vol. I, p. 449. — 8 Santa Teresa de Jesús, Fundaciones, 5, 5. — 9 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 422. — 10 Cfr. ídem, Camino, n. 772. — 11 ídem, Forja, n. 42 y n. 529 — 12 Cfr. Lc 16-20. — 13 Cfr. V. Lehodey, El santo abandono, Casals, 4ª ed., Barcelona 1951, p. 657. — 14 J. Tissot, La vida interior, Herder, 16ª ed., Barcelona 1964, p. 261. — 15 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 654.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
— La santidad consiste en llevar a cabo la voluntad de Dios, en lo grande y en lo que parece de escaso interés.
— Querer lo que Dios quiera. Abandono en Dios.
— Cumplir y amar el querer divino en lo pequeño de los días normales y en los asuntos importantes.
I. El Señor manifiesta una particular predilección por aquellos que en su vida se empeñan en cumplir en todo la voluntad de Dios, por quienes procuran que sus obras expresen las palabras y los deseos de su diálogo con Dios, que se convierte entonces en oración verdadera. Pues no todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre..., declara Jesús en el Evangelio de la Misa1. En aquella ocasión hablaba ante muchos que habían convertido la plegaria en un mero recitar palabras y fórmulas, que en nada influían luego en su conducta hipócrita y llena de malicia. No debe ser así nuestro diálogo con Cristo: «Ha de ser tu oración la del hijo de Dios; no la de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquellas palabras: “no todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos”.
»Tu oración, tu clamar, “¡Señor!, ¡Señor!” ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios»2.
Ni siquiera bastaría realizar prodigios y obras portentosas, como profetizar en su nombre o arrojar demonios –si esto fuera posible sin contar con Él–, si no procuramos llevar a cabo su amable voluntad; vanos serían los sacrificios más grandes, inútil sería nuestra carrera. Por el contrario, la Sagrada Escritura nos muestra cómo Dios ama y bendice a quien busca identificarse en todo con el querer divino: he hallado a David, hijo de Jesé, varón según mi corazón, que cumplirá en todo mi voluntad3. Y San Juan escribe: El mundo pasa, también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre4. Jesús mismo declara que su alimento es hacer la voluntad del Padre y dar cumplimiento a su obra5. Esto es lo que importa, en eso consiste la santidad en medio de nuestros deberes, «en hacer Su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos»6, en desprendernos más y más de nuestros intereses y egoísmos y en hacernos uno con aquello que Dios ha dispuesto para nosotros.
El camino que conduce al Cielo y a la felicidad aquí en la tierra «es la obediencia a la voluntad divina, no el repetir su nombre»7. La oración ha de ir acompañada de las obras, del deseo firmísimo de llevar a cabo el querer de Dios que se nos manifiesta de formas tan diversas. «Recia cosa sería –exclama Santa Teresa– que Dios nos estuviese diciendo claramente que fuésemos a alguna cosa que le importa, y no quisiésemos, porque estamos más a nuestro placer»8, a nuestros deseos. ¡Qué pena si el Señor deseara llevarnos por un camino y nosotros nos empeñáramos en ir por otro! Cumplir la voluntad de Dios: he aquí un programa para llenar toda una vida.
«Habrás pensado alguna vez, con santa envidia, en el Apóstol adolescente, Juan, “quem diligebat Iesu” —al que amaba Jesús.
»—¿No te gustaría que te llamaran “el que ama la Voluntad de Dios”? Pon los medios»9. Estos medios consistirán normalmente en cumplir los pequeños deberes de la jornada, en preguntarnos a lo largo del día: ¿hago en este momento lo que debo hacer?10, aceptar las contrariedades que se presentan en la vida normal, luchar decididamente en aquellos consejos que hemos recibido en la dirección espiritual, rectificar la intención cuantas veces sea necesario, pues la tendencia de todo hombre es hacer su propia voluntad, lo que le apetece, lo que le resulta más cómodo y agradable.
¡Señor, yo solo quiero hacer lo que quieras Tú, y del modo que lo desees! No quiero hacer mi voluntad, mis pobres caprichos, sino la tuya. Querría, Señor, que mi vida fuera solo eso: cumplir tu voluntad en todo, poder decir como Tú, en lo grande y en lo pequeño: mi alimento, lo que da sentido a mi vida, es hacer la voluntad de mi Padre Dios.
II. El empeño por buscar en todo la gloria de Dios nos da una particular fortaleza contra las dificultades y tribulaciones que hayamos de padecer: enfermedad, calumnias, apuros económicos...
En el mismo Evangelio de la Misa nos habla Cristo de dos casas, construidas al mismo tiempo y de apariencia semejante. Se puso de manifiesto la gran diferencia que existía entre ambas cuando llegó la prueba: las lluvias, las riadas y los fuertes vientos. Una de ellas se mantuvo firme, porque tenía buenos cimientos; la otra se vino abajo porque fue construida sobre arena: su ruina fue completa. Al que levantó la primera edificación, la que permaneció en pie, le llama el Señor hombre sabio, prudente; al constructor de la segunda, hombre necio.
La primera de las casas resistió bien los embates del invierno, no por la belleza de los adornos, ni siquiera por tener buena techumbre, sino gracias a sus cimientos de roca. Aquella casa perduró en el tiempo, sirvió de refugio a su dueño y fue modelo de buena construcción. Así es quien edifica su vida sobre el deseo llevado a la práctica de cumplir la voluntad de Dios en lo pequeño de cada día, en los asuntos importantes y, si llegan, en las contrariedades grandes. Por eso hemos visto a enfermos, debilitados en el cuerpo por la enfermedad, pero con una voluntad fuerte y un amor grande, llevando con alegría sus dolores, porque veían, por encima de su enfermedad, la mano de un Dios providente, que siempre bendice a quienes le aman, pero de formas bien diferentes. Y quien siente la difamación y la calumnia...; o el que padece la ruina económica y ve cómo sufren los suyos...; o la muerte de un ser querido cuando estaba aún en la plenitud de la vida...; o aquel que sufre la discriminación en su trabajo a causa de sus creencias religiosas... La casa –la vida del cristiano que sigue con hechos a Cristo– no se viene abajo porque está edificada sobre el más completo abandono en la voluntad de su Padre Dios. Abandono que no le impedirá la defensa justa cuando sea necesaria, exigir los derechos laborales que le correspondan o poner los medios para sanar de esa enfermedad. Pero lo llevará a cabo con serenidad, sin agobios y sin amargura ni rencores.
En nuestra oración de hoy le decimos al Señor que queremos abandonarnos en sus manos; allí nos encontramos seguros: «No desees nada para ti, ni bueno ni malo: quiere solamente, para ti, lo que Dios quiera. Junto al Señor se vuelve dulce lo amargo y suave lo áspero.
»Jesús, en tus brazos confiadamente me pongo, escondida mi cabeza en tu pecho amoroso, pegado mi corazón a tu Corazón: quiero, en todo, lo que Tú quieras»11. ¡Solo lo que Tú quieras, Señor! ¡No deseo más!
III. Para permanecer firmes en los momentos difíciles, tenemos necesidad de aceptar con buena cara en los tiempos de bonanza las pequeñas contrariedades que surgen en el trabajo, en la familia..., en todo el entramado de la vida corriente, y cumplir con fidelidad y abnegación los propios deberes de estado: el estudio, el cuidado de la familia... Así se ahonda en los cimientos y se fortalece toda la construcción. La fidelidad en lo pequeño, que apenas se advierte, nos permite la fidelidad en lo grande12, ser fuertes en los momentos decisivos.
Si somos fieles en el cumplimiento del querer divino en lo pequeño (en esos deberes diarios, en los consejos recibidos en la dirección espiritual, en la aceptación de las contradicciones que surgen en un día normal...), tendremos el hábito de ver la mano de Dios providente en todas las cosas: en la salud y en la enfermedad, en la sequedad de la oración y en la consolación, en la calma y en la tentación, en el trabajo y en el descanso...; y esto nos llenará de paz; y sabremos dejar a un lado con más facilidad los respetos humanos, porque lo que nos importa de verdad es hacer aquello que el Señor quiere que hagamos, y esto nos da una gran libertad para actuar siempre de cara a Dios13, para ser audaces en el apostolado, para hablar abiertamente de Dios.
Esa fidelidad en las cosas más pequeñas, por amor a Dios, «viendo en ellas, no su pequeñez en sí misma, lo cual es propio de espíritus mezquinos, sino eso tan grande como es la voluntad de Dios, que debemos respetar con grandeza, aun en las cosas pequeñas»14.
Un fundamento recio y fuerte puede servir también de cimentación a otras edificaciones más débiles: no se queda nunca solo. Nuestra vida interior, cuajada de oración y de realidades, puede servir a otros muchos, que encontrarán la fortaleza necesaria cuando flaqueen sus fuerzas, porque las dificultades y tribulaciones sean duras y difíciles de llevar.
No nos separemos en ningún momento de Jesús. «Cuando te veas atribulado..., y también a la hora del triunfo, repite: Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!»15. Y con Él, cumpliendo lo que para nuestro bien nos va señalando, llegaremos hasta el final de nuestro camino, donde le contemplaremos cara a cara. Y junto a Jesús encontraremos a su Madre María, que es también Madre nuestra, a la que acudimos al terminar este rato de oración para que nuestro diálogo con Jesús no sea nunca un clamor vacío, y para que nos conceda tener un único empeño en la vida: cumplir la voluntad santísima de su Hijo en todas las cosas. «Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!».
1 Mt 7, 21-27. — 2 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 358. — 3 Cfr. Hech 13, 22. — 4 1 Jn 2, 17. — 5 Cfr. Jn 4, 34. — 6 Santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos, en Obras completas, Monte Carmelo, 5ª ed., Burgos 1980. — 7 San Hilario de Poitiers, en Catena Aurea, vol. I, p. 449. — 8 Santa Teresa de Jesús, Fundaciones, 5, 5. — 9 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 422. — 10 Cfr. ídem, Camino, n. 772. — 11 ídem, Forja, n. 42 y n. 529 — 12 Cfr. Lc 16-20. — 13 Cfr. V. Lehodey, El santo abandono, Casals, 4ª ed., Barcelona 1951, p. 657. — 14 J. Tissot, La vida interior, Herder, 16ª ed., Barcelona 1964, p. 261. — 15 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 654.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
La epopeya de un vietnamita
Un gigante de la fe, un héroe de la libertad, un ejemplo de fidelidad, el cardenal Francois Xavier Nguyen Van Thuan testimonia la estatura de quien sigue el Evangelio hasta las últimas consecuencias.
por Miguel Zanzucchi
Dispuesto a martirio por la fe Lo recuerdo en Lourdes, inclinado ante la gruta de Bernardette, una figura frágil que, sin embargo, trasmitía fortaleza. Absorto en oración, como si en torno a él no hubiera nada ni nadie: jóvenes, cirios, cantos marianos. Después se presentó, invitó a sus interlocutores a sentarse en un banco y, durante un par de horas, fue repasando las peripecias que le tocó vivir. Una aventura sorprendente. Estábamos en 1991, y hacía poco que lo habían dejado en libertad.
Una familia de mártires
Francois Xavier Nguyen Van Thuan nació el 17 de abril de 1928, en Hué, una pequeña ciudad en la región central de Vietnam. Provenía de una familia de mártires: en 1885 todos los habitantes de la aldea de su madre habían sido quemados vivos en la parroquia. Sólo su abuelo se había salvado. A su vez, los antepasados paternos habían sido víctimas de numerosas persecuciones entre 1698 y 1885.
Los Van Thuan vivían en un ambiente de fe inconmovible. Su abuela, por ejemplo, todas las noches, después de las oraciones de la familia, decía un rosario por los sacerdotes. Su madre, Elizabeth, lo había educado cristianamente desde que tiene memoria. Cada noche le narraba las historias de la Biblia y el testimonio de los mártires. El día que su hijo fue arrestado siguió rezando para que permaneciera fiel a la Iglesia, perdonando a los verdugos.
Consagración a Dios Van Thuan fue ordenado sacerdote el 11 de junio de 1953. Luego de los estudios en Roma volvió a Vietnam como profesor y luego rector del seminario, vicario general y, finalmente, desde el 3 de abril de 1967, obispo de Nha Trang. Muy activo, fue también muy amado: en apenas ocho años los seminaristas mayores pasaron de 42 a 147, y los menores de 200 a 500. La médula de su acción era la enseñanza del Vaticano II, tanto que eligió como lema episcopal “Gaudium et spes”, el testimonio cristiano en el mundo contemporáneo. De allí que se dedicara con todas sus fuerzas a reforzar la presencia de los laicos y los jóvenes en la Iglesia.
El 24 de abril de 1975, pocos días antes de que el régimen comunista se hiciera del poder, Pablo VI lo nombró arzobispo coadjutor de Saigón (Hochiminh Ville). Pocas semanas después era arrestado y luego encarcelado. Una larguísima noche que duró trece años, sin juicio ni sentencia, nueve de los cuales los pasó incomunicado. Salió el 21 de noviembre de 1988.
Con el Evangelio y sin libertad El complot
Apenas el régimen comunista llegó a Saigón se lo acusó de que su nombramiento formaba parte de un “complot entre el Vaticano y los imperialistas”. Después de tres meses de escaramuzas y tensiones fue convocado al palacio presidencial, de donde salió con las manos esposadas. Eran las dos de la tarde del 15 de agosto de 1975: vestía la sotana y tenía un rosario en el bolsillo.
A pesar de la situación de extrema precariedad en que se encontró, no se dejó vencer por la resignación ni el desaliento. Es más, trató de vivir la prisión “colmándola de amor” como contaría más tarde. Fue así como, en octubre de 1975, comenzó a redactar una serie de mensajes para la comunidad cristiana, gracias a un católico muy joven, niño de 7 años, Quang, que a su pedido le llevaba a escondidas recortes de papel. El obispo se los devolvía escritos y en casa los hermanos y hermanas se encargaban de copiar y distribuir. De estos breves mensajes nació un libro, “El camino de la esperanza”.
Algo semejante ocurrió en 1980, cuando vivió en reclusión domiciliaria en la residencia obligatoria en Giangxá: siempre de noche, y en secreto, escribió “La esperanza no defrauda”, y luego un tercer libro: “Los peregrinos del camino de la esperanza”. Más adelante le tocó vivir momentos dramáticos, como un viaje en barco con 1.500 prisioneros famélicos y desesperados.
Por el testimonio eficaz en toda situación De allí en más quedaría incomunicado y vigilado día y noche por dos guardias. Juntando cualquier trozo de papel que llegara a sus manos se creó una minúscula Biblia personal, en la que transcribió más de 300 frases del Evangelio que recordaba de memoria. Fue su tesoro más preciado. Pero el momento central de su jornada era la celebración de la eucaristía con: tres gotas de vino y una de agua en la palma de la mano...
Antes de ese período de aislamiento, por más que bajo arresto, había logrado crear pequeñas comunidades cristianas que se encontraban para orar y celebrar la eucaristía y, cuando era posible, organizar noches de adoración ante el Santísimo, guardado en el papel de los atados de cigarrillos.
Sus guardias y la cruz
Su insólita actitud de respeto y atención ante los guardias encargados de controlarlo creó con ellos una relación tal que llegaron a pedirle lecciones de idiomas extranjeros. Cuando más tarde, en la cárcel de Vinh Quang, quiso recortar una madera en forma de cruz, el guardia se asumió el grave riesgo de concedérselo. En otra cárcel, siempre por su actitud de amor, obtuvo que le permitieran hacerse una cadenita para el crucifijo con trozos de cable, y ponérsela al cuello bajo la ropa. Esa cruz fue la que siguió llevando una vez nombrado cardenal.
Libertad y de nuevo Roma La libertad llegó de improviso. Cuando el ministro del Interior le preguntó si quería expresar algún deseo, contestó: “Ya he estado preso el tiempo suficiente, bajo tres pontífices, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, y bajo cuatro secretarios generales del partido comunista soviético, Breznev, Andropov, Chernenko y Gorbachov. Déjenme libre ya mismo”.
La libertad
Llegaron entonces los años de libertad en Occidente, pero exiliado de su país. En el Vaticano se advirtió enseguida su presencia, tan discreta como evidente. En 1992 era nombrado miembro de la Comisión católica internacional para las migraciones. En 1992 se lo designaba vicepresidente del Consejo Pontificio de Justicia y Paz, del cual fue presidente a partir de 1998. Cardenal en el Consistorio del 21 de febrero de 2001, fue miembro de otras congregaciones y consejos.
Ejercicios espirituales a Juan Pablo II En el 2000 llega un momento conmovedor, llamado a predicar los ejercicios espirituales de cuaresma a Juan Pablo II y la curia romana, el Papa, que lo había invitado a dar su testimonio, al concluir comentó: “El mismo ha sido testigo de la cruz en los largos años de cárcel en Vietnam, nos ha contado frecuentemente hechos y episodios de su sufrido encarcelamiento. Nos ha confirmado en la certeza de que, cuando todo se derrumba a nuestro alrededor, y quizás también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo indefectiblemente nuestro sostén”.
En estos mismos ejercicios se destacó con fuerza su visión eclesial, fuertemente vinculada a la idea de iglesia-comunión. “Lamentablemente no pocas veces falta la plena comunión en la iglesia –decía–. Esto es, en cierto sentido, peor que la persecución nazi o comunista, ya que se trata de un ataque a la iglesia que no viene de afuera, sino de adentro. Cuando falta la comunión en el seno de la Iglesia se difunden células cancerosas”.
Van Thuan tenía una particular sensibilidad ante los problemas sociales, económicos y de la justicia. Al respecto se recuerda su reciente diálogo, muy animado, con Bill Gates.
Un gigante de la fe, un héroe de la libertad, un ejemplo de fidelidad, el cardenal Francois Xavier Nguyen Van Thuan testimonia la estatura de quien sigue el Evangelio hasta las últimas consecuencias.
por Miguel Zanzucchi
Dispuesto a martirio por la fe Lo recuerdo en Lourdes, inclinado ante la gruta de Bernardette, una figura frágil que, sin embargo, trasmitía fortaleza. Absorto en oración, como si en torno a él no hubiera nada ni nadie: jóvenes, cirios, cantos marianos. Después se presentó, invitó a sus interlocutores a sentarse en un banco y, durante un par de horas, fue repasando las peripecias que le tocó vivir. Una aventura sorprendente. Estábamos en 1991, y hacía poco que lo habían dejado en libertad.
Una familia de mártires
Francois Xavier Nguyen Van Thuan nació el 17 de abril de 1928, en Hué, una pequeña ciudad en la región central de Vietnam. Provenía de una familia de mártires: en 1885 todos los habitantes de la aldea de su madre habían sido quemados vivos en la parroquia. Sólo su abuelo se había salvado. A su vez, los antepasados paternos habían sido víctimas de numerosas persecuciones entre 1698 y 1885.
Los Van Thuan vivían en un ambiente de fe inconmovible. Su abuela, por ejemplo, todas las noches, después de las oraciones de la familia, decía un rosario por los sacerdotes. Su madre, Elizabeth, lo había educado cristianamente desde que tiene memoria. Cada noche le narraba las historias de la Biblia y el testimonio de los mártires. El día que su hijo fue arrestado siguió rezando para que permaneciera fiel a la Iglesia, perdonando a los verdugos.
Consagración a Dios Van Thuan fue ordenado sacerdote el 11 de junio de 1953. Luego de los estudios en Roma volvió a Vietnam como profesor y luego rector del seminario, vicario general y, finalmente, desde el 3 de abril de 1967, obispo de Nha Trang. Muy activo, fue también muy amado: en apenas ocho años los seminaristas mayores pasaron de 42 a 147, y los menores de 200 a 500. La médula de su acción era la enseñanza del Vaticano II, tanto que eligió como lema episcopal “Gaudium et spes”, el testimonio cristiano en el mundo contemporáneo. De allí que se dedicara con todas sus fuerzas a reforzar la presencia de los laicos y los jóvenes en la Iglesia.
El 24 de abril de 1975, pocos días antes de que el régimen comunista se hiciera del poder, Pablo VI lo nombró arzobispo coadjutor de Saigón (Hochiminh Ville). Pocas semanas después era arrestado y luego encarcelado. Una larguísima noche que duró trece años, sin juicio ni sentencia, nueve de los cuales los pasó incomunicado. Salió el 21 de noviembre de 1988.
Con el Evangelio y sin libertad El complot
Apenas el régimen comunista llegó a Saigón se lo acusó de que su nombramiento formaba parte de un “complot entre el Vaticano y los imperialistas”. Después de tres meses de escaramuzas y tensiones fue convocado al palacio presidencial, de donde salió con las manos esposadas. Eran las dos de la tarde del 15 de agosto de 1975: vestía la sotana y tenía un rosario en el bolsillo.
A pesar de la situación de extrema precariedad en que se encontró, no se dejó vencer por la resignación ni el desaliento. Es más, trató de vivir la prisión “colmándola de amor” como contaría más tarde. Fue así como, en octubre de 1975, comenzó a redactar una serie de mensajes para la comunidad cristiana, gracias a un católico muy joven, niño de 7 años, Quang, que a su pedido le llevaba a escondidas recortes de papel. El obispo se los devolvía escritos y en casa los hermanos y hermanas se encargaban de copiar y distribuir. De estos breves mensajes nació un libro, “El camino de la esperanza”.
Algo semejante ocurrió en 1980, cuando vivió en reclusión domiciliaria en la residencia obligatoria en Giangxá: siempre de noche, y en secreto, escribió “La esperanza no defrauda”, y luego un tercer libro: “Los peregrinos del camino de la esperanza”. Más adelante le tocó vivir momentos dramáticos, como un viaje en barco con 1.500 prisioneros famélicos y desesperados.
Por el testimonio eficaz en toda situación De allí en más quedaría incomunicado y vigilado día y noche por dos guardias. Juntando cualquier trozo de papel que llegara a sus manos se creó una minúscula Biblia personal, en la que transcribió más de 300 frases del Evangelio que recordaba de memoria. Fue su tesoro más preciado. Pero el momento central de su jornada era la celebración de la eucaristía con: tres gotas de vino y una de agua en la palma de la mano...
Antes de ese período de aislamiento, por más que bajo arresto, había logrado crear pequeñas comunidades cristianas que se encontraban para orar y celebrar la eucaristía y, cuando era posible, organizar noches de adoración ante el Santísimo, guardado en el papel de los atados de cigarrillos.
Sus guardias y la cruz
Su insólita actitud de respeto y atención ante los guardias encargados de controlarlo creó con ellos una relación tal que llegaron a pedirle lecciones de idiomas extranjeros. Cuando más tarde, en la cárcel de Vinh Quang, quiso recortar una madera en forma de cruz, el guardia se asumió el grave riesgo de concedérselo. En otra cárcel, siempre por su actitud de amor, obtuvo que le permitieran hacerse una cadenita para el crucifijo con trozos de cable, y ponérsela al cuello bajo la ropa. Esa cruz fue la que siguió llevando una vez nombrado cardenal.
Libertad y de nuevo Roma La libertad llegó de improviso. Cuando el ministro del Interior le preguntó si quería expresar algún deseo, contestó: “Ya he estado preso el tiempo suficiente, bajo tres pontífices, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, y bajo cuatro secretarios generales del partido comunista soviético, Breznev, Andropov, Chernenko y Gorbachov. Déjenme libre ya mismo”.
La libertad
Llegaron entonces los años de libertad en Occidente, pero exiliado de su país. En el Vaticano se advirtió enseguida su presencia, tan discreta como evidente. En 1992 era nombrado miembro de la Comisión católica internacional para las migraciones. En 1992 se lo designaba vicepresidente del Consejo Pontificio de Justicia y Paz, del cual fue presidente a partir de 1998. Cardenal en el Consistorio del 21 de febrero de 2001, fue miembro de otras congregaciones y consejos.
Ejercicios espirituales a Juan Pablo II En el 2000 llega un momento conmovedor, llamado a predicar los ejercicios espirituales de cuaresma a Juan Pablo II y la curia romana, el Papa, que lo había invitado a dar su testimonio, al concluir comentó: “El mismo ha sido testigo de la cruz en los largos años de cárcel en Vietnam, nos ha contado frecuentemente hechos y episodios de su sufrido encarcelamiento. Nos ha confirmado en la certeza de que, cuando todo se derrumba a nuestro alrededor, y quizás también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo indefectiblemente nuestro sostén”.
En estos mismos ejercicios se destacó con fuerza su visión eclesial, fuertemente vinculada a la idea de iglesia-comunión. “Lamentablemente no pocas veces falta la plena comunión en la iglesia –decía–. Esto es, en cierto sentido, peor que la persecución nazi o comunista, ya que se trata de un ataque a la iglesia que no viene de afuera, sino de adentro. Cuando falta la comunión en el seno de la Iglesia se difunden células cancerosas”.
Van Thuan tenía una particular sensibilidad ante los problemas sociales, económicos y de la justicia. Al respecto se recuerda su reciente diálogo, muy animado, con Bill Gates.
sábado, 5 de marzo de 2011
viernes, 4 de marzo de 2011
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