jueves, 29 de julio de 2010
miércoles, 28 de julio de 2010
29/07/2010 . Santa Marta, memoria
I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro de Jeremías 18,1-6:
Palabra del Señor que recibió Jeremías: «Levántate y baja al taller del alfarero, y allí te comunicaré mi palabra.»
Bajé al taller del alfarero, que estaba trabajando en el torno. A veces, le salía mal una vasija de barro que estaba haciendo, y volvía a hacer otra vasija, según le parecía al alfarero.
Entonces me vino la palabra del Señor: «¿Y no podré yo trataros a vosotros, casa de Israel, como este alfarero? –oráculo del Señor–. Mirad: como está el barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel.»
SANTA MARTA*
Memoria
— Confianza y amor al Maestro.
— La Humanidad Santísima de Jesús.
— La amistad con el Señor nos hace fácil el camino.
I. La festividad de Santa Marta nos permite entrar una vez más en el hogar de Betania, bendecido tantas veces por la presencia de Jesús. Allí, en la familia formada por aquellos hermanos, Marta, María y Lázaro, el Señor encontraba cariño, y también descanso para su cuerpo fatigado por recorridos interminables por aldeas y ciudades. Jesús buscaba refugio entre sus amigos, especialmente cuando en los últimos días tropezaba más frecuentemente con la incomprensión y el desprecio, por parte principalmente de los fariseos. Los sentimientos del Maestro hacia los hermanos de Betania vienen expresados por San Juan en su Evangelio: Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro1. ¡Eran amigos!
El Evangelio de la Misa2 nos relata la llegada de Jesús al hogar de esta familia, cuando hacía cuatro días que Lázaro había muerto. Poco tiempo antes, cuando ya Lázaro estaba muy grave, las hermanas enviaron al Maestro este recado lleno de confianza: Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo3. Y Jesús, que se encontraba en Galilea, a varias jornadas de camino, cuando oyó que estaba enfermo, se quedó aún dos días en el mismo lugar. Después, pasados estos, dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea4. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días sepultado.
Marta, siempre atenta y activa, probablemente antes de que Jesús llegara a la casa se enteró de que se aproximaba, y salió enseguida a recibirlo. Y a pesar de que, aparentemente, el Señor no había acudido a la llamada, su confianza y su amor no han disminuido. Señor le dice Marta, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano...5. Le reprocha con suma delicadeza no haber llegado antes. Marta esperaba la curación de su hermano cuando estaba todavía enfermo. Y Jesús, con un gesto amable, quizá con una sonrisa en los labios, la sorprende: Tu hermano resucitará6. Marta acoge estas palabras como un consuelo y piensa en la resurrección definitiva, y contesta: Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día7. Estas palabras provocan una portentosa declaración de Jesús acerca de su divinidad: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre8. Y le pregunta: ¿Crees tú esto? ¿Quién podría sustraerse a la autoridad soberana de esta declaración? ¡Yo soy la Resurrección y la Vida! ¡Yo...! ¡Yo soy la razón de ser de todo cuanto existe! Jesús es la Vida, no solo la que empieza en el más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino. Son palabras extraordinarias que nos llenan de seguridad, que nos acercan cada vez más a Cristo, y que nos llevan a hacer nuestra la respuesta de Marta: Yo he creído que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo9. El Señor, momentos después, resucitará a Lázaro.
Admiramos en Marta su fe, y querríamos imitarla en su amistad confiada con el Maestro. «¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!...
»-Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales»10.
II. Un tiempo después, estando ya cercana la Pascua, Jesús visitó de nuevo a estos amigos: fue a Betania donde vivía Lázaro, al que Jesús resucitó de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con Él11.
Marta servía... ¡Con qué amor agradecido lo haría! Allí, en su casa, estaba el Mesías, allí estaba Dios necesitado de sus atenciones. Y ella podía servirle. Dios se ha hecho Hombre para estar muy cerca de nuestras necesidades, para que aprendamos a amarle a través de su Humanidad Santísima, para que podamos ser sus amigos entrañables. No podemos dejar de considerar una y otra vez que el mismo Jesús de Nazareth, de Cafarnaún, de Betania, es el mismo que nos espera en el Sagrario más próximo, «necesitado» de nuestras atenciones. «Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario»12. Allí está Él. No podemos pasar indiferentes, no debemos dejar de visitarle cada día..., y permanecer en su compañía esos minutos de acción de gracias, después de la Comunión, sin prisas, sin inquietud. Nada hay más importante.
Enseña Santo Tomás que no hubo otro modo más conveniente para redimir a los hombres que el de su Encarnación13. Y aduce estas razones: en cuanto a la fe, porque se hacía más fácil creer, ya que Dios mismo era el que hablaba; en cuanto a la esperanza, por la prueba tan grande de su voluntad salvífica que esto representaba; en cuanto a la caridad, porque nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos14; en cuanto a las obras, porque el mismo Dios nos iba a servir de modelo: asumiendo nuestra carne nos mostraba la importancia de la criatura humana, con su humillación curaba nuestra soberbia...
En la Humanidad Santísima de Jesús toma forma humana el amor que Dios nos tiene, abriéndose así un plano inclinado que nos lleva suavemente a Dios Padre. Por eso, la vida cristiana consiste en querer a Cristo, en imitarle, en seguirle de cerca, atraídos por su vida. La santificación no tiene su centro en la lucha contra el pecado, no es algo negativo; está centrada en Jesucristo, objeto de nuestro amor: no se trata solo de evitar el mal, sino de amar al Maestro y de imitarle a Él, que pasó haciendo el bien...15. La vida cristiana es profundamente humana: el corazón tiene un importante lugar en la obra de nuestra santidad porque Dios se ha puesto a su alcance. Y cuando se descuida la vida de piedad, la amistad personal con el Maestro, dejando que el corazón ande desparramado en las criaturas, la fuerza de la voluntad no basta para ir hacia adelante en el camino de la santidad. Por eso, hemos de esforzarnos en verle siempre cercano a nuestra vida, y servirnos de la imaginación para representarnos a Cristo vivo: el que nació en Belén, trabajó en Nazareth, tuvo amigos durante su vida mortal a los que apreciaba de verdad y a quienes acudió muchas veces porque su compañía lo confortaba.
Aprendamos de los amigos de Jesús a tratarle con inmenso respeto, porque es Dios, y con gran confianza, por ser el Amigo de siempre, que busca continuamente nuestro trato.
III. En otra ocasión, Jesús y sus discípulos se detuvieron en casa de estos amigos de Betania, antes de llegar a Jerusalén. Las dos hermanas se dispusieron a preparar todo lo necesario para dar hospitalidad al Maestro y al grupo de los que le acompañaban. Pero María, quizá al poco tiempo de llegar Jesús, se sentó a sus pies, y escuchaba su palabra16, y Marta quedó sola en el trabajo de la casa. María se despreocupa de lo mucho que aún falta por disponer y se entrega por completo a escuchar al Maestro. «La familiaridad con que se instala a sus pies, el hábito que tiene de escucharle, el hambre de oír sus palabras, demuestran que no es este un primer encuentro, sino que hay una verdadera intimidad»17. Marta no es ciertamente indiferente a las palabras de Jesús; ella también atiende, pero está más ocupada en las tareas domésticas. Sin darse cuenta, Jesús ha pasado a un segundo plano: la absorbe aquello mismo que ha de disponer para atenderle bien. Y se inquieta al sentirse sola, con más trabajo quizá del que puede realizar. Mientras, contempla a su hermana a los pies de Jesús. Quizá un tanto desasosegada, y con gran confianza, se puso delante de Jesús, precisa San Lucas, y le dijo: Señor, ¿no te importa nada que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude18. ¡Qué confianza tan grande tiene con el Maestro!: Dile que me ayude...
Jesús le responde en el mismo tono familiar, como parece indicar la misma repetición del nombre: Marta, Marta le dice, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria19. María, que con toda seguridad tendría que haber estado ayudando a su hermana, no ha olvidado con todo lo esencial, lo verdaderamente necesario: tener a Cristo como centro de su atención y de su vida. No alaba el Señor toda su actitud, sino lo principal: su amor.
Ni siquiera las cosas que se refieren al Señor nos deben hacer olvidar al Señor de las cosas. Nunca olvidaría Marta esta amable reconvención de Jesús. A pesar de lo indispensable que era su trabajo, mayor aún era el esmero que debía tener por no dejar a Jesús en segundo plano.
Ni siquiera en las tareas que se refieren directamente al Señor debemos olvidar nosotros que lo principal, lo necesario, es su Persona. También en nuestra vida ordinaria debemos tener presente que asuntos que parecen primordiales, como es el trabajo, tampoco se han de anteponer a la familia misma; de poco servirían otras ayudas mejoras económicas, relaciones sociales... si la misma vida familiar se fuera deteriorando por quedar en segundo plano, excepto en casos excepcionales que pueden llevar a que, por ejemplo, sea necesario que el cabeza de familia trabaje en un lugar distante de donde reside el resto de la familia (emigrantes, marinos...). Si un padre o una madre de familia gana más dinero, pero descuida el trato con los hijos, ¿de qué servirá?
Santa Marta, que goza en el Cielo para siempre de la presencia inefable de Cristo, nos alcanzará la gracia de apreciar más la amistad con el Maestro; nos enseñará a cuidar con diligencia de las cosas del Señor, sin olvidar al Señor de las cosas; ella intercederá ante Jesús para que nosotros aprendamos a no posponer tampoco la familia a esos logros buenos que queremos alcanzar en favor de la familia misma.
1 Jn 11, 5. — 2 Jn 11, 17-27. — 3 Jn 11, 3. — 4 Jn 11, 67. — 5 Jn 11, 21. — 6 Jn 11, 23. — 7 Jn 11, 24. — 8 Jn 11, 25. — 9 Jn 11, 27. — 10 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 495. — 11 Jn 12, 1-2. — 12 San Josemaría Escrivá. Camino, n. 322. — 13 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica. 3, q. I. a. 2. — 14 Jn 15, 13. — 15 Hech 10, 38. — 16 Lc 10, 39. — 17 M. J. Indart, Jesús en su mundo, p. 36. — 18 Lc 10, 40. — 19 Lc 10, 41-42.
* Santa Marta vivía en Betania, cerca de Jerusalén, con sus hermanos María y Lázaro. En la última etapa de la vida pública, Jesús se hospedó con frecuencia en su casa. Fuertes lazos de amistad unían a aquellos hermanos con Jesús.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro de Jeremías 18,1-6:
Palabra del Señor que recibió Jeremías: «Levántate y baja al taller del alfarero, y allí te comunicaré mi palabra.»
Bajé al taller del alfarero, que estaba trabajando en el torno. A veces, le salía mal una vasija de barro que estaba haciendo, y volvía a hacer otra vasija, según le parecía al alfarero.
Entonces me vino la palabra del Señor: «¿Y no podré yo trataros a vosotros, casa de Israel, como este alfarero? –oráculo del Señor–. Mirad: como está el barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel.»
SANTA MARTA*
Memoria
— Confianza y amor al Maestro.
— La Humanidad Santísima de Jesús.
— La amistad con el Señor nos hace fácil el camino.
I. La festividad de Santa Marta nos permite entrar una vez más en el hogar de Betania, bendecido tantas veces por la presencia de Jesús. Allí, en la familia formada por aquellos hermanos, Marta, María y Lázaro, el Señor encontraba cariño, y también descanso para su cuerpo fatigado por recorridos interminables por aldeas y ciudades. Jesús buscaba refugio entre sus amigos, especialmente cuando en los últimos días tropezaba más frecuentemente con la incomprensión y el desprecio, por parte principalmente de los fariseos. Los sentimientos del Maestro hacia los hermanos de Betania vienen expresados por San Juan en su Evangelio: Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro1. ¡Eran amigos!
El Evangelio de la Misa2 nos relata la llegada de Jesús al hogar de esta familia, cuando hacía cuatro días que Lázaro había muerto. Poco tiempo antes, cuando ya Lázaro estaba muy grave, las hermanas enviaron al Maestro este recado lleno de confianza: Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo3. Y Jesús, que se encontraba en Galilea, a varias jornadas de camino, cuando oyó que estaba enfermo, se quedó aún dos días en el mismo lugar. Después, pasados estos, dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea4. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días sepultado.
Marta, siempre atenta y activa, probablemente antes de que Jesús llegara a la casa se enteró de que se aproximaba, y salió enseguida a recibirlo. Y a pesar de que, aparentemente, el Señor no había acudido a la llamada, su confianza y su amor no han disminuido. Señor le dice Marta, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano...5. Le reprocha con suma delicadeza no haber llegado antes. Marta esperaba la curación de su hermano cuando estaba todavía enfermo. Y Jesús, con un gesto amable, quizá con una sonrisa en los labios, la sorprende: Tu hermano resucitará6. Marta acoge estas palabras como un consuelo y piensa en la resurrección definitiva, y contesta: Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día7. Estas palabras provocan una portentosa declaración de Jesús acerca de su divinidad: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre8. Y le pregunta: ¿Crees tú esto? ¿Quién podría sustraerse a la autoridad soberana de esta declaración? ¡Yo soy la Resurrección y la Vida! ¡Yo...! ¡Yo soy la razón de ser de todo cuanto existe! Jesús es la Vida, no solo la que empieza en el más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino. Son palabras extraordinarias que nos llenan de seguridad, que nos acercan cada vez más a Cristo, y que nos llevan a hacer nuestra la respuesta de Marta: Yo he creído que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo9. El Señor, momentos después, resucitará a Lázaro.
Admiramos en Marta su fe, y querríamos imitarla en su amistad confiada con el Maestro. «¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!...
»-Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales»10.
II. Un tiempo después, estando ya cercana la Pascua, Jesús visitó de nuevo a estos amigos: fue a Betania donde vivía Lázaro, al que Jesús resucitó de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con Él11.
Marta servía... ¡Con qué amor agradecido lo haría! Allí, en su casa, estaba el Mesías, allí estaba Dios necesitado de sus atenciones. Y ella podía servirle. Dios se ha hecho Hombre para estar muy cerca de nuestras necesidades, para que aprendamos a amarle a través de su Humanidad Santísima, para que podamos ser sus amigos entrañables. No podemos dejar de considerar una y otra vez que el mismo Jesús de Nazareth, de Cafarnaún, de Betania, es el mismo que nos espera en el Sagrario más próximo, «necesitado» de nuestras atenciones. «Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario»12. Allí está Él. No podemos pasar indiferentes, no debemos dejar de visitarle cada día..., y permanecer en su compañía esos minutos de acción de gracias, después de la Comunión, sin prisas, sin inquietud. Nada hay más importante.
Enseña Santo Tomás que no hubo otro modo más conveniente para redimir a los hombres que el de su Encarnación13. Y aduce estas razones: en cuanto a la fe, porque se hacía más fácil creer, ya que Dios mismo era el que hablaba; en cuanto a la esperanza, por la prueba tan grande de su voluntad salvífica que esto representaba; en cuanto a la caridad, porque nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos14; en cuanto a las obras, porque el mismo Dios nos iba a servir de modelo: asumiendo nuestra carne nos mostraba la importancia de la criatura humana, con su humillación curaba nuestra soberbia...
En la Humanidad Santísima de Jesús toma forma humana el amor que Dios nos tiene, abriéndose así un plano inclinado que nos lleva suavemente a Dios Padre. Por eso, la vida cristiana consiste en querer a Cristo, en imitarle, en seguirle de cerca, atraídos por su vida. La santificación no tiene su centro en la lucha contra el pecado, no es algo negativo; está centrada en Jesucristo, objeto de nuestro amor: no se trata solo de evitar el mal, sino de amar al Maestro y de imitarle a Él, que pasó haciendo el bien...15. La vida cristiana es profundamente humana: el corazón tiene un importante lugar en la obra de nuestra santidad porque Dios se ha puesto a su alcance. Y cuando se descuida la vida de piedad, la amistad personal con el Maestro, dejando que el corazón ande desparramado en las criaturas, la fuerza de la voluntad no basta para ir hacia adelante en el camino de la santidad. Por eso, hemos de esforzarnos en verle siempre cercano a nuestra vida, y servirnos de la imaginación para representarnos a Cristo vivo: el que nació en Belén, trabajó en Nazareth, tuvo amigos durante su vida mortal a los que apreciaba de verdad y a quienes acudió muchas veces porque su compañía lo confortaba.
Aprendamos de los amigos de Jesús a tratarle con inmenso respeto, porque es Dios, y con gran confianza, por ser el Amigo de siempre, que busca continuamente nuestro trato.
III. En otra ocasión, Jesús y sus discípulos se detuvieron en casa de estos amigos de Betania, antes de llegar a Jerusalén. Las dos hermanas se dispusieron a preparar todo lo necesario para dar hospitalidad al Maestro y al grupo de los que le acompañaban. Pero María, quizá al poco tiempo de llegar Jesús, se sentó a sus pies, y escuchaba su palabra16, y Marta quedó sola en el trabajo de la casa. María se despreocupa de lo mucho que aún falta por disponer y se entrega por completo a escuchar al Maestro. «La familiaridad con que se instala a sus pies, el hábito que tiene de escucharle, el hambre de oír sus palabras, demuestran que no es este un primer encuentro, sino que hay una verdadera intimidad»17. Marta no es ciertamente indiferente a las palabras de Jesús; ella también atiende, pero está más ocupada en las tareas domésticas. Sin darse cuenta, Jesús ha pasado a un segundo plano: la absorbe aquello mismo que ha de disponer para atenderle bien. Y se inquieta al sentirse sola, con más trabajo quizá del que puede realizar. Mientras, contempla a su hermana a los pies de Jesús. Quizá un tanto desasosegada, y con gran confianza, se puso delante de Jesús, precisa San Lucas, y le dijo: Señor, ¿no te importa nada que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude18. ¡Qué confianza tan grande tiene con el Maestro!: Dile que me ayude...
Jesús le responde en el mismo tono familiar, como parece indicar la misma repetición del nombre: Marta, Marta le dice, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria19. María, que con toda seguridad tendría que haber estado ayudando a su hermana, no ha olvidado con todo lo esencial, lo verdaderamente necesario: tener a Cristo como centro de su atención y de su vida. No alaba el Señor toda su actitud, sino lo principal: su amor.
Ni siquiera las cosas que se refieren al Señor nos deben hacer olvidar al Señor de las cosas. Nunca olvidaría Marta esta amable reconvención de Jesús. A pesar de lo indispensable que era su trabajo, mayor aún era el esmero que debía tener por no dejar a Jesús en segundo plano.
Ni siquiera en las tareas que se refieren directamente al Señor debemos olvidar nosotros que lo principal, lo necesario, es su Persona. También en nuestra vida ordinaria debemos tener presente que asuntos que parecen primordiales, como es el trabajo, tampoco se han de anteponer a la familia misma; de poco servirían otras ayudas mejoras económicas, relaciones sociales... si la misma vida familiar se fuera deteriorando por quedar en segundo plano, excepto en casos excepcionales que pueden llevar a que, por ejemplo, sea necesario que el cabeza de familia trabaje en un lugar distante de donde reside el resto de la familia (emigrantes, marinos...). Si un padre o una madre de familia gana más dinero, pero descuida el trato con los hijos, ¿de qué servirá?
Santa Marta, que goza en el Cielo para siempre de la presencia inefable de Cristo, nos alcanzará la gracia de apreciar más la amistad con el Maestro; nos enseñará a cuidar con diligencia de las cosas del Señor, sin olvidar al Señor de las cosas; ella intercederá ante Jesús para que nosotros aprendamos a no posponer tampoco la familia a esos logros buenos que queremos alcanzar en favor de la familia misma.
1 Jn 11, 5. — 2 Jn 11, 17-27. — 3 Jn 11, 3. — 4 Jn 11, 67. — 5 Jn 11, 21. — 6 Jn 11, 23. — 7 Jn 11, 24. — 8 Jn 11, 25. — 9 Jn 11, 27. — 10 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 495. — 11 Jn 12, 1-2. — 12 San Josemaría Escrivá. Camino, n. 322. — 13 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica. 3, q. I. a. 2. — 14 Jn 15, 13. — 15 Hech 10, 38. — 16 Lc 10, 39. — 17 M. J. Indart, Jesús en su mundo, p. 36. — 18 Lc 10, 40. — 19 Lc 10, 41-42.
* Santa Marta vivía en Betania, cerca de Jerusalén, con sus hermanos María y Lázaro. En la última etapa de la vida pública, Jesús se hospedó con frecuencia en su casa. Fuertes lazos de amistad unían a aquellos hermanos con Jesús.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.
Meditación diaria de Hablar con Dios
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17ª Semana. Miércoles
EL TESORO Y LA PERLA PRECIOSA
— La vocación, algo de inmenso valor, una muestra muy particular del amor de Dios.
— Dios pasa por la vida de cada persona en circunstancias bien determinadas de edad, trabajo, etc. Pasa y llama.
— Generosidad ante la llamada del Señor.
I. El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. También es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra1.
Con estas dos parábolas descubre Jesús en el Evangelio de la Misa el valor supremo del Reino de Dios y la actitud del hombre para alcanzarlo. El tesoro y la perla han sido imágenes empleadas para expresar tradicionalmente la grandeza de la propia vocación, el camino para alcanzar a Cristo en esta vida y después, para siempre, en el Cielo.
El tesoro significa la abundancia de dones que se reciben con la vocación: gracias para vencer los obstáculos, para crecer en fidelidad día a día, para el apostolado...; la perla indica la belleza y la maravilla de la llamada: no solamente es algo de altísimo valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede conseguir.
Hay una novedad en esta segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada, el tesoro se presenta de improviso2. Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchos pueden haber encontrado la vocación casi sin buscarla: un tesoro que de pronto les deslumbra; en otras personas, Dios ha puesto una inquietud íntima en su corazón que les lleva a buscar perlas de más valor, dando todo cuanto tienen al encontrarlas; Dios les pone en el alma una insatisfacción hacia las cosas que no les acaban de llenar, y les urge a seguir buscando: Quid adhuc mihi deest?, ¿Qué me falta?3, habrán preguntado tantos al Señor en la intimidad de su alma. En ambos casos –un encuentro repentino o una búsqueda larga– se trata de algo de grandísimo precio: «un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad»4.
El hombre que descubre su vocación siempre ha tenido que esforzarse para seguirla, pues el Señor llama, invita, pero no coacciona.
Una vez descubierta la perla o encontrado el tesoro, es necesario dar un paso más. La actitud que se ha de tomar es idéntica en ambas parábolas y está descrita con los mismos términos: va y vende cuanto tiene y lo compra; el desprendimiento, la generosidad, es condición indispensable para alcanzarlo. «Escribías: “(...) Este pasaje del Santo Evangelio ha caído en mi alma echando raíces. Lo había leído tantas veces, sin coger su entraña, su sabor divino”.
»¡Todo..., todo se ha de vender por el hombre discreto, para conseguir el tesoro, la margarita preciosa de la Gloria!»5. ¡Nada hay que tenga tanto valor!
II. El descubrimiento de los planes divinos proporciona al alma la clave para descifrar el propio pasado. En ese momento encajan las piezas de lo que hasta ahora era como un rompecabezas: por qué conocimos a aquella determinada persona, las ayudas especiales que experimentamos en un determinado momento... La vocación también proyecta su luz sobre la vida futura, que se ve plena de sentido6.
Ni el hombre que encontró el tesoro, ni el que halló la perla, echan de menos lo que antes poseían y que vendieron. Tal es la nueva riqueza, que ninguna otra cosa dejada debe añorarse. Lo mismo sucede a aquel que se desprende de todo por amor a Cristo: lo deja todo, y lo halla todo. Su vida, en apariencia la misma, es bien distinta. El Señor subraya en la parábola el gozo con que vende sus posesiones. Cabe pensar que serían cosas a las que tendría aprecio: la casa, el mobiliario, los adornos... representaban el esfuerzo de años de trabajo. Pero lo vende todo, sin regateos, sin pensarlo demasiado, con alegría. Lo vende todo porque sabe bien el tesoro que ha encontrado. Ante este, todo lo demás carece de importancia.
Dios pasa por la vida de cada persona en unas circunstancias bien determinadas, a una edad concreta, en situaciones distintas; y exige de acuerdo con esas condiciones, que Él mismo ha previsto desde la eternidad. Jesús pasa y llama: a unos a la primera hora7, cuando aún tienen pocos años, y les pide sus ambiciones, las esperanzas y proyectos de un futuro que, a esa edad, parece lleno de promesas; a otros, en la madurez de la vida... o en su declinar. A muchos, la mayoría, el Señor los encontrará en su trabajo de hombres y mujeres corrientes en medio del mundo, y querrá que sigan siendo fieles corrientes para que santifiquen ese mundo en cuyas entrañas se encuentran, a través de su profesión, de su prestigio profesional quizá duramente adquirido, con una entrega plena y total. A otros los encuentra el Señor en el matrimonio y les pide que santifiquen su familia y se den a Él por entero, en sus peculiares circunstancias.
En cualquier edad en la que se reciba la llamada, el Señor da una juventud interior que lo renueva todo, la llena de ilusiones a estrenar y de afán apostólico. Ecce nova facio omnia8, dice el Señor; Yo puedo renovarlo todo: acabar con la rutina en la vida, enseñar a mirar más lejos y más arriba. ¿Cuál es la mejor edad para entregarse a Dios? Aquella en la que el Señor llama. Lo importante es ser generoso con Él entonces y siempre, sin confiar en que habrá otra oportunidad, que tal vez no llegue nunca; sin suponer tampoco que ya se ha pasado el tiempo de las decisiones llenas de audacia y de valentía, que es demasiado tarde..., o demasiado pronto.
III. Es semejante el Reino de los Cielos a un comerciante que anda en busca de perlas finas, y hallando una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra... En comparación de aquella –comenta San Gregorio Magno– nada tiene valor, y el alma abandona todo cuanto había adquirido, derrama todo cuanto había congregado y considera deforme todo lo que le parecía bello en la tierra, porque solo brilla en el alma el resplandor de aquella perla preciosa9.
Quien es llamado –cualquiera que sea su situación personal– debe entregar al Señor todo lo que le pide: con frecuencia, todo lo que esté en condiciones de darle. Las circunstancias, sin embargo, son distintas y, por tanto, darlo todo no siempre significará materialmente lo mismo: una persona casada, por ejemplo, no puede ni debe abandonar lo que, por voluntad de Dios, pertenece a los suyos: el amor a su mujer o a su marido, la dedicación a su familia, la educación de los hijos... Al contrario, para esta persona, darlo todo supone vivir la vida de un modo nuevo, cumpliendo mejor con sus deberes legítimos; supone trabajar más y mejor; vivir heroicamente sus obligaciones familiares; desvivirse para educar humana y cristianamente a sus hijos; preocuparse de otras familias amigas; hablar de Dios con la conducta y con la palabra; buscar tiempo para colaborar en tareas de apostolado...; «en la vida real de un hombre o de una mujer casados, que después descubren la significación vocacional de su matrimonio, el “descubrimiento” aparece siempre como una dimensión concreta de su vocación cristiana, que es lo radical; y su respuesta, como un aspecto –importante– de su total obediencia de fe, que comporta necesariamente otros muchos aspectos»10.
Cuando se quiere seguir al Señor más de cerca –en cualquier estado y situación–, se comprende que no pueda uno quedarse encerrado en su pequeño mundo, en el que tal vez se había instalado como si fuera definitivo. Se entiende que es preciso dar claridad a los otros, llegar más lejos, entrar más a fondo en el propio ambiente para transformarlo desde dentro, ampliando el círculo de amistades, llegando a un apostolado más intenso y extenso, dando luz a muchas almas, porque el mundo está a oscuras.
La llamada del Señor es el acontecimiento más grande que nos puede suceder, como a aquellos a quienes Jesús llamó a orillas del lago de Genesaret. Sin embargo, seguir a Cristo en una entrega plena nunca es fácil. Quien se encuentra instalado en una posición más o menos estable, el que considera que tiene su vida hecha, puede ver que peligra esa tranquilidad conquistada, en la que se supone con pleno derecho. Y eso es precisamente lo que Cristo pide: romper con la rutina, con la medianía, con la vulgaridad cómoda. La vocación siempre exige renuncia y un cambio profundo en la propia conducta. La llamada reclama para Dios todo lo que uno se había reservado para sí mismo, y pone al descubierto apagamientos, flaquezas, reductos que se suponían intocables y que, sin embargo, es preciso destruir para adquirir el tesoro sin precio, la perla incomparable. Es Jesús el que nos busca: no me elegisteis vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros11. Y si Él llama, también da las gracias necesarias para seguirle, en los comienzos y a lo largo de toda la vida.
San José, nuestro Padre y Señor, encontró el tesoro de su vida y la perla preciosa en el encargo de cuidar de Jesús y de María aquí en la tierra. Pidámosle hoy que nos ayude siempre a vivir con plenitud y alegría lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, y que entendamos en todo momento que nada vale la pena tanto como el cumplimiento de la propia vocación.
1 Mt 13, 44-45. — 2 Cfr. F. M. Moschner, Las parábolas del Reino de los Cielos, Rialp, Madrid 1957, p. 11. — 3 Mt 19, 20. — 4 San Josemaría Escrivá, Forja, 18. — 5 Ibídem, 993. — 6 Cfr. F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 88. — 7 Cfr. Mt 20, 1 ss. — 8 Apoc 2, 2-6. — 9 Cfr. San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 11. — 10 P. Rodríguez, Vocación, trabajo. contemplación, EUNSA, Pamplona 1986, p. 31. — 11 Jn 15, 16.
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17ª Semana. Miércoles
EL TESORO Y LA PERLA PRECIOSA
— La vocación, algo de inmenso valor, una muestra muy particular del amor de Dios.
— Dios pasa por la vida de cada persona en circunstancias bien determinadas de edad, trabajo, etc. Pasa y llama.
— Generosidad ante la llamada del Señor.
I. El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. También es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra1.
Con estas dos parábolas descubre Jesús en el Evangelio de la Misa el valor supremo del Reino de Dios y la actitud del hombre para alcanzarlo. El tesoro y la perla han sido imágenes empleadas para expresar tradicionalmente la grandeza de la propia vocación, el camino para alcanzar a Cristo en esta vida y después, para siempre, en el Cielo.
El tesoro significa la abundancia de dones que se reciben con la vocación: gracias para vencer los obstáculos, para crecer en fidelidad día a día, para el apostolado...; la perla indica la belleza y la maravilla de la llamada: no solamente es algo de altísimo valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede conseguir.
Hay una novedad en esta segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada, el tesoro se presenta de improviso2. Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchos pueden haber encontrado la vocación casi sin buscarla: un tesoro que de pronto les deslumbra; en otras personas, Dios ha puesto una inquietud íntima en su corazón que les lleva a buscar perlas de más valor, dando todo cuanto tienen al encontrarlas; Dios les pone en el alma una insatisfacción hacia las cosas que no les acaban de llenar, y les urge a seguir buscando: Quid adhuc mihi deest?, ¿Qué me falta?3, habrán preguntado tantos al Señor en la intimidad de su alma. En ambos casos –un encuentro repentino o una búsqueda larga– se trata de algo de grandísimo precio: «un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad»4.
El hombre que descubre su vocación siempre ha tenido que esforzarse para seguirla, pues el Señor llama, invita, pero no coacciona.
Una vez descubierta la perla o encontrado el tesoro, es necesario dar un paso más. La actitud que se ha de tomar es idéntica en ambas parábolas y está descrita con los mismos términos: va y vende cuanto tiene y lo compra; el desprendimiento, la generosidad, es condición indispensable para alcanzarlo. «Escribías: “(...) Este pasaje del Santo Evangelio ha caído en mi alma echando raíces. Lo había leído tantas veces, sin coger su entraña, su sabor divino”.
»¡Todo..., todo se ha de vender por el hombre discreto, para conseguir el tesoro, la margarita preciosa de la Gloria!»5. ¡Nada hay que tenga tanto valor!
II. El descubrimiento de los planes divinos proporciona al alma la clave para descifrar el propio pasado. En ese momento encajan las piezas de lo que hasta ahora era como un rompecabezas: por qué conocimos a aquella determinada persona, las ayudas especiales que experimentamos en un determinado momento... La vocación también proyecta su luz sobre la vida futura, que se ve plena de sentido6.
Ni el hombre que encontró el tesoro, ni el que halló la perla, echan de menos lo que antes poseían y que vendieron. Tal es la nueva riqueza, que ninguna otra cosa dejada debe añorarse. Lo mismo sucede a aquel que se desprende de todo por amor a Cristo: lo deja todo, y lo halla todo. Su vida, en apariencia la misma, es bien distinta. El Señor subraya en la parábola el gozo con que vende sus posesiones. Cabe pensar que serían cosas a las que tendría aprecio: la casa, el mobiliario, los adornos... representaban el esfuerzo de años de trabajo. Pero lo vende todo, sin regateos, sin pensarlo demasiado, con alegría. Lo vende todo porque sabe bien el tesoro que ha encontrado. Ante este, todo lo demás carece de importancia.
Dios pasa por la vida de cada persona en unas circunstancias bien determinadas, a una edad concreta, en situaciones distintas; y exige de acuerdo con esas condiciones, que Él mismo ha previsto desde la eternidad. Jesús pasa y llama: a unos a la primera hora7, cuando aún tienen pocos años, y les pide sus ambiciones, las esperanzas y proyectos de un futuro que, a esa edad, parece lleno de promesas; a otros, en la madurez de la vida... o en su declinar. A muchos, la mayoría, el Señor los encontrará en su trabajo de hombres y mujeres corrientes en medio del mundo, y querrá que sigan siendo fieles corrientes para que santifiquen ese mundo en cuyas entrañas se encuentran, a través de su profesión, de su prestigio profesional quizá duramente adquirido, con una entrega plena y total. A otros los encuentra el Señor en el matrimonio y les pide que santifiquen su familia y se den a Él por entero, en sus peculiares circunstancias.
En cualquier edad en la que se reciba la llamada, el Señor da una juventud interior que lo renueva todo, la llena de ilusiones a estrenar y de afán apostólico. Ecce nova facio omnia8, dice el Señor; Yo puedo renovarlo todo: acabar con la rutina en la vida, enseñar a mirar más lejos y más arriba. ¿Cuál es la mejor edad para entregarse a Dios? Aquella en la que el Señor llama. Lo importante es ser generoso con Él entonces y siempre, sin confiar en que habrá otra oportunidad, que tal vez no llegue nunca; sin suponer tampoco que ya se ha pasado el tiempo de las decisiones llenas de audacia y de valentía, que es demasiado tarde..., o demasiado pronto.
III. Es semejante el Reino de los Cielos a un comerciante que anda en busca de perlas finas, y hallando una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra... En comparación de aquella –comenta San Gregorio Magno– nada tiene valor, y el alma abandona todo cuanto había adquirido, derrama todo cuanto había congregado y considera deforme todo lo que le parecía bello en la tierra, porque solo brilla en el alma el resplandor de aquella perla preciosa9.
Quien es llamado –cualquiera que sea su situación personal– debe entregar al Señor todo lo que le pide: con frecuencia, todo lo que esté en condiciones de darle. Las circunstancias, sin embargo, son distintas y, por tanto, darlo todo no siempre significará materialmente lo mismo: una persona casada, por ejemplo, no puede ni debe abandonar lo que, por voluntad de Dios, pertenece a los suyos: el amor a su mujer o a su marido, la dedicación a su familia, la educación de los hijos... Al contrario, para esta persona, darlo todo supone vivir la vida de un modo nuevo, cumpliendo mejor con sus deberes legítimos; supone trabajar más y mejor; vivir heroicamente sus obligaciones familiares; desvivirse para educar humana y cristianamente a sus hijos; preocuparse de otras familias amigas; hablar de Dios con la conducta y con la palabra; buscar tiempo para colaborar en tareas de apostolado...; «en la vida real de un hombre o de una mujer casados, que después descubren la significación vocacional de su matrimonio, el “descubrimiento” aparece siempre como una dimensión concreta de su vocación cristiana, que es lo radical; y su respuesta, como un aspecto –importante– de su total obediencia de fe, que comporta necesariamente otros muchos aspectos»10.
Cuando se quiere seguir al Señor más de cerca –en cualquier estado y situación–, se comprende que no pueda uno quedarse encerrado en su pequeño mundo, en el que tal vez se había instalado como si fuera definitivo. Se entiende que es preciso dar claridad a los otros, llegar más lejos, entrar más a fondo en el propio ambiente para transformarlo desde dentro, ampliando el círculo de amistades, llegando a un apostolado más intenso y extenso, dando luz a muchas almas, porque el mundo está a oscuras.
La llamada del Señor es el acontecimiento más grande que nos puede suceder, como a aquellos a quienes Jesús llamó a orillas del lago de Genesaret. Sin embargo, seguir a Cristo en una entrega plena nunca es fácil. Quien se encuentra instalado en una posición más o menos estable, el que considera que tiene su vida hecha, puede ver que peligra esa tranquilidad conquistada, en la que se supone con pleno derecho. Y eso es precisamente lo que Cristo pide: romper con la rutina, con la medianía, con la vulgaridad cómoda. La vocación siempre exige renuncia y un cambio profundo en la propia conducta. La llamada reclama para Dios todo lo que uno se había reservado para sí mismo, y pone al descubierto apagamientos, flaquezas, reductos que se suponían intocables y que, sin embargo, es preciso destruir para adquirir el tesoro sin precio, la perla incomparable. Es Jesús el que nos busca: no me elegisteis vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros11. Y si Él llama, también da las gracias necesarias para seguirle, en los comienzos y a lo largo de toda la vida.
San José, nuestro Padre y Señor, encontró el tesoro de su vida y la perla preciosa en el encargo de cuidar de Jesús y de María aquí en la tierra. Pidámosle hoy que nos ayude siempre a vivir con plenitud y alegría lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, y que entendamos en todo momento que nada vale la pena tanto como el cumplimiento de la propia vocación.
1 Mt 13, 44-45. — 2 Cfr. F. M. Moschner, Las parábolas del Reino de los Cielos, Rialp, Madrid 1957, p. 11. — 3 Mt 19, 20. — 4 San Josemaría Escrivá, Forja, 18. — 5 Ibídem, 993. — 6 Cfr. F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 88. — 7 Cfr. Mt 20, 1 ss. — 8 Apoc 2, 2-6. — 9 Cfr. San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 11. — 10 P. Rodríguez, Vocación, trabajo. contemplación, EUNSA, Pamplona 1986, p. 31. — 11 Jn 15, 16.
martes, 27 de julio de 2010
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