miércoles, 30 de junio de 2010
martes, 29 de junio de 2010
lunes, 28 de junio de 2010
domingo, 27 de junio de 2010
Apuntes del camino - 20.03.2010, 10:49 Un corazón que escuche
Tags: reflexiones
Había un médico que atendía una consulta de psicología en un hospital. Sus pacientes eran adolescentes. Cierto día le trajeron un joven de 14 años que vivía internado en un orfanato y desde hacía un año no pronunciaba ni una palabra.
El padre del joven había muerto cuando él era muy pequeño, desde entonces había vivido con su madre y su abuelo hasta hacía un año. Al cumplir los 13 años murió su abuelo y, tres meses después, su madre.
Cuando el joven llegó al consultorio se sentó mirando las paredes, sin pronunciar palabra. Estaba pálido y nervioso, y el médico no conseguía hacerlo hablar. Así que comprendió que el dolor del muchacho era tan grande que le impedía expresarse, y él, por más que le dijera, tampoco serviría de mucho.
El médico optó por sentarse y observarlo en silencio, acompañándolo en su dolor. Después de la segunda consulta, cuando el muchacho se marchaba, el doctor le puso una mano en el hombro y le dijo: “Duele, ¿verdad?… ven la semana próxima si gustas”. El muchacho lo miró, no se había sobresaltado ni nada, sólo lo miró y se fue.
Cuando volvió a la semana siguiente, el doctor lo esperaba con un juego de ajedrez. Así pasaron varios meses, sin hablar, pero él notaba que David (así se llamaba el joven) ya no parecía nervioso y su palidez había desaparecido.
Un día, el doctor miraba la cabeza del muchacho mientras él estudiaba agachado en el tablero, y pensaba en lo poco que sabemos sobre el misterio del proceso de curación. De pronto, David alzó la vista, lo miró y le dijo: “Le toca”…
Ese día David empezó a hablar, hizo amigos en la escuela, ingresó a un equipo de ciclismo y comenzó una nueva vida: ¡su vida!
Es posiblemente que el médico, con su afecto y actitud paciente, ayudara a David, pero también aprendió mucho de él. Aprendió que el tiempo hace posible lo que nos parece dolorosamente insuperable. Aprendió a estar presente cuando alguien lo necesita. Aprendió a comunicarse sin palabras, pues muchas veces sólo basta un abrazo, un hombro donde llorar, una caricia y, sobre todo, un corazón que escuche.
Tags: reflexiones
Había un médico que atendía una consulta de psicología en un hospital. Sus pacientes eran adolescentes. Cierto día le trajeron un joven de 14 años que vivía internado en un orfanato y desde hacía un año no pronunciaba ni una palabra.
El padre del joven había muerto cuando él era muy pequeño, desde entonces había vivido con su madre y su abuelo hasta hacía un año. Al cumplir los 13 años murió su abuelo y, tres meses después, su madre.
Cuando el joven llegó al consultorio se sentó mirando las paredes, sin pronunciar palabra. Estaba pálido y nervioso, y el médico no conseguía hacerlo hablar. Así que comprendió que el dolor del muchacho era tan grande que le impedía expresarse, y él, por más que le dijera, tampoco serviría de mucho.
El médico optó por sentarse y observarlo en silencio, acompañándolo en su dolor. Después de la segunda consulta, cuando el muchacho se marchaba, el doctor le puso una mano en el hombro y le dijo: “Duele, ¿verdad?… ven la semana próxima si gustas”. El muchacho lo miró, no se había sobresaltado ni nada, sólo lo miró y se fue.
Cuando volvió a la semana siguiente, el doctor lo esperaba con un juego de ajedrez. Así pasaron varios meses, sin hablar, pero él notaba que David (así se llamaba el joven) ya no parecía nervioso y su palidez había desaparecido.
Un día, el doctor miraba la cabeza del muchacho mientras él estudiaba agachado en el tablero, y pensaba en lo poco que sabemos sobre el misterio del proceso de curación. De pronto, David alzó la vista, lo miró y le dijo: “Le toca”…
Ese día David empezó a hablar, hizo amigos en la escuela, ingresó a un equipo de ciclismo y comenzó una nueva vida: ¡su vida!
Es posiblemente que el médico, con su afecto y actitud paciente, ayudara a David, pero también aprendió mucho de él. Aprendió que el tiempo hace posible lo que nos parece dolorosamente insuperable. Aprendió a estar presente cuando alguien lo necesita. Aprendió a comunicarse sin palabras, pues muchas veces sólo basta un abrazo, un hombro donde llorar, una caricia y, sobre todo, un corazón que escuche.
Apuntes del camino - 12.05.2010, 20:14 La vasija de barro
Tags: reflexiones
El maestro estaba buscando una vasija para usar. En el estante había muchas… ¿Cuál escogería?
“Llévame”, gritó la dorada. “Soy brillante, tengo un gran valor y todo lo que hago, lo hago bien; mi belleza y mi brillo sobrepasa al resto y para alguien como tú, Maestro, el oro sería lo mejor”.
El maestro pasó sin pronunciar palabra; él vio una plateada, angosta y alta. “Yo te sirvo amado Maestro, vertería tu vino y estaría en tu mesa cada vez que comieras; mis líneas son agraciadas y mis esculturas son originales, y la plata te alabaría para siempre”.
Sin prestar atención el Maestro camino hacia la de bronce, era superficial, con una boca ancha y brillaba como un espejo: “Aquí… Aquí”, grito la vasija. “Se que te seré útil, colócame en tu mesa donde todos me vean”.
“Mírame”, gritó una copa de cristal muy limpia. “Mi transparencia muestra mi contenido claramente, soy frágil y te serviré con orgullo y sé con seguridad que seré feliz de morar en tu casa”.
Vino el maestro seguidamente hacia la vasija de madera, sólidamente pulida y tallada: “Me puedes usar Maestro amado, pero úsame para las frutas dulces y no para el insípido pan”.
Luego el Maestro miró hacia abajo y fijó sus ojos en una vasija de barro, vacía, quebrantada y destruida, ninguna esperanza tenía la vasija de que el Maestro la pudiera escoger para depurarla y volverla a formar, para llenarla y usarla.
“Ah, esta es la vasija que he deseado encontrar, la restauraré y la usaré, la haré toda mía… No necesito la vasija que se enorgullezca de si misma, ni la que se luzca en el estante, ni la de boca ancha, ruidosa y superficial, ni la que demuestre su contenido con orgullo, ni la que piensa que todo lo puede hacer correctamente, pero sí esta, sencilla y llena de mi fuerza y de mi poder”.
Cuidadosamente el Maestro levantó la vasija de barro; la restauró y purificó, la llenó y le habló tiernamente diciéndole: “Tienes mucho que hacer solamente viértete en otros como yo me he vertido en ti”.
Ayúdame Señor, a no creerme una vasija de cristal, de bronce, de oro o de plata, sino a recordar que en mi diario caminar soy simplemente una vasija de barro, quebrantada y restaurada por tus manos.
Tags: reflexiones
El maestro estaba buscando una vasija para usar. En el estante había muchas… ¿Cuál escogería?
“Llévame”, gritó la dorada. “Soy brillante, tengo un gran valor y todo lo que hago, lo hago bien; mi belleza y mi brillo sobrepasa al resto y para alguien como tú, Maestro, el oro sería lo mejor”.
El maestro pasó sin pronunciar palabra; él vio una plateada, angosta y alta. “Yo te sirvo amado Maestro, vertería tu vino y estaría en tu mesa cada vez que comieras; mis líneas son agraciadas y mis esculturas son originales, y la plata te alabaría para siempre”.
Sin prestar atención el Maestro camino hacia la de bronce, era superficial, con una boca ancha y brillaba como un espejo: “Aquí… Aquí”, grito la vasija. “Se que te seré útil, colócame en tu mesa donde todos me vean”.
“Mírame”, gritó una copa de cristal muy limpia. “Mi transparencia muestra mi contenido claramente, soy frágil y te serviré con orgullo y sé con seguridad que seré feliz de morar en tu casa”.
Vino el maestro seguidamente hacia la vasija de madera, sólidamente pulida y tallada: “Me puedes usar Maestro amado, pero úsame para las frutas dulces y no para el insípido pan”.
Luego el Maestro miró hacia abajo y fijó sus ojos en una vasija de barro, vacía, quebrantada y destruida, ninguna esperanza tenía la vasija de que el Maestro la pudiera escoger para depurarla y volverla a formar, para llenarla y usarla.
“Ah, esta es la vasija que he deseado encontrar, la restauraré y la usaré, la haré toda mía… No necesito la vasija que se enorgullezca de si misma, ni la que se luzca en el estante, ni la de boca ancha, ruidosa y superficial, ni la que demuestre su contenido con orgullo, ni la que piensa que todo lo puede hacer correctamente, pero sí esta, sencilla y llena de mi fuerza y de mi poder”.
Cuidadosamente el Maestro levantó la vasija de barro; la restauró y purificó, la llenó y le habló tiernamente diciéndole: “Tienes mucho que hacer solamente viértete en otros como yo me he vertido en ti”.
Ayúdame Señor, a no creerme una vasija de cristal, de bronce, de oro o de plata, sino a recordar que en mi diario caminar soy simplemente una vasija de barro, quebrantada y restaurada por tus manos.
Apuntes del camino - 26.06.2010, 22:31 Un adelanto del cielo
Tags: reflexiones, santidad
Cuenta un joven misionero…
Ocurrió durante un mes de voluntariado en las vacaciones de verano. Cuando llegamos a Nairobi (Kenya) nos preguntábamos cómo nosotros, inexpertos universitarios, podríamos ayudar en aquella África sucia, polvorienta y calurosa. Quizá arreglando tejados…, pero no teníamos experiencia en construcción. Quizá pintando un colegio…, pero no sabíamos de pintura. Lo que sí teníamos claro era nuestra intención de darnos totalmente a los demás. Sin embargo, recibiríamos mucho más de lo que logramos dar: tuvimos la suerte de entrar en contacto con el Tercer Mundo, a través de un alojamiento para niños moribundos de las Hermanas de la Caridad en Nairobi.
Todos entramos en aquella casucha, un tugurio sin muebles y con poca luz. Contrastaban las hamacas llenas de niños enfermos y lloriqueando con los limpísimos trajes talares blancos y azules de las Hermanas de la Caridad, que rebosaban alegría. Yo me quedé bloqueado, en mitad de la habitación. Nunca había visto nada así. Mis compañeros universitarios se esparcieron por las estancias, siguiendo a distintas monjas, que requerían su asistencia. Una hermana me preguntó en inglés:
- ¿Has venido a mirar o quieres ayudar?
Sorprendido por tan directa pregunta y en estado de sopor, balbuceé:
- A ayudar…
- ¿Ves a ese niño de allí, el del fondo que llora?
Lloraba desconsoladamente, pero sin fuerza.
- Sí, ése, le dije señalándolo.
- Bien: tómalo con cuidado y tráelo. Lo bautizamos ayer.
Lo noté con una fiebre altísima. El niño tendría un par de años.
- Ahora tómalo y dale todo el amor que puedas…
- No entiendo…, me excusé.
- Que le des todo el cariño de que seas capaz, a tu manera… Y me dejó con el niño.
Le canté, lo besé, lo arrullé… dejó de llorar, me sonrió, se durmió… Al cabo de un rato busqué llorando a la hermana:
- Hermana: no respira…
La monja certificó su muerte:
- Ha muerto en tus brazos… Y tú le has adelantado quince minutos con tu cariño el amor que Dios le va a dar por toda la eternidad.
Entonces entendí tantas cosas: el cielo, el amor de mis padres, el amor de Jesús, los detalles de afecto de mis amigos. Mi viaje a Kenya supuso un antes y un después en mi vida. Ahora sé que todos tenemos “kenyas” a nuestro alrededor que necesita de nuestro amor cada día.
La madre Teresa de Calcuta decía: “Voy a pasar por la vida una sola vez, cualquier cosa buena que yo pueda hacer o alguna amabilidad que pueda hacer a algún ser humano, debo hacerla ahora, porque no pasaré de nuevo por ahí”… ayúdanos, Señor, a vivir conscientes de estas palabras, para que te amemos en cada una de las personas que se cruce en nuestras vidas…
Tags: reflexiones, santidad
Cuenta un joven misionero…
Ocurrió durante un mes de voluntariado en las vacaciones de verano. Cuando llegamos a Nairobi (Kenya) nos preguntábamos cómo nosotros, inexpertos universitarios, podríamos ayudar en aquella África sucia, polvorienta y calurosa. Quizá arreglando tejados…, pero no teníamos experiencia en construcción. Quizá pintando un colegio…, pero no sabíamos de pintura. Lo que sí teníamos claro era nuestra intención de darnos totalmente a los demás. Sin embargo, recibiríamos mucho más de lo que logramos dar: tuvimos la suerte de entrar en contacto con el Tercer Mundo, a través de un alojamiento para niños moribundos de las Hermanas de la Caridad en Nairobi.
Todos entramos en aquella casucha, un tugurio sin muebles y con poca luz. Contrastaban las hamacas llenas de niños enfermos y lloriqueando con los limpísimos trajes talares blancos y azules de las Hermanas de la Caridad, que rebosaban alegría. Yo me quedé bloqueado, en mitad de la habitación. Nunca había visto nada así. Mis compañeros universitarios se esparcieron por las estancias, siguiendo a distintas monjas, que requerían su asistencia. Una hermana me preguntó en inglés:
- ¿Has venido a mirar o quieres ayudar?
Sorprendido por tan directa pregunta y en estado de sopor, balbuceé:
- A ayudar…
- ¿Ves a ese niño de allí, el del fondo que llora?
Lloraba desconsoladamente, pero sin fuerza.
- Sí, ése, le dije señalándolo.
- Bien: tómalo con cuidado y tráelo. Lo bautizamos ayer.
Lo noté con una fiebre altísima. El niño tendría un par de años.
- Ahora tómalo y dale todo el amor que puedas…
- No entiendo…, me excusé.
- Que le des todo el cariño de que seas capaz, a tu manera… Y me dejó con el niño.
Le canté, lo besé, lo arrullé… dejó de llorar, me sonrió, se durmió… Al cabo de un rato busqué llorando a la hermana:
- Hermana: no respira…
La monja certificó su muerte:
- Ha muerto en tus brazos… Y tú le has adelantado quince minutos con tu cariño el amor que Dios le va a dar por toda la eternidad.
Entonces entendí tantas cosas: el cielo, el amor de mis padres, el amor de Jesús, los detalles de afecto de mis amigos. Mi viaje a Kenya supuso un antes y un después en mi vida. Ahora sé que todos tenemos “kenyas” a nuestro alrededor que necesita de nuestro amor cada día.
La madre Teresa de Calcuta decía: “Voy a pasar por la vida una sola vez, cualquier cosa buena que yo pueda hacer o alguna amabilidad que pueda hacer a algún ser humano, debo hacerla ahora, porque no pasaré de nuevo por ahí”… ayúdanos, Señor, a vivir conscientes de estas palabras, para que te amemos en cada una de las personas que se cruce en nuestras vidas…
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