lunes, 25 de abril de 2011




Meditación diaria de Hablar con Dios, Francisco Fernández Carvajal

San Josemaría Escrivá
San Josemaría Escrivá nace en 1902 en Barbastro, España. Es el segundo de seis hermanos. Aprende de sus padres y en la escuela los fundamentos de la fe e incorpora tempranamente a su vida costumbres cristianas como la confesión y la comunión frecuentes, el rezo del Rosario y la limosna. La muerte de tres hermanas pequeñas y la ruina económica familiar le hacen conocer muy pronto la desgracia y el dolor: esta experiencia templa su carácter, de un natural alegre y expansivo, y le hace madurar. En 1915 la familia se traslada a Logroño, donde su padre ha encontrado un nuevo trabajo.

En 1918, Josemaría intuye que Dios quiere algo de él, aunque no sabe qué es. Decide entregarse por entero a Dios y hacerse sacerdote. Piensa que de ese modo estará más disponible para cumplir la voluntad divina. Comienza los estudios eclesiásticos en Logroño, y en 1920 se incorpora al seminario diocesano de Zaragoza, en cuya Universidad Pontificia completa su formación previa al sacerdocio. En Zaragoza cursa también -por sugerencia de su padre y con permiso de los superiores- los estudios universitarios de Derecho. En 1925 recibe el sacramento del Orden y comienza a desarrollar su ministerio pastoral, con el que, a partir de entonces, se identifica su existencia. Ya sacerdote, sigue a la espera de la luz definitiva sobre lo que Dios quiere de él.

En 1927 se traslada a Madrid para obtener el doctorado en Derecho. Le acompañan su madre, su hermana y su hermano, pues desde el fallecimiento de su padre, en 1924, Josemaría es el cabeza de familia. En la capital de España lleva a cabo un intenso servicio sacerdotal, principalmente entre pobres, enfermos y niños. Al mismo tiempo, se gana la vida y mantiene a los suyos impartiendo clases de materias jurídicas.

Son tiempos de grandes apuros económicos, vividos por toda la familia con dignidad y buen ánimo. Su apostolado sacerdotal se extiende también a jóvenes estudiantes, artistas, obreros e intelectuales que, en contacto con los pobres y enfermos a los que Josemaría atiende, van aprendiendo a practicar la caridad y a comprometerse con sentido cristiano en la mejora de la sociedad.

En Madrid, el 2 de octubre de 1928, durante un retiro espiritual, Dios le hace ver la misión a la que lo ha destinado: ese día nace el Opus Dei. La misión específica del Opus Dei es promover entre hombres y mujeres de todos los ámbitos de la sociedad un compromiso personal de seguimiento de Cristo, de amor a Dios y al prójimo y de búsqueda de la santidad en la vida cotidiana. Desde 1928, Josemaría Escrivá se entrega en cuerpo y alma al cumplimiento de la misión fundacional que ha recibido, aunque no por eso se considera un innovador ni un reformador, pues está convencido de que Jesucristo es la eterna novedad y de que el Espíritu Santo rejuvenece continuamente la Iglesia, a cuyo servicio ha suscitado Dios el Opus Dei. En 1930, como consecuencia de una nueva luz que Dios enciende en su alma, da inicio al trabajo apostólico de las mujeres del Opus Dei. Josemaría Escrivá pondrá siempre a la mujer, como ciudadana y como cristiana, frente a su personal responsabilidad -ni mayor ni menor que la del varón- en la construcción de la sociedad civil y de la Iglesia.

En 1934 publica -con el título provisional de "Consideraciones espirituales"- la primera edición de "Camino", su obra más difundida, de la que con el paso de los años se han editado más de cuatro millones de ejemplares. En la literatura espiritual, Josemaría Escrivá también es conocido por otros títulos como "Santo Rosario", "Es Cristo que pasa", "Amigos de Dios", "Via Crucis", "Surco" o "Forja". La guerra civil española (1936-1939) supondrá un serio obstáculo para la naciente fundación. Son años de sufrimiento para la Iglesia, marcados, en muchos casos, por la persecución religiosa, de la que el fundador del Opus Dei sólo después de numerosas penalidades conseguirá salir indemne.

En 1943, por una nueva gracia fundacional que Josemaría Escrivá recibe durante la celebración de la Misa, nace la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en la que se incardinan sacerdotes que proceden de los fieles laicos del Opus Dei. La plena pertenencia de fieles laicos y de sacerdotes al Opus Dei, así como la orgánica cooperación de unos y otros en sus apostolados, es un rasgo propio del carisma fundacional del Opus Dei que la Iglesia ha confirmado al determinar su específica configuración jurídica. La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz desarrolla también, en plena sintonía con los Pastores de las Iglesias locales, actividades de formación espiritual para sacerdotes diocesanos y candidatos al sacerdocio. Los sacerdotes diocesanos también pueden formar parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, sin dejar de pertenecer al clero de sus respectivas diócesis.

Consciente de que su misión tiene raíz y alcance universales, Josemaría Escrivá se traslada a Roma en 1946, apenas concluida la guerra mundial. Entre ese año y 1950, el Opus Dei recibe varias aprobaciones pontificias con las que quedan corroborados sus elementos fundacionales específicos: su finalidad sobrenatural, cifrada en difundir el mensaje cristiano de la santificación de la vida corriente; su misión de servicio al Romano Pontífice, a la Iglesia universal y a las Iglesias locales; su carácter universal; la secularidad; el respeto de la libertad y la responsabilidad personales y del pluralismo en temas políticos, sociales, culturales, etc. Desde Roma, por directo impulso del fundador, el Opus Dei irá extendiéndose paulatinamente a treinta países de los cinco continentes entre 1946 y 1975.

A partir de 1948 pueden pertenecer al Opus Dei, a pleno título, personas casadas que buscan la santidad en su propio estado. En 1950, la Santa Sede aprueba también que sean admitidos como cooperadores y ayuden en las labores del Opus Dei hombres y mujeres no católicos y no cristianos: ortodoxos, luteranos, hebreos, musulmanes, etc.

En la década de los 50, Josemaría Escrivá alienta la puesta en marcha de proyectos muy variados: escuelas de formación profesional, centros de capacitación para campesinos, universidades, colegios, hospitales y dispensarios médicos, etc. Estas actividades, fruto de la iniciativa de fieles cristianos corrientes que desean atender, con mentalidad laical y sentido profesional, las concretas necesidades de un determinado lugar, están abiertas a personas de todas las razas, religiones y condiciones sociales: la clara identidad cristiana de las iniciativas promovidas por los fieles del Opus Dei, en efecto, se compagina con un profundo respeto a la libertad de las conciencias.

Durante el Concilio Vaticano II (1962-1965), el fundador del Opus Dei mantiene una relación intensa y fraterna con numerosos Padres conciliares. Objeto de sus frecuentes conversaciones son algunos de los temas que constituyen el núcleo del magisterio conciliar, como por ejemplo la doctrina sobre la llamada universal a la santidad o sobre la función de los laicos en la misión de la Iglesia. Profundamente identificado con la doctrina del Vaticano II, Josemaría Escrivá promoverá diligentemente su puesta en práctica a través de las actividades formativas del Opus Dei en todo el mundo.

Entre 1970 y 1975, su empeño evangelizador le mueve a emprender viajes de catequesis por Europa y América. Mantiene numerosas reuniones de formación, sencillas y familiares -aun cuando a veces asisten miles de personas-, en las que habla de Dios, de los sacramentos, de las devociones cristianas, de la santificación del trabajo, con el mismo vigor espiritual y capacidad comunicativa de sus primeros años de sacerdocio.

Fallece en Roma el 26 de junio de 1975. Lloran su muerte miles de personas que se han acercado a Cristo y a la Iglesia gracias a su labor sacerdotal, a su ejemplo y a sus escritos. Un gran número de fieles se encomiendan desde ese día a su intercesión y piden su elevación a los altares.

El 6 de octubre de 2002, más de 400.000 personas asisten en la plaza de san Pedro a la canonización de Josemaría Escrivá. En la homilía, Juan Pablo II señaló que el nuevo santo comprendió más claramente que la misión de los bautizados consiste en elevar la Cruz de Cristo sobre toda realidad humana, y sintió surgir de su interior la apasionante llamada a evangelizar todos los ambientes.

El Papa animó a los peregrinos llegados desde los cinco continentes a seguir sus huellas. "Difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu".

Más información: http://www.josemariaescriva.info/

Meditación del día de Hablar con Dios
Octava de Pascua. Lunes
LA ALEGRíA DE LA RESURRECCIóN
— La alegría verdadera tiene su origen en Cristo.
— La tristeza nace del descamino y del alejamiento de Dios. Ser personas optimistas, serenas, alegres, también en medio de la tribulación.
— Dar paz y alegría a los demás.

I. El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya!1.

Nunca falta la alegría en el transcurso del año litúrgico, porque todo él está relacionado, de un modo u otro, con la solemnidad pascual, pero es en estos días cuando este gozo se pone especialmente de manifiesto. En la Muerte y Resurrección de Cristo hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La Pascua nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural en el Bautismo, donde fuimos constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda de nuestra propia resurrección. Dios –nos dice San Pablo– nos ha dado vida por Cristo y nos ha resucitado con Él2. Cristo, que es el primogénito de los hombres, se ha convertido en ejemplo y principio de nuestra futura glorificación.

Nuestra Madre la Iglesia nos introduce en estos días en la alegría pascual a través de los textos de la liturgia: lecturas, salmos, antífonas..., en ellos pide sobre todo que esta alegría sea anticipo y prenda de nuestra felicidad eterna en el Cielo. Desde muy antiguo se suprimen en este tiempo los ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo externo de esta alegría del alma y del cuerpo. «Los cincuenta días del tiempo pascual –dice San Agustín– excluyen los ayunos, pues se trata de una anticipación del banquete que nos espera allí arriba»3. Pero de nada serviría esta invitación de la liturgia si en nuestra vida no se produce un verdadero encuentro con el Señor, si no vivimos con una mayor plenitud el sentido de nuestra filiación divina.

Los Evangelistas nos han dejado constancia, en cada una de las apariciones, de cómo los Apóstoles se alegraron viendo al Señor. Su alegría surge de haber visto a Cristo, de saber que vive, de haber estado con Él.

La alegría verdadera no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Se cumple –ahora también– aquella promesa del Señor: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar4. Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor. Esta es la única condición: no separarse de Dios, no dejar que las cosas nos separen de Él; sabernos en todo momento hijos suyos.

II. Nos dice el Evangelio de la Misa: las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies5.

La liturgia del tiempo pascual nos repite con mil textos diferentes estas mismas palabras: Alegraos, no perdáis jamás la paz y la alegría; servid al Señor con alegría6, pues no existe otra forma de servirle. «Estás pasando unos días de alborozo, henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo son los mismos que otras veces te desanimaban!

»Es lo de siempre: todo depende del punto de mira. —“Laetetur cor quaerentium Dominum!” —cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría»7.

En la Última Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo: Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo8. Aquellas palabras, que entonces les podrían resultar incomprensibles, se cumplen ahora acabadamente. Y poco tiempo después, los que hasta ahora han estado acobardados, saldrán del Sanedrín dichosos de haber padecido algo por su Señor9. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esta alegría profunda del cristiano10. Y esta es lo normal para quien sigue a Cristo. El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo que, si se diera, necesitaría de un remedio urgente.

El alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan apreciado. Por tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortifiquemos nuestros caprichos y egoísmos en las ocasiones que se presentan cada día. Este esfuerzo nos mantiene alerta para las cosas de Dios y para todo aquello que puede hacer la vida más amable a los demás. Esa lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia.

Si alguna vez tuviéramos la desgracia de apartarnos de Dios, nos acordaríamos del hijo pródigo, y con la ayuda del Señor volveríamos de nuevo a Dios con el corazón arrepentido. En el Cielo habría ese día una gran fiesta, y también en nuestra alma. Esto es lo que ocurre todos los días en pequeñas cosas. Así, con muchos actos de contrición, el alma está habitualmente con paz y serenidad.

Debemos fomentar siempre la alegría y el optimismo y rechazar la tristeza, que es estéril y deja el alma a merced de muchas tentaciones. Cuando se está alegre, se es estímulo para los demás; la tristeza, en cambio, oscurece el ambiente y hace daño.

III. Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace; la alegría es «el primer tributo que le debemos, la manera más sencilla y sincera de demostrar que tenemos conciencia de los dones de la naturaleza y de la gracia y que los agradecemos»11. Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres con el gozo y la dicha verdaderos.

Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. Fijémonos en los primeros cristianos. Su vida atraía por la paz y la alegría con que realizaban las pequeñas tareas de la vida ordinaria. «Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Esos fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»12. Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en una actitud cordial. Esta muestra de caridad con los demás –la de esforzarnos por alejar en todo momento el malhumor y la tristeza y remover su causa– ha de manifestarse particularmente con los más cercanos. En concreto, Dios quiere que el hogar en el que vivimos sea un hogar alegre. Nunca un lugar oscuro y triste, lleno de tensiones por la incomprensión y el egoísmo.

Una casa cristiana debe ser alegre, porque la vida sobrenatural lleva a vivir esas virtudes (generosidad, cordialidad, espíritu de servicio...), a las que tan íntimamente está unida esta alegría. Un hogar cristiano da a conocer a Cristo de modo atrayente entre las familias y en la sociedad.

Debemos procurar también llevar esta alegría serena y amable a nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las relaciones sociales. El mundo está triste e inquieto y tiene necesidad, ante todo, del gaudium cum pace13, de la paz y de la alegría que el Señor nos ha dejado. ¡Cuántos han encontrado el camino que lleva a Dios en la conducta cordial y sonriente de un buen cristiano! La alegría es una enorme ayuda en el apostolado, porque nos lleva a presentar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como hicieron los Apóstoles después de la Resurrección. Jesucristo debía manifestar siempre su infinita alegría interior. La necesitamos también para nosotros mismos, para crecer en la propia vida interior. Santo Tomás dice expresamente que «todo el que quiere progresar en la vida espiritual necesita tener alegría»14. La tristeza nos deja sin fuerzas; es como el barro pegado a las botas del caminante que, además de mancharlo, le impide caminar.

Esta alegría interior es también el estado de ánimo necesario para el perfecto cumplimiento de nuestras obligaciones. Y «cuanto más elevadas sean estas, tanto más habrá de elevarse nuestra alegría»15. Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (sacerdotes, padres, superiores, maestros...), mayor también nuestra obligación de tener paz y alegría para darla a los demás, mayor la urgencia de recuperarla si se hubiera enturbiado.

Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen. Ella está «abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección (...). Ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: Mater plena sanctae laetitiae, y, con toda razón, sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: Causa nostrae laetitiae»16.

1 Antífona de entrada en la Misa. — 2 Ef 2, 6. — 3 San Agustín, Sermón 252. — 4 Jn 16, 22. — Mt 28, 8-9. — 6 Sal 99, 2. — 7 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 72. — 8 Jn 16, 22. — 9 Hech 5, 40. — 10 Cfr. Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, pp. 1125-1126. — 11 P. A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, Madrid 1966, p. 12. — 12 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 30. — 13 Misal Romano, Preparación de la Santa Misa, Formula intentionis. — 14 Santo Tomás, Comentario a la Carta a los Filipenses, 4, 1. — 15 P. A. Reggio, o. c., p. 24. — 16 Pablo VI, Exhor. Apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975, IV.

domingo, 24 de abril de 2011

¡ALELUYA , ALELUYA!
















Mañana del domingo
Los cristianos de rito ruso y otros de ritos orientales cuando se encuentran por pascua se saludan con la tradicional expresión: "El Señor ha resucitado", a lo que se responde: "Verdaderamente ha resucitado". Ciertamente es un saludo mucho más expresivo que nuestro banal "Felices pascuas". Es en la liturgia donde encontramos las expresiones adecuadas para manifestar el gozo de la pascua. La respuesta al salmo invitatorio del oficio de lecturas corresponde al saludo ruso: "Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya".

Con el correr del tiempo se han desarrollado costumbres de todas clases en torno a las fiestas religiosas, especialmente navidad y pascua. Una costumbre irlandesa merece especial consideración". Se trata de una práctica que tiene lugar especialmente en ambientes rurales, donde la gente madruga en la mañana de pascua para ver la "danza" del sol. Creo que esta idea y la costumbre correspondiente puede tener una interpretación cristiana como, por ejemplo, que la creación entera comparte el gozo de la resurrección. Así lo expone san Pablo: "La creación está aguardando ser liberada como nosotros de la esclavitud de la decadencia para gozar la misma libertad y gloria que los hijos de Dios" (cf Rom 8,19-23). La redención ganada por Cristo se extiende por todo el universo.

La misa. A plena luz del día, la Iglesia se reúne por segunda vez para celebrar la eucaristía pascual. El cirio está encendido sobre su candelero elevado. El presbiterio adornado con flores. Las vestiduras son blancas para simbolizar la alegría, y la antífona de entrada comienza con gozosas palabras: "He resucitado y aún estoy contigo, has puesto sobre mí tu mano: tu sabiduría ha sido maravillosa, aleluya". ¡Con cuánta habilidad la Iglesia se sirve de los salmos para expresar tanto los dolores como el gozo de Cristo! Aquí es el mismo Cristo quien habla dirigiéndose al Padre. Ha resucitado, ha vuelto ya al Padre. Este es el verdadero grito de la victoria del Cristo total, cabeza y miembros. Como bien dice una de las oraciones de la vigilia pascual, los que han caído son levantados, lo viejo se renueva y todo es llevado a perfección 5.

La oración colecta de la misa pide una renovación de nuestra vida moral en consonancia con el misterio de la resurrección: "Concede a los que celebramos la solemnidad de la resurrección de Jesucristo ser renovados por tu Espíritu, para resucitar en el reino de la luz y de la vida".

En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles (10,34.37-43), san Pedro nos dirige la palabra dando testimonio de la resurrección de Jesús. Su discurso da un resumen de la vida pública de nuestro Señor, comenzando por su bautismo de manos de Juan. Todos los acontecimientos de esa vida demuestran tener poder salvífico y culminan en la muerte y resurrección.

La realidad de la resurrección se afirma rotundamente no sólo por la declaración: "Dios lo resucitó al tercer día", sino también por la afirmación de que después de la resurrección los apóstoles habían "comido y bebido" con él. San Pedro, el jefe de los apóstoles, da testimonio de todo ello. Habla como testigo presencial, pero también desde la experiencia de su fe personal iluminada por el Espíritu Santo. Este testimonio apostólico es importante para nuestra propia aceptación de la fe. El discurso de Pedro no es solamente una narración de lo que aconteció en la vida de Cristo; es también una profesión de fe, una proclamación de la creencia cristiana.

Esta lectura contiene además otro mensaje: la salvación que Cristo nos conquistó tiene una finalidad universal. "Quien cree en él, recibe la remisión de los pecados por su nombre". A través de la fe todos los hombres tienen acceso al poder salvífico de su muerte y resurrección.

En la segunda lectura, san Pablo se dirige a los cristianos de Colosas (Col 3,1-4) exhortándolos a vivir según el estado adquirido recientemente. La resurrección de los cuerpos y la gloria que nos está reservada sigue siendo objeto de esperanza; pero por nuestra unión íntima con Cristo disfrutamos con anticipación el gozo de la herencia futura.

Mientras peregrinamos en la tierra hemos de buscar siempre al Señor, porque él es nuestra vida: "Deleitaos en lo de arriba, no en las cosas de la tierra". Pero no es que san Pablo nos sugiera negligencia en las tareas humanas o en la atención a las personas con quienes vivimos. Eso sería una espiritualidad falsa. Hemos de vivir completamente comprometidos en la vida de este mundo sin quedar sumergidos o cautivados por él. Debemos tener presente que nuestro destino último no está aquí, en el mundo material, sino "oculto con Cristo en Dios", y que esperamos su venida y manifestación para que nuestras vidas reales puedan ser manifestadas.

El leccionario presenta otra lectura alternativa tomada de la primera carta de san Pablo a los Corintios (5,7-8); en ella los exhorta a vivir en "sinceridad y verdad", puesto que Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado.

La secuencia victimae paschali es una composición medieval que resume el misterio de la redención en forma poética. Cuando se canta con la melodía gregoriana, contagia del alborozo del primer domingo de pascua. Se presenta en forma de un apresurado diálogo entre nosotros y María Magdalena. María da testimonio de lo que ha visto; y nosotros, creyentes y discípulos, damos también nuestro propio testimonio: "Sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos". (Es de notar cómo el tema de combate victorioso, tan grato a los padres de la Iglesia, aparece de nuevo en la secuencia.)

El evangelio está tomado de san Juan (20,1-9). Una vez más encontramos a María Magdalena, que llega a la tumba "muy de mañana el primer día de la semana" y descubre que está vacía. De momento queda consternada. Luego corre a comunicarlo a los dos discípulos, los cuales, al oírlo, rivalizan corriendo hacia la tumba para llegar el primero. Llega antes Juan, pero permite a Pedro que pase delante.

"Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó". Este ver y creer constituye el clímax del evangelio. La proclamación del evangelio de pascua tiende a suscitar en cada una de las asambleas litúrgicas la misma respuesta de fe. Esta fe se apoya en el testimonio de los apóstoles y en las Escrituras inspiradas, que revelan el plan de Dios.

La celebración de este día debería hacernos más conscientes del carácter pascual de toda misa. La aclamación a la que estamos tan acostumbrados adquiere nueva profundidad y significado en el tiempo pascual: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús", es particularmente adecuada para el día de hoy y hace eco al prefacio de pascua: "Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida". En el mismo prefacio se describe a Cristo como "el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo", palabras que anticipan las que dice el sacerdote antes de la comunión: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo".

Nuestra participación en el sacrificio y sacramento de la misa nos capacita para vivir más auténtica y efectivamente el misterio que se inició en nosotros con el bautismo. En palabras de J. M. Tillard: "Por su conversión de corazón y su arrepentimiento, (el cristiano) entra en la muerte de Jesús; por la nueva calidad de obras y de vida, entra en su resurrección. Es la ley pascual del misterio cristiano".

Finalmente, hay una nota escatológica que se pone de especial relieve en la liturgia de pascua y que nunca está ausente de cualquier celebración eucarística: cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas (1 Cor 11,26). En la oración que sigue a la consagración (anamnesis) no sólo conmemoramos misterios pasados, sino que también consideramos la venida del Señor en su gloria. La liturgia de este día imprime en nuestras mentes algo que ya sabemos, que la eucaristía es prenda de vida eterna, de nuestra futura resurrección. El sagrado banquete de la eucaristía nos hace pregustar la eterna fiesta pascual: "¡Dichosos los llamados a esta cena!", es decir, "a la fiesta de las bodas del Cordero" (Ap 19,9).

Con esta nota de gozosa expectación, la oración poscomunión resume nuestras esperanzas y peticiones: "Protege, Señor, a tu Iglesia con amor paternal, para que, renovada por los sacramentos pascuales, llegue a la gloria de la resurrección".

La solemne bendición, que puede usarse en el tiempo pascual, dirige también nuestros pensamientos hacia la gloria futura: "Ya que por la redención de Cristo recibisteis el don de la libertad verdadera, por su bondad recibáis también la herencia eterna... Y pues confesando la fe habéis resucitado con Cristo en el bautismo, por vuestras buenas obras merezcáis ser admitidos en la patria del cielo".

Domingo por la tarde

La tarde del domingo de pascua está llena de sugerencias para nosotros. En primer lugar nos recuerda la aparición del Señor a dos discípulos por el camino de Emaús, que nos relata san Lucas (24,13-35). Los dos hombres van caminando abatidos y no reconocen al forastero que se une a ellos en el camino. Van discutiendo acerca de lo que acaba de suceder. Jesús reprende su falta de fe, y luego les explica cómo todo aquello estaba previsto en las Escrituras. Cuando llegan a la posada invitan al forastero a cenar y quedarse con ellos durante la noche. Luego, mientras comían, sus ojos se abrieron y "lo reconocieron al partir el pan".

Si se celebra misa el día de pascua por la tarde, debe leerse el evangelio de Lucas que narra este hecho 6. Es lo más apropiado para esta tarde. Aunque no figure en la liturgia, no deberíamos omitirlo en nuestra lectura bíblica.

"Quédate con nosotros, Señor, que anochece". La Iglesia hace suya esta apremiante invitación. Es una llamada al Señor para que permanezca con su pueblo y proteja a su comunidad. Es un grito que se oye con frecuencia durante la liturgia del tiempo pascual 7.

Con las segundas vísperas del domingo de pascua se cierra el triduo pascual. Esta oración de alabanza, acción de gracias y petición cierra, en ambiente de recogimiento, las celebraciones del día. Con los salmos, el cántico del Apocalipsis y el Magnificat, la Iglesia expresa su acción de gracias por la redención.

La tradición cristiana asocia a los nuevos bautizados con esta acción vespertina. La ceremonia incluía una procesión al baptisterio en donde, la noche precedente, aquellos nuevos cristianos habían recibido las aguas del nuevo nacimiento. Allí cantaban algunos salmos y el Magnifrcat, conmemorando agradecidos el sacramento que habían recibido. Visitaban también la capilla en que habían sido confirmados. Esta especial oración vespertina de pascua tuvo origen en Roma entre los siglos v y vi; de allí se propagó a otras partes de Europa, conservándose acá y allá hasta nuestros días. Atraía de tal manera la devoción popular que solía llamarse el "Oficio glorioso" (Officium gloriosum).

En esta misma tarde, el primer día de la semana, Jesús se apareció también a sus discípulos reunidos en la sala de arriba en Jerusalén. El evangelio que nos relata este hecho es de san Juan (20,19-31). Se lee en la misa del segundo domingo de pascua; pero en el día mismo de resurrección se recuerda este maravilloso acontecimiento dentro de la oración de la tarde. La antífona del Magnificat dice: "Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: `Paz a vosotros'. Aleluya".

Con esta nota de paz termina el domingo de pascua. La celebración termina; sin embargo, continúa, en una atmósfera de quietud y recogimiento, a nivel personal. Junto a la celebración pública y litúrgica está la "fiesta íntima" del corazón.

La paz es el principal don de Cristo a sus discípulos y a nosotros en este día. Por su misterio pascual ha restablecido la paz entre Dios y el hombre. El mismo es nuestra paz, y esta paz produce gozo inmenso. Bien podemos exclamar con los discípulos: "Hemos visto al Señor y estamos alegres".

Vincent Ryan
Cuaresma-Semana Santa
Paulinas.Madrid-1986
5. La oración que sigue a la séptima lectura.
6. Este evangelio se lee también el tercer domingo de Pascua en el ciclo A.

7. Por ejemplo, versículo y responsorio para la "hora intermedia" y antífona para el Magnificat de primeras vísperas del domingo de la tercera semana. La oración para el lunes de la cuarta semana durante el año es como sigue: "Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque anochece; sé nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones, reanima nuestra débil esperanza; así, nosotros, junto con nuestros hermanos, podremos reconocerte en las escrituras y en la fracción del pan".

LA NOTICIA MÁS HUMANA
DEL CRISTIANISMO
Karl Rahner

Pascua: un misterio

Es difícil, con palabras humanas usuales, ser justo con el misterio de alegría de los días pascuales. No únicamente porque todos los misterios del evangelio, sólo con dificultad, penetran en lo angosto de nuestro ser, sino también porque con más dificultad aún los expresa nuestra palabra. El mensaje de pascua es la noticia más humana del cristianismo. Por eso la entendemos dificilísimamente. Pues lo más verdadero, lo más próximo, lo más fácil es lo más difícil de ser, de hacer y de creer.

Nosotros, hombres de hoy, vivimos con el prejuicio latente —y por eso tanto más obvio— de que lo religioso es propio sólo del corazón más profundo y del espíritu más sublime, algo que tenemos que hacer nosotros solos y por nosotros mismos, y que, por lo tanto, tiene la dificultad y la irrealidad de los pensamientos y de los anhelos del corazón. Pero pascua nos dice, sin embargo, que Dios ha hecho algo. Él mismo. Y su obra no se ha limitado a tocar ligeramente el corazón de un hombre, para que se estremeciera dulcemente por lo inefable y sin nombre. Dios ha resucitado a su Hijo. Dios ha vivificado la carne. Ha vencido la muerte. Él ha hecho algo y ha vencido no sólo en la interioridad del sentimiento, sino allí donde, a pesar de todas las excelencias del espíritu, somos realmente nosotros mismos, en la realidad de la tierra, lejos de todo lo meramente ideológico e intencional, allí, donde experimentamos lo que somos: hijos de la tierra que mueren. Somos hijos de la tierra, nuestra vida es nacimiento y muerte, cuerpo y tierra, pan y vino; la tierra es nuestra patria.

Ciertamente, con todo esto, a fin de que sea válido y hermoso, como una esencia misteriosa, tiene que estar mezclado el espíritu, el espíritu fino, delicado, el espíritu que ve, que mira hacia lo infinito, y el alma que hace todo vivo y ligero. Pero el espíritu y el alma tienen que darse allí donde estamos nosotros, sobre la tierra, y en el cuerpo, como eterno brillo de lo terreno, no como un peregrino que, incomprendido y extraño, anda por el tablado del mundo como una breve aparición. Somos demasiado hijos de esta tierra, para que querramos expatriarnos un día definitivamente. Y si tiene que dársenos el cielo, para que la tierra sea soportable, entonces debe acercarse y quedarse como luz bienaventurada sobre esta tierra y brotar de su oscuro seno.

Pertenecemos a la tierra

Pero, si no podemos ser infieles a la tierra —no por capricho o por despotismo, que no convendrían a los hijos de la humilde madre tierra, sino porque tenemos que ser lo que somos—, estamos, sin embargo, al mismo tiempo, enfermos de un dolor oculto que hiere mortalmente lo más íntimo de nuestro ser terreno. La misma tierra, nuestra madre, está afligida. Gime bajo la caducidad. Sus más alegres fiestas parecen el comienzo de unos funerales, y al oír su risa, temblamos, no vaya a ser que en el próximo instante llore bajo una carcajada.

Da a luz niños que mueren, que son demasiado débiles para vivir siempre y que tienen demasiado espíritu para poder renunciar modestamente a la alegría eterna, porque, de manera distinta a los demás animales, contemplan ya el fin, antes de que exista, y no se les ahorrará compasivamente la experiencia del fin. La tierra da a luz niños de gran corazón, y lo que les da es demasiado hermoso para que ellos lo menosprecien, y es demasiado pobre, para hacerlos ricos. Y porque en la tierra se da esta contradicción entre la gran promesa que no llega y el don mezquino que no contenta, por eso ella será el fecundo campo de las culpas de sus hijos, que pretenden arrancarle más de lo que puede dar.

La tierra madre desgraciada

Es posible que se queje de que ha llegado a ser tan ambivalente sólo por la culpa original del primer hombre, de Adán. Pero la situación es la misma: la tierra es ahora la madre desgraciada; demasiado viva y demasiado hermosa para que pueda alejar de sí a sus hijos, a fin de que conquisten para ellos otro mundo, la nueva patria de la vida eterna, demasiado pobre para colmar su deseo. Y las más de las veces no lleva a una de las dos cosas, porque siempre es ambas cosas: vida y muerte. Y la turbia mezcla que nos ofrece de vida y de muerte, de aplausos y de querellas, de hecho creador y de esclavitud permanente es nuestra vida de cada día.

De esta manera estamos sobre la tierra, la patria eterna; y, sin embargo, no es suficiente. La aventura de emigrar de lo terreno no es posible, no por cobardía, sino por fidelidad que exige nuestro propio ser. ¿Qué debemos hacer? ¡Oír el mensaje de la resurrección del Señor! Cristo, el Señor, ¿ha resucitado o no de entre los muertos? Creemos en su resurrección y confesamos: ¡Ha muerto, descendió a los infiernos y resucitó al tercer dia! Pero ¿qué significa eso, y por qué es un motivo de felicidad para los hijos de la tierra?

¡Cristo ha muerto!

Él, el Hijo del Padre, murió, Él que es Hijo del hombre. Él, que es la eterna plenitud de la divinidad, que no necesita nada, ilimitado y bienaventurado, como Palabra del Padre antes de todos los tiempos, y que como hijo de su bendita madre, es, al mismo tiempo, el Hijo de esta tierra. Él, que es a la vez el Hijo de la plenitud de Dios y el hijo de la indigencia de la tierra, ha muerto. Pero muerto no quiere decir (como creemos nosotros en un sentido nada cristiano y espiritualista de cortas miras), que su espíritu, su alma, la vasija de la divinidad, se ha arrancado del mundo y de la tierra, que ha huido en alguna manera a la gloria de Dios más allá de todo el mundo, porque el vínculo corporal que le ataba a la tierra, se había roto al morir, y porque la tierra asesina había demostrado que el Hijo de la luz eterna no podía encontrar una patria en su oscuridad.

Murió, decimos, y añadimos en seguida: Descendió al reino de los muertos y resucitó; y con ello la afirmación de que «murió» recibe otro sentido completamente distinto de aquel de huida del mundo que estamos tentados de aplicar a la muerte. Jesús mismo dijo que Él descendería al corazón de la tierra (Mt 12, 40), donde todo es uno y donde se asienta la muerte y la esterilidad. Hasta allí se abrió paso en la muerte; se dejó —santa argucia de la vida eterna— vencer por la muerte para que ésta le sumergiera hasta lo más íntimo del mundo, para que, descendiendo al seno mismo y a la única raíz del mundo, instaurase en ella para siempre su vida divina. Porque murió, le pertenece con toda justicia esta tierra. Pues cuando el cuerpo de un hombre queda tendido en las entrañas de la tierra, el hombre —nosotros decimos el alma—, aunque en la muerte se haga inmediatamente divino, participa de la unidad definitiva de aquel misterioso y único fundamento, en el cual están unidas todas las cosas espacio-temporales. A lo más profundo descendió el Señor en la muerte.

¡Cristo ha resucitado!

Ahora reina Él, y reina allí, no la esterilidad y la muerte. En la muerte se ha convertido en corazón del mundo terreno, corazón divino en el centro del mundo, donde éste, incluso más allá de su desarrollo en el espacio y en el tiempo, hinca su raíz en la omnipotencia de Dios. De este corazón único de todas las cosas terrenas, en el cual ya no se distinguían la unidad plena y la pobreza absoluta, del cual brota todo su destino, ha resucitado. Ha resucitado no para marcharse, no para que los dolores de la muerte, que de nuevo le engendran, le regalen la vida y la luz de Dios de tal manera que deje tras sí la tierra vacía y sin esperanza. Ha resucitado en su cuerpo. Esto quiere decir: ha comenzado a transformar este mundo. Ha rescatado el mundo para la eternidad, ha nacido de nuevo como hijo de la tierra, pero ahora es el glorioso, el ilimitado, el liberado de la tierra, que queda redimida para siempre de la muerte y de la esterilidad. Ha resucitado, no para mostrar que abandona definitivamente la tierra, sino para probar que esta tumba de los muertos —el cuerpo y la tierra— se ha transformado definitivamente en la casa gloriosa, inmensa del Dios vivo y del alma del Hijo llena de Dios. No ha resucitado para ser arrancado de la tierra. Pues Él posee ya definitiva y gloriosamente el cuerpo, que es una parte de la tierra, una parte que siempre le pertenece como parte de su realidad y de su destino. Ha resucitado para revelar que por su muerte queda implantada la vida eterna libre y feliz en la estrechez y el dolor de la tierra, y en medio de sus corazones.

¡Todo se ha renovado!

Lo que llamamos su resurrección y consideramos irreflexivamente como su destino privado, es sólo el primer síntoma real de que, más allá de lo que llamamos experiencia (a la que nosotros damos tanta importancia), todo ha llegado a ser distinto, con la verdadera y decisiva profundidad de todas las cosas. Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo ya arde el fuego de Dios, que lo llevará todo a la bienaventurada incandescencia. Ha resucitado para demostrar que ha comenzado ya. Ya se levantan desde el corazón mismo de la tierra, en el que penetró muriendo, las nuevas fuerzas de una tierra gloriosa, ya están vencidos en lo más profundo de toda realidad el pecado, la esterilidad y la muerte, y no falta mucho tiempo, sólo lo que nosotros llamamos historia después de Cristo, para que toda la realidad, y no sólo el cuerpo de Jesús, refleje lo que realmente ha sucedido. Y porque no comenzó Cristo a salvar y glorificar el mundo por la superficie, sino por la raíz más íntima, creemos nosotros, seres superficiales, que no ha sucedido nada. Porque el agua del dolor y de la culpa todavía corre aquí donde estamos, nos imaginamos que sus fuentes, en lo profundo, no están todavía agotadas. Porque la maldad dibuja todavía nuevas ruinas en el rostro de la tierra, concluimos que en lo más profundo del corazón de la realidad ha muerto el amor. Pero todo no es sino apariencia, apariencia que tenemos por realidad de la vida.

Ha resucitado porque en la muerte ha conquistado para siempre el centro más íntimo de todo lo terreno y lo ha salvado. Y resucitando lo ha conservado. Y de esa manera Él permanece aquí. Guando le confesamos como subido a los cielos es sólo una manera de decir que nos retira por un tiempo la evidencia de su gloriosa humanidad, y sobre todo que no se da ya abismo alguno entre Dios y el mundo. Cristo está ya en medio de todas las cosas miserables de esta tierra, que no podemos abandonar porque es nuestra madre. Él está en la esperanza anónima de toda criatura que, sin saberlo, aguarda la participación en la glorificación de su cuerpo. Él está en la historia de la tierra, cuya ciega marcha a través de todas las victorias y caídas, dirige hacia su día con temible precisión; hacia aquel día en el que su gloria, transformándolo todo, emergerá desde sus propias profundidades.

Él está en todas las lágrimas y en toda muerte como júbilo oculto y vida que vence mientras aparenta morir. Él está en el mendigo a quien damos limosna, está como misteriosa riqueza que le caerá en suerte al que socorre. Él está en las mezquinas derrotas de sus siervos, como victoria que es sólo de Dios. Él está en nuestra impotencia como potencia que se puede permitir aparecer como débil, porque es invencible. Él está aun en medio del pecado, como misericordia, paciente hasta el fin, del amor eterno. Él está ahí como ley misteriosa y esencia íntima de todas las cosas que todavía triunfa y se impone cuando todos los órdenes parecen deshacerse. Está entre nosotros como la luz del día, como el aire, que no notamos, como ley misteriosa de un movimiento que no comprendemos, porque la parte de ese movimiento, que nosotros mismos vivimos, es demasiado corta para que podamos llegar a comprobar su fórmula.

Pero Él está ahí, como corazón de este mundo terreno y sello misterioso de su eterna validez. Por eso podemos y debemos nosotros, hijos de esta tierra, amarle. Incluso cuando nos atormenta el temor a la miseria y a la muerte. Pues desde que Él ha entrado en ésta para siempre, por su muerte y resurrección, la desgracia se ha convertido en algo provisional y en mera prueba de nuestra fe en el más íntimo misterio, que es el resucitado. Que éste es el sentido misterioso de su miseria, no es una experiencia nuestra. Realmente no. Pero nuestra fe se opone a toda experiencia. La fe que puede amar la tierra porque ella es el «cuerpo» del resucitado o lo será. Por eso no debemos dejarla: la vida de Dios habita en ella. Si buscamos al Dios de la infinitud (¿cómo podíamos abandonarlo?) y a la tierra confiada a nosotros, tal como es y tal como debe ser, para convertirse en nuestra eterna patria libre, los hallaremos por el mismo camino: en la resurrección del Señor. En ella ha mostrado Dios que Él ha redimido la tierra para siempre. Caro cardo salutis, la carne es el quicio de la salvación, ha dicho un padre de la Iglesia.

El más allá de todo pecado y de la muerte no está lejos, ha descendido y vive en lo más profundo de nuestra carne. La más sublime religiosidad de la huida del mundo no llegaría a hacer bajar de la lejanía de su eternidad al Dios de nuestra vida y de la salvación de esta tierra, ni llegaría tampoco hasta Él en su más allá. Pero Él mismo ha venido a nosotros. Y ha transformado lo que somos y lo que siempre queremos considerar como el turbio resto terreno de nuestra espiritualidad: la carne. Desde entonces, la madre tierra da a luz sólo a hijos que serán transformados. Pues la resurrección de Jesucristo es el comienzo de la resurrección de toda carne.

Una cosa falta: que su obra, su resurrección, que no podemos ignorar, se convierta en la felicidad de nuestra existencia. Tienen que hacer saltar la tumba de nuestro corazón. Tiene que resucitar del centro de nuestro ser también, donde está como fuerza y promesa. Ahí Él está todavía en camino. Ahí es todavía sábado santo, hasta el último día, que será la pascua completa de todo el cosmos. Y esta resurrección acontece en la libertad de nuestra fe, pero es también su obra. Obra suya que sucede como nuestra: como obra de la fe amante, que nos incorpora a la colosal marcha de toda realidad terrena hacia su propia gloria, que ha comenzado ya en la resurrección de Cristo.

"El Año litúrgico"
Editorial Herder
QUÉ SIGNIFICA LA RESURRECCIÓN

La palabra "resurrección" es una metáfora tomada del sueño y quiere decir, literalmente, volver a levantarse. Por eso nosotros podemos llegar a pensar que Jesús, resucitado, volvió a la vida lo mismo que Lázaro. Pero los apóstoles entendieron la resurrección de Jesús de otra manera. En el supuesto de que alguien vuelva a esta vida, habrá que decir que no murió de verdad, o, al menos, que no murió de una vez por todas sin tener que volver a morir. Los apóstoles, en cambio, confesaron unánimemente que Jesús murió y fue sepultado, y resucitó al tercer día de entre los muertos para no volver a morir nunca jamás.

La resurrección de Jesús fue para los apóstoles un paso hacia adelante y no un regreso; más aún, ni siquiera la entendieron como una continuación sin límites de la vida presente. Fue para ellos una viva superación de la muerte y del reino de la necesidad, para entrar en el reino de la libertad.

Jesús, resucitando, fue "más allá", no en sentido espacial (a otro sitio), sino en sentido cualitativo: comenzó a vivir de otra manera, esto es, en plenitud de vida. Los apóstoles no pudieron hablarnos de esta pascua de Jesús, de este paso, sin utilizar metáforas, pues no hallaron nada igual en el campo de nuestra experiencia objetiva.

La resurrección de Jesús significa también para los creyentes que Dios ha revisado su causa, y ha fallado en su favor, dándole la gloria que le corresponde. De modo que el ajusticiado por el sanedrín, el excomulgado por la sinagoga, y el ejecutado por los romanos fuera de la ciudad, aparece como el justo y aun como el juez de vivos y muertos. Dios ha santificado el nombre de Jesús para que todos los que creemos en su nombre -en su vida y en su misión- tengamos vida en abundancia.
--------------------------------------------------------------------------------
Creer en la resurrección es afirmar que alguien -y alguien de nuestra historia- está "lleno de vida". Para siempre. Creer que Cristo está vivo es plantear para cada hombre el sentido de la vida. Pero creer en la resurrección es aún más. Es experimentar ya en lo secreto de nuestro corazón que, en Cristo, hemos vencido a las fuerzas de la muerte, aun cuando sigan aprisionándonos.

Victoria para nosotros; sin duda, pero victoria también para el mundo, pues nuestra esperanza no es para uso privado, sino que es para el mundo. Cuando descubrimos con asombro que hemos sido despertados a la vida sin término, ese nuestro asombro es buena noticia para la tierra entera, nos convertimos en la conciencia viva de lo que ya le ha sido dado sin que la propia tierra se diese cuenta. El mundo aprende en nosotros que la muerte es "contra natura".

Y no es que liquidemos alegremente el lado trágico de la existencia. Al igual que el no creyente, nos vemos enfrentados al absurdo, abocados al sufrimiento y al vacío. Pero creemos humildemente que ya fluye en nosotros una sangre nueva. Afirmamos que, desde la mañana de Pascua, hemos nacido a una vida nueva: "¡El mundo antiguo ha pasado, y ha nacido un mundo nuevo!". Creer en la resurrección es apasionarse de la vida. Creer en Jesús es descubrir todo el amor a la vida que Jesús manifestó en sus palabras y obras. Es creer en el mundo y hacer lo posible para que el mundo alcance su fin. Creer en la resurrección es descubrir el poder de vida que Dios nos hace experimentar: nuestra vida no camina hacia su perdición. "Estad vivos, auténticamente vivos", dice Dios (Talec). Si creemos en la vida es porque hemos descubierto en la resurrección de Jesús que el secreto tenebroso del mundo es la palpitación de un corazón que ama: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único".

I/EXP-RSD: Esta confesión, este testimonio, lo hacemos juntos. Es significativo que las primeras experiencias del Resucitado ocurran siempre "en Iglesia", cuando los discípulos están reunidos. Si el Nuevo Testamento contiene manifestaciones individuales del Resucitado, las refiere siempre a la comunidad ("Id a decir a mis hermanos", "ella corrió a decirlo..."). La fe no está escondida en la intimidad de la conciencia personal, sino que es cosa de todo un Pueblo. Creemos juntos y experimentamos unos con otros, unos por otros, el secreto de la vida.

DIOS CADA DIA
SIGUIENDO EL LECCIONARIO FERIAL
CUARESMA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE/SANTANDER 1989.Pág. 136
--------------------------------------------------------------------------------
"La resurrección es un acontecimiento que concierne evidentemente, ante todo, al destino personal, singular, de Jesús. Pero es al mismo tiempo un misterio de salvación, un acontecimiento que lleva en sí, como en germen, la salvación de toda la humanidad... El "poder" que Dios desplegó para resucitar a su Hijo, lo pondrá por obra para con los hombres que son con Cristo 'un solo cuerpo'" (J. -CI. Brootcorne).

Nuestra existencia no camina hacia la muerte. Jesús es la prenda y la fuente de nuestra existencia eterna. Victoria de la vida, que no es empujada hacia un futuro ilusorio, porque es victoria para hoy. La "Pascua" que vivimos con Cristo nos hace pasar desde ahora a la verdadera vida, que es comunión con Dios. Desde la mañana de Pascua vivimos en régimen de resurrección, y "en esta existencia cotidiana que recibimos de tu gracia ha comenzado ya la vida eterna" (Pref, dom. ord. VI).

Id.Pág. 118

JOSEPH RATZINGER EL ROSTRO DE DIOS










































EL SEÑOR HA RESUCITADO VERDADERAMENTE
Meditación para el día de pascua

¡Qué conmoción sacudiría al mundo si leyéramos un día en la prensa: «se ha descubierto una hierba medicinal contra la muerte»! Desde que la humanidad existe, se ha estado buscando tal hierba. Ella espera una medicina contra la muerte, pero, al mismo tiempo, teme a esa hierba. Sólo el hecho de que en una parte del mundo la esperanza de vida se haya elevado de 30 a 70 años ha creado ya problemas casi insolubles.

La iglesia nos anuncia hoy con triunfal alegría: esa hierba medicinal contra la muerte se ha encontrado ya. Existe una medicina contra la muerte y ha producido hoy su efecto: Jesús ha resucitado y no volverá ya a morir. Lo que es posible una vez, es fundamentalmente posible y así esta medicina vale para todos nosotros. Todos nosotros podemos hacernos cristianos con Cristo e inmortales. ¿Pero cómo? Esto debería ser nuestra pregunta más viva. Para encontrar la respuesta, debemos sobre todo preguntar: ¿cómo es que resucitó? Pero, sobre eso, se nos da una simple información que se nos confía a todos: él resucitó porque era no sólo un hombre, sino también hijo de Dios. Pero era también un hombre real y lo fue por nosotros. Y así sigue, por su propio peso, la próxima pregunta: ¿cómo aparece este «ser-hombre» que une con Dios y que debe ser el camino para todos nosotros? Y parece claro que Jesús vive toda su vida en contacto con Dios. La Biblia nos informa de sus noches pasadas en oración. Siempre queda claro esto: él se dirige al Padre. Las palabras del Crucificado no se nos refieren en los cuatro evangelios de un modo unitario, pero todos coinciden en afirmar que él murió orando. Todo su destino se halla establecido en Dios y se traduce así en la vida humana. Y siendo así las cosas, él respira la atmósfera de Dios: el amor. Y por ello es inmortal y se halla por encima de la muerte. Y ya tenemos las primeras aplicaciones a nosotros: nuestro pensar, sentir, hablar, el unir nuestra acción con la idea de Dios, el buscar la realidad de su amor, éste es el camino para entrar en el espacio de la inmortalidad.

Pero queda todavía otra pregunta. Jesús no era inmortal en el sentido en el que los hombres deseaban serlo desde tiempos inmemoriales, cuando buscaban la hierba contra la muerte. Él murió. Su inmortalidad tiene la forma de la resurrección de la muerte, que tuvo lugar primero. ¿Qué es lo que debe significar esto? El amor es siempre un hecho de muerte: en el matrimonio, en la familia, en la vida común de cada día. A partir de ahí, se explica el poder del egoísmo: él es una huida comprensible del misterio de la muerte, que se halla en el amor. Pero, al mismo tiempo, advertimos que sólo esa muerte que está en el amor hace fructificar; el egoísmo, que trata de evitar esa muerte, ese es el que precisamente empobrece y vacía a los hombres. Solamente el grano de trigo que muere fructifica.

El egoísmo destruye el mundo; él es la verdadera puerta de entrada de la muerte, su poderoso estímulo. En cambio, el Crucificado es la puerta de la vida. Él es el más fuerte que ata al fuerte. La muerte, el poder más fuerte del mundo, es, sin embargo, el penúltimo poder, porque en el Hijo de Dios el amor se ha mostrado como más fuerte. La victoria radica en el Hijo y cuanto más vivamos como él, tanto más penetrará en este mundo la imagen de aquel poder que cura y salva y que, a través de la muerte, desemboca en la victoria final: el amor crucificado de Jesucristo.

JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 84 s.

Lecturas

“Hoy es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
–«Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección.
Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados.»

Sal 117, 1-2. 16ab 17. 22-23 R. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia. R.
La diestra del Señor es poderosa,
la diestra del Señor es excelsa.
No he de morir, viviré
para contar las hazañas del Señor. R.
La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente. R.


Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3, 1-4
Hermanos.
Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.


Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo:
–«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

CRISTO HA RESUCITADO¡ALELUYA!

Domingo de Resurrección

RESUCITó DE ENTRE LOS MUERTOS

— La Resurrección del Señor, fundamento de nuestra fe. Jesucristo vive: esta es la gran alegría de todos los cristianos.

— La luz de Cristo. La Resurrección, una fuerte llamada al apostolado.

— Apariciones de Jesús: el encuentro con su Madre, a quien se aparece en primer lugar. Vivir este tiempo litúrgico muy cerca de la Virgen.

I. En verdad ha resucitado el Señor, aleluya. A él la gloria y el poder por toda la eternidad1.

«Al caer la tarde del sábado, María Magdalena y María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. —Muy de mañana, al otro día, llegan al sepulcro, salido ya el sol (Mc 16, 1-2). Y entrando, se quedan consternadas porque no hallan el cuerpo del Señor. —Un mancebo, cubierto de vestidura blanca, les dice: No temáis: sé que buscáis a Jesús Nazareno: non est hic, surrexit enim sicut dixit, —no está aquí, porque ha resucitado, según predijo (Mt 28, 5).

»¡Ha resucitado! —Jesús ha resucitado. No está en el sepulcro. —La Vida pudo más que la muerte»2.

La Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida, y el fundamento de nuestra fe. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo, toda predicación sería inútil y nuestra fe vacía de contenido3. Además, en la Resurrección de Cristo se apoya nuestra futura resurrección. Porque Dios, rico en misericordia, movido del gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por el pecado, nos dio vida juntamente con Cristo... y nos resucitó con Él4. La Pascua es la fiesta de nuestra redención y, por tanto, fiesta de acción de gracias y de alegría.

La Resurrección del Señor es una realidad central de la fe católica, y como tal fue predicada desde los comienzos del Cristianismo. La importancia de este milagro es tan grande, que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la Resurrección de Jesús5. Anuncian que Cristo vive, y este es el núcleo de toda su predicación. Esto es lo que, después de veinte siglos, nosotros anunciamos al mundo: ¡Cristo vive! La Resurrección es el argumento supremo de la divinidad de Nuestro Señor.

Después de resucitar por su propia virtud, Jesús glorioso fue visto por los discípulos, que pudieron cerciorarse de que era Él mismo: pudieron hablar con Él, le vieron comer, comprobaron las huellas de los clavos y de la lanza... Los Apóstoles declaran que se manifestó con numerosas pruebas6, y muchos de estos hombres murieron testificando esta verdad.

Jesucristo vive. Y esto nos colma de alegría el corazón. «Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (...): en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía»7.

«Se apareció a su Madre Santísima. —Se apareció a María de Magdala, que está loca de amor. —Y a Pedro y a los demás Apóstoles. —Y a ti y a mí, que somos sus discípulos y más locos que la Magdalena: ¡qué cosas le hemos dicho!

»Que nunca muramos por el pecado; que sea eterna nuestra resurrección espiritual. —Y (...) has besado tú las llagas de sus pies..., y yo más atrevido –por más niño– he puesto mis labios sobre su costado abierto»8.

II. Dice bellamente San León Magno9 que Jesús se apresuró a resucitar cuanto antes porque tenía prisa en consolar a su Madre y a los discípulos: estuvo en el sepulcro el tiempo estrictamente necesario para cumplir los tres días profetizados. Resucitó al tercer día, pero lo antes que pudo, al amanecer, cuando aún estaba oscuro10, anticipando el amanecer con su propia luz.

El mundo había quedado a oscuras. Solo la Virgen María era un faro en medio de tantas tinieblas. La Resurrección es la gran luz para todo el mundo: Yo soy la luz11, había dicho Jesús; luz para el mundo, para cada época de la historia, para cada sociedad, para cada hombre.

Ayer noche, mientras participábamos –si nos fue posible– en la liturgia de la Vigilia pascual, vimos cómo al principio reinaba en el templo una oscuridad total, imagen de las tinieblas en las que se debate la humanidad sin Cristo, sin la revelación de Dios. En un instante el celebrante proclamó la conmovedora y feliz noticia: La luz de Cristo, que resucita glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu12. Y de la luz del cirio pascual, que simboliza a Cristo, todos los fieles recibieron la luz: el templo quedó iluminado con la luz del cirio pascual y de todos los fieles. Es la luz que la Iglesia derrama sobre toda la tierra sumida en tinieblas.

La Resurrección de Cristo es una fuerte llamada al apostolado: ser luz y llevar la luz a otros. Para eso hemos de estar unidos a Cristo. «Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 1, 10); informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura.

»Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña»13.

III. La Virgen, que estuvo acompañada por las santas mujeres en las horas tremendas de la crucifixión de su Hijo, no acompañó a estas en el piadoso intento de terminar de embalsamar el Cuerpo muerto de Jesús. María Magdalena y las demás mujeres que le habían seguido desde Galilea han olvidado las palabras del Señor acerca de su Resurrección al tercer día. La Virgen Santísima sabe que resucitará. En un clima de oración, que nosotros no podemos describir, Ella espera a su Hijo glorificado.

«Los evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a María. De todos modos, como Ella estuvo de manera especialmente cercana a la cruz del Hijo, hubo de tener también una experiencia privilegiada de su resurrección»14. Una tradición antiquísima de la Iglesia nos transmite que Jesús se apareció en primer lugar y a solas a su Madre. En primer término, porque Ella es la primera y principal corredentora del género humano, en perfecta unión con su Hijo. A solas, puesto que esta aparición tenía una razón de ser muy diferente de las demás apariciones a las mujeres y a los discípulos. A estos había que reconfortarlos y ganarlos definitivamente para la fe. La Virgen, que ya había sido constituida Madre del género humano reconciliado con Dios, no dejó en ningún momento de estar en perfecta unión con la Trinidad Beatísima. Toda la esperanza en la Resurrección de Jesús que quedaba sobre la tierra se había cobijado en su corazón.

No sabemos de qué manera tuvo lugar la aparición de Jesús a su Madre. A María Magdalena se le apareció de forma que ella no le reconoció en un primer momento. A los dos discípulos de Emaús se les unió como un hombre que iba de viaje. A los Apóstoles reunidos en el Cenáculo se les apareció con las puertas cerradas... A su Madre, en una intimidad que podemos imaginar, se le mostró en tal forma que Ella conociera, en todo caso, su estado glorioso y que ya no continuaría la misma vida de antes sobre la tierra15. La Virgen, después de tanto dolor, se llenó de una inmensa alegría. «No sale tan hermoso el lucero de la mañana –dice fray Luis de Granada–, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre como cuchillos de dolor, verlas hechas fuentes de amor; al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de ángeles y santos; al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro; al que tuvo muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja; abrázale y pídele que no se le vaya; entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar»16. Nosotros nos unimos a esta inmensa alegría.

Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, cada año en esta fiesta, aconsejaba a sus oyentes que no dejaran de felicitar a la Virgen por la Resurrección de su Hijo17. Es lo que hacemos nosotros, comenzando hoy a rezar el Regina Coeli, que ocupará el lugar del Ángelus durante el tiempo Pascual: Alégrate, Reina del cielo, ¡aleluya!, porque Aquel a quien mereciste llevar dentro de ti ha resucitado, según predijo... Y le pedimos que nosotros resucitemos en íntima unión con Jesucristo. Hagamos el propósito de vivir este tiempo pascual muy cerca de Santa María.

1 Antífona de entrada de la Misa. Cfr. Lc 24, 34; Cfr. Apoc 1, 6. — 2 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, primer misterio glorioso. — 3 Cfr. 1 Cor 15, 14-17. — 4 Ef 2, 4-6. — 5 Cfr Hech 1, 22; 2, 32; 3, 15; etc. — 6 Hech 1, 3. — 7 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 102. — 8 ídem, Santo Rosario, primer misterio glorioso. — 9 San León Magno, Sermón 71, 2. — 10 Jn 20, 1. — 11 Jn 8, 12. — 12 Misal Romano, Vigilia pascual. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 105. — 14 Juan Pablo II, Discurso en el santuario de Nª Sª de la Alborada, Guayaquil, 31-I-1985. — 15 Cfr. F. M. Willam, Vida de María, Herder, Barcelona 1974, p. 330. — 16 Fray Luis de Granada, Libro de la oración y meditación, Palabra, 2ª ed., Madrid 1979, 26, 4, 16. — 17 Cfr. Fr. J. F. P., Vida y misericordia de la Santísima Virgen, según los textos de Santo Tomás de Aquino, Segovia 1935, pp. 181-182.

Giovanni Paolo II - Beatificazione e Canonizzazione - Sito Ufficiale

Giovanni Paolo II - Beatificazione e Canonizzazione - Sito Ufficiale

sábado, 23 de abril de 2011

Año 2011
Mensaje del 25 de enero de 2011
“¡Queridos hijos! También hoy estoy con ustedes y los miro y los bendigo, y no pierdo la esperanza de que este mundo cambie para bien y la paz reine en los corazones de los hombres. La alegría reinará en el mundo porque se han abierto a mi llamado y al amor de Dios. El Espíritu Santo está cambiando a una multitud que ha dicho sí. Por eso deseo decirles: gracias por haber respondido a mi llamado.”

Mensaje del 25 de febrero de 2011
“¡Queridos hijos! La naturaleza se despierta y en los árboles se ven los primeros capullos que darán una hermosísima flor y fruto. Deseo que también ustedes, hijitos, trabajen en su conversión y que sean quienes testimonien con su propia vida, de manera que su ejemplo sea para los demás un signo y un estímulo a la conversión. Yo estoy con ustedes e intercedo ante mi Hijo Jesús por su conversión. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”

Mensaje del 25 de marzo de 2011
“¡Queridos hijos! De manera especial hoy deseo invitarlos a la conversión. Que a partir de hoy comience una vida nueva en su corazón. Hijitos, deseo ver su “sí” y que su vida sea el vivir con alegría la voluntad de Dios en cada momento de su vida. Hoy de manera especial yo los bendigo con mi bendición maternal de paz, de amor y de unidad en mi Corazón y en el Corazón de mi Hijo Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”

Hoy, Señor, me presento ante ti
con todo lo que soy y lo que tengo.
Acudo a ti como persona sedienta, necesitada...
porque sé que en ti encontraré respuesta.
Siento que no puedo vivir con la duda todo el tiempo
y que se acerca el momento de tomar una decisión.

Deseo ponerme ante ti con un corazón abierto como el de María,
con los ojos fijos en ti esperando que me dirijas tu Palabra.
Deseo ponerme ante ti como Abraham,
con el corazón lleno de tu esperanza,
poniendo mi vida en tus manos.
Deseo ponerme ante ti como Samuel,
con los oídos y el corazón dispuestos a escuchar tu voluntad.

Aquí me tienes, Señor,
con un deseo profundo de conocer tus designios.
Quisiera tener la seguridad
de saber lo que me pides en este momento;
quisiera que me hablases claramente, como a Samuel.
Muchas veces vivo en la eterna duda.
Vivo entre dos fuerzas opuestas que me provocan indecisión
y en medio de todo no acabo de ver claro.

Sácame, Señor, de esta confusión en que vivo.
Quiero saber con certeza el camino que tengo que seguir.
Quiero entrar dentro de mí mismo
y encontrar la fuerza suficiente
para darte una respuesta sin excusas, sin pretextos.
Quiero perder tantos miedos
que me impiden ver claro
el proyecto de vida que puedas tener sobre mí.

¿Qué quieres de mí, Señor? ¡Respóndeme!
¿Quieres que sea un discípulo tuyo
para anunciarte en medio de este mundo?
Señor, ¿qué esperas de mí? ¿por qué yo y no otro?
¿Cómo tener la seguridad de que es este mi camino y no otro?

En medio de este enjambre de dudas
quiero que sepas, Señor, que haré lo que me pidas.
Si me quieres para anunciar tu Reino, cuenta conmigo, Señor.
Si necesitas mi colaboración
para llevar a todas las personas con las que me encuentre hacia ti,
cuenta conmigo, Señor.

Si me llamas a ser testigo tuyo de una forma más radical
como consagrado en medio de los hombres,
cuenta conmigo, Señor.
Y si estás con deseos de dirigir tu Palabra a mi oídos y a mi corazón,
habla, Señor, que tu siervo escucha.

Oremos juntos | tengo sed de Ti

Oremos juntos | tengo sed de Ti
EXULTET
1. FORMA LARGA DEL PREGÓN PASCUAL
Exulten por fin los coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.

Goce también la tierra,
inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero.

Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.

(Por eso, queridos hermanos,
que asistís a la admirable claridad de esta luz santa,
invocad conmigo la misericordia de Dios omnipotente,
para que aquel que, sin mérito mío,
me agregó al número de sus ministros (diáconos),
infundiendo el resplandor de su luz,
me ayude a cantar las alabanzas de este cirio.)

(V. El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.)
V. Levantemos el corazón.
R. Lo tenemos levantado hacia el Señor.
V. Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
R. Es justo y necesario.

En verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su sangre,
canceló el recibo del antiguo pecado.

Porque éstas son las fiestas de Pascua
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.

Esta es la noche en que sacaste de Egipto,
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.

Esta es la noche en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.

Esta es la noche
en la que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.

Esta es la noche en que,
rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?

¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!

Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.

Esta es la noche de que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mi gozo.»
Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los poderosos.

En esta noche de gracia,
acepta, Padre Santo,
el sacrificio vespertino de esta llama,
que la santa Iglesia te ofrece
en la solemne ofrenda de este cirio,
obra de las abejas.

Sabemos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de esta cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.

¡Qué noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!

Te rogamos, Señor, que este cirio,
consagrado a tu nombre,
arda sin apagarse
para destruir la oscuridad de esta noche,
y, como ofrenda agradable,
se asocie a las lumbreras del cielo.
Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos.
R. Amén.
2.
Exulten por fin los ángeles.
Que se asocien a la Fiesta los creyentes,
y por la victoria de Jesús sobre la muerte
salga el pregonero a las calles
anunciando la derrota del Hades.

Alégrese la madre naturaleza
con el grito de la luna llena:
que no hay noche que no acabe en día,
ni invierno que no reviente en primavera,
ni muerte que no dé paso a la vida;
ni se pudre una semilla
sin resucitar en cosecha.

Alégrese nuestra Madre la Iglesia
porque en la historia del mundo
siguen los hombres resucitando,
y abiertos con esperanza al futuro
confiesan a Cristo glorificado.

Esta es la noche del absoluto vacío
que la Palabra llenó creadora.
Esta es la noche de Abraham
en que el Cordero redime a Isaac
sobre la cumbre del monte Moria.

Esta es la noche de Egipto
con Moisés de caudillo,
un Pueblo peregrino a la libertad
y los esclavos vencedores del Esbirro.

¡Qué noche maravillosa:
Cristo subiendo del abismo
y la muerte muerta!
¡Qué maravilla de Dios:
entregando al Hijo
salvaste al esclavo!
¡Qué maravilla de amor:
porque hubo pecado
conocimos el perdón!
¿De qué nos sirviera nacer
si la muerte fuera nuestro destino?

Esta es la noche
en que cayeron dictaduras.
Esta es la noche
en que el avaro renunció a su fortuna.
Esta es la noche
en que el lascivo dejó la lujuria.
Esta es la noche
que acabó con viejas rupturas
engendradas en guerras añejas,
y encontró abrazados a hermanos
que riñeron por líos de herencias.

Esta es la noche que sacude conciencias,
quema los ídolos, despierta vocaciones,
alumbra virginidades, engendra esperanzas,
convierte en arados las espadas,
saca renacidos de las aguas,
alegra a los tristes, provoca adoradores,
descarga pistolas y derriba opresores.

Esta es la noche
que trae la Buena Noticia a los pobres,
abre los ojos de los ciegos,
libera a los prisioneros
y anuncia el perdón a los pecadores.

¡Sea bendito Nuestro Señor
que subiendo a la Cruz
y entrando en la muerte,
venció para siempre
los poderes del mal!

¡A gozar de la Luz...
rota la oscuridad...
victorioso de nuevo el Amor...!

MIGUEL FLAMARIQUE VALERDI
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS
COMENTARIOS AL CICLO C
Desclee de Brouwer BILBAO 1988.Pág. 67
3.
Alegría para todos.
Que la creación entera se estremezca
con un latido más de vida y esperanza.
Que los creyentes todos resplandezcan
con vestido nuevo, perfumado en el Ungido.
Y vosotros, los pobres, los dolientes,
los pequeños, que pasáis inadvertidos,
abríos a la esperanza y a la dicha,
que va a estallar el sol en vuestras vidas.

Que nadie en esta noche
sufra de pesimismo o de tristeza.
Que se alejen los espíritus malignos,
los que amargan la vida de los hombres,
porque han sido definitivamente derrotados.

Esta es la noche
que ha sido iluminada
por un sol nacido del sepulcro.

Esta es la noche victoriosa,
en la que la muerte, hecha cautiva,
en huida sus guardias y soldados,
se puso al servicio de la vida.

Esta es la noche tan dichosa.
en la que Cristo, el amor más grande,
floreció en espiga y amapolas,
y volvió a reunirse con los suyos.

Verdaderamente la cruz fue necesaria
para que el Amor triunfara de la muerte.

Que Judas no se desespere,
que Pilato no se lave más las manos,
que los soldados no tengan pesadillas,
que Pedro ya no llore,
porque el daño se ha trocado en beneficio.

Ahora es el tiempo del juego y de la risa,
de la fe reconquistada y la esperanza cierta;
ahora es el tiempo del amor hasta la muerte.

Magdalena jugará con Jesús al escondite,
los de Emaús jugarán a los disfraces,
Tomás al veo-veo, Juan a adivinanzas,
y para Pedro llegó la hora del examen,
brillantemente superado.

Es la hora del reencuentro,
de la presencia y la amistad gozadas,
del pan partido y compartido,
de promesas y dones generosos.

A partir de esta noche
todo estará más claro y florecido:
la Pasión del mundo continúa,
pero ya ninguna cruz será maldita,
y en todos los surcos de la muerte
se siembra la esperanza.

Un mensaje de alegría para todos.
hombres de toda religión y raza:
la vida ha salido victoriosa,
la justicia triunfará, sin duda,
porque Cristo resucitado está en el centro
de la historia:
él es la Pascua,
el sol que dinamiza nuestro mundo.
CARITAS
UN DIOS PARA TU HERMANO
CUARESMA Y PASCUA
4.
La palabra "Exultet" con que empieza el pregón y que en realidad afecta sólo al prólogo, ha dado nombre a la pieza entera, que también es llamada "praeconium paschale", proclama, pregón.

Primero anuncia el diácono a todos la alegría de la Pascua, alegría del cielo, de la tierra, de la Iglesia, de la asamblea de los cristianos. Esta alegría procede de la victoria de Cristo sobre las tinieblas.

Tras esta primera parte, que lo mismo que su continuación era a menudo improvisada sobre el tema de la resurrección, el diácono entona la gran Acción de gracias. Su tema es la historia de la salvación resumida por el poema: recuerda la redención que redimió el pecado de Adán, rememorando luego las figuras de esta redención: el Cordero pascual, el Mar Rojo, la columna de fuego. En esta noche se da la salvación y Cristo alcanza su victoria.

Entonces el diácono expresa, en términos aún más poéticos, lo que acaba de cantar y ensalza la venturosa noche en que se rompen las cadenas de la muerte, noche de la condescendencia de Dios para con nosotros, noche de la inestimable ternura de su amor, pues para rescatar al esclavo entregó a su propio Hijo; canta el diácono a la "feliz culpa", feliz por haber tenido tan augusto redentor. Después canta el diácono al cirio mismo que la Iglesia toda ofrece. Que este cirio arda sin apagarse, y que el lucero matutino (que es Cristo) que no conoce ocaso, al salir del sepulcro lo encuentre ardiendo todavía.

Una tercera parte consiste en una oración por la paz, por la Iglesia en sus jefes y en sus fieles, por los que gobiernan los pueblos, para que todos lleguen a la patria del cielo. Esta bellísima pieza lírica -cuyo autor quizá pudiera ser san Ambrosio de Milán-, aunque al comienzo de su canto arrebate a menudo a los fieles sorprendidos además por la impresión de la noche iluminada por el fulgor vacilante de las velas, en nuestra época apenas puede ya impresionarles con su doctrina. No sólo la lengua latina (como sucedía antes) sino también la profusión de figuras, la excesiva condensación de los temas y un lirismo desfasado respecto a nuestra actual manera de reaccionar convierten esta pieza valiente, que requiere una sólida voz en el diácono, en un lapso un tanto prolongado en el que los fieles, después del clarinazo del Lumen Christi, se quedan un poco como con hambre y corren peligro de cansarse, cuando se está sólo en los primerísimos comienzos de la celebración del misterio pascual. Con sentimiento por tratarse de tal obra maestra, hay que decir que una futura reforma debería acortar su longitud y encontrar unos términos más de acuerdo con la mentalidad actual. Aquí es donde hace falta encontrar pastores autorizados y armados de valor para sacrificar algo que está teológicamente construido y artísticamente compuesto, en favor de una adaptación que podrá resultar tanto más hermosa cuanto que dé a un nuevo canto en la lengua usual un valor pastoral real. Nada puede ser verdaderamente hermoso si no es funcional; este principio es tan cierto en liturgia como en arquitectura. No hay que vivir ni del pasado ni del porvenir, sino del presente.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 119-124

Sábado santo
El sábado santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, y se abstiene del sacrificio de la misa, permaneciendo por ello desnudo el altar hasta que, después de la solemne vigilia o de la expectación nocturna de la resurrección, pueda alegrarse con gozos pascuales, de cuya abundancia va a vivir durante cincuenta días.

Esta nota introductoria del misal explica el espíritu del día. No debemos dar paso a una alegría anticipada, porque la celebración pascual todavía no ha comenzado. Es un día de serena expectación, de preparación orante para la resurrección. Permanece todavía el dolor, aunque no tenga la misma intensidad del día anterior. Los cristianos de los primeros siglos ayunaban tan estrictamente como el viernes santo, porque éste era el tiempo en que Cristo, el esposo, les había sido quitado (Mt 2,19-21).

Si podemos pasar este día en oración y recogida espera, nuestro tiempo será empleado del modo más idóneo. Esto es lo que nos sugiere la hermosa homilía elegida para el oficio de lecturas de hoy:

Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo'.

El primer sábado santo todo parecía perdido. Los discípulos, pequeño grupo de hombres pusilánimes, habían huido en desbandada, rotas sus esperanzas. Solamente María conservó la fe y quedó esperando la resurrección de su Hijo. Por esto todos los sábados del año la Iglesia conmemora a la Virgen María y tiene una misa votiva y oficio en su honor.

Una nota de serenidad, incluso de gozosa expectación, impregna la liturgia del sábado santo. Cristo ha muerto, pero su muerte es como un sueño del que despertará en la mañana de pascua.

Los salmos elegidos para la liturgia de las horas rezuman confianza y expectación. Parece como si el mismo Cristo los estuviese recitando. El salmo 4 contiene este versículo: "En paz me acuesto y en seguida me duermo", que se aplica a Cristo en la tumba esperando confiadamente la resurrección. También en el salmo 15 tenemos una maravillosa expresión de esperanza: "No me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha".

La lectura de la Biblia (Heb 4,1-13) nos habla del descanso sabático preparado para el pueblo de Dios después de las fatigas de esta vida. De ella se desprende esta conclusión: "Un tiempo de descanso queda todavía para el pueblo de Dios, pues el que entra en su descanso descansa él también de sus tareas, como Dios de las suyas".

En la homilía de la que hemos citado antes algo hay un diálogo entre Cristo y Adán. Cristo entra en la morada de los muertos y despierta a Adán, diciendo: "Levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona".

Todos participamos del misterio del sábado santo; san Pablo nos lo recuerda: "Fuimos, pues, sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte, para que, como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida" (Rom 6,4). En la Iglesia primitiva, el simbolismo del bautismo como sepultura con Cristo resultaba mucho más claro que en tiempos más recientes. Los catecúmenos adultos descendían realmente a la pila bautismal, que, en su aspecto, no era muy diferente de una tumba. Descendían a las aguas, como signo de muerte y sepultura, y salían significando la resurrección.

Nuestra participación en la sepultura de Cristo se expresa en las oraciones finales de la liturgia de las horas. Así se expresa la petición final de laudes: "Cristo, Hijo de Dios vivo, que has querido que por el bautismo fuéramos sepultados contigo en la muerte, haz que, siguiéndote a ti, caminemos también nosotros en una vida nueva". En la oración final rogamos: "Te pedimos que concedas a todos tus fieles, sepultados con Cristo por el bautismo, resucitar también con él a la vida eterna".

Vincent Ryan
Cuaresma-Semana Santa
Paulinas.Madrid-1986.Págs. 111ss.
1. Liturgia de las horas II, 415

Sábado Santo SABADO-STO/M M/SABADO-SANTO
La esperanza en medio del sufrimiento:
María madre y modelo para la Iglesia

Es muy poco lo que sabe la comunidad cristiana acerca de las
circunstancias que acompañaron la relación de María con su Hijo
Jesús, en particular en su camino hacia la muerte. Pero la tradición
de Juan nos ha conservado este recuerdo, lleno de intenciones
teológicas, que ha sido leído en la historia de cristianos como una
expresión eclesiológica: María es la madre de la Iglesia, la Iglesia es
hogar de María.

Nos hemos preocupado mucho recientemente, con razón, por ver
a María como una mujer completamente marcada por el espíritu de
los pobres de Dios, y así nos permiten describirla los evangelios, en
general, y sobre todo los evangelios de la infancia.

Nos hemos acostumbrado a ver a María, en Semana Santa, como
la Virgen dolorosa. Sin embargo, el único recuerdo que la tradición
cristiana nos ha reservado es el de una Madre valerosa, que se
mantuvo de pie junto a la cruz, es decir, que no se dejó derrumbar
por el dolor. El prototipo de la actitud del valor en medio del
sufrimiento.

Pero no se trataba de cualquier valor: se trataba del valor que
está sustentado por la esperanza. El corazón de María no se dejó
vaciar nunca de esperanza y por eso la comunidad cristiana la
recuerda en este día como a la Madre que es para ella un
verdadero modelo de existencia.

Hoy tenemos que hablar en la Iglesia de esperanza. No importa
que en este día nos sintamos impactados por el recuerdo del
sufrimiento y de la muerte de Jesús. Todavía no hemos recorrido
todo el camino de Dios.

Nuestro pueblo debe tener los sentimientos de María. En medio
del sufrimiento, no se puede perder la esperanza. Está por
amanecer un día nuevo, el día de la vida. Y no sólo el día del
recuerdo de la vida: este día de la esperanza siempre es posible.

Con María, como los pobres de Dios, podemos confiar siempre en
el Dios que nos ama, que nos anuncia con la resurrección de su
Hijo, nuestra propia resurrección. También nuestro espíritu se
puede alegrar, aún en medio del dolor, por la esperanza que
sustenta para nosotros el Dios de la vida:

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador,
porque se ha fijado en su humilde esclava.
Pues mira, desde ahora me felicitarán
todas las generaciones
porque el poderoso ha hecho tanto por mí:
él es santo
y su misericordia llega a su fieles
generación tras generación.



LA VIGILIA Y SU SIGNIFICADO

ADRIEN NOCENT
BAU/PROMESAS BAU/RENUNCIAS REDDITIO AYUNO/SABADO-SANTO

El sábado santo presenta una fisonomía particular. A excepción de los oficios de origen más bien monástico, como es el oficio de maitines, ese día no se celebra oficio del día ni siquiera el vespertino. El sábado santo se caracteriza también por el ayuno hasta la noche. Ayuno festivo: se ayuna a la espera de la vuelta del Señor.

Esa mañana, en Roma se tenía una sola celebración: la "entrega del Símbolo" y el último exorcismo que precedía a la renuncia solemne .

Hemos seguido hasta aquí al catecúmeno y nos hemos preocupado de su transformación progresiva. La Iglesia de Roma se interesa por él de modo particular este sábado, en el momento cn que el catecúmeno se va a situar entre los suyos, en esa noche de la Pascua.

Los libros antiguos nos refieren el desarrollo de la ceremonia matinal. En Cuaresma, los catecúmenos habían pasado primero tres escrutinios y posteriormente otros seis. El último escrutinio adopta un aire más solemne. Se les había "entregado" el Símbolo, el celebrante les había dado un comentario de los artículos de la fe, y ahora ellos debían recitar el Símbolo que habían aprendido de memoria. No se trataba de una verdadera profesión de fe. Si indudablemente tenían un inicio de fe, ésta es sin embargo un don que recibirán en el sacramento mismo del bautismo. Harían profesión de su fe en el agua bautismal, cuando se lo pidiera el sacerdote al preguntarles: "¿Crees en el Padre?". ., a lo que responderían ellos "Creo en él", recibiendo la inmersión en el nombre de las tres Personas divinas.

Pero se quería tener una información sobre sus conocimientos y disposición para profesar su fe en el acto bautismal. Más impresionante aún era la renuncia solemne a Satanás por parte de los catecúmenos. Antiguamente iba precedida de la imposición de manos por el obispo, del Effeta y de la unción. El catecúmeno renunciaba entonces a Satanás, a sus pompas y a sus obras. Con justificada preocupación pastoral, la palabra "pompas" ha sido traducida por "seducciones". Hay que reconocer, sin embargo, que esta traducción sólo imperfectamente da lo significado por la palabra original. Aquel término recordaba el cortejo de culto a las divinidades paganas, los juegos circenses y toda la pompa de una civilización comprometida por la lujuria en la riqueza y el fausto. El catecúmeno tenía que renunciar a todo aquel paganismo ambiente. En ocasiones, la ceremonia era más expresiva aún, como por ejemplo en Oriente, donde se practicaba el rito de la expectoración: el catecúmeno escupía en dirección al Occidente, significando con ello su desprecio a las fuerzas del mal. Los Padres se han complacido en describir esta renuncia solemne en la que el catecúmeno, comprometiendo su lealtad de hombre, declaraba apartarse del "mundo".

Aludiendo a aquel antiguo escrutinio, la Iglesia invita hoy a todos los bautizados a renovar esta renuncia, que irá seguida de la renovación de las promesas del bautismo.
--------------------------------------------------------------------------------
FUEGO/BENDICION CIRIO PREGON-PASCUAL J/LUZ

La bendición del nuevo fuego es, sin duda, la sacralización de una necesidad, la necesidad que antiguamente había de reanimar la luz para los oficios, dado que habían sido extinguidas las lámparas tras el lucernario. Pero en esta bendición del nuevo fuego lo mismo que en la bendición del cirio pascual y en la bendición del agua bautismal, hemos de ver los efectos de la redención. El mundo adquiere ya una nueva faz, la criatura infrahumana recupera su sitio, vuelve a integrarse en la unidad, deja de ser enemiga, y recobrando el sentido de servicio, se convierte de nuevo en instrumento de gracia.

Este rito de la bendición del nuevo fuego es como una especie de teatro de mimo representado ante los ojos del catecúmeno, que desde muchos días atrás viene esperando la iluminación. El Señor duerme en el sepulcro, pero el profeta Oseas escribía: "Oh muerte, yo seré tu muerte; país de los muertos, yo seré tu aguijón" (Oseas 13. 14. antífona 1ª de las Vísperas del sábado santo). Cristo se apropia estas palabras convirtiéndolas en realidad, y los Laudes de esta mañana han recordado a todos que era forzoso esperar la victoria del que había dicho: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn 2, 19). Ese Señor que así duerme será el dueño victorioso del mundo. La Iglesia ha hecho que, al final del oficio de Vísperas de este sábado, canten sus fieles un pasaje de la epístola a los Filipenses que, unido a los dos versículos que inmediatamente le siguen, es como la carta de resurrección del Señor: Cristo, por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz; por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre". De modo que al Nombre de Jesús toda rodilla se dobla -en el cielo, en la tierra, en el abismo-, y toda lengua proclame: "¡Jesucristo es Señor!", para gloria del Padre (Flp 2, 08-11).

A Cristo Señor se le ha dado, pues, el imperio sobre el universo. La carta a los Filipenses subraya esta soberanía del resucitado sobre las criaturas del cielo, de la tierra y sobre las que están por debajo de la tierra.

En la epístola a los Colosenses quiere san Pablo afirmar otra vez este imperio absoluto de Cristo vencedor de la muerte, y escribe: Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes, terrestres, visibles e invisibles. Tronos, dominaciones, principados, potestades, todo fue creado por él y para él. El es anterior a todo, y todo se mantiene en él (Col 1, 15-17).

La epístola a los Efesios afirma el mismo imperio sobre el cosmos: ...Dios... resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro (Ef 1 20-21).

Es muy interesante ver cómo insiste san Pablo en este triunfo de Cristo y en su imperio sobre la creación entera. El misterio de la Pascua renueva ese imperio. Es cosa normal y lógica. El hombre fue colocado en el mundo y llamado a adjudicar un nombre a las criaturas destinadas a servirle. Al adquirir el hombre una existencia nueva en la línea del servicio de Dios, es preciso que las criaturas que existen a su alrededor y fueron creadas para él, sean renovadas también ellas y vuelvan a ponerse a servir, para que el hombre pueda ser su administrador y les haga consentir en la gloria divina. El que ahora se hace servidor del hombre es el fuego, "este nuevo fuego que para nuestro uso hemos hecho brotar del pedernal", y que se convierte en servidor de Dios: él debe contribuir a que Dios "encienda en nosotros deseos tan santos que podamos llegar con corazón limpio a las fiestas de la eterna luz" (Oración de la bendición del nuevo fuego). Es un nuevo comienzo de la vida.

El nuevo fuego es asperjado en silencio, después se toma parte del carbón bendecido y, colocado en el incensario, se pone incienso y se inciensa el fuego tres veces. Mediante este sencillo rito reconoce la Iglesia la dignidad de la creación que el Señor rescata. Pero la cera, a su vez, resulta ahora una criatura renovada. Se devolverá al cirio el sagrado papel de significar ante los ojos del mundo la gloria de Cristo resucitado. Por eso se graba en primer lugar la cruz en el cirio. La cruz de Cristo devuelve a cada cosa su sentido. El canon de la misa romana expresa bien esta universalidad del gesto de la redención, cuando dice: "Por él (Cristo) sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros". Al grabar la cruz, las letras griegas Alfa y Omega también las cifras del año en curso, el celebrante dice: "Cristo ayer y hoy. Principio y Fin. Alfa y Omega. Suyo es el tiempo. Y la eternidad. A él la gloria y el poder. Por los siglos de los siglos. Amén". Así expresa el celebrante con gestos y palabras toda la doctrina del imperio de Cristo sobre el cosmos, expuesta en san Pablo. Nada escapa de la redención del Señor, y todo, hombres, cosas y tiempo están bajo su potestad.

Puede pensarse que, desde el punto de vista pastoral, la restauración que se ha hecho de estos ritos, antiguos unos y otros únicamente locales, no ha sido muy afortunada por dar lugar en la celebración a un tiempo muerto en el que escasamente se ve estimulada la participación de los fieles. Se está a obscuras, apenas se ve, los gestos y las fórmulas que se pronuncian son secas y fragmentarias. No obstante, acabamos de ver las riquezas doctrinales contenidas en tal restauración. En la última reforma se ha dejado una gran libertad, y pueden omitirse estos ritos o elegir uno u otro. Se ha creído conveniente conservar aún los cinco granos de incienso, cuyo origen proviene de una mala lectura de un texto latino, al haber confundido el lector la palabra "incensum", que significa "encendido" y se refiere al cirio, con "incienso", que es otro significado de la misma palabra. Esta confusión dio origen a los "granos de incienso", que han pasado a significar simbólicamente las cinco llagas de Cristo: "Por sus llagas santas y gloriosas nos proteja y nos guarde Jesucristo nuestro Señor".

Las palabras expresan bien el misterio de muerte gloriosa. Quizá este simbolismo bastante remoto pudiera desaparecer sin gran perjuicio para una liturgia rica ya por otra parte y que no conviene obstaculizar, si se quiere que los fieles se dejen marcar por los rasgos fundamentales del misterio pascual.

Termina el celebrante esta preparación, diciendo al encender el cirio pascual con el fuego nuevo: "La luz de Cristo, que resucita glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu".

Tras el cirio encendido que representa a Cristo, columna de fuego y de luz que nos guía a través de las tinieblas y nos indica el camino a la tierra prometida, avanza el cortejo de los celebrantes. Se escucha el primer "Lumen Christi", Luz de Cristo. Se avanza un poco y, cuando el celebrante acaba de encender en el cirio pascual su propia vela, el diácono vuelve a cantar en tono de voz más elevado: "Luz de Cristo"; y se responde: "Demos gracias a Dios". Entonces se encienden en el cirio pascual las velas del clero.

Vuelve a avanzar el cortejo y, llegados ante el altar, proclama el diácono por tercera vez: "Luz de Cristo". Y entonces se encienden en el cirio recién bendecido las velas de los fieles y las lámparas de la iglesia.

Hay que vivir estas cosas con alma de niño, sencilla pero vibrante, para estar en condiciones de entrar en la mentalidad de la Iglesia en este momento de júbilo. El mundo conoce demasiado bien las tinieblas que envuelven a su tierra en infortunio y congoja. Pero en esa hora, puede decirse que su desdicha ha atraído la misericordia, y que el Señor quiere invadirlo todo con oleadas de su luz. Los profetas habían prometido ya la luz: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande", escribirá Isaías (Is 9, 1; 42, 7; 49, 9). Pero la luz que amanecerá sobre la nueva Jerusalén (Is 60, 1 ss.) será el mismo Dios vivo, que iluminará a los suyos (Is 60, 19) y su Siervo será la luz de las naciones (Is 42, 6; 49, 6). San Pablo termina su discurso ante el rey Agripa diciendo cómo Moisés y los profetas habían anunciado "que el Cristo había de padecer y que después de resucitar el primero de entre los muertos, anunciaría la luz al pueblo y a los gentiles" (Hch 26, 23). El propio Jesús hace saber lo que quieren decir sus milagros y, especialmente después de curar al ciego, exclama: "Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo" (Jn 9,5). San Juan, en el prólogo de su evangelio, vio a Cristo como "la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo" (Jn l, 9). Es emocionante comparar esta hora que vive la Iglesia al presente, con la que vivió con su Cristo cuando Judas salió del cenáculo después de la Cena: "Era de noche", apunta san Juan (Jn 13, 30), y Cristo había dicho en su prendimiento: "Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas (Lc 22, 53). Ahora la Iglesia contempla la luz: "El es la luz", escribe san Juan, y "en él no hay tiniebla alguna" (1 Jn 1, 5).

El catecúmeno que participa en esta celebración de la luz sabe por experiencia propia que desde su nacimiento pertenece a las tinieblas; pero sabe también que Dios "le llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa" (l Pe 2, 9). Dentro de unos momentos, en la pila bautismal, como escribe san Pablo a los Efesios, "Cristo será su luz" (Ef 5, 14) Se va a convertir de tiniebla que es, en "luz en el Señor" (Ef 5, 8). Arrancado de las tinieblas e incorporado a la Iglesia, será transferido al Reino del Hijo y compartirá la herencia de los santos en la luz (Col l, 12).

Ahora les resta a todos los fieles que están presentes y cara a cara con la luz, elegirla de nuevo o rechazarla. Ninguna celebración litúrgica por pastoral, emotiva y significativa que pueda ser forzará a los fieles, y, ante Cristo resucitado, existe siempre la división entre "los hijos de este mundo" y "los hijos de la luz" (Lc 16, 8). La cuestión es siempre creer concretamente en la luz para ser hijos de la luz (Jn 12, 36). Mediante la lucha caminan los fieles hacia la Jerusalén celestial. En el Apocalipsis señala san Juan que Jerusalén puede pasarse sin el resplandor del sol y de la luna, porque la ilumina la gloria de Dios y la lámpara del Cordero (Apoc 21, 23). El diácono se acerca ahora al celebrante para pedirle su bendición antes de proclamar el pregón pascual. Después inciensa el libro en que está escrito el texto del Exultet, y a continuación inciensa el cirio pascual alrededor. Seguidamente entona el pregón pascual denominado clásicamente "Laus cerei".

La palabra "Exultet" con que empieza el el pregón y que en realidad afecta sólo al prólogo, ha dado nombre a la pieza entera, que también es llamada "praeconium paschale", proclama, pregón. Primero anuncia el diácono a todos la alegría de la Pascua, alegría del cielo, de la tierra, de la Iglesia, de la asamblea de los cristianos. Esta alegría procede de la victoria de Cristo sobre las tinieblas.

Tras esta primera parte, que lo mismo que su continuación era a menudo improvisada sobre el tema de la resurrección, el diácono entona la gran Acción de gracias. Su tema es la historia de la salvación resumida por el poema: recuerda la redención que redimió el pecado de Adán, rememorando luego las figuras de esta redención: el Cordero pascual, el Mar Rojo, la columna de fuego. En esta noche se da la salvación y Cristo alcanza su victoria. Entonces el diácono expresa, en términos aún más poéticos, lo que acaba de cantar y ensalza la venturosa noche en que se rompen las cadenas de la muerte, noche de la condescendencia de Dios para con nosotros, noche de la inestimable ternura de su amor, pues para rescatar al esclavo entregó a su propio Hijo; canta el diácono a la "feliz culpa", feliz por haber tenido tan augusto redentor. Después canta el diácono al cirio mismo que la Iglesia toda ofrece. Que este cirio arda sin apagarse, y que el lucero matutino (que es Cristo) que no conoce ocaso, al salir del sepulcro lo encuentre ardiendo todavía.

Una tercera parte consiste en una oración por la paz, por la Iglesia en sus jefes y en sus fieles, por los que gobiernan los pueblos, para que todos lleguen a la patria del cielo. Esta bellísima pieza lírica -cuyo autor quizá pudiera ser san Ambrosio de Milán-, aunque al comienzo de su canto arrebate a menudo a los fieles sorprendidos además por la impresión de la noche iluminada por el fulgor vacilante de las velas, en nuestra época apenas puede ya impresionarles con su doctrina. No sólo la lengua latina (como sucedía antes) sino también la profusión de figuras, la excesiva condensación de los temas y un lirismo desfasado respecto a nuestra actual manera de reaccionar convierten esta pieza valiente, que requiere una sólida voz en el diácono, en un lapso un tanto prolongado en el que los fieles, después del clarinazo del Lumen Christi, se quedan un poco como con hambre y corren peligro de cansarse, cuando se está sólo en los primerísimos comienzos de la celebración del misterio pascual.

Con sentimiento por tratarse de tal obra maestra, hay que decir que una futura reforma debería acortar su longitud y encontrar unos términos más de acuerdo con la mentalidad actual. Aquí es donde hace falta encontrar pastores autorizados y armados de valor para sacrificar algo que está teológicamente construido y artísticamente compuesto, en favor de una adaptación que podrá resultar tanto más hermosa cuanto que dé a un nuevo canto en la lengua usual un valor pastoral real. Nada puede ser verdaderamente hermoso si no es funcional; este principio es tan cierto en liturgia como en arquitectura. No hay que vivir ni del pasado ni del porvenir, sino del presente.

Pág. 119-124)
--------------------------------------------------------------------------------
-La cumbre de la Vigilia: la Eucaristía, Pascua de la Iglesia

Hay que tener precaución: quizá por un exceso de atención a la bendición del fuego, al canto del Pregón, a la bendición del agua y a la celebración del bautismo y de la confirmación, podríamos celebrar esta eucaristía como la de un día corriente. Ahora bien, esta eucaristía constituye la cumbre de la celebración de la Vigilia. De ella reciben su dinamismo el bautismo y la confirmación, y a ella conducen ambos. Es la eucaristía más solemne de todo el año, incluso más que la del jueves santo.

La eucaristía es la verdadera Pascua de la Iglesia. Ella realiza el continuo pasar a la vida definitiva, es actualización del misterio de la Pascua, purificación del hombre. De ella depende la remisión de los pecados en el bautismo. Por eso, si en la mentalidad de la Iglesia de los primeros siglos se advierte la exigencia de una purificación antes de participar en la eucaristía, se considera al mismo tiempo que ésta purifica de sus culpas a los penitentes sinceramente arrepentidos.

Así pues, la Iglesia se edifica y se consolida constantemente por medio de la repetición de la Cena pascual confrontada con el sacrificio único de la Cruz y ofreciéndolo al Padre con el Hijo.

EU/RS: Al mismo tiempo, la eucaristía está íntimamente unida a la resurrección del Señor. Pues sin la resurrección de Cristo, ¿qué podría significar la eucaristía, vaciada así de todo contenido? La eucaristía supone la resurrección y se la comunica a los hombres; lo mismo que dice Jesús "Yo soy la resurrección y la vida", dice también "Yo soy el Pan de vida". Sin la resurrección, la eucaristía sería una mera comida de fraternidad, carente de toda actividad que comunicara la vida de Dios, y no sería creadora. Porque todavía hay otro aspecto en el que debemos pensar: Cristo en la eucaristía, por haber resucitado, domina verdaderamente el mundo, supera nuestra muerte en su resurrección y el mundo va siendo así transfigurado lentamente por la eucaristía que le comunica la incorruptibilidad.

Así pues, celebrar la eucaristía es, y muy especialmente en esta Noche de la resurrección de Cristo, la cumbre absoluta de la actividad de la Iglesia, el acto clave en la celebración de la Vigilia pascual.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 151
Con María... esperamos la resurrección



“Sacó a los poderosos de sus tronos y puso en su lugar a los humildes” Lc 1,52

María, en su canto del Magnificat, pone de manifiesto que los pobres tienen muchos motivos para alegrarse porque Dios glorifica a los pobres y abaja a los orgullosos. María, al hacerse sierva, expresó la confianza más absoluta en el Dios redentor. En ella vemos al pobre que viene exaltado. En su “he aquí la esclava del Señor”, María da un consentimiento total al proyecto de Dios y se hace disponible para la misión que Dios le encomienda. Por eso la llamarán bienaventurada, “por eso todos los hombres dirán que soy feliz” (Lc 1,48)

En el Magnificat el Evangelista Lucas interpreta los hechos anteriores a la Pascua con la luz que brota de ella: la luz es la RESURRECCION de Jesús. Jesús, que asumiendo el papel de siervo, puso su total confianza en el Padre y asumió la misión de Salvador en la Cruz. Por eso fue exaltado, por eso fue resucitado por el Padre, porque “siendo de condición divina, no reivindicó, en los hechos, la igualdad con Dios, sino que se despojó, tomando la condición de servidor, y llegó a ser semejante a los hombres. Más aún: al verlo, se comprobó que era hombre. Se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte en una cruz. Por eso Dios lo engrandeció” (Fil. 2,6-9).

El “sí” de María es anterior al “sí” de Jesús, es decir, el cumplimiento de su misión de madre posibilita la misión del Hijo. Por eso ella es glorificada como el Hijo y, nosotros sus hijos, los que andamos dispersos, los marginados y víctimas de toda clase de opresión (la injusticia, el pecado la enfermedad) tenemos la posibilidad de subir, de ser glorificados como la Madre y el Hijo, si, como ellos, asumimos el papel de siervos, damos nuestro consentimiento al proyecto de fraternidad y de justicia que Dios nos propone y nos hacemos disponibles para esa misión de ser luz en medio de las tinieblas.

Celebramos la Pascua: el paso de la muerte a la vida, el triunfo del SIERVO y de la SIERVA, la esperanza de los pobres, de los que son capaces de confiar completamente en la bondad de Dios y hacerse disponibles para la misión que de ser luz, testigos de la fraternidad y promotores de la justicia.
Vigilia Pascual

UNA NOCHE PARA PROCLAMAR LA VIDA


La hermosa celebración de la noche pascual de los cristianos es
una fiesta que tiene una historia venerable.
En realidad, el mandamiento de Jesús que ponemos en relación
con la celebración eucarística (Haced esto en conmemoración mía),
tenía que ver también con la celebración anual, sobre todo si se
reconoce como contexto de la cena eucarística, la celebración
pascual judía, que era una celebración anual. Además de esto, se
puede tener en cuenta una motivación humana, generalizada
culturalmente: en todos los ambientes humanos se ha hecho
memoria anualmente de la muerte de los seres queridos. Imposible
pensar que los seguidores de Jesús hubieran pasado por alto el
memorial anual de la muerte del Maestro, seguramente desde el
mismo año que siguió a dicha muerte.
Con todo, los testimonios explícitos que tenemos acerca de la
celebración anual de una vigilia pascual se remontan propiamente al
siglo II. Uno de ellos es un verdadero tesoro: se trata de la Homilía
pascual de Melitón de Sardes, un Obispo del s. II, de la que se
desprende la importancia de esta experiencia espiritual y
sacramental de la Iglesia. En la noche de la Pascua cristiana se
recordaba la pasión y la muerte de Jesús, las que eran
comprendidas a la luz de las Escrituras del Antiguo Testamento, en
particular, a la luz del éxodo y de la tipología pascual. Era ésta la
oportunidad más apropiada para celebrar, además, la iniciación de
los nuevos miembros de la comunidad. Con ella culminaba la gran
fiesta. No se puede olvidar que no se celebraba más que una vigilia.


Estructura actual de la celebración
Nuestra celebración actual de la vigilia pascual comprende los
siguientes momentos:

1. La bendición del fuego nuevo y la proclamación de la luz
pascual
Durante todo el año nos acompaña en nuestros templos un
precioso símbolo, memorial de la celebración pascual: un cirio
bellamente decorado. Del fuego, bendecido en este día, se toma
una llama para encenderlo. Llevado en procesión por en medio de
las tinieblas de la noche, el cirio va disipando la oscuridad. Es la
imagen misma de Jesucristo, el SEÑOR RESUCITADO, que estará
todo el año en medio de nosotros.
Un canto triunfal de alegría y de acción de gracias, que llamamos
Pregón pascual, (Exultet), lleva a su culminación la liturgia de la luz.
Originalmente este canto era confiado a la libre creatividad del
cantor. A partir del s. V terminó por imponerse un texto en la Iglesia
latina, por la profundidad de su pensamiento, por la expresividad de
su lirismo, por la armonía de su estilo. Atribuido originalmente a San
Agustín y posteriormente a San Ambrosio, en realidad se trata de un
himno compuesto, en su forma actual, en una época tardía en las
Galias. En la edad media se copiaba este texto y su melodía en
hermosos pergaminos, preciosamente decorados.
Comentario para explicar la Liturgia de la luz: La luz nueva brilla
en medio de las tinieblas. Un cirio pascual hermosamente decorado
se convierte, desde esta noche, en el simbolismo de la presencia en
medio de nosotros del Resucitado. La Iglesia canta la alegría que
irradia de la luz de este cirio por medio de un hermoso poema sobre
Jesucristo, la luz que brilla en medio de las tinieblas de la
humanidad.

2. La Liturgia de la Palabra
Para recordar toda la historia de la salvación y volverla a convertir
cada año en nuestra propia historia, la liturgia de la vigilia pascual
nos ofrece la posibilidad de leer algunos textos selectos de la
Sagrada Escritura, en particular los siguientes: el relato de la
creación (Gn 1,1-2,2a); el relato de la salvación de Isaac (Gn
22,1-19); el relato de la salvación del éxodo (Ex 14,15-15,1) y algún
texto profético sobre la nueva creación (Is 54,5-14 u otro). Deben
leerse, por lo menos tres lecturas del Antiguo Testamento y no
puede omitirse la del Éxodo.
Cuando se tienen en cuenta textos judíos que desempeñaban la
misma función, por ejemplo el Targum de Ex 12,42 (El Poema de las
cuatro noches), se comprende la significación admirable que tiene
entre los cristianos esta lectura y meditación de la palabra de Dios,
que es acompañada con la recitación de salmos y con la oración del
sacerdote.

Comentarios antes de las lecturas
Primera lectura, Gen 1,1-31-2,1-2: Un Dios salvador ha estado
siempre presente en el universo y en la historia. Todo lo que existe,
desde el principio, tiene que ver con el Dios Salvador. Toda la
creación y toda la humanidad con su historia, son nuestro mundo de
salvación.
Segunda lectura, Gen 22,1-18: Nuestro Dios es el Dios de la vida.
El no quiere la muerte, ni siquiera como homenaje y como sacrificio
en su honor. Es lo que nos muestra el relato del sacrificio de Isaac,
cuando Dios impidió que un ser humano fuera sacrificado para
reconocer su derecho a toda vida. El Dios de la vida nos pide a
nosotros también ser personas que aman toda la vida, aún la que
parece menos valiosa.
Tercera lectura: Ex 14,15-15,1: Nuestro Dios Salvador es el
mismo Dios del pueblo judío. Yahveh, el Dios de la libertad. Él se
manifestó a unos esclavos en el hecho mismo de la liberación de la
esclavitud, en el éxodo. Él siempre será el Dios de la libertad y como
tal será reconocido por todas las generaciones. Dondequiera que
se haga posible la libertad verdadera, allí se podrá experimentar a
Dios.
Cuarta lectura, Is 54,5-14: El Señor ha prometido una alianza con
el pueblo y la cumple. Aunque el pueblo lo haya dejado de lado. El
profeta recuerda al pueblo que, a pesar de las infidelidades, las
aguas del diluvio no volverán a cubrir la tierra.
Quinta lectura: Is 55,1-11: La palabra del Señor es siempre eficaz.
Aunque los caminos del Señor no sean siempre los nuestros, quien
busca al Señor está seguro, porque sus palabras han sido de
misericordia y perdón. Un motivo de alegría para este pueblo, el
nuevo Israel, que puede acudir a la fuente de la Palabra para saciar
la sed que la sociedad de consumo no ha podido saciar.
Sexta lectura, Baruc 3,9-15.32-4,4: El destierro fue una
experiencia providencial para el pueblo de Dios. Allá comenzó, en
medio del sufrimiento, a gestarse un nuevo pueblo, lleno de ideales,
fiel a su Dios. Nunca ha dejado de tener el sufrimiento un sentido
redentor. También nuestro mundo, lleno de angustias y
sufrimientos, puede surgir de sus ruinas y llegar a ser un mundo
mejor.
Séptima lectura, Ezequiel 36,16-17a.18-28: El Señor prometió al
pueblo de Israel cambiarle el corazón de piedra por un corazón de
carne, abierto a su Palabra, capaz de reconocer a su Dios, abierto a
sus mandamientos. Es el momento de pedirle al Señor la conversión
de nuestros corazones endurecidos por la violencia, la injusticia, el
desorden, para que seamos un pueblo justo que busque siempre la
paz.

En el momento de la gran proclamación, estalla la alegría de la
comunidad con la entonación del "himno de los ángeles", himno de
acción de gracias, con el que se terminaba en otro tiempo la vigilia
de todas las solemnidades:
GLORIA A DIOS EN EL CIELO, Y PAZ EN LA TIERRA A LOS
HOMBRES, A QUIENES DIOS AMA!
Las campanas, mudas desde hacía tres días, hacen retumbar el
templo con su alegría; resuena la música y se entonan los cantos de
la comunidad:
JESÚS, EL MESÍAS CRUCIFICADO, ¡ HA RESUCITADO !
¡ VIVE GLORIFICADO PARA SIEMPRE !

La lectura de San Pablo (Rom 6,3-11) y la del Evangelio (Lc
24,1-12 en el ciclo C) completan la maravillosa experiencia del
memorial pascual, que había empezado a ser celebrado desde el
Viernes Santo, con la lectura de la Sagrada Escritura.

Comentario a Rom 6,3-11:
Morir y resucitar con Cristo: esa es la historia que debemos vivir
todos los días de nuestra vida los cristianos, los seguidores de
Cristo. San Pablo nos lo dice en un texto que nos encontramos en la
epístola a los romanos.
Comentario a Lc 24,1-12: Jesús vive. Él, que ha muerto, que ha
sido crucificado, no pertenece al reino de los muertos sino al mundo
de la vida. La tumba está abierta. Las mujeres, María Magdalena
acompañada de Juana y María la de Santiago, lo han comprobado y
se lo comunicaron a los apóstoles. Pedro pudo comprobar que la
tumba estaba vacía.

3. La liturgia bautismal
Qué mejor ocasión para ser incorporados a Cristo y para hacer
memoria de nuestra incorporación a él, que la vigilia pascual? La
Vigilia Pascual es también celebración bautismal: celebramos los
bautismos, renovamos las promesas bautismales.
En este momento tenemos que tener en la mente la mejor
explicación del bautismo, que se pueda dar, la que nos ofrece el
apóstol Pablo en la epístola a los romanos que se ha leído en la
liturgia de la vigilia. San Pablo nos enseña que ser bautizados
significa pasar con Cristo de la muerte a la vida y señala las
consecuencias éticas de esta conformación con el destino histórico
de Cristo: si hemos muerto con Cristo, ya no debemos pecar más,
porque hemos entrado en una nueva vida.

4. La liturgia eucarística
Con los sentimientos de alegría que nos embargan, compartimos
la Eucaristía, por medio de la cual realizamos el mandamiento que
recibimos del Señor de hacer memoria de él: Haced esto para
recordarme.
El recuerdo que ahora hacemos de Jesús, el Señor, no consiste
en la pura evocación de una historia perdida en el pasado.
Recordar ahora significa para nosotros hacer la experiencia de la
vida nueva: Jesús, el que ha muerto, vive para siempre. Jesús, el
resucitado, está vivo desde Dios, el Padre, en medio de nosotros.
Cada vez que compartimos este pan y esta copa como hermanos,
comienza de nuevo para nosotros la vida que El vive y quiere
regalarnos para siempre a todos.
En el hemisferio norte, al que pertenece el escenario de la vida
histórica de Jesús, la primavera llega ahora a su plenitud: estamos
en lo que se llama el equinoccio de la primavera. La celebración de
la resurrección de Jesús tiene por eso sabor a primavera; a agua
fresca; a retoños que revientan por todas partes en las plantas; y
olor a flores de todos los colores. La naturaleza nos quiere regalar
también ella la impresión de un mundo en el que comienza a
germinar la vida nueva. La celebración de la resurrección de Jesús
tiene lugar también en el día de la luna llena: es la fiesta de la luz.
Con los cristianos de todos los tiempos queremos ver amanecer
en esta fecha un mundo nuevo, que podrá hacerse realidad, si
nosotros asumimos el proyecto de Jesús de Nazaret, que es el
evangelio. Dios es capaz de hacer surgir la vida nueva aún desde la
muerte. Tenemos muchas ilusiones. Por eso hablamos de una
nueva evangelización, en un tiempo de esperanza.
Proclamemos, pues, llenos de alegría, con el corazón repleto de
esperanza, que Jesús, el vencedor de la muerte, nos invita también
a nosotros a pasar de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la
luz, de la muerte a la vida, como cantaban siempre los israelitas, al
celebrar la Pascua.

Sugerencias para la homilía
CON EL EVANGELIO DEL RESUCITADO TENEMOS QUE
EDIFICAR UN MUNDO NUEVO
La historia de Jesús no terminó con la crucifixión como lo
esperaba el Sanedrín. Desde Pascua los discípulos vivieron de la
convicción de la vida de Jesús, su Señor y Salvador, que los envió a
todos los pueblos con el mensaje salvador de su resurrección. A
causa de esta convicción, los apóstoles del Señor sufrieron
persecuciones y hasta la muerte. Y hasta hoy sigue siendo
anunciado el mensaje pascual a todos los pueblos.
Los discípulos anunciaban a Jesucristo como Señor resucitado.
Jesús se les reveló como alguien viviente, glorificado. Así pudieron
entender la realidad de la tumba vacía y pudieron también recibir
del resucitado su misión y la fuerza para cumplirla.
El mensaje pascual es obra de Dios, así como la comunidad que
se originó en la fe pascual, la Iglesia de los Apóstoles. Por esta
razón pudo continuar hasta hoy y podrá continuar hacia el futuro la
obra de Jesús, a pesar de la crisis de los discípulos, cuando la
pasión y la muerte del Maestro. El les había prometido permanecer
en medio de ellos todos los días, hasta la consumación del mundo
(Mt 28,20).

La experiencia pascual de los discípulos
Todo el Nuevo Testamento, en todos sus escritos, proclama el
mensaje pascual o lo presupone. Sin embargo, no es posible
presentar toda la secuencia de los acontecimientos desde la
crucifixión del Señor hasta el primer anuncio público de su
resurrección, como se presenta una historia cualquiera. En su
descripción, los evangelios siguen las tradiciones de las
comunidades en las cuales vivían los autores y para las que
escribían. Estas tradiciones ponen el énfasis en diversos puntos.
Así, por ejemplo, Lucas habla de experiencias pascuales de los
discípulos en Jerusalén; Mateo, por su parte, de la aparición del
resucitado en Galilea, en una montaña; Juan, de apariciones en
Jerusalén y en Galilea.
Todos los cuatro evangelios están de acuerdo en lo referente al
hallazgo, en la mañana de Pascua, de la tumba abierta, así como en
lo referente a las apariciones a María Magdalena y a las mujeres, y
en lo referente a las apariciones decisivas a los discípulos. Todos
resaltan el hecho de que los discípulos aceptaron con dificultad esta
realidad de la resurrección. Lo de la tumba sólo lo comprendieron
después del encuentro con el Cristo Resucitado.
Tampoco fue uniforme lo que aconteció interiormente en cada
uno de los discípulos después de la muerte de Jesús. El evangelista
Lucas nos describe los sentimientos, los pensamientos y las
experiencias que ellos tenían hasta cuando comprendieron que el
Señor vivía y los enviaba en misión: es lo que se puede comprobar
en la hermosa historia de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35).
Lucas les quería decir a los cristianos, que habrían de leer su
evangelio, que el Señor haría con ellos lo mismo que había hecho
con los discípulos de Emaús: se les juntó por el camino, les ayudó a
comprender las escrituras y se les dio a conocer en la fracción del
pan. Al mismo tiempo los envió a vivir su evangelio y a seguir
anunciándolo.

La confesión fundamental de Pascua
El apóstol Pablo nos conservó en su primera carta a los Corintios
la confesión pascual más antigua de la Iglesia. El la proclama para
los cristianos de Corinto, con el fin de exhortarlos a permanecer
fieles a esta fe. Les advierte que él mismo ha sido destinatario de
esta tradición, cuando, pocos años después de la fundación de la
comunidad primitiva en Jerusalén, se convirtió a la fe cristiana y fue
bautizado en Damasco (1 Cor 15,1-8).
Los testigos mencionados son: Cefas, es decir, Simón Pedro el
primero de los apóstoles; el círculo de los doce llamados por Jesús
(Judas había sido reemplazado por Matías según Hech 1,15-26); los
quinientos hermanos que vivían casi todos y que eran gentes de
Galilea; Santiago, el conductor posterior de la comunidad de
Jerusalén; todos los apóstoles, es decir los primeros mensajeros de
la fe de la antigua Iglesia (un círculo más amplio de personas que el
de los doce, a quienes se les designa por lo general como
"apóstoles").
Esta lista muestra que los evangelistas no habían escrito durante
mucho tiempo todo lo que se había transmitido en la Iglesia antigua
sobre Pascua. En ninguna parte se nos cuentan más detalles en el
Nuevo Testamento sobre estas apariciones a Pedro y a Santiago.
La aparición a los quinientos hermanos la consideran algunos como
la misma de la que habla Mateo al final de su Evangelio. La
aparición a Pablo es narrada varias veces en los Hechos de los
Apóstoles.
Pero los evangelistas también narraron apariciones pascuales,
que no están mencionadas en el testimonio de Pablo. La intención
que tenían era la de ilustrar a los lectores acerca de puntos
importantes de la fe pascual. Así, Lucas narra (24,36-43) que los
discípulos pudieron tocar al Señor resucitado y que él comió ante
sus ojos un pedazo de pez asado. Con esto el evangelista no quería
decir que el resucitado necesitara alimento terreno alguno, sino que
su resurrección es realidad y que los discípulos se habían podido
convencer de dicha realidad. Juan insiste en la necesidad de la fe,
en una conocida narración acerca de Tomás, quien solo quería
creer en la Resurrección después de ver y tocar al Resucitado (Jn
20,24-29): ¿Porque me has visto has creído? Felices los que aún
sin ver creen".

Jesucristo es el Señor
La Sagrada Escritura dice que Dios, el Padre, resucitó a su Hijo.
Con ello quiere subrayar que Jesús fue enviado por Dios su Padre y
que el Padre no dejó que su Hijo permaneciera en la muerte. Dios
lleva a plenitud su historia de salvación por la resurrección de su
Hijo.
Pero la Sagrada Escritura también dice que Jesús resucitó al
tercer día. Con ello quiere subrayar que Jesús tenía virtud divina;
que tenía la potestad de entregar su vida, pero también la tenía
para recuperarla. Jesús demuestra su gloria divina de manera
maravillosa en su resurrección.
EL CANTO DE MOISÉS Y LA VIGILIA PASCUAL

J.DANIELOU

"Dichoso aquel que comprende el significado de los cantos escribe Orígenes, puesto que nadie canta si no está en fiesta; pero dichoso aún más quien canta el canto de los cantos. Antes es preciso salir de Egipto para poder entonar el primero de los cantos: Cantad a Yavé, que se ha mostrado de modo glorioso"1. Podría pensarse que la idea de agrupar los cantos del Antiguo Testamento en una especie de escala progresiva que marca a un mismo tiempo las etapas de liberación de la humanidad y el rescate del alma sea una invención genial, pero caprichosa, del gran alegorista alejandrino. Pero la razón de haberle aducido es el testimonio que él mismo nos da de un uso litúrgico anterior a él.

El canto del Éxodo formaba parte, sin duda alguna, de la pascua judía. De ella pasó a la liturgia de la primitiva Iglesia. Zenón de Verona nos lo asegura ya en el siglo IV. Baumstark piensa que formaba parte, junto con el cántico de los tres jóvenes, del núcleo primitivo de la vigilia pascual. Por eso la Iglesia, con un instinto seguro, en la reciente reforma litúrgica del oficio de la vigilia pascual lo ha mantenido, justificando el que, a imitación de Orígenes, busquemos en el cántico de Moisés la expresión de la alegría del pueblo de Dios ante el misterio pascual de la salvación de las naciones.

*****

«Antes es preciso salir de Egipto...» El primer cántico es el del éxodo. El Antiguo Testamento nos muestra el bosquejo de las grandes obras de Dios, el Nuevo nos anuncia su cumplimiento, la Iglesia nos presenta su resonancia actual. El Éxodo es una de las obras más importantes realizadas por Dios. Es propiamente un misterio de liberación. No es sino un aspecto de la pascua, pues la pascua encierra en sí misma todo el misterio cristiano: es creación y liberación, expiación y purificación. El canto del éxodo no exalta más que un aspecto particular: el de la liberación del pueblo de Dios, cautivo de las fuerzas del mal. Este misterio del Dios libertador reaparece en todos los niveles de la historia de la salvación, como un sonido que se prolonga en ecos cada vez más profundos. A orillas del mar Rojo es liberación de Israel perseguido por el ejército del faraón; a orillas de las aguas profundas de la muerte es liberación de Cristo cautivo del príncipe de este mundo; a orillas de las aguas del bautismo es liberación del pagano, cautivo de los poderes de la idolatría, misterio misional, entrada en la Iglesia, edificación del cuerpo místico; a orillas del mar de cristal mezclado de fuego, que nos describe el Apocalipsis, es liberación escatológica de los cautivos de la bestia: la muerte. Y siempre, tras la otra orilla, tras haber escapado milagrosamente de la persecución del enemigo, el pueblo de los rescatados entona el cántico triunfal.

El pueblo de Israel, guiado por la columna de nube, huía de la tiranía egipcia. El faraón y sus carros de combate salen en su persecución. El pueblo llegó al mar. El camino estaba cortado. Se encontraban abocados o a un total aniquilamiento o a una nueva servidumbre. Situación trágica de un ejército acorralado junto al mar hasta el punto de ser destruido o capturado. Es menester subrayar fuertemente este carácter desesperado de la situación, ya que ello da todo el sentido al episodio. En efecto, precisamente en el momento crítico en que se encontraban con imposibilidad absoluta de poder salvarse por sí solos es cuando el poder de Dios realiza lo que para el hombre era imposible:

«Moisés extendió su mano sobre el mar e hizo soplar Yavé sobre el mar toda la noche un fortísimo viento solano. Los hijos de Israel entraron por el medio del mar y las aguas formaban una muralla a derecha e izquierda. Los egipcios los seguían y entraron detrás en medio del mar. Moisés extendió ahora su mano, y las aguas, reuniéndose, cubrieron los carros, los caballeros y toda la armada del faraón, de tal forma que no escapó ni uno solo» (Ex 14, 21-28).

Esta acción de Dios librando a su pueblo de una situación desesperada será a través de los siglos el mayor recuerdo de la historia de Israel:

«¿No eres tú quien secaste el mar, las aguas del profundo abismo, y tornaste las profundidades del mar en camino para que pasasen los redimidos?» (Is 51,10).

Después, al contemplar al alba, tras la noche trágica y prodigiosa, los cadáveres de los egipcios llevados por las olas a la orilla, Moisés y los israelitas improvisaron el canto del éxodo:

«Cantaré a Yavé, que se ha mostrado sobre modo glorioso. El arrojó al mar al caballo y al caballero. Yavé es mi fortaleza y el objeto de mi canto. Él ha sido mi salvador...»

María, la profetisa, hermana de Aarón, toma en sus manos un tamborín y todas las mujeres la siguen tocando y danzando. María respondía a los hijos de Israel

«Cantad a Yavé, que se ha mostrado sobre modo glorioso. Él arrojó al mar al caballo y al caballero...»

A orillas del mar Rojo se formó la primera liturgia pascual. Dom Winzem ha podido escribir que «en esta hora nació el oficio divino». Ciertamente se trata de una verdadera liturgia. El coro de las mujeres, repitiendo el estribillo, alterna con el de los hombres, que canta las estrofas. Nosotros lo cantamos todavía en la vigilia pascual, y resonará en adelante, a través de toda la historia de la salvación, en todas las pascuas. Hay algo de extraordinario en esta continuidad, y la liturgia aparece aquí como maestra de doctrina. Nos muestra la fidelidad de Dios que salva a su pueblo.

Si la travesía del mar Rojo es una obra admirable de Dios, el Antiguo Testamento nos muestra que Dios realizará en el futuro una obra de liberación mucho más admirable todavía. El mensaje específico del Antiguo Testamento consiste en anunciarnos este suceso. Es esencialmente profecía. Recoge los acontecimientos pasados únicamente para fundamentar nuestra esperanza en los acontecimientos futuros, y no para que nos desesperemos en la nostalgia de un pasado perdido irremediablemente o imposible de revivir más que por un mero volver hacia atrás. He aquí una diferencia fundamental entre el libro santo de los judíos y los de las religiones naturales. Éstos tienen como objeto siempre el mito original, que subsiste en un tiempo arquetipo y en el que el hombre, arrastrado por la ola del tiempo profano, se esfuerza por participar, en virtud de esos mismos ritos que renuevan las fuerzas de la vida, en las fuentes mismas de la creación primera.

Pascua ha sido el aniversario de la travesía del mar Rojo: era una primera liberación y una gran obra de Dios; pero la liberación nueva que había de realizarse al fin de los tiempos es tanto más gloriosa cuanto que pascua no será en adelante para nosotros sino el memorial de la resurrección de Cristo. En cierto sentido podemos decir que pensamos más en la antigua alianza. Cuando el sol domina el horizonte, escribía san Basilio, no hay necesidad de lámparas. Con todo, siempre es bueno volver sobre esos esbozos de la ley antigua ya que nos ayudan a comprender mejor el sentido de unas acciones mucho más admirables, las de la ley nueva. Además, por el contraste que nos ofrecen entre sí, nos permiten captar mejor su grandeza.

Por eso, he aquí lo que en el corazón mismo del Antiguo Testamento anunciaba Isaías, profeta del nuevo éxodo:

«Así habla Yavé que abre un camino en las nubes, un sendero en las aguas poderosas. No os acordéis más. de los acontecimientos pasados y no consideréis ya más las cosas de otro tiempo: he aquí que voy a hacer una maravilla nueva» (Is 43, 16-19).

Es cierto que la travesía del mar Rojo fue una maravilla, pero la maravilla nueva que Dios va a realizar es tal que ya aquélla no se recordará más. En seguida Isaías nos muestra la nueva creación oscureciendo el resplandor de los primeros cielos, de la primera tierra. En estos mismos términos nos dice lo mismo el nuevo éxodo.

Esta liberación nueva y definitiva, se realizó en la resurrección de Cristo, llevada a cabo en la misma noche en que Dios libró a su pueblo del poder de los egipcios. El mensaje del Nuevo Testamento no es precisamente enseñarnos y mostrarnos una liberación más extraordinaria que la del éxodo. El Antiguo Testamento sería ya suficiente para eso. El auténtico mensaje del Nuevo Testamento consiste en hacernos saber que esta liberación se ha cumplido ya. Una sola palabra resume el Nuevo Testamento: «hodie». «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» El objeto que persiguen los evangelistas es precisamente el mostrarnos que el futuro escatológico, la liberación futura anunciada por el profeta se ha cumplido ya. Jalonan la vida de Cristo los símbolos del éxodo: la serpiente de bronce, la roca de aguas vivas, el maná celestial, la columna luminosa.

Esta liberación, sin embargo, es de mayor envergadura que la del éxodo. Entonces se trataba solamente del pueblo judío cautivo de los paganos; aquí se trata de la humanidad entera cautiva de las fuerzas del mal, de lo que llamamos el pecado original. De igual modo que el pueblo de Israel se encontraba en una situación desesperada, aquí es la humanidad toda la que se encuentra en esa misma situación. Lo más grave es que no puede salir de ese apuro por sí sola. No hay salvación del hombre por el hombre. El hombre es presa de la muerte, privado de la gracia de Dios en su alma, de la vida de Dios en su cuerpo. El mal no es un problema en el que el hombre haya tomado parte. Existe un misterio del mal, raíz venenosa de la que ese mal pulula sin cesar y a donde es incapaz de llegar la industria humana.

Uno solo ha sido el que ha llegado a la raíz de las cosas y curado el mal oculto en su origen: Aquel que en la noche del viernes santo bajó al reino de la muerte para destruir su poder y rescatar a cuantos ésta tenía bajo su dominio. Cuando Cristo muere sobre la cruz la tarde del viernes santo parece como si la noche cayera definitivamente sobre el mundo, como si toda esperanza fuera en adelante vana, como si la muerte hubiera tomado en su poder a su mayor enemigo. Pero Cristo descendió a la prisión de la muerte para romper los cerrojos de hierro, y en la mañana de pascua aparece vencedor, quebrado para siempre el poder de la muerte sobre Él y sobre la humanidad entera.

Este sentido tiene la eclosión de la alegría pascual:

«Cantad a Yavé, que se ha mostrado de modo glorioso. Arrojó al mar al caballo y al caballero.»

No es solamente el pueblo de Israel, perseguido por el faraón, el que canta su rescate a orillas del mar Rojo. Es la humanidad toda la que, librada de las profundas aguas de la muerte, alaba la obra poderosa realizada por el Verbo de Dios. El cántico del éxodo es aquí el cántico de los rescatados, de todos aquellos que estaban sumergidos en el abismo de la muerte y que, librados ya, contemplan las fuerzas del mal que les tenían cautivos, ahora vencidas e impotentes, y repiten las mismas palabras de Moisés para celebrar su rescate.

Si la salvación de la humanidad se realizó sustancialmente con la resurrección de Cristo, es preciso que sea aplicado a cada hombre en particular. Tal aplicación se da por medio del bautismo conferido a los paganos la noche de pascua. El misterio misional del éxodo es el que nosotros vivimos propiamente. En la historia de la salvación nos encontramos en el intervalo de tiempo que separa la ascensión de la parusía, que es el tiempo de la misión. Durante este período continúan en la Iglesia los milagros de salvación prefigurados en la travesía del mar Rojo, cumplidos en la resurrección. El bautismo se sitúa en la prolongación de estas actuaciones grandiosas de Dios. Es para nosotros el equivalente a los «mirabilia Dei» en ambos testamentos. Constituye un acontecimiento mucho mayor que el de los descubrimientos científicos, que el crecimiento o declive de los imperios.

Los ritos antiguos del bautismo expresaban esta continuidad con la pascua. Desde el comienzo de la preparación, primer domingo de cuaresma, el candidato al bautismo era señalado en la frente con la «sphragis» de Cristo, con el signo de la cruz, como las casas de los israelitas habían sido ungidas con la sangre del cordero. Con esto se significaba que por medio de la sangre de Cristo había sido salvado del castigo debido al pecado. Esto era la primera posesión del alma por Cristo. Venían después los cuarenta días de preparación, días que no llegamos a alcanzar su significado si no los referimos al Antiguo y al Nuevo Testamento. Durante cuarenta días Cristo había sido tentado por Satanás, y su fidelidad había sido la contrapartida de las infidelidades de Israel.

El tiempo de la cuarentena, la cuaresma, es el tiempo de tentación para el catecúmeno. Durante este período se desarrolla un gran combate en torno a él. Satanás y sus ángeles intentan retenerlo. Conviene tomar este acecho en todo su realismo. Un pagano no es sólo un extraño a la revelación de Cristo: está además bajo el poder positivo de las fuerzas del mal. Debe ser, por tanto, arrancado de esas fuerzas que le tienen cautivo. La conversión, en este sentido, es siempre un drama. La misión es un misterio. No se trata sólo de una presentación del mensaje adaptado a las diversas civilizaciones. Se trata de un conflicto llevado a cabo con las fuerzas del mal. Este conflicto se desarrolla en los misteriosos combates espirituales de toda santidad. Por la oración y la penitencia los demonios son arrojados. A quien desconoce esto se le escapa el sentido profundo de la misión. También tras la victoria de Cristo la humanidad permanece cautiva en aquellos miembros que todavía no le pertenecen. Cristo aplastó la cabeza de la serpiente, pero los círculos de sus anillos continúan turbando la faz de la tierra.

Ante el catecúmeno, presa a punto de escapar, Satanás hace un esfuerzo supremo. A un mismo tiempo Cristo, progresivamente, va tomando posesión de su persona. Es menester comprender el combate espiritual que tiene lugar ahora para realizar el sentido de los escrutinios bautismales. Se componen éstos de exorcismos por medio de los cuales el poder del demonio va quedando rebatido, el catecúmeno va quedando libre de la presión que aquél hacía sobre éste, van dosificándose las bendiciones que señalan que la gracia de Cristo va efectuando una consagración progresiva y revistiendo poco a poco su alma. Con todo, hasta el umbral de la noche de pascua, hasta el borde del agua bautismal, el demonio continúa atacando al alma.

En este preciso momento lo imposible se hace posible; el mar se abre; «el muro de lo imposible», de que habla Dostoiesvski, contra el que se choca irremediablemente, se desploma dejando una brecha por donde pasar. Así pues, el medio de escapar, el medio de salvación existe, pero se trata de un milagro en el sentido pleno de la palabra, es decir, de una acción poderosa de Dios que hace lo que era completamente imposible. El canto del éxodo es la exaltación de este milagro, de esta acción imprevisible por la cual, en un mundo perdido, Dios abre un hueco, presenta una salvación y propone así una posibilidad de redención.

De igual modo que el mar estaba abierto ante el pueblo israelita, igual que la muerte aparecía ante la mirada de Cristo, así el catecúmeno desciende al agua bautismal, atraviesa el mar y, dejando atrás al faraón y a su armada, al demonio y a sus ángeles, reaparece en la otra orilla. Se ha salvado. Palabra ésta que conviene tomar en su significado concreto y vulgar, como los náufragos escapados del mar que al fin se encuentran en la orilla. «La maldad obstinada del demonio, escribe san Cipriano, puede algo hasta el agua salvadora, pero pierde en el bautismo toda su acción nociva. Es lo que vemos en la figura del faraón que, rechazado, pero obstinado en su perfidia, ésta ha podido llevarle hasta las aguas. Todavía hoy, cuando por los exorcismos ha sido golpeado y burlado afirma una y otra vez que va a marcharse, pero nada hace a este respecto. Sin embargo, cuando se llega al agua bautismal, el diablo ha sido aniquilado, y el hombre ha sido consagrado a Dios, librado por la gracia divina» (Epis. 58, 15: CSEL 764).

A los padres de la Iglesia les gusta describir este momento dramático: el hombre atacado, sin ninguna esperanza humana, no esperando la salvación sino del poder de Dios, viendo una línea salvadora que se dibuja por entre medio de un mar infranqueable. Citemos a Orígenes: «Sábete que los egipcios te persiguen y pretenden volverte a poner bajo su servicio, quiero decir los dominadores del mundo y los espíritus malos a quienes tú has servido hasta hoy. Se esfuerzan por perseguirte, mas desciendes a las aguas, y eres salvado. Purificado de las manchas del pecado, te levantas hombre nuevo, dispuesto a cantar un cántico nuevo» (Hom. Ex. 5, 5: GCS 190). Este cántico nuevo es el del éxodo. Como Moisés a orillas del mar Rojo contemplando los cadáveres de los egipcios, como Jesús alcanzando la ribera de la resurrección tras haber atravesado las aguas amargas de la muerte, el catecúmeno, hombre nuevo, vestido de la túnica blanca de los resucitados, perteneciendo ya a la creación nueva, puede también él entonar el cántico de los rescatados:

«Cantad a Yavé, que se ha mostrado sobre modo glorioso; arrojó al mar al caballo y al caballero».

Era preciso decir todo esto para comprender la significación del canto del éxodo en la vigilia pascual. Es la expresión misma de la obra de liberación que se cumple aquí, de la liberación en nuestro propio interior, de las almas cautivas. Se trata de una acción actual de Dios, similar a la de la travesía del mar rojo y de la resurrección, y que es el rescate de los paganos, el misterio de la misión. La Iglesia acoge a las naciones. Como María, hermana de Moisés, respondía al coro de los hombres, a orillas del mar rojo, en la primera liturgia pascual, así Zenón de Verona nos muestra las iglesias cantando, en coro alternante con las naciones liberadas, el cántico de Moisés «María que golpea su tamborín es figura de la Iglesia que, cantando un himno con todas las Iglesias que ella ha engendrado, conduce al pueblo cristiano no hacia el desierto, sino hacia el cielo» (PL 40, 509).

¿Hemos de decir, sin embargo, que toda la salvación se ha cumplido? Cierto, las naciones bautizadas pertenecen ya a Cristo y en El han escapado a las garras del mal, pero éste circula alrededor de ellas buscando una fisura entre los libertados por donde poder alcanzarlos. Las olas de este mundo nos enrolan todavía entre sus círculos. Si sabemos que ya nada tenemos que temer a las profundas aguas de la muerte, al menos hemos de atravesarlas. La vida actual continúa siendo tiempo de la tentación. El enemigo, vencido, dispone todavía de un espacio de tiempo. Por eso, el éxodo, que es nuestro pasado, sigue siendo nuestro presente. En tanto que estamos en este mundo nuestra vida sigue siendo un perpetuo éxodo.

Un día, por fin, el último, atravesaremos el mar. Es el día en que el último enemigo, la muerte, será vencida. Después, al borde del mar de fuego, los vencedores de la bestia tomarán en sus manos no los tamborines de pellejos muertos, sino las arpas celestes, y cantarán eternamente el cántico de Moisés:

«Vi como un mar de vidrio mezclado de fuego, y a los vencedores de la bestia y de su imagen y del número de su nombre, que estaban en pie sobre el mar de vidrio y tenían las cítaras de Dios, y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del cordero» (Apoc 15, 2-3). Así, desde las riberas del mar Rojo, a través de todas las etapas de la historia de la salvación, el canto de Moisés extenderá sus ecos de eternidad en eternidades.

Historia de la salvación y liturgia
Sígueme. Salamanca-1965. Págs. 115-127
1. Hom Cant. I : GCS 27.