viernes, 30 de septiembre de 2011


Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

Meditación de mañana de Hablar con Dios
26ª semana. Sábado

LA RAZÓN DE LA ALEGRÍA

— Abiertos a la alegría.

— La esencia de la alegría. Dónde encontrarla.

— Santa María, Causa de nuestra alegría.

I. El Evangelio de la Misa1 resalta la alegría de los setenta y dos discípulos, cuando vuelven de predicar por todas partes la llegada del Reino de Dios. Con toda sencillez le dicen a Jesús: hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El Maestro participa también de este gozo: Veía a Satanás caer como un rayo. Pero a continuación les advierte: Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño. Sin embargo -les previene-, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad contentos porque vuestras nombres están escritos en el Cielo.

Jesús pronunciaría estas palabras lleno de un gozo radiante, comunicativo, externo. Enseguida estalló en un canto de júbilo y de agradecimiento: En aquel mismo momento se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito.

Los discípulos recordarían siempre aquel momento con todas las circunstancias que lo rodearon: sus confidencias al Maestro, relatándole sus primeras experiencias apostólicas; su dicha al sentirse instrumentos del Salvador; el rostro resplandeciente de Jesús; su canto de júbilo y de agradecimiento a su Padre celestial... y aquellas palabras inolvidables: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría. Al entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: entra en el gozo de tu Señor2.

Aquí en la tierra, cada paso que damos hacia Cristo nos acerca a la felicidad verdadera. No hay felicidad estable fuera de Dios. Y, a la vez, el gozo del cristiano presupone el esfuerzo paciente para reconocer las alegrías naturales, sencillas, que el Señor pone en nuestro camino: «la alegría de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales»3. Muchas veces, el Señor se sirvió de estos gozos de la vida corriente para anunciar las maravillas del Reino: la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla el tesoro escondido; la del pastor que encuentra una oveja perdida; el gozo de los invitados a un banquete; el júbilo de las bodas; el profundo gozo del padre que recibe a su hijo; el de una mujer que acaba de dar a luz a un niño...

El discípulo de Cristo no es un hombre «desencarnado», distanciado de lo humano, como no lo fue el Maestro. Nuestros amigos, quienes conviven con nosotros, nos han de notar cada vez más abiertos, con más capacidad para hacernos cargo de esas pequeñas alegrías nobles y limpias que Dios pone en nuestro camino para hacerlo más suave. Esta disposición estable supondrá en muchos momentos sacrificio y mortificación para vencer otros estados de ánimo o el cansancio.

II. La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto4. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría. Dios es amor5, enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades. En él se cumplen a la perfección las palabras del Maestro: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar6. En muchas ocasiones se ha escrito con verdad que «un santo triste es un triste santo», Quizá sea la alegría lo que distingue las virtudes verdaderas de las falsas, que solo tienen el aspecto o la apariencia de virtud.

Cuando en el primer Mandamiento nos exige el Señor que le amemos con todo el corazón, con toda el alma y con todo nuestro ser... nos está llamando al gozo y a la felicidad. Él mismo se nos entrega: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada7. A la vez, sin la alegría que este Mandamiento provoca, todos los demás son a la larga difíciles o imposibles de cumplir8.

En el campo de las realidades humanas, el Señor nos pide ese pequeño esfuerzo para desechar un gesto adusto o evitar una palabra destemplada cuando quizá estamos cansados o con menos fuerzas para sonreír, pero «la alegría humana no puede mandarse. La alegría es fruto del amor, y no a todo el mundo se le otorga un amor humano capaz de mantener una alegría permanente. Y no solamente esto, sino que, por su naturaleza, el amor humano es con mayor frecuencia fuente de tristeza que de alegría (...). Pero en el campo cristiano no sucede así. Un cristiano que no ame a Dios es inexcusable, y un cristiano al que no brinde alegría el amor de Dios es que no ha comprendido lo que el amor le da. Para un cristiano la alegría es algo natural porque es propiedad esencial de la más importante virtud del cristianismo, es decir, del amor. Entre la vida cristiana y la alegría hay una necesaria relación de esencia»9. También suele existir idéntica relación entre tristeza y tibieza, entre tristeza y egoísmo, entre tristeza y soledad.

La alegría se aumenta, o se recupera si se hubiera perdido, con la oración verdadera, cara a cara con Jesús, «sin anonimato»; con la sinceridad; con la entrega a los demás, sin esperar recompensa; y mediante la Confesión frecuente, que «sigue siendo una fuente privilegiada de santidad y de paz»10. En resumen, «la condición del gozo auténtico es siempre la misma: que queramos vivir para Dios y, por Dios, para los demás. Digámosle al Señor que sí, que queremos, que no deseamos más que servir con alegría. Si procuráis comportaros así, vuestra paz interior y vuestra sonrisa, vuestro garbo y buen humor, serán luz poderosa de la que Dios se servirá para atraer a muchas almas hacia Él. Dad testimonio de la alegría cristiana, descubrid a cuantos os rodean cuál es vuestro secreto: estáis alegres porque sois hijos de Dios, porque le tratáis, porque lucháis por ser mejores y por ayudar a los demás y porque cuando se quiebra el gozo de vuestra alma acudís con prontitud al Sacramento de la alegría, en el que recuperáis el sentido de vuestra fraternidad con todos los hombres»11.

III. Desde hace veinte siglos la fuente de la alegría no ha cesado de manar en la Iglesia. Llegó con Jesús y la dejó a su Cuerpo Místico, En este tiempo, las criaturas más alegres han sido las que han estado más cerca de Jesús. Por eso no habrá nunca nadie más alegre que María, la Madre de Jesús, y Madre nuestra. Si Ella es la llena de gracia12 –llena de Dios–, es también la que posee la plenitud de la alegría. Estar cerca de la Virgen es vivir dichoso. Lo mismo que desborda su gracia, lleva su alegría a todas partes. «¿Qué tendrán la voz y las palabras de María que generan una felicidad siempre nueva? Son como una música divina que penetra hasta lo más hondo del alma llenándola de paz y de amor. Cuantas veces rezamos el Santo Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría. Y lo es porque es portadora de Dios. Hija de Dios Padre, es portadora de la ternura infinita de Dios Padre. Madre de Dios Hijo, es portadora del Amor hasta la muerte de Dios Hijo. Esposa de Dios Espíritu Santo, es portadora del fuego y del gozo del Espíritu Santo. A su paso el ambiente se transforma: la tristeza se disipa; las tinieblas ceden el paso a la luz; la esperanza y el amor se encienden... ¡No es lo mismo estar con la Virgen que sin Ella! No es lo mismo, no, rezar el Rosario que no rezarlo...»13. Procuremos esmerarnos en rezarlo bien en este mes de octubre en que la Iglesia nos mueve a ir especialmente a Nuestra Madre del Cielo a través de esta devoción mariana. Procuremos poner santas intenciones al rezarlo en este sábado en el que, como tantos cristianos, procuramos tenerla más presente y ofrecer en su honor alguna pequeña mortificación. Pidámosle hoy que con nuestra alegría sepamos llevar a Dios a nuestros amigos, a los parientes. Ella, Causa de nuestra alegría, nos recordará siempre que dar alegría y paz –el gaudium cum pace, que jamás debemos perder– es una de las mayores muestras de caridad, el tesoro más valioso que tenemos, y muchas veces nuestra primera obligación en un mundo frecuentemente triste porque busca la felicidad donde no está.

1 Lc 10, 17-24. — 2 Mt 25, 21. — 3 Pablo VI, Exhort. Apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975. — 4 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 24, a. 5. — 5 1 Jn 4, 8. — 6 Jn 16, 22. — 7 Jn 14, 23. — 8 Cfr. P. A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, 2ª ed., Madrid 1966, p. 34. — 9 Ibídem, pp. 35-36. — 10 Pablo VI, loc. cit. — 11 A. del Portillo, Homilía a los participantes en el jubileo de la juventud, 12-IV-1984. — 12 Lc 1, 28. — 13 A. Orozco, Mirar a María, pp. 239-240.

CARTEL EL PAN DE LA PALABRA

CARTEL EL PAN DE LA PALABRA

Día litúrgico: Viernes XXVI del tiempo Ordinario

Ref. del Evangelio: Lc 10,13-16

Texto del Evangelio: En aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

Comentario: Mn. Jordi Sotorra i Garriga (Sabadell)

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha»

Hoy vemos a Jesús dirigir su mirada hacia aquellas ciudades de Galilea que habían sido objeto de su preocupación y en las que Él había predicado y realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corazín, Bet-Saida y Cafarnaúm había predicado y hecho milagros. La siembra había sido abundante, pero la cosecha no fue buena. ¡Ni Jesús pudo convencerles...! ¡Qué misterio, el de la libertad humana! Podemos decir “no” a Dios... El mensaje evangélico no se impone por la fuerza, tan sólo se ofrece y yo puedo cerrarme a él; puedo aceptarlo o rechazarlo. El Señor respeta totalmente mi libertad. ¡Qué responsabilidad para mí!

Las expresiones de Jesús: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!» (Lc 10,13) al acabar su misión apostólica expresan más sufrimiento que condena. La proximidad del Reino de Dios no fue para aquellas ciudades una llamada a la penitencia y al cambio. Jesús reconoce que en Sidón y en Tiro habrían aprovechado mejor toda la gracia dispensada a los galileos.

La decepción de Jesús es mayor cuando se trata de Cafarnaúm. «¿Hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás!» (Lc 10,15). Aquí Pedro tenía su casa y Jesús había hecho de esta ciudad el centro de su predicación. Una vez más vemos más un sentimiento de tristeza que una amenaza en estas palabras. Lo mismo podríamos decir de muchas ciudades y personas de nuestra época. Creen que prosperan, cuando en realidad se están hundiendo.

«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Estas palabras con la que concluye el Evangelio son una llamada a la conversión y traen esperanza. Si escuchamos la voz de Jesús aún estamos a tiempo. La conversión consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: «No hay nada más agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento».

rezandovoy

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Meditación del día de Hablar con Dios
26ª semana. Viernes

PREPARAR EL ALMA

— Las ciudades que no quisieron convertirse.

— Motivos de la penitencia. Las mortificaciones pasivas.

— Las mortificaciones voluntarias y las que nacen del cumplimiento acabado del propio deber.

I. Jesús había pasado muchas veces por las calles y plazas de las ciudades que rodean el lago de Genesaret, y fueron incontables los milagros y las bendiciones que derramó sobre sus habitantes; pero estos no se convirtieron, no supieron acoger al Mesías del que tanto habían oído hablar en la sinagoga. Por eso el Señor se queja con pena: ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que hubieran hecho penitencia... Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el Cielo? Hasta el infierno serás abatida1. Jesús había sembrado a manos llenas y no fue mucho lo que recogió en aquellos lugares. Las señales se habían multiplicado una tras otra, pero sus habitantes no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se oscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Tiro y Sidón tenían menos responsabilidad porque recibieron menos gracias.

Por eso, como dice el Espíritu Santo: si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones...2. Dios habla a los hombres de todos los tiempos. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y aldeas, y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida. Nada es tan importante. En cada momento es necesario escuchar con prontitud y docilidad esas llamadas que Cristo hace al corazón de cada uno, pues «no es la bondad de Dios la culpable de que la fe no nazca en todos los hombres, sino la disposición insuficiente de los que reciben la predicación de la palabra»3. Esta resistencia a la gracia es llamada frecuentemente en la Sagrada Escritura dureza de corazón4. El hombre suele alegar a veces dificultades intelectuales o teóricas para convertirse o dar un paso adelante en su fe, pero con frecuencia se trata en realidad de malas disposiciones en la voluntad, que se niega a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra un defecto que le impide una mayor correspondencia a lo que el Señor, que pasa a su lado, le está pidiendo.

La mortificación prepara el alma para oír al Señor y dispone la voluntad para seguirle: «si queremos ir a Dios es necesario mortificar el alma con todas sus potencias»5. Con la mortificación, nuestro corazón se convierte en tierra buena que espera la semilla para dar fruto. Igual que hace el labrador, hemos de arrancar y quemar la cizaña, las malas hierbas que tienden de continuo a crecer en el alma: la pereza, el egoísmo, la envidia, la curiosidad... Por eso, la Iglesia nos invita siempre, pero nos lo recuerda de una manera particular en este día de la semana, el viernes, a que examinemos cómo va nuestro espíritu de penitencia y de mortificación, y nos mueve a ser más generosos, imitando a Cristo en la Cruz, que se ofreció por todos los hombres. Muy relacionada con la mortificación está la alegría, que nos es tan necesaria.

II. Quien ha adoptado la firme resolución de llevar una vida cristiana, en su más plena integridad, necesita el ejercicio continuo de morir al hombre viejo con sus obras6 que permanece en cada uno, es decir, al «conjunto de malas inclinaciones que hemos heredado de Adán, la triple concupiscencia que hemos de reprimir y refrenar con el ejercicio de la mortificación»7. Por eso la mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor emendationem vitae, spatium verae paenitentiae: un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida8. A través de la Comunión de los Santos, prestamos ayuda y damos vida a otros miembros de este Cuerpo Místico, que es la Iglesia.

Encontramos principalmente tres campos de nuestra diaria mortificación en medio de nuestros quehaceres. En primer lugar, en la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan, aquellas cosas, muchas veces pequeñas, que nos son contrarias, que no son como nosotros desearíamos, o que llegan de modo inesperado o contrario a lo que habíamos previsto y que nos exigen cambiar de planes: una pequeña enfermedad que disminuye nuestra capacidad en el trabajo o en la vida de familia, los olvidos, el mal tiempo que dificulta un viaje, el exceso de tráfico..., el carácter difícil de una persona con la que hemos de realizar un trabajo común... Son aquellas cosas que no dependen de nosotros, pero que hemos de recibir como una oportunidad para amar a Dios, recibiéndolas con paz, sin permitir que nos quiten la alegría. Son pequeñeces, «pero que si no se asimilan por Amor van engendrando en el hombre una especie de nerviosismo, un ánimo desapacible y triste.

»La mayor parte de nuestros enfados no provienen de grandes contratiempos, sino de pequeñas dificultades no asimiladas. El hombre que está al anochecer preocupado, entristecido, con mal humor, con mal genio, no es, de ordinario, porque le hayan sucedido reveses graves, sino porque ha ido acumulando una serie de contratiempos mínimos que no ha sabido incorporar a una vida de amor, a una vida de acercamiento a Dios»9. Ha perdido muchas ocasiones de crecer en las virtudes. Además, cuando se reciben estas contrariedades pequeñas como una oportunidad de acercarnos al Señor, como una ocasión de bien, el alma se dispone para aceptar situaciones más difíciles, como queridas, o al menos permitidas, por el Señor para unirnos más íntimamente a Él.

Cuando Dios viene al mundo «para sanar y remediar todas nuestras rebeldías y miserias espirituales desde su raíz, destruye muchas cosas por inservibles, pero deja intacto el dolor. No lo suprime, le da un nuevo sentido. Él pudo escoger mil senderos distintos para alcanzar la Redención del género humano –que para eso viene al mundo–. Pero de hecho elige un camino: el de la Cruz. Y por esa vereda lleva a su propia Madre, María, y a José, y a los Apóstoles, y a todos los hijos de Dios.

»El Señor, que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestras almas»10. No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.

III. Otro campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontramos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con amor, requiere sacrificio. Por eso, la mortificación más grata al Señor «está en el orden, en la puntualidad, en el cuidado de los detalles, de la labor que realizamos; en el cumplimiento fiel del más pequeño deber de estado, aun cuando cueste sacrificio; en hacer lo que tenemos obligación de hacer, venciendo la tendencia a la comodidad. No perseveramos en el trabajo porque tenemos ganas, sino porque hay que hacerlo; y entonces lo hacemos con ganas y alegría»11. La madre de familia encontrará mil motivos diarios en su empeño por dar a la casa un tono amable y acogedor, y el estudiante podrá ofrecer el esfuerzo por llevar al día y con competencia sus asignaturas. El cansancio, consecuencia de haber trabajado a fondo, estando metidos de lleno en su ocupación, se convierte en una gratísima ofrenda al Señor que santifica. Pensemos hoy si somos personas que se quejan con frecuencia de su tarea, de aquella que precisamente nos ha de acercar a Dios.

El tercer campo de nuestras mortificaciones está, ordinariamente, en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor. Y entre estas, hemos de buscar aquellas que ayudan a los demás en su caminar diario. «Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia»12. El vencer, con el auxilio del Ángel Custodio, los estados de ánimo, el cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con nosotros. «El espíritu de penitencia está principalmente en aprovechar esas abundantes pequeñeces –acciones, renuncias, sacrificios, servicios...– que encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!»13.

1 Lc 10, 13-15. — 2 Heb 3, 7-8. — 3 San Gregorio Nacianceno, Oratio catechetica magna, 31. — 4 Ex 4, 21; Rom 9, 18. — 5 Santo Cura de Ars, Sermón para el miércoles de ceniza. — 6 Col 3, 9. — 7 A. Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, n. 323. — 8 Cfr. Misal Romano, Formula intentionis Misae. — 9 A. G. Dorronsoro, Tiempo para creer, Rialp, Madrid 1976, p. 142. — 10 J. Urteaga, Los defectos de los santos, pp. 222-223. — 11 San Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948. — 12 ídem, Forja, n. 149. — 13 Ibídem, n. 408.

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Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

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29 de septiembre (I)

SAN MIGUEL ARCÁNGEL*

Fiesta

— La misión de los Ángeles. Los tres Arcángeles a los que la Iglesia honra de manera particular.

— El Arcángel San Miguel. Su ayuda en la lucha contra el diablo.

— Pedir a este Santo Arcángel su continua protección sobre la Iglesia.

I. Leemos en el Evangelio de la Misa estas palabras de Jesús: Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre1. Son los ángeles que continuamente alaban a Dios, y «toman parte, a su manera, en el gobierno de Dios sobre la creación como poderosos ejecutores de sus órdenes (Sal 102), según el plan establecido por la Divina Providencia. A los ángeles está confiado en particular un cuidado y solicitud especiales para con los hombres, en favor de los cuales presentan a Dios sus peticiones y oraciones»2. La misión de los ángeles como embajadores de Dios se extiende a cada uno de los hombres, y de modo principal a quienes tienen una misión específica en orden a la salvación (por ejemplo, los sacerdotes), y a las naciones enteras3. Todos los días, a todas las horas, en el mundo entero, «en el corazón de la Santa Misa», se apela a los Ángeles y a los Arcángeles para cantar la gloria de Dios.

Hoy resulta particularmente oportuno considerar que la Iglesia honra en su liturgia «a tres figuras de ángeles a los que en la Sagrada Escritura se les llama con un nombre. El primero es Miguel Arcángel (cfr. Dan 10, 13. 20; Apoc 12, 7; Jd 9). Su nombre expresa en síntesis la actitud esencial de los espíritus buenos. Mica-El significa, en efecto: ¿Quién como Dios?». El segundo es Gabriel, «figura vinculada sobre todo al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios (cfr. Lc 1, 19; 26). Su nombre significa: Mi poder es Dios, o Poder de Dios». Por último, Rafael «significa: Dios sana»4. Meditando sobre su misión comprendemos la enseñanza contenida en la Carta a los Hebreos: ¿No son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio y en favor de los que han de heredar la salud?5.

Su existencia y su cercanía en nuestros quehaceres de todos los días nos mueven a pedir con la Liturgia de la Misa: Oh Dios, que con admirable sabiduría distribuyes los ministerios de los ángeles y los hombres, te pedimos que nuestra vida esté siempre protegida en la tierra por aquellos que te asisten continuamente en el Cielo6. A nuestros Ángeles Custodios, cuya fiesta celebraremos dentro de pocos días, y a los Santos Arcángeles debemos incontables ayudas diarias. Son una muestra palpable del amor que nuestro Padre Dios tiene hacia sus hijos. ¿Acudimos a ellos frecuentemente en medio de nuestros trabajos diarios? ¿Les tratamos con confianza, pidiéndoles que nos ayuden a servir a Dios y que nos protejan en nuestra lucha diaria? ¿Nos sentimos seguros con su compañía a lo largo del día, y especialmente cuando llega la tribulación o cuando estamos en trance de perder la serenidad y la paz de los hijos de Dios?

II. Leemos en la Primera lectura de la Misa: Y se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo. Fue arrojado aquel dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás, que seduce a todo el universo. Fue arrojado a la tierra y también fueron arrojados sus ángeles con él7.

Los Santos Padres interpretan estos versículos del Apocalipsis como testimonio de la lucha entre Miguel y el diablo cuando fueron sometidos a prueba los espíritus angélicos. Bajo esta luz entendieron también la lucha que Satanás sostiene contra la Iglesia a lo largo de los siglos y que se radicalizará al final de los tiempos8.

Según tradiciones judías seguidas por algunos Padres de la Iglesia, el demonio fue una criatura angélica que se convirtió en enemiga de Dios al no aceptar la dignidad concedida al hombre9. Entonces el diablo y sus seguidores fueron arrojados a la tierra, y desde entonces no cesan de tentar al hombre para que, pecando, se vea también privado de la gloria de Dios. En el Antiguo Testamento10 se presenta al Arcángel San Miguel como aquel que, de parte de Dios, defiende al pueblo elegido. La lucha constante contra el demonio, que intenta sacar partido de cada situación, y que «caracteriza la figura del Arcángel Miguel, es actual también hoy, porque el demonio está todavía vivo y operante en la tierra»11. Es más: «hay épocas en las que la existencia del mal entre los hombres se hace singularmente evidente en el mundo (...). Se tiene la impresión de que el hombre actual no quiere ver ese problema. Hace todo lo posible por eliminar de la conciencia general la existencia de esos dominadores de este mundo tenebroso, esos astutos ataques del diablo de los que habla la Carta a los Efesios. Con todo, hay épocas históricas en las que esa verdad de la revelación y de la fe cristiana, que tanto cuesta aceptar, se expresa con gran fuerza y se percibe casi palpable»12.

Esa actuación del diablo en la sociedad y en las personas, que a veces se expresa con gran fuerza y se percibe de forma casi palpable, ha llevado a la Iglesia a invocar a San Miguel como guardián en las adversidades y contra las asechanzas del demonio: Manda, Señor, en ayuda de tu pueblo al gran Arcángel Miguel, para que nos sintamos protegidos en nuestras luchas contra Satanás y sus ángeles13. Asechanzas reales y terribles, que tratan de aniquilar la vida de Cristo en las almas, si no contáramos con la gracia divina y la ayuda de los ángeles y de Nuestra Madre del Cielo.

La festividad de hoy nos recuerda, además, «que al comenzar la Creación, brotó esta primerísima adoración de la profundidad espiritual de los seres angélicos, sumergiéndose, con todo su ser, en la realidad del Quién como Dios: Miguel y sus ángeles (Apoc 12, 7). Al mismo tiempo, esta lectura del libro del Apocalipsis nos hace tomar conciencia de que a esta adoración, a esta primerísima afirmación de la majestad del Creador se contrapuso una negación. Frente a esa orientación llena de amor de Dios (¡quién como Dios!) estalló una plenitud de odio en rebelión contra Él»14, que todavía parece sentirse en el mundo de mil formas diversas. Cuando más se haga presente a nuestro alrededor esa falta de servicio amoroso a Dios y a los demás por Dios, nos recordará a nosotros los cristianos que hemos de amarle y servirle con todo nuestro ser, sin esperar nada a cambio. Serviam! Señor, te serviré, le diremos en la intimidad de nuestro corazón muchas veces, y haremos realidad esta oración en tantas ocasiones como se nos presentan a lo largo del día. Aprovechemos la fiesta de hoy para decir a Jesús: Jesús, no tengo otra ambición que la de servirte.

III. Cristo es el verdadero vencedor del pecado, del demonio y de la muerte. Y en Él vencemos siempre; nos presta frecuentemente su ayuda a través de los ángeles y de los santos. Ahora es el juicio de este mundo decía Jesús refiriéndose a los últimos acontecimientos de su vida aquí en la tierra, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y Yo, cuando sea levantado en alto, atraeré a todos a Mí15. Y ante lo que cuentan los discípulos de que en Su nombre son sometidos los demonios, el Señor exclama: Veía Yo a Satanás caer del cielo como un rayo16.

Sin embargo, el triunfo de los cristianos sobre el demonio no tendrá lugar hasta el fin de los tiempos. Por eso, San Pedro, después de exhortar a los primeros cristianos a la más plena confianza en Dios Descargad en Él, les dice, todas vuestras preocupaciones, porque El cuida de vosotros, les llama vivamente la atención para que estén vigilantes: Sed sobrios y vigilad, pues vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar17. Y comenta San Cipriano: «Anda alrededor de cada uno de nosotros, como un enemigo que tiene sitiada una plaza y explora las murallas y examina si hay alguna parte débil y poco segura por donde penetrar»18. Quizá recordaba el Apóstol, mientras escribía estas recomendaciones, aquellas palabras del Maestro: Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe...19.

El gran triunfo del demonio en nuestros días consiste quizá en que muchos, o lo han olvidado, o bien piensan que son creencias de otras épocas menos avanzadas culturalmente. No lo olvidemos nosotros, pues su acción misteriosa en la vida del mundo y de las personas es bien real y efectiva. Acudamos con frecuencia a San Miguel Arcángel. El Papa Juan Pablo II, en ese discurso que hemos citado, varias veces volvía a recitar, en nombre de toda la Iglesia, una antigua oración a este Santo Arcángel: Arcángel San Miguel, defiéndenos en la lucha, sé nuestro amparo contra la maldad y las asechanzas del demonio. Pedimos suplicantes que Dios lo mantenga bajo su imperio; y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno, con el poder divino, a Satanás y a los otros espíritus malvados que andan por el mundo tratando de perder a las almas. Amén20.

1 Jn 1, 51. — 2 Juan Pablo II, Audiencia general 30-VII-1986. — 3 Cfr. ibídem. — 4 Cfr. ídem, Audiencia general 6-VIII-1986. — 5 Heb 1, 14. — 6 Oración colecta. — 7 Primera lectura. Apoc 12, 7-9. — 8 Cfr. San Gregorio Magno, Moralia, 31, 12. — 9 Cfr. Sagrada Biblia, Apocalipsis, EUNSA, Pamplona 1989, nota a Apoc 12, 7-9. — 10 Dan 10, 13; 12, 1. — 11 Juan Pablo II, Alocución en el Monte Sant’Angelo, 24-V-1987. — 12 ídem, Homilía en Munich, 3-V-1987. — 13 Liturgia de las Horas, Preces de Laudes . — 14 Juan Pablo II, Homilía 29-IX-1983. — 15 Jn 12, 31-33. — 16 Lc 10, 18. — 17 1 Pdr 5, 7-8. — 18 San Cipriano, De zelo et livore, 2. — 19 Cfr. Lc 22, 31-32. — 20 Cfr. Juan Pablo II, Alocución 24-IV-1987.

* Hoy se venera la memoria de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, de honda raigambre en toda la Tradición de la Iglesia. El nombre de Miguel (en hebreo: ¿Quién como Dios?) recuerda el combate librado por este Arcángel y los ángeles fieles contra Lucifer y sus seguidores, que se rebelaron contra Dios y fueron precipitados al infierno. A San Gabriel (en hebreo, fortaleza de Dios) lo eligió Dios para anunciar a María el misterio de la Encarnación. El nombre de Rafael (en hebreo, medicina de Dios) evoca su misión de médico y compañero de viaje del joven Tobías.

El día del Señor - Iglesia casa de ejercicios Cristo Rey - RTVE.es

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El día del Señor - Parroquia Sto. Domingo de la Calzada y la Inmaculada - RTVE.es

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