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domingo, 13 de febrero de 2011

"No he venido a abolir la Ley y los profetas, sino a darle plenitud"

Vivimos un momento histórico de vacío de valores. El sociólogo francés Giles Lipovestky le llama la “era del vacío”. Pero no solo es vacío lo que existe sino también “desorden establecido a nivel planetario”, solidario con la injusticia y la muerte, que ha dejado en la cuneta de la vida a millones de personas y amenaza con dejar aún más víctimas.

Pero tanto los seguidores de Jesús, como toda persona creyente o no creyente que vive en este mundo, tiene una referencia de valores en las palabras y obras de Jesús de Nazaret para llenar ese vacío y tratar de poner fin a ese desorden. Los cristianos tenemos que tener coraje para presentar en nuestra sociedad los valores de Jesús en toda su riqueza. Y con otros colectivos creyentes o no creyentes ir poniendo los cimientos y los pilares de un mundo nuevo.

La lectura continuada en estos primeros domingos del año del Evangelio de San Mateo (Caps. 5,6 y 7: el “sermón de la montaña”) es una ocasión de oro para que la comunidad pueda profundizar en los valores de Jesús, vivirlos personal y comunitariamente y compartirlos en su entorno para ayudar a construir lo que el Obispo Casaldáliga ha definido como la “altermundialidad”, esa nueva sociedad u otro mundo posible donde resplandezcan la libertad, la igualdad, la apertura al otro, el amor solidario y la austeridad solidaria. Esa nueva sociedad en la que se realicen plenamente los Derechos Humanos.

Fr. Manuel Sordo O.P.
Casa del Stmo. Cristo de la Victoria (Vigo)

Homilías - Predicación - Orden de Predicadores

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Sexto Domingo
ciclo A

FIRMES EN LA FE

— El depósito de la fe. Un tesoro que recibe cada generación de manos de la Iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad.

— Evitar todo lo que atenta a la virtud de la fe.

— Prudencia en las lecturas.

I. Nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa1 que Él no viene a destruir la Antigua Ley, sino a darle su plenitud; restaura, perfecciona y eleva a un orden más alto los preceptos del Antiguo Testamento. La doctrina de Jesús tiene un valor perenne para los hombres de todos los tiempos y es «fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta»2. Es un tesoro que cada generación recibe de manos de la Iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad. «Al adherirnos a la fe que la Iglesia nos propone, nos ponemos en comunicación directa con los Apóstoles (...); y mediante ellos, con Jesucristo, nuestro primer y único Maestro; acudimos a su escuela, anulamos la distancia de los siglos que nos separan de ellos»3. Gracias a este Magisterio vivo, podemos decir –en cierto modo– que el mundo entero ha recibido su doctrina y se ha convertido en Galilea: toda la tierra es Jericó y Cafarnaún, la humanidad está a la orilla del lago de Genesaret4.

La guarda fiel de las verdades de la fe es requisito para la salvación de los hombres. ¿Qué otra verdad puede salvar si no es la verdad de Cristo? ¿Qué «nueva verdad» puede tener interés –aunque fuera la del más sabio de los hombres– si se aleja de la enseñanza del Maestro? ¿Quién se atreverá a interpretar a su gusto, cambiar o acomodar la Palabra divina? Por eso, el Señor nos advierte hoy: el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el reino de los Cielos.

San Pablo exhortaba de esta manera a Timoteo: Guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan, extraviándose de la fe5. Con esta expresión –depósito– la Iglesia sigue designando al conjunto de verdades que recibió del mismo Cristo y que ha de conservar hasta el final de los tiempos.

La verdad de la fe «no cambia con el tiempo, no se desgasta a través de la historia; podrá admitir, y aun exigir, una vitalidad pedagógica y pastoral propia del lenguaje, y describir así una línea de desarrollo, con tal que, según la conocidísima sentencia tradicional de San Vicente de Lérins (...): quod ubique, quod semper, quod ab omnibus: “lo que en todas partes, lo que siempre, lo que por todos” se ha creído, eso debe mantenerse como formando parte del depósito de la fe (...). Esta fijeza dogmática defiende el patrimonio auténtico de la religión católica. El Credo no cambia, no envejece, no se deshace»6. Es la columna firme en la que no podemos ceder, ni siquiera en lo pequeño, aunque por temperamento estemos inclinados a transigir: «Te molesta herir, crear divisiones, demostrar intolerancias..., y vas transigiendo en posturas y puntos –¡no son graves, me aseguras!–, que traen consecuencias nefastas para tantos.

»Perdona mi sinceridad: con ese modo de actuar, caes en la intolerancia –que tanto te molesta– más necia y perjudicial: la de impedir que la verdad sea proclamada»7. Y anunciar la verdad es frecuentemente el mayor bien que podemos hacer a quienes nos rodean.

II. El cristiano, liberado de toda tiranía del pecado, se siente impulsado por la Nueva Ley de Cristo a comportarse ante su Padre Dios como un hijo suyo. Las normas morales no son entonces meras señales indicadoras de los límites de lo permitido o prohibido, sino manifestaciones del camino que conduce a Dios; manifestaciones de amor.

Debemos conocer bien este conjunto de verdades y de preceptos que constituyen el depósito de la fe, pues es el tesoro que el Señor, a través de la Iglesia, nos entrega para que podamos alcanzar la salvación. Esta riqueza de verdades se protege especialmente con la piedad (oración y sacramentos), con una seria formación doctrinal, adecuada a las personas, y también ejercitando la prudencia en las lecturas.

Todo el mundo considera razonable, por ejemplo, en una cátedra de física o de biología, que se recomienden determinados textos, se desaconseje el estudio de otros y se declare inútil y aun perjudicial la lectura de una publicación concreta para quien de verdad está interesado en adquirir una seria formación científica. En cambio, no faltan quienes se asombran de que la Iglesia reafirme su doctrina sobre la necesidad de evitar aquellas lecturas que sean dañinas para la fe o la moral, y ejerza su derecho y su deber de examinar, juzgar y, en casos extremos, reprobar los libros contrarios a la verdad religiosa8. La raíz de ese asombro infundado podría encontrarse en una cierta deformación del sentido de la verdad, que admitiría un magisterio solo en el campo científico, mientras que considera que en el ámbito de las verdades religiosas solo cabe dar opiniones más o menos fundadas.

Al avivar en nuestra oración la fidelidad al depósito de la revelación, recordamos al mismo tiempo que incluso la ley natural, que el Señor ha escrito en nuestros corazones, nos impulsa desde dentro a valorar los dones del Cielo y, en consecuencia, «obliga a evitar en lo posible todo lo que atenta contra la virtud de la fe»9, como nos pide, por ejemplo, que conservemos la vida física; por ello, «poner voluntariamente en peligro la fe con lecturas perniciosas sin un motivo que lo justifique, sería un pecado aunque en la actualidad no se incurra en pena eclesiástica alguna»10.

Tras una larga experiencia en convivir y estudiar autores paganos o desconocedores de la fe, recomendaba San Basilio: «Debéis, pues, seguir al detalle el ejemplo de las abejas. Porque estas no se paran en cualquier flor ni se esfuerzan por llevarse todo de las flores en las que posan su vuelo, sino que una vez que han tomado lo conveniente para su intento, lo demás lo dejan en paz.

»También nosotros, si somos prudentes, extrayendo de estos autores lo que nos convenga y más se parezca a la verdad, dejaremos lo restante. Y de la misma manera que al coger la flor del rosal esquivamos las espinas, así al pretender sacar el mayor fruto posible de tales escritos, tendremos cuidado con lo que pueda perjudicar los intereses del alma»11.

La prudencia en las lecturas es manifestación de fidelidad a las enseñanzas de Jesucristo; la fe es nuestro mayor tesoro, y por nada del mundo nos podemos exponer a perderlo o a deteriorarlo. Nada vale la pena en comparación de la fe. Debemos velar por nosotros mismos y por todos, pero de modo particular por aquellos que de alguna manera el Señor nos ha encomendado: hijos, alumnos, hermanos, amigos...

III. Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón12, dice el Salmo responsorial, avivando nuestra disposición de seguir fielmente a Jesucristo.

Entre las ocasiones particularmente delicadas que pueden poner en peligro la integridad de la fe, la Iglesia ha señalado siempre la lectura de libros que atentan directa o indirectamente contra las verdades religiosas y contra las buenas costumbres, pues la historia atestigua con evidencia que, aun con todas las condiciones de piedad y de doctrina, no es raro que el cristiano se deje seducir por la parte o apariencia de verdad que hay siempre en todos los errores13.

Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes (...). Enséñame a cumplir tu voluntad, le decimos nosotros a Jesús con palabras del Salmo responsorial14. Y Él, a través de una conciencia formada, nos moverá a ser humildes, a realizar una prudente selección y a buscar un asesoramiento con garantías si hemos de estudiar cuestiones científicas, humanísticas, literarias, etc., en las que pueda inficcionarse nuestro pensamiento. Permaneciendo junto a Cristo, valorando mucho la fe, andaremos sin falsos complejos, con naturalidad, sin el afán superficial de «estar al día», como se han comportado siempre muchos intelectuales cristianos: catedráticos, profesores, investigadores, etc. Si somos humildes y prudentes, si tenemos «sentido común», no seremos «como los que toman el veneno mezclado con miel»15.

Fieles a la enseñanza del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia, necesitamos una formación que nos permita apreciar cuanto de válido puede encontrarse en las diversas manifestaciones de la cultura –pues el cristiano debe estar siempre abierto a todo lo que es verdaderamente positivo–, a la vez que detectamos lo que sea contrario a una visión cristiana de la vida. Pidamos a la Santísima Virgen, Asiento de la Sabiduría, ese discernimiento en el estudio, en las lecturas y en todo el ámbito de las ideas y de la cultura. Pidámosle también que nos enseñe a valorar y a amar siempre más el tesoro de nuestra fe.

1 Mc 5, 17-37, — 2 Conc. Vat. II, Const. Dei Verbum, 7. — 3 Pablo VI, Alocución 1-III-1967. — 4 Cfr. P. Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 113. — 5 1 Tim 6, 20-21. — 6 Pablo VI, Audiencia general 29-IX-1976. — 7 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 600. — 8 Cfr. Código de Derecho Canónico, cánones 822-832. — 9 J. Mausbach y G. Ermecke, Teología Moral Católica, EUNSA, Pamplona 1974, vol. II, p. 108. — 10 Cfr. ibídem. — 11 San Basilio, Cómo leer la literatura pagana, p. 43. — 12 Sal 118, 1-2. — 13 Cfr. Pío XI, Const. Apost. Deus scientiarum Dominus, 24-V-1931: AAS 23 (1931), pp. 245-246. — 14 Sal 118, 34. — 15 San Basilio, loc. cit.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

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viernes, 11 de febrero de 2011

NUESTRA SEÑORA DE LOURDES*

Memoria

— Las apariciones de la gruta. Santa María, Salus infirmorum.

— El sentido de la enfermedad y del dolor.

— Santificar el dolor. Acudir a Nuestra Señora.

I. Cuatro años después de haberse proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción, se apareció la Santísima Virgen a una niña de catorce años, Bernadette Soubirous, en una gruta cercana a Lourdes. La Virgen era de tal belleza que era imposible describirla, cuenta la Santa1. Cuando años más tarde el escultor de la gruta preguntó a Bernadette si su obra, que representaba a la Virgen, se asemejaba a la aparición, respondió con gran ingenuidad y sencillez: «¡Oh, no, señor, de ninguna manera! ¡No se parece en nada!». La Virgen es siempre más bella.

Las apariciones se sucedieron durante diecisiete días más. La niña preguntaba su nombre a la Señora, y esta «sonreía dulcemente». Por fin, Nuestra Señora le reveló que era la Inmaculada Concepción.

En Lourdes se han sucedido muchos prodigios sobre los cuerpos y más aún sobre las almas. Incontables han sido las curaciones, y muchos más quienes han vuelto sanos de las diferentes enfermedades que también puede padecer el alma, habiendo recobrado la fe, con una piedad más recia o con una aceptación amorosa de la voluntad divina.

La Primera lectura de la Misa2 propone a nuestra consideración las palabras del Profeta Isaías que consolaba al pueblo elegido en el destierro con la vuelta a la ciudad santa, en la que encontrarían el consuelo como un hijo pequeño en su madre. Porque así dice el Señor: Yo haré derivar hacia ella, como un río de paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré Yo...

Al meditar en la fiesta de hoy, vemos cómo el Señor ha querido poner en manos de su Madre todas las verdaderas riquezas que los hombres debemos implorar, y nos ha dejado en Ella el consuelo del que andamos tan necesitados. Aquellas dieciocho apariciones a la pequeña Bernadette son una llamada que nos recuerda la misericordia de Dios, que se ejerce a través de Santa María.

La Virgen se muestra siempre como Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. Nosotros, al hacer hoy nuestra oración, acudimos a Ella, pues son muchas las necesidades que tenemos a nuestro alrededor. Ella las conoce bien, nos escucha allí donde nos encontramos y quiere que acudamos a su protección. Y esto nos llena de alegría y de consuelo, especialmente en la fiesta que hoy celebramos. A Nuestra Señora acudimos como hijos que no se quieren alejar de Ella: «Madre, Madre mía...», le decimos en la intimidad de nuestra oración, pidiéndole ayuda en tantas necesidades como nos apremian: en el apostolado, en la propia vida interior, en aquellos que tenemos a nuestro cargo, y de los que nos pedirá cuentas el Señor.

II. También la Santísima Virgen quiso recordar en aquella gruta la necesidad de la conversión y de la penitencia. Quiso Nuestra Madre poner de relieve que la humanidad fue redimida en la Cruz, y el valor redentor actual del dolor, del sufrimiento y de la mortificación voluntaria.

Lo que los hombres consideran, con mirada solo humana, como un gran mal, con ojos de buenos cristianos puede ser un gran bien: la enfermedad, la pobreza, el dolor, el fracaso, la difamación, la falta de trabajo... En momentos humanamente muy difíciles, podemos descubrir, con la ayuda de la gracia, que esa situación de debilidad es un gran camino para una sincera humildad, al sentirnos necesitados y en especial dependencia de Dios. La enfermedad, o cualquier otra desgracia, puede ayudarnos mucho a despegarnos un poco más de las cosas de la tierra, en las que, casi sin darnos cuenta, estábamos quizá demasiado metidos. Sentimos entonces la necesidad de mirar al Cielo y de fortalecer la esperanza sobrenatural, al comprobar la endeblez de la esperanza humana.

La enfermedad nos ayuda a confiar más en Dios, que nunca tienta por encima de nuestras fuerzas3, y a poner nuestra seguridad en Él, en la filiación divina, en el abandono pleno en sus brazos fuertes de padre. Él conoce bien nuestras fuerzas y no nos pedirá nunca más de lo que podamos dar. La enfermedad, o cualquier desgracia, es buena ocasión para llevar a la práctica el consejo de San Agustín: hacer todo lo que se pueda y pedir lo que no se puede4, pues Él no manda cosas imposibles.

La gran prueba de amor que podemos dar es aceptar la enfermedad, y la misma muerte, entregando la vida como oblación y sacrificio por Cristo, para bien de todo su Cuerpo Místico, la Iglesia. Nuestras penas y dolores pierden su amargura cuando se elevan hasta el Cielo. Poenae sunt pennae, las penas son alas, dice una antigua expresión latina. Una enfermedad puede ser, en algunas ocasiones, alas que nos levanten hasta Dios. ¡Qué diferente es la enfermedad acogida con fe y humildad, aceptando de corazón la voluntad de Dios, de la que, por el contrario, se recibe con fe corta, malhumorados, resentidos o tristes!

III. ... Y estaba allí la Madre de Jesús5. Con alegría vemos cómo a los santuarios de la Virgen se acercan personas de todo tipo y condición y se postran a los pies de Nuestra Señora. Quizá no se habrían acercado si no hubieran experimentado la debilidad, el dolor o la necesidad, propia o ajena.

Refiriéndose a la fiesta que hoy celebramos, se preguntaba el Papa Juan Pablo II por qué gentes tan diversas acuden a la gruta donde tuvieron lugar las apariciones, y respondía: «Porque saben que allí, como en Caná, “está la madre de Jesús”: y donde Ella está no puede faltar su Hijo. Esta es la certeza que mueve a las multitudes que cada año se vuelcan en Lourdes en busca de un alivio, de un consuelo, de una esperanza (...).

»La curación milagrosa, sin embargo, es, a pesar de todo, un acontecimiento excepcional. La potencia salvífica de Cristo, obtenida por la intercesión de su Madre, se revela en Lourdes sobre todo en el ámbito espiritual. En el corazón de los enfermos hace oír la voz del Hijo que desata prodigiosamente los entumecimientos de la acritud y de la rebelión, y restituye los ojos al alma para ver con una luz nueva el mundo, los demás, el propio destino»6.

El Señor, a quien nos conduce siempre su Madre, amaba a los enfermos. San Pedro compendia su vida en estas pocas palabras: Jesús de Nazareth... pasó haciendo el bien y sanando.... Los Evangelios no se cansan de ponderar la misericordia del Maestro con quienes padecían en el alma o en el cuerpo. Gran parte de su ministerio aquí en la tierra lo dedicó a curar a los enfermos y a consolar a los afligidos. «Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma»8. Él es compasivo y espera de nuestra parte que pongamos los medios a nuestro alcance para salir de esa enfermedad o de ese agobio; y nunca permitirá pruebas por encima de nuestras fuerzas. En todo momento nos dará las gracias suficientes para que esas circunstancias dolorosas no nos separen de Él; por el contrario, deben acercarnos más y más y ayudarnos a llevar a otras personas a una mejora espiritual de sus vidas. Podemos pedir la curación o que se resuelvan los problemas que pesan sobre nosotros, pero, ante todo, debemos pedir ser dóciles a la gracia para que en esas circunstancias -en esas y no en otras sepamos crecer en fe, en esperanza y en caridad.

Nos aliviará las penas y sufrimientos el no pensar excesivamente en ellos, porque los hemos dejado en manos de Dios, y tampoco en las consecuencias futuras de los males que padecemos, pues aún no tenemos la gracia para sobrellevarlas... y quizá no se presenten. Bástele a cada día su propio afán9. No olvidemos que «todos estamos llamados a sufrir, pero no todos en el mismo grado y de la misma manera; cada uno seguirá en esto su llamada, correspondiendo a ella generosamente. El sufrimiento, que desde el punto de vista humano es tan desagradable, se convierte en fuente de santificación y de apostolado, cuando lo aceptamos con amor y en unión con Jesús...»10, corredimiendo con Él, sintiéndonos hijos de Dios, especialmente en esas circunstancias.

Acudamos en todo a María. Ella nos atenderá siempre. Nos alcanzará lo que pedimos, o nos conseguirá gracias mayores y más abundantes para que de los «males saquemos bienes; y de los grandes males, grandes bienes». Y sea cual sea nuestra situación, experimentaremos siempre su consuelo. Consolatrix afflictorum, Salus infirmorum, Auxilium christianorum... ora pro eis... ora pro me.

Ven en ayuda de nuestra debilidad, Dios de misericordia, y haz que, al recordar hoy a la Inmaculada Madre de tu Hijo, por su intercesión nos veamos libres de nuestras culpas.

1 Liturgia de las Horas, Segunda lectura del Oficio, Carta de Santa María Bernarda Soubirous al padre Godrand, año 1861. — 2 Is 66, 10-14. — 3 Cfr. 1 Cor 10, 13. — 4 Cfr. San Agustín, Tratado de la naturaleza y de la gracia, 43, 5. — 5 Cfr. Jn 2, 1. — 6 Juan Pablo II, Homilía 11-II-1980. — 7 Hech 10, 38. — 8 Juan Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16. — 9 Mt 6, 34. — 10 A. Tanquerey, La divinización del sufrimiento, Rialp, Madrid 1955, p. 240. — 11 Liturgia de las Horas, Oración conclusiva de laudes.
* En el año 1858, la Inmaculada Virgen María se apareció dieciocho veces a la niña Bernadette Soubirous en una gruta cercana a Lourdes. La primera aparición tuvo lugar el 11 de febrero. Por medio de esta niña, la Virgen llama a los pecadores a la conversión y a un mayor espíritu de oración y caridad, principalmente con los más necesitados. Recomienda el rezo del Santo Rosario, oración con la que acudimos a nuestra Madre como hijos pequeños y necesitados. León XIII aprobó esta festividad y Pío X la extendió a toda la Iglesia. Bernadette fue beatificada y canonizada por Pío XI en 1925.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal
Marcos subraya pues que Jesús cumple la gran esperanza prometida por Isaías. Es como una nueva creación, un hombre nuevo, ¡con oídos bien abiertos para oír y con la lengua bien suelta para hablar! La salvación que Dios había prometido por los profetas es como un perfeccionamiento del hombre, una mejora de sus facultades: por la fe la humanidad adquiere como unos "sentidos" nuevos, más afinados.

3. DOMINICOS 2004

El día 8 de diciembre de 1854, Pío IX declaraba solemnemente el dog­ma de la Inmaculada Concepción de María.

Y el año 1858, cuatro años después de la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción de María, en un pueblecito del sur de Francia, Lourdes, se aparecía la Virgen a una niña, Bernadette Soubirous.

Y un 25 de marzo, después de varias apariciones, junto al río Gave, en la gruta de Massabielle, Bernadette se atrevió a preguntar a la Virgen por su nombre. La Virgen le respondió: "Yo soy la Inmaculada Concepción". Y Bernardette saltó de júbilo, con los ojos encendidos de amor.

Este detalle, de profunda espiritualidad, es el que recordamos hoy a los pies de la Virgen, acompañando a miles de peregrinos.¡Cuántas penas ha quitado esa Virgen de Lourdes, cuántos odios, cuantos falsos compromisos!

Llénanos, Señora, de paz y de amor.

Para que nuestra unión con los fieles peregrinantes, sanos o enfermos, sea más intensa, nos serviremos de textos bíblicos adaptados a la fiesta popular mariana.


La luz de la Palabra de Dios
Del profeta Isaías 66, 10‑14.
“Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella todos los que la amáis. Llenaos con ella de alegría... He aquí que voy a derramar sobre ella la paz como un río y la gloria de las nacio­nes como un torrente desbordado...

Y vosotros lo veréis y vuestro corazón latirá de gozo; y vuestros huesos reverdecerán como la hierba. La mano de Yavé se dará a conocer a sus siervos.”

Evangelio según san Juan 2, 1‑11.
"Hubo una boda en Caná de Gali­lea; y estaba allí la madre de Jesús.

Fue invitado también Jesús con sus discípulos a la boda.

Al final de la fiesta, no tenían vino, porque el vino de la boda se había acabado. Movida de piedad, la madre de Jesús dijo a éste: mira, no tienen vino... Y después dijo a los servidores: "haced lo que Jesús os diga". Jesús, tras escuchar a su madre, les dijo: "llenad las tinajas de agua". Las llenaron hasta el borde; y él les agregó: "sacad ahora ese nuevo vino y llevadlo al maestresala”. Se lo llevaron; y cuando el maestresala hubo probado el agua convertida en vino... preguntó a los novios: ¿por qué habéis guardado este vino hasta el final?...

Este fue el primer milagro que hizo Jesús en Galilea, y en él mani­festó su gloria y creyeron en El sus discípulos".


Reflexión para este día
María, Mediadora de Gracia
En esta fiesta de la Santísima Virgen se expresa, como en otras muchas, la fe del pueblo de Dios que siempre vio en María a la Mujer privilegiada, a la llena de gracia, sin macha ni arruga, a la Madre de Dios encarnado, a la Doncella que nunca fue esclava del pecado.

La declaración dogmática de que María es limpia de pecado desde su Concepción forma parte de las declaraciones solemnes del Magisterio por las que se eleva a categoría de gran verdad algo que la comunidad cristiana ya vivía con especial gozo: el amor electivo de Dios que tomaba a María como mediación para encarnarse y hacerla madre suya.

Y su presencia espiritual en Lourdes es una delicadeza más para convocarnos al encuentro frecuente con ella, desde el gozo o el dolor, desde el éxito o el fracaso...

Honremos, pues, en este día a Dios Padre, Hijo y Espíritu, nuestra fuente de vida y de esperanza, cantemos a Maria, la elegida, porque sobre ella se derramó el Amor, y elevemos una antorcha de fe junto a las antorchas de los peregrinos en su Rosario.

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Hoy, Señor, me presento ante ti
con todo lo que soy y lo que tengo.
Acudo a ti como persona sedienta, necesitada...
porque sé que en ti encontraré respuesta.
Siento que no puedo vivir con la duda todo el tiempo
y que se acerca el momento de tomar una decisión.

Deseo ponerme ante ti con un corazón abierto como el de María,
con los ojos fijos en ti esperando que me dirijas tu Palabra.
Deseo ponerme ante ti como Abraham,
con el corazón lleno de tu esperanza,
poniendo mi vida en tus manos.
Deseo ponerme ante ti como Samuel,
con los oídos y el corazón dispuestos a escuchar tu voluntad.

Aquí me tienes, Señor,
con un deseo profundo de conocer tus designios.
Quisiera tener la seguridad
de saber lo que me pides en este momento;
quisiera que me hablases claramente, como a Samuel.
Muchas veces vivo en la eterna duda.
Vivo entre dos fuerzas opuestas que me provocan indecisión
y en medio de todo no acabo de ver claro.

Sácame, Señor, de esta confusión en que vivo.
Quiero saber con certeza el camino que tengo que seguir.
Quiero entrar dentro de mí mismo
y encontrar la fuerza suficiente
para darte una respuesta sin excusas, sin pretextos.
Quiero perder tantos miedos
que me impiden ver claro
el proyecto de vida que puedas tener sobre mí.

¿Qué quieres de mí, Señor? ¡Respóndeme!
¿Quieres que sea un discípulo tuyo
para anunciarte en medio de este mundo?
Señor, ¿qué esperas de mí? ¿por qué yo y no otro?
¿Cómo tener la seguridad de que es este mi camino y no otro?

En medio de este enjambre de dudas
quiero que sepas, Señor, que haré lo que me pidas.
Si me quieres para anunciar tu Reino, cuenta conmigo, Señor.
Si necesitas mi colaboración
para llevar a todas las personas con las que me encuentre hacia ti,
cuenta conmigo, Señor.

Si me llamas a ser testigo tuyo de una forma más radical
como consagrado en medio de los hombres,
cuenta conmigo, Señor.
Y si estás con deseos de dirigir tu Palabra a mi oídos y a mi corazón,
habla, Señor, que tu siervo escucha.

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