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domingo, 28 de diciembre de 2008

EL MISTERIO DE LA TRINIDAD

Texto bíblico: Gn. 18, 1-9


El icono de la Trinidad y el texto de la Escritura del libro del Génesis, nos permite entrar en el misterio del Dios uno y trino, contemplar algo del misterio inefable del Dios Vivo, del dios de los cristianos.


La iglesia ha considerado la teofanía o manifestación de Dios a Abraham, junto al encinar de Mambré, como una revelación de Dios a los hombres: revelación misteriosa y cargada de sentido salvador. Los Padres orientales ven incluso en esta manifestación una primera revelación de dios que es Uno y Trino, un Dios que ama a los hombres y sale a su encuentro, un Dios de la historia que se acerca a la historia de los hombres, un Dios amigo que pide hospitalidad a Abraham, el hombre amigo de Dios.  Dios es un amigo que se presenta pidiendo y se despide colmando de bendiciones y regalos a aquellos que lo saben acoger con amor. El premio de la hospitalidad de Abraham será el don de una descendencia en su hijo Isaac, cuando ya las esperanzas humanas se habían agotado.


El icono de la "filoxenia": amor y hospitalidad.


Desde la antigüedad, los cristianos han representado en imágenes esta escena del libro del Génesis. Los hermosos mosaicos de Santa María la Mayor y de Ravenna nos presentan esta imagen: tres ángeles en torno a una mesa, como una anticipación del misterio de la Eucaristía.
El monje Andreij Roublëv, autor del icono que ilustra esta meditación, quiso fijar en colores y símbolos una experiencia de San Sergio, una visión del misterio trinitario, del Dios amor y misericordia, del Dios Uno y Trino. Un Dios expresado en la unidad: "Que todos sean uno cono yo en ti y tu en mí" (Jn. 17,21-23)., según las palabras de la oración sacerdotal de Jesús; un dios que es comunión de personas distintas. Por eso se le atribuyen a San Sergio estas palabras. "Contemplando la imagen de la Trinidad hemos de vencer las odiosas divisiones de este mundo". La Trinidad es la imagen del Dios que reconcilia, de la humanidad reconciliada. Entremos en una contemplación que se nos revela en tres tiempos, en tres planos, en tres personas, con una secreta unidad. Entremos porque la mesa está abierta y preparada para nosotros.


Junto al encinar de Mambré


La revelación que nos ofrece esta imagen es la de la escena del libro del Génesis. tres ángeles: bellos, espléndidos y elegantes en su ropaje y en su cabellera, llenos de majestad, envueltos en un halo de misterio, vivos expresivos en su dependencia y en su comunión recíproca. Llevan en sus manos unos casi imperceptibles bastones rojos de peregrinos. Están sentados en torno a la mesa que Abraham y Sara han preparado. Sobre la mesa hay una copa y dentro de ella algo que es como un trozo de cordero. El encinar de Mambré se ha estilizado en la pintura hasta convertirse en un arbusto misterioso que está junto al ángel del centro. La casa de Abraham se ha convertido en una diminuta casa-palacio que está sobre el ángel de la izquierda. Han quedado fuera de la escena Abraham y Sara. todo se concentra en los tres ángeles misteriosos.
recibiendo a los ángeles y acogiéndolos en su hospitalidad. adorándolos y postrándose hasta la tierra, Abraham reconoce a su dios. La liturgia oriental lo comenta con estas palabras: "Dichoso tú Abraham, tu los has visto, tú has recibido al Dios uno y trino."
También nosotros estamos invitados a contemplar y a adorar. Dios se ha acercado a nuestra vida. Dios nos pide hospitalidad. Ahora somos nosotros Abraham y Dios nos pide hospitalidad en la fe, porque nos trata como amigos. Dios se hace mendigo de la amistad para colmarnos de bienes. Acepta nuestra hospitalidad ofrecida para prodigar a manos llenas sus dones.
  


El divino consejo trinitario


La imagen nos invita a trascender la escena para contemplar el misterio. Los tres Ángeles reflejan el misterio de la Trinidad: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Unidad en la naturaleza, Trinidad en las personas.
Algunos elementos subrayan la unidad. El Color azul que de diversas maneras está presente en los tres vestidos; el mismo color de las alas que están misteriosamente unidas y que expresan una inmensa comunión. La unidad de la mirada y del movimiento interno que parte desde el pie del ángel de la derecha y sube hasta su cabeza, se vuelca en la del ángel del centro y ésta a la vez se posa en la del ángel de la izquierda hasta indicar un movimiento de comunión en la vida y en el pensamiento, como un misteriosos círculo de plenitud en el que estos tres ángeles viven.
Una unidad divina y misteriosa que no consiste en una simple igualdad que borra diferencias, sino en una unidad donde se hace posible la comunión de las personas distintas y donde se percibe esta unidad de vida. Vivir el uno para el otro, el uno con el otro, el uno en el otro, sin confundirse, sin absorberse, en una virginal experiencia de comunión personal. Este icono nos muestra el secreto de la vida de Dios: vivir el uno para el otro escuchándose en la unidad de una misma mirada, tendiendo hacia un mismo fin: la salvación del hombre. Cada persona en sí no parece completa y cada una parece que no puede existir sin referencia, sin relación a la otra, a las otras. Así las personas de la Trinidad nos ofrecen esta forma maravillosa de contener el Ser divino, de recibirlo de las otras, de darlo a las otras, de colocar a las otras con el don de la existencia.


Podemos seguir adelante en nuestra contemplación y descubrir el rostro y el nombre de cada una de las tres divinas personas.  Las tres divinas personas están en orden de precedencia: el primero a nuestra izquierda el Padre, el segundo el Hijo, el tercero el Espíritu Santo. La inclinación de los báculos dorados indicaría el orden mismo de la majestad trinitaria, del Padre al Espíritu.
La figura central es la del HIJO, con su túnica sacerdotal, sus manos indicando la copa del sacrificio, revestido de una túnica y un manto que representan su doble naturaleza. El Hijo como evidencia de la Encarnación redentora, con su rostro inclinado en actitud reverente de aceptación de la voluntad del Padre.
El misterioso ángel de su izquierda sería el PADRE en su hieratismo escondido y misterioso, principio de todo en quien descansa el movimiento de las cabezas y de las aureolas, como una reverente aceptación de su voluntad por parte del Hijo y del Espíritu.
El ángel que está a la izquierda es el ESPIRITU SANTO. Tiene un rostro dulce, tierno, maternal, casi femenino. Es el consolador. Su actitud es de servicio, de oblación, de colaboración; se inclina obediente; se lanza en la colaboración total a los planes del Padre y del Hijo. El color verde de su vestido nos habla de juventud y de vida: Espíritu vivificante, juventud de Dios, rejuvenecedor de la iglesia, escondido y presente.
  


La economía trinitaria de la salvación.


Ahora, descubrimos en esta imagen misteriosa, a través de los símbolos, el plan de la salvación del hombre, realizado por Cristo, presente en la Iglesia.
Los símbolo son ahora los que hablan de esta realidad escondida en Dios y manifestada en la obra de la salvación.


El encinar de Mambré es ahora ante nuestros ojos un arbusto con diversos simbolismos: árbol de la vida, árbol de la cruz, vid misteriosa que Jesús ha identificado con su persona: "Yo sol la vid..." de la que pende el racimo que se estruja en el sacrificio: vino y sangre.


La casa de Abraham es símbolo de la casa de Dios, de la Iglesia que es el palacio-templo, a la vez terrestre y celeste.


La cruz está inscrita en la aureolas blancas de los ángeles. Una línea vertical desde el ángel del centro hasta el fondo indica el tronco 


TESTIGOS DE LOS COMIENZOS





Después de la Ascensión del Señor al Cielo y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles, cumpliendo el mandato de Cristo, se dispersaron por todo el mundo entonces conocido para llevar a cabo la misión que el Señor mismo les había confiado: id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta elf n del mundo (Mt 28, 19-20). Muy pronto, comenzando por Jerusalén y por Judea, el Cristianismo se extendió por toda Palestina y llegó a Siria y Asia Menor, al norte de Africa, a Roma y hasta los confines de Occidente. 


   En todas partes, los Apóstoles y los discípulos de la primera hora transmitieron a otros lo que ellos habían recibido, dando así origen a la Tradición viva de la Iglesia. Los primeros eslabones de esta larga cadena que llega hasta nuestros días son los Apóstoles; de ellos penden, como eslabones inmediatos, los Padres y escritores de finales del siglo I y primera mitad del siglo II, a los que habitualmente se denomina apostólicos por haber conocido personalmente a aquellos primeros. El nombre proviene del patrólogo Cotelier que, en el siglo XVI, hizo la edición príncipe de las obras de cinco de esos Padres, que según él «florecieron en los tiempos apostólicos». En esa primera edición, figuran la Epístola de Bernabé (que entonces se supuso equivocadamente que había sido escrita por el compañero de San Pablo en sus viajes apostólicos); Clemente Romano (que efectivamente, según el testimonio de San Ireneo, conoció y trató a los Apóstoles Pedro y Pablo); Hermas (a quien erróneamente se identificó con el personaje de ese nombre citado por San Pablo en la Epístola a los Romanos); Ignacio de Antioquía (que muy bien pudo conocer a los Apóstoles), y Policarpo (de quien San Ireneo testimonia explícitamente que había conocido al Apóstol San Juan).  


   A estas obras se unieron poco a poco las de otros Padres o escritores de esa época que se fueron descubriendo: la «Didaché» («Doctrina de los Doce Apóstoles»), que es el más antiguo de estos escritos; la homilía llamada «Secunda Clementis» (se atribuyó por algún tiempo a aquel gran Obispo de Roma), y otras obras, como las «Odas de Salomón» o los pocos fragmentos de Papías de Hierápolis que se conservan.


   Característica común de este grupo de escritos, no muy numeroso, es que nos transmiten la predicación apostólica con una frescura e inmediatez que contrasta con su vetusta antigüedad. Son escritos nacidos en el seno de la comunidad cristiana, casi siempre por obra de sus Pastores, destinados al alimento espiritual de los fieles. La Iglesia estaba entonces recién nacida y, aunque desde el principio tuvo que sufrir contradicciones (basta leer el libro de los Hechos de los Apóstoles), no permitió el Señor que la asaltaran, en esta época tan joven, grandes herejías como las que surgirían más tarde. Como escribe el antiguo historiador de la Iglesia, Hegesipo, sólo «cuando el sagrado coro de los Apóstoles hubo terminado su vida, y había pasado la generación de los que habían tenido la suerte de escuchar con sus propios oídos a la Sabiduría divina, entonces fue cuando empezó el ataque de errores impíos, por obra del extravío de los maestros de doctrinas extrañas».


   Estos, como los hemos llamado, no se proponen defender la fe frente a paganos, judíos o herejes (aunque algún eco de tal defensa se encuentra de vez en cuando), ni pretenden desarrollar científicamente la doctrina, sino que tratan de transmitirla como la han recibido, con recuerdos e impresiones a veces muy personales. Su estilo es, por eso, directo y sencillo; hablan de lo que viven y de lo que han visto vivir a los primeros discípulos: aquellos que conocieron a Cristo cuando vivía entre los hombres y tocaron—como afirma San Juan—al mismo Verbo de la vida (cfr. 1 Jn 1, 1).


   La datación de estos escritos va desde el año 70 (en vida, por tanto, de algunos de los Apóstoles) hasta mediados del siglo II, cuando muere Policarpo de Esmirna, que había conocido al Apóstol San Juan. Un largo arco de tiempo, cuya parte final se superpone a los comienzos de la segunda etapa, la de los apologistas y defensores de la fe, que pondrán los fundamentos de la teología y pasarán el relevo de la Tradición—superando numerosas persecuciones, de dentro y de fuera—a los que serían las luminarias de los grandes Concilios ecuménicos de la antigüedad.


JOSÉ ANTONIO LOARTE
El tesoro de los Padres
Rialp, Madrid, 1998


 


   Suelen llamarse padres apostólicos los autores de los escritos más antiguos del cristianismo (fuera de los que constituyen el Nuevo Testamento), que pertenecen a la generación inmediata a la de los apóstoles. En su mayor parte son cartas, instrucciones o documentos de carácter muy concreto y ocasional. No hay en ellos pretensión de exponer de manera ordenada o sistemática el mensaje cristiano, sino que responden a determinadas exigencias concretas de las cristiandades en un determinado momento. De ahí que predominen los temas más bien morales, disciplinares o cultuales sobre los propiamente dogmáticos, y que su contenido doctrinal no aparezca como muy rico o profundo. Sin embargo, se insinúan algunas de las que habían de ser líneas fundamentales del pensamiento cristiano: la Iglesia fundada sobre la tradición de los apóstoles, claramente diferenciada del judaísmo y con cierta organización cultual y administrativa; el valor soteriológico de la encarnación y muerte de Cristo, Hijo de Dios; el bautismo y la eucaristía como sacramentos fundamentales, etc.


   Suelen incluirse entre los padres apostólicos: Clemente Romano, el desconocido autor de la Didakhe o Doctrina de los doce apóstoles, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, el autor de la llamada carta de Bernabé, Papías de Hierápolis y Hermas. Algunos de sus escritos, particularmente la primera carta de Clemente Romano, la carta de Bernabé y el Pastor de Hermas, parece que llegaron a tener en ciertas cristiandades una autoridad y consideración análogas a las de los escritos apostólicos que se incluyen en el canon del Nuevo Testamento.


JOSEP VIVES
Los Padres de la Iglesia
Ed. Herder, Barcelona, 1982


LOS PADRES DE LA IGLESIA





Se habla de la importancia del magisterio ordinario y universal de la Iglesia como órgano de la tradición viviente en continuidad con la predicación apostólica. De este magisterio los Padres son testigos privilegiados. Obispos y doctores de los primeros siglos predicaron la fe, la defendieron frecuentemente al precio de su sangre contra el paganismo o la herejía y se esforzaron por darle su expresión racional. Individualmente considerados cada uno de ellos no tiene más valor que el de un testigo aislado, al cual la Iglesia, por lo demás, podrá reconocer una autoridad excepcional como en el caso de un San Atanasio, San Basilio, San Cirilo o San Agustín. Pero su testimonio unánime (se entiende unanimidad moral) representa lo que en cada época constituyó la fe común de la Iglesia «lo que fue creído en todas partes, siempre, por todos», dirá en el siglo v San Vicente de Lerins (Conmonitorio, lI, 6); testimonio tanto mas significativo y autorizado cuanto es más antiguo y representa, como en su fuente, la fe y tradición cristiana. Trataremos de dar aquí una visión de conjunto de la literatura patrística, desde sus orígenes hasta el siglo VIII, al mismo tiempo que del desarrollo del dogma cristiano en sus líneas esenciales, para que el lector esté en condiciones de situar históricamente a los Padres cuyos nombres aparecen a lo largo de la obra y reconocer, al mismo tiempo, la aportación de cada uno de ellos al tesoro común de la fe.


I. - LOS PADRES APOSTÓLICOS (siglos I y lI)


   Desde el siglo XVII se conoce con este nombre un grupo bastante determinado de autores, de los cuales, al menos los más antiguos, son contemporáneos del fin de la edad apostólica. Sus obras, escritos de circunstancias, sin preocupación teológica o literaria, son el testimonio más precioso de la fe y de la vida de las primeras generaciones cristianas. 


   SAN CLEMENTE ROMANO, tercer sucesor de San Pedro, escribió hacia el año 96 una carta a la Iglesia de Corinto, agitada por el cisma. Es una exhortación serena y vigorosa a la paz y a la concordia, a la sumisión a la jerarquía y, al mismo tiempo, un documento de la caridad que une a las Iglesias, de la constitución jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros, diáconos), y un índice de la autoridad de la Iglesia de Roma. Una larga oración de acción de gracias (cap. 59-61) constituye un ejemplo de la oración litúrgica del siglo I, todavía muy afín a la oración de la sinagoga. El escrito llamado segunda epístola de Clemente a los corintios es una homilía (romana) que data del año 150, poco más o menos.


   SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, martirizado en Roma hacia el año 110, había escrito siete cartas a distintas Iglesias de Asia y a la Iglesia de Roma. Estas cartas, eco de un alma apasionada por Cristo y sedienta del martirio, son quizá el documento más precioso de la antigua literatura cristiana. «Contienen —dice San Policarpo— la fe y la paciencia y toda edificación que se apoye en Nuestro Señor.» Nos suministran una referencia completa acerca de la creencia y de la vida de la Iglesia en los primeros años del siglo II, ya sobre la fe en Cristo, en su doble naturaleza, en su nacimiento virginal, ya sobre la Iglesia y su jerarquía (episcopado monárquico), sobre el bautismo y la Eucaristía, sobre la tradición y la autoridad de la Escritura, sobre la reacción ante las herejías nacientes, finalmente, sobre la Iglesia romana.


   Se vincula también a los Padres Apostólicos el Pastor, obra de Hermas, fiel romano de la mitad del siglo II. Las visiones (de la Iglesia, del ángel de la penitencia) y las parábolas contenidas en esta obra obligan a encuadrarla en el género literario de los Apocalipsis. Posee una cristología todavía muy rudimentaria, pero es un eco interesante de las preocupaciones morales de la comunidad cristiana y un documento de los más importantes acerca del problema de la penitencia, que se ofrece al pecador como posibilidad de perdón, según él, una sola vez después del bautismo.


   La Doctrina de los doce Apóstoles, DIDAJE, fue considerada durante mucho tiempo como el texto cristiano más antiguo, después de las Escrituras canónicas. La tendencia actual es de colocarla cuanto más hacia el año 150 (dependería de la Epístola apócrifa de BERNABÉ, que se remonta a la época de Adriano, 115-130), e, incluso, algunos la retrasan hasta principios del siglo III. Su autor, desconocido (¿sirio, egipcio?) pudo, por lo demás, hacer uso de documentos anteriores; las oraciones en ella conservadas (cuyo carácter propiamente eucarístico no ha sido plenamente demostrado) son conmovedoras y han sido adoptadas en las liturgias posteriores (anáfora de Serapión, Egipto, s. IV).


II SIGLO SEGUNDO
Los apologistas.
La literatura antignóstica


   1. Frente a la oposición creciente a la nueva religión (persecuciones de los emperadores, odiosas calumnias del vulgo, reacción intelectual de los medios cultos) los cristianos se esfuerzan por refutar las objeciones y calumnias, al mismo tiempo que por justificar racionalmente su fe. Se trata de una abundante literatura apologética que procede en gran parte de escritores laicos, con frecuencia filósofos convertidos, que hacen profesión de pertenecer a la escuela del cristianismo, como Justino, «filósofo y mártir».


   En sus obras se puede ver, más que una simple réplica a la contraofensiva pagana, bellas exposiciones de la transformación moral operada por la religión de Cristo, de la pureza de las nuevas costumbres, de la caridad de los cristianos. Así, por ejemplo, ARÍSTIDES «filósofo de Atenas» en la época de Adriano, y la Epistola a Diogneto, que quizá tenga por autor a QUADRATUS. Otros, por el contrario, como ATENÁGORAS (Súplica por los cristianos, I77) se entregan a la empresa de demostrar la falsedad e inmoralidad del paganismo, aunque permaneciendo siempre muy acogedores con respecto a la cultura y filosofía griegas. La oposición sistemática al helenismo es relativamente excepcional (TACIANO, HERMAS).


   Indudablemente, el más importante de los apologistas del siglo II es SAN JUSTINO, griego originario de Palestina, martirizado en Roma hacia el 165. En sus dos apologías (hacia el 155-161) se encuentran no solamente los temas ya clásicos de la apologética, sino también una exposición de conjunto de la fe cristiana y una demostración de la divinidad de Cristo, según las profecías. En esta obra, documento litúrgico de máxima importancia (descripción detallada de los ritos del bautismo y de la Eucaristía, I, 6I y 65-67, se siente la preocupación de tender un puente entre el cristianismo y la filosofía, merced a la teología del Logos, que en toda su plenitud se ha manifestado en Cristo, pero del cual participa también toda inteligencia humana, poseyendo como un germen de Él. Es éste el primer ejemplo de explotación racional de un dato bíblico merced a un elemento filosófico (en este caso el estoicismo). El Diálogo con el judío Trifón hay que situarlo (después de la Epístola de Bernabé) entre los escritos que intentan demostrar la caducidad del judaísmo, al cual debe ya sustituir la Iglesia de Cristo que llama a sí a todas las naciones.


   Los tres libros dirigidos a Autólico por SAN TEÓFILO, obispo de Antioquía, exponen una teología del Verbo, que se desarrolla en dos tiempos: el Logos era al principio inmanente a Dios y se ha manifestado al exterior por medio de la creación del mundo. Teófilo es el primero en emplear el término Trinidad. Refutación del paganismo y demostración ardiente de la divinidad de la nueva religión, preocupación de hacer asimilable a los filósofos el cristianismo, primer diseño de una teología trinitaria: he aquí el balance del esfuerzo de los apologistas. Los siglos siguientes conocerán aún apologías doctas, brillantes y sólidas.


   2. La gnosis constituyó para la Iglesia del siglo II un notable peligro. Tratándose de un intento de conocimiento religioso superior a la fe, desaloja todo el contenido de la revelación para sustituirlo, bajo un vocabulario cristiano, por un conjunto de mitos sacados del misticismo greco-oriental. Fundado en un dualismo radical, una oposición entre Dios y el mundo, entre el Dios bueno y el demiurgo malo creador del mundo, establece un sistema de emanaciones y de intermediarios (los eones, cuyo conjunto forma el pleroma), y un mito de caída y reparación en que se desvanece el cristianismo auténtico. La difusión de esta doctrina fue considerable y abundante la literatura sobre ella; pero estas obras han perecido casi enteramente, y apenas nos son conocidas más que por las refutaciones que de ellas se hicieron en el ambiente católico, especialmente por San Ireneo y San Hipólito, en los cuales, se inspiraron, en general, los heresiologos posteriores.


   SAN IRENEO es el representante más destacado de la reacción ortodoxa contra los gnósticos y uno de los Padres más importantes de los tres primeros siglos. Originario de Asia Menor y discípulo de San Policarpo de Esmirna, por el cual enlaza con la tradición de San Juan, pasa luego a Roma donde conoce a San Justino y de allí a las Galias donde, después de la persecución del año 177, es consagrado obispo de Lyon. De sus numerosos escritos sólo queda, aparte de la Demostración de la predicación apostólica, breve catequesis, la gran obra Demostración y refutación de la falsa gnosis (Adversus Haereses) distribuida en cinco libros, publicados en varias veces, alrededor del año 180. El texto griego original se ha perdido en gran parte, pero poseemos una traducción latina muy antigua y muy literal.


   Con la exposición y refutación de las diversas teologías gnósticas, se hallará en Ireneo la afirmación muy sólida de algunos principios fundamentales del pensamiento cristiano. Por ejemplo, que la tradición viviente de la Iglesia, proveniente de los Apóstoles, es la regla de fe, que la continuidad ininterrumpida de la sucesión episcopal a partir de los Apóstoles, garantiza la fe de las iglesias, según la expresión del credo bautismal; que entre las iglesias locales la Iglesia romana, en razón de su origen, posee la máxima autoridad. La salvación no consiste en una «gnosis» superior, sino en la revelación de Cristo que, consumando la larga pedagogía divina, nos da a conocer al Padre. No hay más que un solo Dios, creador y redentor. La naturaleza humana entera, carne y espíritu, debe ser salvada por el Verbo, que, tomando verdaderamente nuestra carne, «recapitula» en sí toda la humanidad, restaurándola y dándole su plenitud, para divinizarla y presentarla al Padre. Al lado del nuevo Adán, María es la nueva Eva (idea ya expuesta por San Justino).


   No cabe exagerar la importancia de Ireneo, el cual, sin ser un teólogo muy personal, es un testigo fiel de la tradición, que bebe en sus fuentes auténticas, y que la expresa en fórmulas vigorosas y originales; a las especulaciones demoledoras de los gnósticos opone la firmeza de su sentido cristiano, de su sentido de Cristo y de la obra de nuestra salvación. La teología cristiana le debe alguna de sus tesis más fundamentales que, a través de Tertuliano, pasarán a Occidente y por Atanasio al Oriente.


    II EL SIGLO TERCERO
    Las escuelas teológicas


   En el siglo tercero se dibujan ciertas corrientes de pensamiento que se podrían llamar «escuelas» de teología, con la condición de entender esta expresión en un sentido muy elástico, de corrientes doctrinales y no de instituciones escolares. Los Padres tienen que hacer frente, no ya solamente a una contraiglesia como el gnosticismo que ponía en tela de juicio la esencia misma del cristianismo, sino a ensayos más o menos felices de explicar racionalmente el dogma. Son teologías desafortunadas, no sólo porque emplean un lenguaje todavía balbuciente sino, sobre todo, porque parten de presupuestos falsos; por ello vendrán a desembocar en cismas, en la constitución de pequeñas iglesias, separadas de la gran Iglesia, a la que darán ocasión de formular con mayor rigor su dogma.


   Se trata principalmente en este tercer siglo de la teología trinitaria, en la que se intenta conciliar el monoteísmo heredado del Antiguo Testamento con la fe en la divinidad de Cristo.


   Un sistema de giro más racionalista ve en Cristo un hombre adoptado por Dios (Teodoto, Artemón), que reaparecerá en Oriente con Pablo de Samosata, y en el siglo v con el nestorianismo.


   Otra tendencia que parecía responder mejor a las aspiraciones del alma cristiana, salvaguardaba a la vez la divinidad de Jesucristo y la unidad, la «monarquía» divina, admitiendo prácticamente «dos nombres y una sola persona»: Cristo no es más que una modalidad de Dios. «Cristo -dirá Noeto- es el Padre mismo que nació y que sufrió» (Patripasianismo: Noeto, Práxeas, y más tarde Sabelio).


   Contra estos diferentes errores toman posiciones los obispos de Roma (Víctor, Ceferino, Calixto), que afirman de este modo su autoridad doctrinal; los doctores, por su parte, elaboran contra ellos una teología de la Encarnación.


   En Roma, SAN HIPÓLITO, personalidad bastante singular: doctor primero cismático y luego mártir, se alza contra el papa Calixto, se separa de la gran Iglesia (217) y muere en el destierro reconciliado con el papa Ponciano (235). Publicó una refutación de todas las herejías (Philosophoumena), otra obra del mismo asunto de que nos queda sólo un fragmento, Contra Noeto, comentarios exegéticos (sobre Daniel, sobre el Cantar), una Crónica, y una preciosa colección canónica y litúrgica, la Tradición Apostólica (en ella se ha conservado el más antiguo texto conocido de la anáfora eucarística). Su teología del Verbo está afectada de las mismas insuficiencias que la de los apologistas; el Verbo no se habría plenamente manifestado como tal más que en el momento de la Encarnación; por otra parte, su reacción contra el «monarquianismo» acusa tendencias adopcionistas que han permitido tildarle de «diteísmo». Frente a las medidas indulgentes de Calixto, profesa una moral de tendencias rigoristas, su actitud representa un momento importante del desarrollo de la disciplina penitencial de la Iglesia.


   Hacia el año 250 NOVACIANO, también sacerdote romano y disidente de la Iglesia por su oposición a San Cornelio, escribe en latín el De Trinitate.


   2. La Iglesia de Africa (Cartago) conoce en esta época una brillante floración teológica y literaria.


   TERTULIANO (que murió de avanzada edad después del 220) es el primer escritor latino cristiano y, por cierto, magnífico, fundador de la teología latina a la que suministra de primer intento un vocabulario seguro (persona, sustancia). Como apologista, renueva los temas tradicionales (el Apologeticum enfoca sobre todo el aspecto jurídico y político de las persecuciones); como polemista, establece vigorosamente, contra las nuevas doctrinas, la primacía y el origen apostólico de la tradición católica (el De praescriptione es una de las obras antiguas más importantes sobre la tradición); moralista severo defiende sin concesiones la pureza de las costumbres cristianas, pero su rigorismo y montanismo(1) le pusieron fuera de la Iglesia. El De pudicicia contra las medidas, que supone innovadoras, de un obispo —¿Calixto de Roma?, ¿Agripino de Cartago?—se opone violentamente a toda reconciliación eclesiástica otorgada al pecador, contradiciendo de este modo las afirmaciones anteriores del De Poenitentia. Tertuliano llegará también, partiendo de aquí, a proscribir en absoluto las segundas nupcias. Como teólogo defiende contra los gnósticos la unidad de la creación, la realidad del cuerpo de Cristo y la resurrección de la carne, la unidad de los dos Testamentos contra Marción(2) y la teología de la Trinidad contra Práxeas. Aunque su teología del Verbo se resiente aún de las imperfecciones de la teología del Logos del siglo II, distingue claramente en Dios la unidad de sustancia y la trinidad de persona, iguales entre sí y, en cuanto a Cristo, la unidad de persona y la dualidad de naturaleza, conservando cada una de ellas sus propiedades. Su tratado De baptismo es un testimonio precioso de la liturgia bautismal de principios del siglo IÍI, y Tertuliano es el primero en esbozar una teología de los sacramentos (De resurr. carn. 6). Escritor brillante y difícil, frecuentemente extremoso, la teología latina le debe el diseño de sus tesis fundamentales (trinidad, encarnación, sacramentos), al mismo tiempo que los primeros elementos de su vocabulario.


   SAN CIPRIANO, el gran obispo mártir (muerto en 258), no poseyó el vigor intelectual de su maestro Tertuliano. Era principalmente un pastor y un moralista, cuya correspondencia refleja la vida de una iglesia, las preocupaciones de un obispo de mediados del siglo III: problemas que plantea la reconciliación de los lapsos durante la persecución de Decio (De lapsis), el progreso de la institución penitencial, unidad de la Iglesia afirmada contra los cismas (el De catholicae Ecclesiae unitate es, más que un tratado ex profeso de la unidad de la Iglesia universal, una llamada a la paz y a la unidad de la Iglesia y a la comunión con el obispo que en cada Iglesia es el verdadero fundamento de la unidad); algo más tarde, una teología todavía imperfecta acerca del papel del ministro en la administración de los sacramentos, le llevó a la negación de la validez del bautismo conferido por los herejes y le enfrentó con el papa Esteban.


   3. La teología de Alejandría figura como una escuela absolutamente original, escuela propiamente dicha, a partir de Orígenes. Representa uno de los momentos más importantes de la historia del pensamiento cristiano en la elaboración de la fe.


   Sabemos muy poco de PANTENO. CLEMENTE (+ antes de 215) pone al servicio de su fe sus extensos conocimientos de la literatura y filosofía griega. Como apologista, demuestra a los griegos que el cristianismo es la verdadera filosofía y que sólo el Logos responde a sus aspiraciones hacia la luz y la verdad (Protréptico), como moralista, expone los principios de la vida nueva en Cristo y su aplicación a los detalles de la vida cotidiana (Pedagogo); como teólogo, intenta elaborar una gnosis cristiana, sabiduría superior, conocimiento de los «misterios» ocultos en la Escritura bajo el velo de la alegoría, esfuerzo de perfección moral que desemboca en la contemplación y en el martirio (Stromata, miscelánea de cosas variadas que reemplaza su anunciada Didascalia). La teología de este pensador, generoso y optimista, escritor entusiasta, si bien frecuentemente impreciso y obscuro, es con frecuencia deficiente (por ejemplo acerca del Verbo); pero no se puede ignorar la importancia de su esfuerzo ni subestimar la influencia que ejerció a través de Orígenes sobre la teología mística de Oriente.


   ORÍGENES (185-252) es, después de San Agustín, el máximo representante de la antigua literatura cristiana y, sin duda, el más sabio también de esta época. Transformó la escuela de la catequesis alejandrina estableciendo una enseñanza escrituraria y teológica de altura; pero su doctrina le valió oposiciones que ocasionaron los sínodos de 230-231, en que fue depuesto de su cargo y desterrado. Se refugió en Cesarea de Palestina donde concluyó su larga y fecunda carrera; sometido a la tortura en tiempo de la persecución de Decio murió a causa de las heridas recibidas. Sabio exegeta, asceta severo, místico de gran talla, es, sin discusión posible, una de las figuras más interesantes de los primeros siglos cristianos.


   Emprende la obra de establecer un texto crítico del Antiguo Testamento mediante la comparación de la versión de los LXX con el original hebreo y otras versiones (Hexaplas). Comentó casi todos los libros de la Escritura en forma de notas textuales (Escolios) sabios comentarios (Tomos), y sermones populares (Homilías), de sabroso contenido. Fue el primero en formular la teoría del triple sentido de la Escritura, fundado por analogía con la psicología humana: el cuerpo (la letra), el alma y el espíritu. Refutó la obra anticristiana del platónico Celso en una apología (Contra Celso) que constituye una de las más notables obras de este género. Intentó ofrecer la primera exposición sistemática de los Principios de la teología (Peri Arkhon).


   Sin ignorar la importancia del sentido literal, su exégesis tiende a abusar de la alegoría; su pensamiento teológico, sobre todo, no se desprende siempre lo suficiente de las concepciones cosmológicas de su tiempo, como son la creación ab aeterno, la preexistencia de las almas (y del alma de Cristo, unida al Verbo por el amor), la subordinación del Hijo al Padre, del Espíritu al Hijo, la restauración final del mundo mediante nuevas existencias (Apocatástasis). Pero esta teología había de tener un eco considerable en el desarrollo ulterior del pensamiento cristiano: Trinidad, Encarnación, sacramentos. Por medio de los Padres capadocios, lo mejor del origenismo pasará al pensamiento y a la mística cristiana; las condenaciones de Justiniano (543-553), que recaerán sobre algunos puntos y tesis peligrosas, no alcanzarán a lo esencial del pensamiento del maestro alejandrino.


   4. A comienzos del siglo IV se crea en Antioquia y en torno a SAN LUCIANO, mártir (+ 312), una escuela exegética, cuyas tendencias estrictamente literales se oponen a los alegorismos místicos de los alejandrinos. Proporcionará a la exégesis antigua algunos de sus más grandes nombres (Teodoro-de-Mopsuesta, Juan-Crisóstomo, Teodoreto), pero, en cambio, a ella podrán referirse algunos teólogos de tendencia racionalista (arrianismo, nestorianismo), así como de Alejandría nacerá una teología de tendencia mística (apolinarismo, monofisismo).


   De este modo, al despuntar el siglo IV, la Iglesia había ya ampliamente explotado el depósito entregado a su custodia: están fijadas ya las grandes líneas de su teología en lo referente a la tradición y a la autoridad, a la Trinidad y a la Encarnación, al bautismo y a la penitencia. A los siglos IV y V tocará acentuarlas y desarrollarlas.


IV EL SIGLO CUARTO


   Después de la persecución de Diocleciano, la «gran persecución» los edictos de Constantino y de Licinio (Milán y Nicomedia, 313) dan la paz a la Iglesia, que goza desde entonces de una situación oficial reconocida y protegida. A últimos de siglo, los edictos de Teodosio obligan a todos los pueblos del Imperio a vivir en la fe cristiana (380) y proscriben el culto pagano (391). La Iglesia ya con libertad de expansión, podrá utilizar ampliamente las riquezas de la cultura antigua, con lo que se verá surgir una cultura y una sociedad cristiana, acompañada de una magnífica floración literaria a lo largo del siglo IV. Los doctores serán excelentes escritores, muy superiores a los autores paganos de su tiempo, merced a la profundidad de su inspiración y a la sinceridad de su fe.


   En el plano doctrinal, el siglo lV está dominado por el arrianismo, formidable tentativa del pensamiento helénico de racionalizar el cristianismo. Arrio, sacerdote de Alejandría, discípulo de San Luciano de Antioquía, enseña que el Verbo, ajeno a la sustancia del Padre ha sido por Él sacado de la nada en el tiempo. El Concilio de Nicea (primer concilio ecuménico), convocado por Constantino, condena a Arrio y define que el Verbo es consubstancial (homoousios) al Padre (325).


   SAN ATANASIO EL GRANDE, patriarca de Alejandría en 328, será el defensor infatigable de la fe de Nicea; a compás de las fluctuaciones de la política imperial será desterrado cinco veces, gastando en el exilio 17 años de su vida, sin cejar jamás en su resistencia a los obispos arrianos y a sus protectores Constante y Valente (373). Su primera obra, una apología Contra los paganos y acerca de la Encarnación del Verbo, esboza las grandes líneas de su cristología: «El Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros nos hagamos Dios». Aparte de escritos de circunstancias (Apología a Constancio, Apología contra los Arrianos, Apología de su huida, Historia de los Arrianos para los monjes, Los decretos del Concilio de Nicea, Los sínodos...), su obra principal es un tratado en tres libros Contra los Arrianos. En ella discute ampliamente los textos bíblicos en que Arrio pretendía fundamentar su doctrina, volviendo insistentemente a la idea central que domina toda la teología de los Padres: si el Verbo de Dios no es Dios, igual en todo a su Padre, ¿cómo podrá divinizarnos? Al sistema cosmológico (teoría de los intermediarios) opone el misterio de nuestra salvación. Hacia el fin de su vida, diseña una teología del Espíritu Santo en sus cuatro Cartas a Serapión, obispo de Thmuis. Una Vida de San Antonio y un tratado De la virginidad hacen de San Atanasio el doctor del ascetismo y un maestro de la perfección cristiana.


   San Atanasio había defendido la fe de Nicea. Corresponde a los grandes doctores de Capadocia, herederos de la tradición de Orígenes, la elaboración de una teología de la Trinidad, sobre todo mediante la determinación del sentido de ciertas fórmulas (persona o hipóstasis, sustancia; una sustancia y tres hipóstasis), empleadas a veces con titubeos por Atanasio, y mediante el establecimiento de una equivalencia entre los vocabularios griego y latino (hipóstasis= persona; ousia= substancia).


   SAN BASILIO DE CESÁREA (329-379), retórico, monje y obispo, fue predicador y exegeta (Homilías sobre el Hexamerón), maestro de Ascética y legislador del monacato oriental (Reglas) (3); pero, sobre todo es el teólogo que recuerda a Eunomio el respeto al misterio de Dios, que hace triunfar la fórmula de una sustancia en tres hipóstasis (haciendo progresar la terminología del símbolo de Nicea), que sin osar aún a llamar Dios al Espíritu Santo, establece sin embargo su divinidad y consubstancialidad (De Epiritu Sancto). Es también el moralista que predica enérgicamente sus deberes a los ricos y la función social de las riquezas, y que determina las ventajas y los peligros de la cultura en la formación cristiana (A los jóvenes).


   SAN GREGORIO NACIANCENO (329-390), alma contemplativa, llevada a pesar suyo al campo de la acción, fue obispo de Constantinopla (379-381), donde tomó parte en el segundo Concilio ecuménico. Poeta, epistológrafo, interesa aquí especialmente como orador. Particularmente en los cinco Discursos teológicos pronunciados en Constantinopla, predica la fe en la Trinidad (distingue las Personas por sus relaciones de origen) y proclama abiertamente la divinidad del Espíritu Santo. Defiende contra Apolinar, que negaba a Cristo una alma racional, la integridad de la naturaleza humana del Verbo, el cual, «no salva sino aquello que asume». Traza los primeros rasgos de la cristología que se desarrollará en el siglo v.


   SAN GREGORIO NISENO (335-394), hermano menor de San Basilio y como él retórico y luego monje, fue por él ordenado obispo de Nisa en Capadocia. Además de orador, filósofo y teólogo es también un gran místico (Contemplación sobre la vida de Moisés, Comentarios sobre el Cantar, sobre las Bienaventuranzas, Tratado de la Virginidad). Ejercerá una influencia profunda que llegará en Occidente hasta Guillermo de Saint Thierry y San Bernardo (mística bautismal, renunciamento, éxtasis de amor, etc.) Su teología trinitaria concebida en oposición a Eunomio y Apolinar, no está exenta de un falso realismo platónico. El Discurso Catequético, que no es una catequesis sino un esquema de toda su teología, constituye el primer ensayo de una teología de la transubstanciación.


   Es preciso añadir aquí alguna referencia, a pesar de su distancia de los capadocios, de SAN CIRILO DE JERUSALÉN (+ 386), teólogo antiarriano que, no obstante, evita sistemáticamente el homoousios. Sus Catequesis bautismales son un testimonio precioso de la fe de la Iglesia de Jerusalén. Las cinco últimas, Catequesis mistagógicas (de atribución dudosa), son una iniciación a los misterios dirigida a los neófitos durante la semana de Pascua y constituyen un documento litúrgico de primer orden. Al mismo tiempo que los capadocios elaboran la fe de Nicea y asimilan lo mejor de la tradición de Orígenes en favor de la teología y de la mística cristianas, otros autores, adictos a la tradición de San Luciano, representan en Siria una tendencia distinta: más literal y científica en exégesis y más moralista y racionalista en teología.


   DIODORO DE TARSO (+ a fines del s. IV) y TEODORO DE MOPSUESTA (+ 428), fueron englobados en la condenación del nestorianismo con cuyo hecho sus obras quedaron entregadas a la destrucción. Partidarios, como exegetas, de la interpretación histórica y literal de la Escritura, en reacción contra la exégesis alegórica de Alejandría, la teología por ellos elaborada prepara el terreno a Nestorio.


   Un discípulo de Diodoro de Tarso, juntamente con Teodoro, es Juan de Antioquía (SAN JUAN CRISÓSTOMO, 354-407), asceta, diácono y luego sacerdote, que fue encargado de la predicación por el obispo Flaviano. Su fama hizo que fuese elegido obispo de Constantinopla (398), pero los celos de los obispos cortesanos, el rencor de la emperatriz Eudoxia, las intrigas de Teófilo de Alejandría motivaron su deposición y destierro (403-404). Muere en el Ponto, desterrado, el año 407. El Crisóstomo es sin duda, al mismo tiempo que el mayor predicador, el mayor exegeta de la antigüedad. Comentó en sus Homilías a San Mateo, San Lucas, San Juan y los Hechos de los Apóstoles y su comentario a San Pablo no tiene rival. De acuerdo con la escuela de Antioquía, su exégesis es al mismo tiempo histórica y doctrinal y rica en aplicaciones morales. Escritor ascético, apologista del monacato y de la virginidad, sabe, no obstante, dirigirse también a los casados para enseñarles a santificar su estado. Como teólogo, recuerda a los amoneos la incomprensibilidad de la esencia divina y la consubstancialidad del Verbo; predica la dualidad de naturalezas en Cristo sin detrimento de su unidad.


   TEODORETO DE CIRO (+ 480), adversario de San Cirilo en su lucha contra Nestorio y condenado con Teodoro de Mopsuesta en el segundo Concilio de Constantinopla (553), es autor de un importante tratado contra el monofisismo (Eranistes), de obras apologéticas e históricas; pero, sobre todo, es un exegeta preciso y penetrante que junta a la exégesis literal la interpretación espiritual (Salmos, Cantar, Profetas, San Pablo).


   Los Padres latinos de esta misma época ofrecen características bastante diversas. Menos especulativos que los griegos son por ello menos originales. No desconocen a los griegos, cuyas principales obras son traducidas al latín gracias a la ingente labor de Rufino y Jerónimo; con frecuencia, se contentan con adaptar a su auditorio latino la enseñanza de los griegos (v. gr. San Ambrosio). Como exegetas, consiguen aclimatar en Occidente la interpretación espiritual y alegórica de Orígenes; el mismo San Jerónimo no permanece extraño a este influjo que alcanzará también a toda la Edad Media latina. Como moralistas y pastores, se preocupan más de las cuestiones prácticas que los griegos y contribuyen a la elaboración de una teología del estado cristiano y de una sociedad cristiana (Ambrosio Agustín). Dominándolos a todos desde muy alto, sólo San Agustín es absolutamente original.


   SAN HILARIO DE POITIERS (+ 367) es el Atanasio de Occidente. Cuando el arrianismo llegó a las Galias, fue desterrado al Asia Menor, donde se puso al corriente de la doctrina de los Padres griegos y compuso el De Trinitate, que defiende con el testimonio de la Escritura la divinidad y la generación eterna del Verbo. La obra ejercerá mucha influencia sobre el De Trinitate de San Agustín A esta misma época pertenecen algunos escritos históricos y polémicos sobre el arrianismo. A su regreso a las Galias, Hilario restauró allí la ortodoxia. En su obra exegética comenta a San Mateo y los Salmos y explica los Misterios del Antiguo Testamento.


   SAN AMBROSIO (339-397) fue un alto funcionario imperial elevado a la sede de Milán (el año 373) en condiciones muy conocidas. Es una de las figuras más encumbradas del episcopado de la Iglesia en todos los tiempos. En oposición a un imperio, cristiano de nombre que pretende asumir el régimen de la Iglesia, es el primer teólogo que trata de precisar las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Al mismo tiempo, pone al alcance de sus fieles las enseñanzas de los doctores griegos (De fide, De Spiritu Sancto), comenta la Escritura según los principios de la exégesis espiritual y alegórica (Homilias sobre el Hexamerón, según San Basilio, diversos libros sobre el Antiguo Testamento; Comentario sobre San Lucas, según Orígenes). Adoctrina a sus clérigos acerca de sus obligaciones, inspirándose en Cicerón (De officiis), predica elocuentemente la virginidad y, junto con San Jerónimo, será uno de los primeros defensores en Occidente del culto de María. Inicia a los neófitos en los misterios que acaban de recibir mediante dos series de catequesis, que son para la liturgia occidental tan importantes como en Oriente las catequesis de San Cirilo de Jerusalén (De mysteriis, De sacramentis, la autenticidad de esta segunda colección, de la cual la primera es una simple edición retocada por el mismo Ambrosio, fué durante mucho tiempo discutida, pero hoy es reconocida).


   SAN JERÓNIMO (hacia 350-419) fué un asceta y un sabio de vida polifacética. Eremita en el desierto de Siria y secretario del papa Dámaso, discípulo de San Gregorio Nacianceno en Constantinopla y maestro de ascetismo de las damas de la alta sociedad romana vivió retirado al fin de sus días en su monasterio de Belén. Polemista temible y trabajador infatigable, amigo apasionado y susceptible, de una sensibilidad vibrante, es sin duda una de las figuras mas pintorescas y, también, de las más atractivas de la antigüedad cristiana. Traduce del griego cierto número de obras de Orígenes, de Eusebio, de Dídimo; combate ásperamente a los adversarios del ascetismo y de la virginidad. Mantiene contra su antiguo amigo Rufino una larga y penosa polémica a propósito de Orígenes, difunde a través de toda la cristiandad cartas de direción y de controversia, tratados de exégesis o de teología; a petición de Dámaso, emprende una refundición de la traducción latina de toda la Biblia y su traducción se impone a todo el Occidente (Vulgata); comenta los Salmos para sus monjes de Belén, así como una parte del Nuevo Testamento. Su erudición no es quizá muy profunda y su exégesis resulta a veces un tanto pobre y superficial; sus traducciones valen más que sus comentarios. Siempre será, no obstante, el modelo admirable de una vida totalmente consagrada al servicio de la Iglesia y al asiduo estudio de la palabra de Dios.


   SAN AGUSTÍN (354-430). El mayor de los Padres latinos es, sin duda alguna, el mayor de todos los Padres de la Iglesia; su pensamiento domina toda la historia de la teología latina. Son conocidas las grandes etapas de su vida. La juventud en Tagaste, en Roma, en Milán, la crisis con el desenlace de su conversión y bautismo (387), el sacerdocio y el episcopado en Hipona (395), la muerte en esta ciudad bajo el asedio de los vándalos (28 de agosto de 430). Heredero de toda la cultura y filosofía antigua, es el principal artífice de la elaboración en Occidente de una cultura y civilización cristianas. Su teología domina toda la teología latina. Fue preponderante hasta el siglo XIII; inspira todavía secciones amplias del pensamiento de Santo Tomás y, aun después de este doctor, su influencia permanece viva en muchos pensadores cristianos que guardan fidelidad a la inspiración agustiniana. Sería preciso estudiar en él al filósofo que asume y cristianiza determinados temas platónicos (conocimiento por participación de la luz divina, sabiduría y contemplación, tiempo y eternidad). Se habría de estudiar también al exegeta que pone al servicio de una mejor inteligencia de la Escritura todos los recursos culturales (De doctrina christiana), que estudia con precisión los problemas que plantea el Génesis (De Genesi al litteram), o la divergencia de los relatos evangélicos (De consenso evangelistarum) y, sobre todo, que comenta incansablemente para sus fieles los Salmos y el Evangelio de San Juan. Sin evitar siempre el abuso de la alegoría, San Agustín ofrece en estos comentarios uno de los mejores ejemplos de interpretación espiritual de la Escritura, al mismo tiempo que un modelo de predicación, a la vez muy sencillo y popular y espiritualmente elevado. En su Enchiridion puede hallarse una exposición general de su teología; en el De vera religione o en el De moribus Ecclesiae catholicae, el eco de sus discusiones con los maniqueos. La controversia contra el cisma donatista absorbió a Agustín hasta el 411 II e inspiró una gran parte de las Enarrationes in Psalmos y del Tractatus in Johannem en los que trata especialmente del valor del bautismo conferido por los herejes y del misterio de la Iglesia y de su unidad. A las Enarrationes se debe acudir para encontrar las mejores páginas de Agustín sobre el cuerpo místico y al Tractatus para conocer su enseñanza sobre los sacramentos, particularmente sobre la Eucaristía. La lucha contra el pelagianismo preocupa a Agustín desde el año 412 hasta el fin de sus días (De gratia Christi et de peccato originali, etc.). A una concepción enteramente humana y racionalista de la gracia opone Agustín su experiencia del pecado (pecado original), de la gratuidad y de la omnipotencia de la gracia; recuerda a los monjes provenzales (a quienes más tarde se llamará semipelagianos), que la iniciativa de nuestras, buenas acciones y de la misma fe viene de Dios (De gratia et libero arbitrio, De praedestinatione sanctorum). La controversia se prolonga durante el siglo v; Próspero de Aquitania, Fulgencio de Raspe en África, defenderán las tesis agustinianas contra Casiano, Vicente de Lerins (4), Fausto de Riez y otros galos, hasta que el concilio de Orange, reunido en 529 por San Cesáreo (+ 542), sanciona la teología agustiniana de la gracia, rehusando aceptar, sin embargo, algunas rigideces de su pensamiento (predestinación, reprobación) que darán más tarde origen a burdos errores.


   Todavía debemos señalar la importancia concedida por Agustín a las cuestiones morales y ascéticas (virginidad y matrimonio); de él proviene la teología clásica acerca de los «bienes del matrimonio». Finalmente digamos también una palabra de las dos obras mayores de San Agustín. El De Trinitate (400-416) es al mismo tiempo una exposición completa de la teología latina sobre la Trinidad y un ensayo para encontrar en la psicología humana una imagen de la Trinidad: conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría, he aquí los grandes temas agustinianos que en esta obra se desarrollan. La ciudad de Dios (413-426) es toda una teología del Estado y de la historia, de la inserción del reino de Dios en el mundo y de su necesaria distinción. Sienta las bases de la noción cristiana y medieval del Estado.


   La obra de San Agustín representa el esfuerzo más extracrdinario de la fe en busca de la inteligencia (la fórmula de San Anselmo fides quaerens intellectum, se inspira en él), «inteligencia espiritual» que florece en sabiduría.


V EL SIGLO QUINTO


Fin de la edad patrística


   La literatura patrística del siglo v es mucho menos rica, ya que no menos abundante, que en las edades precedentes. La decadencia de la cultura se acentúa rápidamente, el imperio se disgrega ante las invasiones bárbaras; se abre una sima entre Oriente y Occidente, el Oriente está dividido por controversias teológicas mezcladas de rivalidades políticas y nacionales que preparan la escisión de la cristiandad y su decaimiento ante el Islam. Sin embargo, no se puede desconocer la importancia dogmática y espiritual de los problemas que se plantean y de las soluciones aportadas.


   Al mismo tiempo que se enfrentan dos grandes patriarcados Alejandría y Constantinopla, se oponen también dos teologías y dos espiritualidades. Más atentos a las realidades históricas del Evangelio, los teólogos de Antioquía se inclinan a una distinción más radical en Cristo entre lo que es del hombre y lo que es de Dios y a no reconocer entre uno y otro más que una unión puramente moral. Nestorio, patriarca de Constantinopla, rehuirá siempre hablar de unión «física» o hipostática en el sentido establecido por San Cirilo y negará, en consecuencia, que María, madre de Cristo, fuese «madre de Dios» (Theotokos). Fue depuesto por el concilio de Efeso (431). La reacción monofisita subsecuente llevó al emperador Marciano a convocar en Calcedonia un nuevo concilio (451), que, reunido en sesión bajo la presidencia de los legados del Papa San León, canonizó la carta de éste a Flaviano de Constantinopla (Tomo a Flaviano) y definió la existencia en Cristo de dos naturalezas distintas y perfectas, unidas sin confusión ni mezcla en una sola persona o hispóstasis, el Dios Verbo, Hijo único de Dios. La teología antioqueno-romana salió vencedora de la teología alejandrina. En Calcedonia, la resistencia del monofisismo sirio y egipcio engendraría interminables disputas, la desmembración de la unidad del Oriente cristiano y la constitución de Iglesias separadas (nestoriana, jacobita) que todavía hoy siguen irreconciliables.


   Dos grandes figuras dominan todas estas disputas: San Cirilo de Alejandría y San León Magno.


   SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA (+ 444), el «sello de los Padres» cierra gloriosamente la edad de oro de la literatura patrística en Oriente. Adversario acérrimo de Nestorio, a quien hizo condenar en Efeso, es el gran teólogo de la unión hipostática. La imprecisión de su vocabulario, en el que se deslizan inconscientemente fórmulas apolinaristas, impidió durante largo tiempo a los teólogos orientales (Teodoreto) incorporarse a su doctrina. Habrá que esperar a Calcedonia para que se logre la uniformidad de vocabulario. Además de ser el defensor del Verbo Encarnado y de la maternidad divina de María, es también un gran teólogo de la Trinidad, un exegeta de valor considerable (su Comentario sobre San Juan es uno de los mejores que existen) y un maestro de la vida espiritual, que concibe al cristiano divinizado por el Verbo Encarnado y por el Espíritu Santo. Los doce Anatematismos contra Nestorio resumen lo esencial de su teología. Provocaron largas controversias y, a pesar de que no obtuvieron la canonización oficial del concilio de Éfeso, fueron sancionados en documentos posteriores del Magisterio.


   El misterioso desconocido que hace pasar sus extraños escritos bajo el nombre de DIONISIO EL AREOPAGITA está vinculado, sin duda a los medios monofisitas siríacos de fines del siglo v. Fuertemente influida por el neoplatonismo (Proclo), su doctrina es una teología de la participación y de la jerarquía (Jerarquía celeste, Jerarquía eclesiástica), es también una teología del conocimiento negativo de Dios y de la pasividad y el éxtasis (Teología sofistica). Esta obra, aceptada universalmente desde el siglo VI como de origen apostólico y traducida al latín por Scoto Eriúgena (850), ejerció una influencia considerable, tanto en Occidente como en Oriente (teología del conocimiento de Dios, de los ángeles, de los sacramentos, del episcopado, de la vida contemplativa).


   El monofisismo tuvo en el siglo VI algunos importantes teólogos SEVERO DE ANTIOQUÍA y JULIÁN DE HALICARNASO, su principal adversario fue LEONCIO DE BIZANCIO, que dio un impulso considerable a la teología de la Encarnación, mostrando que la naturaleza humana de Cristo subsiste en la hipóstasis del Verbo.


   En el siglo VII, SAN MÁXIMO EL CONFESOR (+ 662) es adversario de los monotelitas (rama derivada del monofisismo que defiende darse una sola voluntad en Cristo), y sobre todo, un gran escritor místico (Centurias sobre la caridad).


   Finalmente, SAN JUAN DAMASCENO (+ 749) clausura el período patrístico. Su obra principal La fuente del conocimiento, resume en su tercera parte (De fide orthodoxa) toda la teología griega; fue el manual de teología dogmática de la Iglesia bizantina y eslava; traducida al latín en el siglo XII, fue el medio de transmisión al Occidente de todo lo esencial de la herencia de los Padres.


   En Occidente, SAN LEÓN EL MAGNO, Papa de 440 a 461) es, después de Damaso e Inocencio I y antes de Gelasio, el primero entre los pontífices grandes escritores, teólogo sólido y al mismo tiempo un defensor civitatis (sale al encuentro de Atila el año 425). Sus Sermones son modelo admirable de predicación litúrgica y dogmática, al mismo tiempo que de sobriedad y concisión romanas. Sus cartas constituyen importantes documentos históricos teológicos y disciplinares. Ya hemos hablado de la importancia de su epístola dogmática a Flaviano de Constantinopla (Tomo a Flaviano 449) que expresa en fórmulas decisivas la teología occidental de la Encarnación y servirá de base a la definición de Calcedonia (dos naturalezas perfectas en una sola persona). SAN CESÁREO DE ARLES (+ 542) adapta a las costumbres de una población todavía pagana los sermones y la doctrina de San Agustín. Es uno de los mejores predicadores populares de la antigüedad latina.


   Coetaneo de San Gregorio es el gran Padre español SAN ISIDORO DE SEVILLA (560-636), una de las figuras que mayor influencia ejercieron en todo el medioevo latino. Arzobispo de Sevilla, luchó denodadamente por la unidad del reino godo y por la extirpación total del arrianismo en España, promoviendo para ello concilios nacionales. En los veinte libros de que se compone su obra conocida con el nombre de Etimologias, el santo doctor reunió todo el saber de su tiempo, contribuyendo así poderosamente a transmitir a la posteridad el gran acervo de cultura clásica y patrística en trance de perecer. Esta obra y otras de su incansable pluma, como el escrito histórico De viris illustribus y el teológico-litúrgico De ecclesiasticis officiis, fueron muy leídas durante la Edad Media. San Isidoro de Sevilla merece indiscutiblemente un puesto destacado entre los doctores que cierran la época patrística. Al término de la antigüedad y en la aurora de la Edad Media un gran papa, SAN GREGORIO EL MAGNO (590-604), recoge toda la herencia de la antigüedad cristiana y de una cultura ya en vías de decadencia y sienta las bases de la cristiandad medieval. Sus cartas son el reflejo de su actividad pastoral, mientras que el Líber regulae pastoralis explica su ideal del sacerdote y obispo, sus comentarios sobre Job (Moralia), sus homilías sobre el Evangelio, sobre Ezequiel, donde el alegorismo medieval se cebó sin medida, ofrecen una rica enseñanza moral y espiritual y constituyen una de las fuentes de la espiritualidad medieval (vida contemplativa).


VI LOS DOCTORES DE LA IGLESIA


   Entre los Padres, algunos adquieren un destacado relieve por haber iluminado ampliamente todo el campo de la revelación y abierto nuevos caminos a la teología de los siglos posteriores; el ejemplo más eminente es San Agustín, cuya autoridad excepcional fue reconocida inmediatamente después de su muerte por el Papa Celestino I. La Iglesia reconoce en ellos los intérpretes autorizados de su doctrina.


   Su lista se constituyó lentamente. Desde el siglo VIII, la Iglesia latina reconoce como tal a San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio, mientras que la Iglesia griega reconocía tres grandes «doctores ecuménicos» en San Basilio, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo; la tradición latina posterior añadirá a éstos el nombre de San Atanasio, con lo que se tendrán cuatro doctores griegos como se tenían ya cuatro doctores latinos.


   El título de doctor de la Iglesia recibió de Bonifacio VIII (1298) una primera consagración oficial y litúrgica; al igual que los apóstoles y evangelistas, los cuatro doctores latinos tienen oficio de rito doble con Credo en la misa.


   Esta lista se ha engrosado considerablemente en los tiempos modernos. En 1567, el dominico San Pío V otorga el título de doctor a Santo Tomás de Aquino, y, en 1588, el franciscano Sixto V hace lo propio con San Buenaventura. En nuestros días han recibido el título y oficio de doctor, entre los Padres de la Iglesia, los siguientes: San Atanasio, San Hilario, San Basilio, San Cirilo de Jerusalén, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría, San Pedro Crisólogo, San León, San Isidoro de Sevilla, San Juan Damasceno; entre los teólogos de la Edad Media y de los tiempos modernos, después de Santo Tomás y San Buenaventura lo han recibido San Beda (+ 735), San Pedro Damián (1072), San Anselmo (1109), San Bernardo (1153), San Antonio de Padua (1231), San Alberto Magno (1280), San Juan de la Cruz (1591) San Pedro Canisio (1597), San Roberto Belarmino (1621), San Francisco de Sales (1622) y San Alfonso María de Ligorio (1787). Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Jesús y Santa Teresa del Niño Jesús.


   El título de doctor representa, además del oficio litúrgico, la recomendación de su doctrina, sobre todo en orden a la enseñanza


MEDITACIÓN







Orar en el Espíritu Santo.
La oración cristiana personal es siempre una oración en el Espíritu. Esta no sólo tiene su expresión en la meditación o contemplación de la Palabra, en la expresiones litúrgicas; sino también se puede orar en el Espíritu de una forma sencilla, cargada de silencio y de contemplación, con la ayuda de las imágenes.

Es verdadera oración en el espíritu la que nos concentra en Cristo, en su rostro y en su mirada, en la contemplación de su belleza, para que aprendamos a descubrir en El ese icono fundamental que tiene que reflejarse también en nuestra vida, pues estamos destinados a ser conformes a la imagen del Primogénito.

El Antiguo Testamento nos habla del deseo de ver a Dios, de la búsqueda del rostro de Dios en su templo Santo. Pero lo que fue deseo de los justos del A.T. se convirtió en realidad en el Nuevo Testamento, cuando los hambres contemplaron la gloria de Cristo en su rostro humano, que podía mirar y del que se desprendía una mirada de amor.

También hoy el Espíritu orienta nuestra mirada hacia Jesús para entrar en comunión con Él, descubrir su presencia, contemplar su rostro, imagen del Dios invisible.

Por eso el Espíritu Santo, iconógrafo interior, revelador de Cristo, nos empuja suavemente hacia este tipo de oración que a partir de la meditación de la imagen exterior se interioriza en la contemplación de Cristo dentro de nosotros, allí donde contemplamos en los "semblantes plateados" de nuestro espíritu, donde la imagen de Cristo está impresa, para que poco a poco nos vaya llevando a la conformación interior.


Orar con la Iglesia.
Desde siempre la Iglesia ha querido orar con imágenes. La presencia de Cristo ha llegado a través de las mediaciones con imágenes en los templos para favorecer su recuerdo, para actualizar su presencia, como estímulo de la fe personal y del encuentro con Él, en la santa celebración de los misterios litúrgicos y en la meditación personal.

La imagen en la tradición oriental es como una presencia sacramental de la persona y del misterio que representa, tanto en la liturgia como en un sencillo ángulo de la habitación o de la capilla, así como también en un lugar discreto de nuestro trabajo cotidiano.
Estas imágenes favorecen en la oración el sentido interpersonal del encuentro y la carga de contenido mistérico que nos revela la imagen. Orar, en esta perspectiva, es buscar, encontrar, acoger la presencia y la mirada de Cristo, y dejarse evangelizar por el contenido del misterio de la salvación que se nos ofrece en esa imagen.

En el contexto cultural en el que vive el hombre de hoy, inmerso en la civilización de la imagen, en la cultura televisiva y cinematográfica, no todo lo que recibe es belleza. Cuantas imágenes turban la conciencia y contradicen la vocación del hombre a la contemplación de Dios y de la belleza de Dios. Muchos cristianos han sustituido la televisión por el icono... Podemos, pues, con este tipo de meditación salir al encuentro del hombre de hoy, evangelizar su sed de belleza, de la belleza en Cristo y en la Virgen para que aprenda a saborear la verdadera belleza de Dios.


Una actualización de la pedagogía clásica de la oración.
La oración con imágenes es típica de la experiencia y pedagogía oracional de algunos maestros espirituales, como Santa Teresa de Jesús. Ella aprendió a orar  mirando imágenes y aconsejó como óptimo medio de presencia y de recogimiento esta contemplación, para favorecer el encuentro personal con Cristo y el diálogo con Él.

Esta pedagogía de Santa Teresa está fundada en dos observaciones de carácter psicológico y teológico:
- Desde el punto de vista psicológico, el hombre está disperso en su sensibilidad y psicología; tiene necesidad de algunas meditaciones que lo recojan y concentren; la imagen puede ser algo que ayuda a concentrar su mente y su corazón, su imaginación y su pensamiento;

- Desde el punto de vista teológico, Dios no se nos presenta inmediatamente; se nos ofrece y hace presente a través de meditaciones de su presencia: la naturaleza, las palabras, la imagen, la presencia eucarística o sacramental.

La imagen puede ser, pues, una mediación  de esta presencia que nos permite entrar en comunión con Dios, según la hermosa tradición oriental y su teología del icono, como sacramental de la presencia de cristo, de la Virgen y de los Santos.

En primer lugar se trata de concentrarse en la imagen y buscar y hallar esa presencia. En segundo momento se trata de interiorizar esa presencia de Jesús dentro de nosotros, ya que Él vive, por la fe y la comunión sacramental del bautismo y de la Eucaristía, dentro de nosotros.

Así, poco a poco, se interioriza la imagen y se interioriza el misterio, la relación interpersonal. Se trasciende la meditación externa para quedarnos con la presencia interior y llegar a ese encuentro interpersonal..

Esta es la técnica de meditación que poco a poco desemboca en lo que santa Teresa llama oración de recogimiento. Es tan importante esta forma de orar, que Santa Teresa la ha resumido en esta fórmula tan densa: "Mire que le mira". Esto significa:

- Dios nos mira siempre con amor en Cristo; orar es tomar conciencia de estar en presencia permanente de un Dios que constantemente nos mira con amor y misericordia, de manera que podamos responderle con la misma forma sencilla y profunda: devolver a Dios una mirada de amor.

- Una convicción, sacada de la experiencia, nos dice, como agudamente observa la Santa "que no parece nos escuchan los hombres cuando hablamos si no vemos que nos miran"; el perfecto diálogo incluye la mirada limpia y recíproca; así sabemos que Dios nos mira cuando le hablamos y nosotros miramos a Dios cuan Él nos habla; la oración es un encuentro de miradas.

La contemplación de una imagen expresa concretamente esta relación, favorece la educación a la concentración y a la contemplación interior, se simplifica en la atención sencilla al Dios que nos mira, a Cristo que vive en nosotros. 



Una oración para el cristiano de hoy.
La oración con iconos representa una oportunidad, un estimulo para la oración contemplativa, pero desde un punto de vista positivo y cristiano, casi como una contestación a los métodos negativos y abstractos de la técnicas orientales.

Entre otros valores modernos de esta oración hay que notar estos elementos:

- recuperar el misterio del rostro, de la persona, así como la relación simple y profunda de la mirada;

- favorecer la quietud contemplativa y la sinceridad del encuentro interpersonal, en esa cara a cara que exige verdad en la relación con Dios.

- estimular la capacidad de llenar el silencio con una presencia y concentrar nuestra dispersión psicológica y espiritual con la ayuda de la imagen.

Este tipo de oración simplifica la comunicación con Dios. Mirar a Dios como nos mira primero y siempre con amor, abrirse al amor misericordioso. Orar es también dejarnos mirar por Dios hasta el fondo, para que llegue a donde nadie llega, hasta nuestro subconsciente. 

Descubrir el rostro de Cristo en los otros será la consecuencia de esta concentración contemplativa, para verlos como son, rostro de Cristo transfigurado o desfigurado, para amarlos y servirlos.

Mirar la imagen es orientar nuestra vida hacia nuestra propia realización en Cristo. Aquí tenemos también una forma de contemplación litúrgica que une así la oración personal con un elemento de la liturgia, que nos convoca al misterio, que nos remite a los contenidos de la Palabra y de la oración de la Iglesia, impregnando de espíritu contemplativo nuestra propia experiencia litúrgica a través del mundo de los rostros pintados y de los rostros vivos de la comunidad eclesial.


LA PRESENTACIÓN

 INTRODUCCION   
“ El Creador de Adán es llevado como niño, el Incontenido se hace contenido en brazos de un viejo. Aquel que mora en el seno ilimitado del Padre, está circunscrito por su propia voluntad en la carne, no en la divinidad”.  Romano el Meloda XVI, 1.
          “A Simeón que estaba a punto de abandonar este mundo falaz, fuiste presentado como niño, cuando él te conocía como Dios perfecto, y se quedó atónito por tu inefable sabiduría, y con él también toda la naturaleza  angélica quedo sorprendida por la gran obra de tu Encarnación, porque veía a Aquel que es inaccesible como Dios, accesible a cada uno como hombre, conversar con nosotros y escucharnos a todos.” Himno Akatistos.
“Tu que con tu nacimiento has santificado el seno de la Virgen y has bendecido como convenía los brazos de Simeón, has venido y nos has salvado también a nosotros, Cristo Dios.
Conserva en la paz a tu pueblo y haz fuertes a aquellos que nos gobiernan, oh único Amigo de los hombres” Himnos Apolytikion y Kontakion
  “Salve, oh llena de gracia, Madre de Dios y Virgen, puesto que de ti ha salido el Sol de Justicia, Cristo Dios nuestro, que ilumina a aquellos que yacían en las tinieblas.
Alégrate tu también, oh justo anciano que has recibido entre los brazos al Salvador de nuestras almas, que nos hace donación de la Resurrección.” Himno Akatistos

 EL NOMBRE
  La iglesia bizantina le da el nombre significativo a esta fiesta del Santo Encuentro, entre el hombre viejo, Simeón y el Hombre Nuevo, Cristo, entre Dios y el hombre.
  Los nombres de Purificación de María o de Presentación u oferta del Niño en el templo, están  muy presentes tanto en la liturgia como en la homilética, pero con menos relieve que el encuentro  con Simeón.


 LA VIRGEN
Este icono tiene pocas variantes.
La Virgen esta siempre en el centro de la escena frente a Simeón en actitud de dar o de haber dado ya a su Hijo.
La Virgen entregando el Niño a Simeón o el Niño ya en brazos de Simeón, señala a que tradición bizantina pertenece.
La Madre con el Niño en brazos es tradición bizantina griega, el Niño ya en brazos de Simeón es tradición bizantina rusa-eslava.
Los pueblos eslavos y ruso reciben de la iglesia griega la salvación: Cristo.
La Madre de Dios va con las manos tapadas, veladas, en señal de adoración a su Hijo y Dios que ha querido así disponer de ella.
María se halla colocada en primer plano delante del santuario de Dios representado por el altar  cubierto por el baldaquino que simboliza el Templo, lo cual no es casual.
La Iglesia bizantina en uno de sus himnos más populares, el Himno Akhatistos, canta: “Al ensalzar tu parto, oh Madre de Dios, te celebramos todos cual templo animado, habiendo morado en tu seno el Señor, que en una mano todo sostiene, El te santificó, te glorificó, enseñó a todos a exclamar a ti: Salve, oh habitáculo de Dios y del Verbo; salve oh Santa entre todos los santos, salve, oh arca indorada del Espíritu Santo”.
Ella está en el centro porque encarna el candelabro sobre el que brilla la luz, es esa “lampara resplandeciente, aparecida a aquellos que están en las tinieblas, puesto que habiendo proporcionado la Luz inmaterial, guía a todos al conocimiento divino, iluminando de esplendor las mentes” (Akathistos).
Su manto es rojo, símbolo del sufrimiento, que marcará su humanidad y que Simeón le profetizo: “A ti una espada te traspasará el alma”.
  Tiene su vestido azul para recordar su profundo valor teológico y funcional: Madre de Dios y presencia misericordiosa e intercesora entre el Hijo y Dios para toda la humanidad, de la que es primicia. Esto también se simboliza cuando la túnica es verde. Ella esperó y en ella se cumplió todo lo dicho por parte del Señor.


 CRISTO.  
Este parece desaparecer entre edificios y personajes, pero no es así.
Su actitud no es la de un niño, sino más bien la de un adulto o aun mejor la de un legislador, de un rey. Tanto si esta en brazos de María como de Simeón estos le sirven de trono.
Siempre mira hacia el que tiene delante tanto si esta en brazos de María como de Simeón.
Él tiene en sus manos el quirógrafo del pecado, el documento donde está escrita nuestra deuda y cuyas condiciones nos eran desfavorables. “Quien perdona las deudas a todos los hombres, queriendo perdonar las antiguas ofensas, espontáneamente vino a los desertores de su gracia, y rasgó el quirógrafo del pecado” (Akathistos).
El profeta había advertido...”serás visitada por el Señor de los ejércitos con truenos, estruendo, con huracán, tempestad y llama de fuego devorador” Is. 29,6. Pero en lugar del Señor de los ejércitos sólo hay un niño.
  El tema del Encuentro  pone particular acento  sobre el inefable acto de amor que el Señor ha realizado a favor de su “imagen” el hombre.
“El se ha encarnado  y por amor ha aparecido como hombre, para atraer a sí como hombre a la humanidad”. Himno Akatistos.
Señor Omnipotente, se ha presentado como humilde servidor, para que el hombre no se quedase espantado ante su infinita majestad y sintiera su propia fragilidad e impureza como Isaías 6, 1-7 en su visión, sino como Simeón corriera a su encuentro, y teniéndole en brazos, pudiera experimentar toda su confianza.        
  El encuentro entre Cristo y Simeón se da delante del altar: el altar de la Nueva alianza, el altar sobre el que se inmola el Cordero inmaculado, el altar sobre el que sé perpetua el sacrificio del Señor.
  Cada hombre es Simeón y en cualquier momento puede encontrar al Señor, recibir en sus propias manos al Señor de los ejércitos uniéndose a la Eucaristía.
  Es el paso de la ley a la fe, de lo antiguo a lo nuevo, el encuentro del antiguo Israel con el nuevo Israel.
  Todos somos hijos e hijas de Dios por la fe en Cristo Jesús, pues todos los bautizados en Cristo de Él hemos sido revestidos. Todo es nuevo en Cristo Hijo de Dios, Hijo del Hombre.



SIMEON. EL DIALOGO DE LAS MIRADAS.
Simeón esta con las manos veladas y agachado hacia Cristo en señal de adoración.
Su rostro es iluminado por una mirada llena de ternura. Y hay un dialogo mudo que interpreta perfectamente Romano el Meloda, en que Simeón  parece decir a Cristo: “ Tú eres grande y glorioso, has sido engendrado misteriosamente por el Altísimo, hijo todo santo de María. Digo que eres uno, visible e invisible, finito e infinito. Según la naturaleza pienso en ti y creo que eres hijo eterno de Dios, pero también te confieso, mas allá de la naturaleza, como hijo de la Virgen. Por esto oso considerarte como una lámpara: porque cualquiera entre los hombres que lleve una lámpara alumbra pero no se quema”. Romano el Meloda.
 Simeón parece decir a María: “...eres la puerta cerrada, oh Madre de Dios, porque por ti el Señor ha entrado y ha salido, sin que fuera abierta o sacudida la puerta de tu castidad..te profetizo que el Señor no se ha manifestado para que algunos caigan y otros sean levantados; el Misericordioso no siente placer alguno por la caída de los hombres, ni hace caer a los que están de pie... está entre nosotros para aprestarse a levantar a los que están caídos, para rescatar de la muerte a su criatura...
...Te predigo que será señal de contradicción. La señal será la Cruz. Este misterio será objeto de tal contradicción que en tu espíritu se creará la incertidumbre... cuando veas clavado en la cruz a tu Hijo y recuerdes, oh Inmaculada, las palabras del Ángel en tu Anunciación... entonces dudarás. El desconcierto en que el dolor te hundirá, será para ti como una espada; pero luego llegará la curación inmediata de tu corazón”. Romano el Meloda XIV, 17.
Al final Simeón, conmovido pide irse en paz.
El Niño mira intensamente al anciano y con su regia mirada demuestra claramente que aprecia su plegaria.
Hay un nexo  espiritual  que lo traducen las miradas de Cristo y Simeón y plasman admirablemente el sentido profundo del acontecimiento  humano y divino.
Romano el Meloda ha puesto poéticamente estas palabras en la boca de Cristo y dirigidas a Simeón: “ Amigo mío, ahora permito que dejes este mundo para habitar en la vida eterna. Te envío ahí donde se encuentran Moisés y los otros profetas: anúnciales que he venido, yo del que han hablado las profecías he nacido de una virgen como predijeron: me he aparecido a aquellos que habitan el mundo y he vivido entre los hombres como anunciaron. Pronto iré a encontrarte rescatando a la humanidad”


 ANA
 Ana esta representada  a menudo con el dedo de la mano derecha levantado o hablando a José o solo consigo mismo, se capta aquí el momento en que ella hablaba a todos del Niño. A menudo tiene en sus manos  un rollo, que significa el don de la profecía.
La escritura no especifica lo que dijo, pero también ella mereció por su vida santa encontrar como Simeón al Salvador.




 


JOSE 
 
Tiene entre sus manos la ofrenda de las palomas. Escucha en silencio y asombro lo que se dice del Niño.


            A menudo los personajes de la representación forman dos parejas, pero no están asociados entre ellos por relación humana, es el Niño el elemento que les une: el amor del Señor.


 



 




FONDO
En el centro de la escena pero en segundo plano se ve un cimborio o baldaquino con el altar, tal y como esta en las iglesias bizantinas.  Se representa el presbiterio de una iglesia bizantina, esquematizando así el concepto de Templo. Dando la idea de que todo ocurre ante el Santuario del Señor.
Algunas veces en el fondo o al lado, se yergue un edificio. Se trata de la representación externa del Templo, reclamo visual del pináculo sobre el cual Jesús fue tentado.
El trono se representa a un lado. El trono hace referencia a la visión de Isaías 6,1-7.
El altar esta colocado en el centro. Todo hombre puede encontrarse con Cristo participando de su mesa en la Stª Comunión.
En algunos iconos el velo purpúreo que cubre los edificios del fondo, quiere expresar figurativamente el manto del Señor que llena todo el santuario Is. 6, 1-7 y recubre todo lo creado


 LA FIESTA
Esta fiesta probablemente tuvo su origen entre la Iglesia de Jerusalén. Las primeras referencias sobre ella  datan del siglo IV en el Diario de Viaje de la peregrina Eteria y se celebraba el día 14 de febrero en la iglesia de la Anastasis o Resurrección, sin particularidad alguna excepto el sermón que comentaba la Presentación de Jesús en el Templo, pero no se mencionan los cirios.
Según Cirilo de Escitópolis (+ hacia 560) fue la matrona romana Ikelia (450-457) la que sugirió celebrar la presentación introduciendo el uso de una procesión acompañada de luces.
Cirilo de Alejandría (+ 444) exhorta a los fieles: “ Festejemos de forma resplandeciente con brillantes lámparas el misterio de este día” y en una homilía jerosolimitana anónima de la misma época se puede leer: “ Seamos resplandecientes y nuestras lámparas sean brillantes. Como hijos de la luz ofrecemos cirios a la verdadera Luz que es Cristo”
Severo, patriarca de Antioquia (512-518) nos hace llegar la noticia que se celebraba esta fiesta en las iglesias de Palestina y Constantinopla donde hacia poco que había sido introducida (Rahmani.Estudia syriaca pag.3)
Entre finales del siglo V principios del VI, las distintas iglesias del territorio oriental del imperio ya la celebraban.
En la Crónica de Teofanes se lee que en octubre del 534, se había declarado una gran peste en Constantinopla y al cesar esta Justiniano  ordenó que la fiesta de la Presentación se celebrará en la capital y en todo el imperio el 2 de febrero
También pudo variar del 14 al 2 de febrero al afianzarse la fiesta del 25 de diciembre en Constantinopla para que coincidiera con los 40 días de la Presentación tal y como el evangelio lo narra.
La fiesta  se venia celebrando en Bizancio desde el 602 en la Iglesia  de la Virgen de las Blanquernas en Constantinopla, pero nunca ha asumido  la referencia mariana como ha sucedido en occidente, fiesta de las candelas, sino que ha sido siempre una fiesta del Señor.
En Roma fue introducida la fiesta por el Papa Sergio I (687-701), un italosirio procedente de la Sicilia Bizantina y es muy discutida la opinión de su celebración en Roma para contrarrestar las fiestas paganas de las Lupercales o de la búsqueda de Proserpina por su madre Ceres. No hay relación alguna de este suplantamiento.


ABRAHAM

ABRAHAM - TEXTOS

 


1. ISAAC/ABRAHAN ABRAHAN/ISAAC.
¡Dios es un misterio impenetrable! ¿Cómo puede decir a 
Abrahán: "De Isaac nacerá tu posteridad y después darle la orden 
inexplicable de sacrificar al hijo prometido y tan deseado"? La 
existencia incomprensible de Dios, que hace sufrir y gritar al 
corazón de Abrahán, imponiéndole sacrificar al hijo de la Promesa. 
La prueba de la fe de Abrahán no consiste sólo en anteponer el 
mandamiento divino a su amor paterno: es mucho más profunda y 
terrible, porque parece que en ella el hombre debe dudar del mismo 
Dios, estando la voluntad de Dios, que le impone sacrificar a Isaac, 
en oposición con la divina promesa, según la cual éste será el 
padre de una numerosa descendencia.
........................................................................

2. FE/FUTURO  /Hb/11/ABRAHAM CR/PEREGRINO 

Abraham ha emprendido su peregrinación confiando en la 
Palabra de Dios. Según la epístola a los Hb, Abraham ha venido a 
ser padre de los creyentes justamente porque ha andado errante. 
Él "se pone en camino", dando así comienzo a un movimiento sin 
fin, bajo un doble aspecto: esto es, del cambio efectivo de 
residencia y de una actitud espiritual... Todavía hoy, este 
movimiento no ha llegado a la meta... Desde entonces, la existencia 
del creyente será representada por la imagen de la peregrinación. 
Para el creyente lo esencial es estar en camino hacia el futuro. Su 
existencia no tiene nada de sólido ni de inmóvil, nada de 
preestablecido, sino que es un continuo devenir, una 
transformación incesante.
.................................................................

3.
-Obedecer a la llamada 
La vocación de Abraham y la elección de su descendencia 
siempre han llamado la atención de los cristianos, que las 
consideraban como el tipo de su vocación personal y de la elección 
de la Iglesia.
El relato del Génesis ha sufrido en este pasaje, como en muchos 
otros, los retoques de tres tradiciones. De forma sorprendente, 
mantiene una perfecta unidad y el personaje Abraham, escapando 
a toda representación anecdótica, sale de ellos religiosa y 
admirablemente aislado. Quedará para siempre como aquel a quien 
Dios escogió en su amor para bendecirlo y confiarle sus promesas; 
tal es el retrato que de él ha querido trazar la fuente Yahvista.
Pero una confianza tal por parte de Dios no va sin exigencias; 
espera ser pagada en retorno. El patriarca, en medio de los 
obstáculos acumulados en su vida, dará pruebas de una fe que 
será para siempre citada como modelo sin igual. Así es como la 
fuente elohista ha querido cincelar los rasgos de la fisonomía moral 
de Abraham.
La Alianza de Dios con Abraham y su descendencia debía quedar 
sellada con un signo. La tradición sacerdotal, tercera fuente del 
relato, subrayará cómo de Abram, que se llamaba, el patriarca fue 
denominado Abraham, es decir, padre de multitudes. Es elegido 
para ser "padre". La circuncisión sellará su raza (/Gn/17/04-14).
Dios escoge. Y resulta imposible ante este relato no aplicárselo 
uno preguntándose si Dios no extiende su elección actualmente a 
aquel que busca la verdad. Por su parte, el cristiano ya se ha 
reconocido en este Abraham, tipo de Jesucristo sin duda pero 
también de todo llamado. La historia de la Salvación está, pues, 
marcada por una elección y una vocación. A quienes conocemos el 
final de la historia, la vocación de Abraham se nos muestra como el 
principio de una iniciativa divina de la que no entenderemos 
verdaderamente la amplitud más que al fin de los tiempos.
Abraham es llamado; súbitamente Dios toma la iniciativa de 
hablarle. Y ya Abraham queda transformado: Abraham, de la 
descendencia de Sem, es desarraigado de su país, viene a ser 
cosa de Dios, tiene que salir de Ur. Dios es celoso, separa en orden 
a construir al elegido: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa 
de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación 
grande" (Gn. 12,1-2).
Si se preguntara por qué fue a Abraham a quien se dirigió esta 
palabra, no se encontrará respuesta. Uno es elegido entre otros sin 
que puedan descubrirse en él cualidades excepcionales. Una sola 
respuesta para esta pregunta: el amor de Dios elige.
Abraham "sale", porque es la condición puesta a la plenitud del 
don divino y al desarrollo de su persona en una descendencia que 
terminará en esta raza escogida, nuevo pueblo de Dios del que 
habla la primera carta de Pedro (2,9). El camino que va a seguir le 
es desconocido. El está en las manos de Dios. La carta a los 
Hebreos (11, 8) lo declara: "(...) y salió sin saber a dónde iba".

-Creer al amor 
"Y salió sin saber a dónde iba". Cimentarse en Dios supone fe en 
él, en su amor, lo cual implica que se le ama en retorno. Nada de 
importancia puede llevarse a cabo en la vida del llamado sin que 
Dios se lo conceda. A él le basta creer en el amor. Todo lo demás le 
vendrá de Dios que previene nuestras obras. Acerca de la fe de 
Abraham y su imitación en la vida del cristiano, las lecturas de 
Cuaresma arrojarán la luz indispensable que haga se eviten 
posibles desviaciones. Porque las hay: El solo hecho de ser de la 
raza de Abraham no concede, por sí mismo, ninguna garantía; es 
una pertenencia que ha de ser vivificada mediante una verdadera 
donación a Dios. Lo denuncia Jesús casi cruelmente ante los judíos: 
"Ya sé que sois raza de Abraham; pero tratáis de matarme. (.. ) 
Vuestro padre es el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro 
padre" (Jn. 8, 37 y 44).
Es conveniente recordar a quienes buscan el cristianismo y a 
quienes pertenecen a la Iglesia que no basta una pertenencia 
jurídica. Hay no sólo que ser de la "raza" de Abraham sino "hijo" de 
Abraham. Es necesario hacer las "obras del Padre".
También aquí puede ocultarse una trampa. Cumplir las obras del 
Padre no significa en modo alguno una garantía que vendría 
asegurada a través de una observancia formalista. Jesús tendrá 
ocasión de denunciarlo muchas veces. En la vida cristiana es Dios 
quien da el obrar y el hacer en su amor, y la primera "observancia" 
del cristianismo es la caridad. La epístola de la misa del domingo de 
Quincuagésima insiste en ello.
La fe absoluta de Abraham es uno de los temas más conocidos 
del Antiguo Testamento y uno de los más importantes para la vida 
de todo cristiano. La propia prueba que tuvo que pasar subraya la 
iniciativa de Dios en la obra de la Salvación. El mismo Abraham 
estaba convencido de que su vocación no respondía a ninguna 
cualidad particular de su personalidad. El nacimiento de Isaac había 
señalado suficientemente cómo Dios abrigaba miras especiales 
sobre la descendencia de Abraham. Para éste, Isaac, fruto de un 
nacimiento imposible, era la señal del cumplimiento de la promesa 
(Gn. 21,1 y siguientes). Según varios críticos, el relato ha sufrido en 
este pasaje ciertos retoques. Se lee allí que el Señor dio a Abraham 
la orden de ofrecerle su hijo en sacrificio. En realidad, en Canaán 
se practicaban sacrificios de niños para significar la pertenencia de 
éstos al Señor. Pero el interés del relato recae sobre dos puntos.
Abraham se somete en la fe. Está presto a ofrecer su hijo: "Ahora 
ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu 
hijo, tu único" (Gn. 22,12). El sacrificio de Isaac será considerado 
por la tradición de la Iglesia como tipo del sacrificio del hijo único de 
Dios. En esta semana de Quincuagésima, la Iglesia quiere prevenir 
a aquellos que quieren ser miembros suyos: tendrán que practicar 
una fe sin condiciones.
El segundo punto de este relato, de poca importancia aquí, es 
que Dios interviene poniendo fin al sacrificio de niños. El retoque 
del relato tiene como finalidad insistir en la condenación de tales 
sacrificios, pronunciada muchas veces por los profetas. Pero este 
aspecto didáctico del relato no debilita la fe de Abraham.
La prioridad de la iniciativa de Dios en la Alianza es tal que, 
incluso en el sacrificio que se le ofrece, es El quien se arroga el 
"proveer el cordero para el holocausto" (Gn. 22,8).
El propio Abraham lo declara. De hecho, un carnero se había 
trabado por los cuernos en un zarzal; Abraham lo ofrecerá en 
holocausto en lugar de su hijo (Gn. 22,13). El relato añade:
"Abraham llamó a aquel lugar "Yahvé provee", de donde se dice 
hoy en día: "En el monte Yahvé provee" (Gn. 22,14).
Así sucede siempre, desde la cruz del sacrificio de Cristo y de la 
Iglesia. Dios provee siempre la Víctima, conserva la iniciativa de la 
Salvación y es quien hace su propia liturgia. Es siempre el Hijo 
único el ofrecido, y es siempre Dios quien provee la Víctima 
entregándolo por la salvación del mundo. 


ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO:
CELEBRAR A JC 3 CUARESMA
SAL TERRAE SANTANDER 1980.Pág. 85-88