domingo, 24 de julio de 2011

Comentario al evangelio del Domingo 24 de Julio del 2011 - Ciudad Redonda

Comentario al evangelio del Domingo 24 de Julio del 2011 - Ciudad Redonda
H O M I L Í A S



DOMINGO XVI
TIEMPO ORDINARIO
CICLO A

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La liturgia de la Palabra de éste y de los próximos domingos domingos quiere hacernos reflexionar sobre un tema central del Evangelio: el Reino de Dios. Cada domingo, a través de las parábolas, nos acercará a una faceta distinta de este misterio. Hoy la parábola que nos habla del Reino es la de la cizaña y el trigo.

Decimos que a través de las parábolas, Jesús nos va acercando al misterio del Reino de Dios, porque el Reino es ciertamente un misterio, una realidad que no acabaremos de aprehender nunca. El Reino no es como nosotros quisiéramos, ni su lógica es la nuestra, ni su crecimiento obedece a los criterios que nosotros quisiéramos proyectar sobre él. Y esto se pone de relieve claramente en la parábola de la cizaña y el trigo.

El mundo es el campo de la parábola. Y en el mundo, como en aquel campo, observamos la presencia simultánea del bien y del mal. Una presencia no sólo simultánea, sino tan entrelazada y entretejida, que resulta difícil distinguir el bien y el mal. En el campo no crece el trigo en un lado y la cizaña enfrente. Trigo y cizaña se encuentran mezclados. Crecen tan juntos que no se podría arrancar uno sin arrancar la otra. Más aún, cuando nacen -antes del tiempo de la siega, antes del final- tienen las mismas apariencias y no cualquiera podría distinguirlos. Ello hace que sea obligada su convivencia: hay que tolerar el crecimiento de la cizaña, hay que tolerar la presencia del mal. El mal se hace así una especie de "mal necesario".

Lo mismo pasa en la vida del hombre. No existe el hombre absolutamente bueno, ningún hombre es trigo limpio. Tampoco existe el hombre absolutamente malo; todos tenemos un fondo bueno. La frontera entre el trigo y la cizaña no divide el campo en dos partes, ni divide tampoco a la humanidad en dos bloques, los buenos y los malos. La frontera entre el trigo y la cizaña pasa por el corazón de cada uno de los hombres. Todos tenemos trigo y cizaña. Por eso, ningún hombre puede rechazar enteramente a ningún hermano. Porque rechazaría la cizaña, ciertamente, pero también su trigo. No se tratará nunca de eliminar a un hombre porque tenga cizaña, sino de hacer crecer su trigo hasta que sofoque la cizaña.

Tampoco la Iglesia puede pensar que ella acapara todo el trigo y que fuera de ella no hay más que cizaña. Más de una vez la Iglesia lo ha pensado. Pero la verdad es que fuera de la Iglesia también hay trigo y dentro de ella también hay cizaña. La frontera entre el trigo y la cizaña también pasa por el corazón de cada uno de los cristianos.

La parábola nos habla del Reino, no lo perdamos de vista. Y recalca que el dueño del campo corrige la impaciencia de los criados. Ellos querían arrancar la cizaña cuanto antes. El dueño les hace esperar hasta la hora de la siega.

Nosotros, olvidando que somos también trigo y cizaña, quisiéramos más de una vez imponer nuestros criterios en este campo que es el mundo y la Iglesia. Olvidamos que también nosotros tenemos cizaña. Olvidamos que es difícil distinguir el trigo de la cizaña. Olvidamos que detrás de la cizaña hay trigo también.

Olvidamos que no fuimos nosotros los que sembramos y que no somos nosotros los que tenemos que segar.

Y por eso surge la intolerancia, las inquisiciones, las luchas, las diferencias, las cruzadas, las penas de muerte, muchos anatemas... Cada uno creemos que la diferencia entre el trigo y la cizaña se mide según nuestros propios criterios.

Y nos da pena, y nos impacientamos o nos desesperamos al ver el campo lleno de trigo y cizaña. Y nos parece imposible que el Reino deba estar sometido a la servidumbre de tener que tolerar la presencia de la cizaña. Nos causa extrañeza, nos desalienta.

Quisiéramos medir el desarrollo del Reino según nuestros propios criterios. Nos preocupa el número, el éxito, el aplauso, las cuentas... Y nos resulta intolerable que no sea nuestro criterio el que predomine. Nos parece muy bueno el pluralismo, pero a costa de descalificar a todos los que no piensan como nosotros.

Llamamos a nuestros tiempos de pluralismo. Y nos gusta que así sea. Pero a veces nuestro pluralismo no es soportado sino a base de anatemas interiores. El pluralismo -también en la Iglesia- no nos ha educado para la convivencia social. Cada uno sigue convencido de que el trigo lo tiene él y que los demás sólo tienen cizaña.

La fe en el Reino de Dios nos pide -según la parábola- la tolerancia. Es decir, no cabe duda de que la tolerancia se basa en buena parte en la fe. No es a nosotros a los que nos toca juzgar. La justicia total llegará al final. Dios, el dueño del campo, se ha reservado el hacer justicia. Nosotros, mientras, tenemos que convivir en la comprensión, en la tolerancia, en la paz, sin anatematizar a ningún hombre, sin despreciar a nadie, sabiendo con humildad que también nosotros cosechamos cizaña en nuestro propio corazón.

Esta conclusión de tolerancia y humildad sube de tono al aplicarla al interior mismo de la Iglesia. También en la Iglesia tenemos un pluralismo muchas veces no más que soportado y lleno de anatemas interiores. Cada uno suele pensar que la recta opinión (ortodoxia) que se ha de tener hoy día en cuanto a pastoral, liturgia, moral, teología, espiritualidad, etc., es, claro está, la suya. Todos los demás, a derecha e izquierda de uno mismo, no están en la verdad exacta, que es la mía. Esta actitud que tenemos en el corazón tantos cristianos, no es ciertamente la del Reino, según la parábola.

DABAR 1978/41
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